miércoles, 26 de noviembre de 2014

Los Santos.

Son Los Santos, y todas las mujeres de El Llano, pujan por poner el ramo de flores más grande y más hermoso a sus muertos. Voy con mi abuela Natalia al cementerio viejo. Entro y salgo de él, juego con otros niños en el hueco de los grandes eucaliptos de la entrada. Me canso de jugar, vuelvo a entrar en el cementerio viejo, no veo a mi abuela, estará en el nuevo. La busco allí, la encuentro. Está limpiando la tumba de mi madre. Voy junto a ella. me mira. La miro. Miro la tumba. Me dice que rece. Rezo. ¿Te acuerdas de tu madre? Vagamente, me acuerdo, de cuando estaba mala, y vino de Madrid con un caballo de plástico con ruedas para mí,contesto.  Mi madre venía de Madrid, con las huellas de la enfermedad en la mirada, y yo la extrañaba y me escondía tras las piernas del abuelo Ramiro, que me decía, anda, mira, si es Mama. Dale un beso; y yo seguía allí, pequeño, tímido, mirando a aquella extraña que me ofrecía aquel caballito con ruedas. Llegó un día que aquella extraña, mi madre, se fue para siempre. Y yo fui creciendo. Pobre, me decían, si tu madre estuviera aquí para verte; si te viera tu madre, y viera lo que has crecido, ella, la pobre, que se fue cuando tu no eras más que un bebito. ¿Té acuerdas de ella? Y vuelta a empezar, y vuelta a contar lo del caballito con ruedas cuando venía de Madrid, tan delgada y tan enferma, y así iré creciendo, entrando en la adolescencia, en la juventud, y aquel recuerdo estará perpetuo en mi mente, pero nadie me preguntará ya por él, porque quien me preguntaba, mi abuela, mi abuelo, también se irán.

Rezo y me salgo, y huelo el aire fresco de la tarde, y el aroma de los eucaliptos. Un grupo de niños se dirige al cementerio viejo, a la tumba sin nombre, donde, según cuentan, un cura y un soldado yacen, enterrados en el mismo nicho. Lo saben, porque la tumba es un nicho bajo, curvo por arriba, encalado, y tiene un agujero arriba, por donde se puede atisbar lo que hay dentro de la sepultura. Los chicos pujamos por subirnos a lo alto del nicho, y mirar lo que hay dentro. Todos lo hacemos. Yo, también. miro, y no veo nada, pero cuando baje, contaré que he visto la botonadura del uniforme del soldado, que es azul. Y que he visto la sotana negra del cura, y sus huesos, calaveras incluidas. Otros mentirosos me apoyarán, y afirmarán haber visto lo mismo. Lo cierto es que el miedo, y la oscuridad del interior de la tumba, hacen que en realidad no veamos nada, y el soldado y el cura, sea producto de una bravata de chavales, que desde hace tiempo, ocurre en El Llano, tantos como años lleva agujereada la vieja tumba, eso si, sin nombre. Pronto, alguien, adulto, quizá el cura, o uno de los municipales, nos llamará la atención, nos pedirá respeto en un lugar tan sagrado, y nos echará de allí. La verdad, es que esa tumba siempre estuvo vacía. No había en ella nadie, ningún cura, ningún soldado, nadie, y si los hubo alguna vez, hacía años que los sacaron de allí. Me enteraré años después, de mayor. Me lo dirá uno de los operarios del ayuntamiento, amigo y compañero mío, cuando recordemos aquellos años, y aquella tumba, y el me diga que aquellos nichos fueron derruidos, por que amenazaban caerse, y él, que estuvo presente, lo vio, y allí, no había nada.

Anochece. Voy donde mi abuela, que está dando los últimos retoques a la tumba de mi madre. Nos paramos frente al nicho. Silencio. A la abuela se le escapan unas lágrimas. Antes de irnos, se para a hablar con otras mujeres, ante otras tumbas. Padres, madres, hijos, nietos de El Llano. Conocidos todos. Unos enterrados hace tiempo. Otros, difuntos recientes. Antes de irnos, nos volveremos a pasar por el cementerio viejo, para ver la tumba de los abuelos, de los padres de mi abuela, limpia, blanca de cal, reluciente, atiborradas de flores, rojas y blancas. Una vez más, como cada año, la abuela dirá entre dientes que el día que ella no esté, nadie se ocupará de la tumba de sus padres. Salimos. El cementerio se ve limpio y blanco a esa hora de la anochecida, iluminado por cientos, miles de cirios, encendidos a la noche que va cayendo. Según vamos hacia el pueblo, miro hacia atrás, y los cirios encendidos hacen un efecto, luminoso en la noche. Es como si cada cirio representara a una de las almas de los que allí yacen, y todos juntos realzaran esa última morada.

Va refrescando. Llegamos a casa. Cenaré y me acostaré. Pensaré en mi madre, desconocida, de la que apenas tengo unos vagos recuerdos. Años después, ya mayor, veré sus huesos. Será tras la muerte de mi padre, poco antes de enterrarlo en aquel mismo nicho, junto a ella, en aquel mismo nicho que mi abuela con tanto ahínco limpiaba cuando yo era niño. Antes del entierro hubo que sacar los huesos de mi madre, y uno de sus hijos, yo, tuvo que estar presente durante la operación. Me sorprendió ver sus huesos, aunque tengo que decir, que asistí con interés. No recordaba de casi nada de mi madre, y por fin la iba a ver, aunque solo fueran sus huesos, como así fue. Cuando el enterrador sacó los trozos astillados y podridos por el tiempo del ataúd, y sus calavera y sus huesos, recé, como cuando era niño e iba con mi abuela a limpiar aquel nicho el día de Los Santos. 

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