sábado, 23 de febrero de 2013

Un acceso de rabia.

"Eh; tú. Estás libre", le dice el oficial joven, malencarado, desde la puerta abierta de la celda. A Lino le cuesta levantarse del suelo, donde ha pasado la noche, durmiendo la mona. La resaca y los tranquilizantes que le han dado hace que la cabeza le duela hasta reventarle. La edad y los palos que se llevó la noche anterior, hacen que le cueste ponerse de pie. "Has tenido suerte, cabrón. La señora a la que quisiste agredir anoche no ha querido denunciarte", le informa el oficial mientras lo acompaña hacia la salida de la comisaría.
"¡Ostras, chaval!. ¿Pero que te pasó anoche pa'que te volvieras tan loco, tron? , le espeta la Coja nada más verlo. Lino no contesta, no está de humor, le duele todo, tiene sed, hambre. Con la Coja, le están esperando, el Pedo y el Ruso. Los cuatro se dirigen al parque. Lino bebe agua de una fuente pública, con la avidez de un superviviente de un naufragio, o de un turista perdido en el desierto. La Coja saca del bolso un bocata de salchichón envuelto en papel de periódico y se lo pasa a Lino. "Toma, la cena que te perdiste anoche", le dice.
Los cuatro forman un cuadro curioso, aunque para los habituales del parque, ya pasan inadvertidos. En el barrio, la pobreza y la desesperación empiezan a pasar cada día más inadvertidas, y han convertido a muchas personas en espectros, han arruinado muchas vidas, y han llevado cada vez a más gente a la marginalidad. Allí se sientan cuatro mendigos más, en un micromundo cada vez más poblado de mendigos.
Uno de ellos es Lino Castro, excamionero en paro, de cincuenta y cuatro años, divorciado, con dos hijas de veinte y vienticinco años, con un nieto de dos, con domicilio habitual en la calle. Mientras se come el bocadillo de salchichón pasado de fecha, hecho con pan, no duro como piedra, sino como chicle, rescatado todo ello de un contenedor de basuras de un supermercado.
Trinidad, la Coja, exdrogadicta, prostituta a tiempo parcial, de cuarenta años, con un hijo de veintitres al que hace tiempo que no ve. En secreto, la Coja está enamorada de Lino, al que de vez en cuando deja entrar en su cama. El suyo es un enamoramiento sin plazos fijos, sin vistas puestas en el futuro, es un aquí te pillo, aquí te mato, hoy aquí y mañana ya veremos.
El Ruso, se llama Nicolay Eremenko y, como su propio nombre indica, es ruso. Cuando cayó el muro y la Unión Soviética, Nicolay se vino a España. Estaba harto de la burocracia estatal, del frío, de hacer cola para todo y de vivir en una habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Hoy, veinte años después, a sus cincuenta y cinco años, una vez instalado aquí en el paraíso occidental, Nicolay sigue padeciendo el frío, la burocracia, sigue haciendo colas para todo y sigue viviendo en un habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Tiene dos hijos, chico y chica, Nicolay junior e Irina. Nacieron aquí y han tenido que emigrar al acabar sus estudios. Viven en Berlín en un piso compartido, con otros jóvenes inmigrantes provenientes del sur de Europa. Comparten baño y cocina con ellos. Nicolay piensa que lo de compartir baño y cocina con gente extraña es una maldición de familia.
El Pedo, realmente se llama Demetrio Jémez. Le dicen el Pedo, porque siempre está pedo. Él dice que es la mejor manera de anestesiarse frente al realidad. Si estás siempre borracho no te enteras de que tu mujer se ha ido con otro, de que tu hijo se muere de una sobre dosis y de que tu otro hijo muere en un accidente laboral, al precipitarse al vacío desde un andamio. Todo eso ha llevado al Pedo anestesiarse con el alcohol.
Los tres miran pacientemente como Lino Castro se zampa el bocata de salchichón. Lino entre mordisco y mordisco, intenta recordar lo que pasó la noche anterior. Habían estado los cuatro bebiéndose una botella de ginebra de marca blanca que la Coja se había agenciado en un supermercado. Recuerda que los demás dieron por terminada la juerga y que, a él, como siempre, se le caldeó el labio y siguió. Le entró hambre y fue al contenedor de basura de una frutería conocida a buscar un poco de fruta. Cuando llegó había una pareja con un niño pequeño en un cochecito de bebé. El niño lloraba mientras sus padres rebuscaban en los cubos algo de fruta. Lino llegó y pidió permiso para buscar también. "Hay para todos. Hoy han tirado mucho, y bueno", le dijo el chico. Se puso a rebuscar con ellos, mientras los vapores de la ginebra empezaban a hacer efecto. Entonces se presentó ella, la señora, muy arreglada, con un moño tamaño XXL confeccionado en alta peluquería, con un abrigo de piel, a pesar del calorcillo que la primavera había traído, con un perrillo faldero en los brazos, que no paraba de ladrar. Entonces, ella, la señora, les llamó la atención. La madre del niño, que no paraba de llorar se volvió, y también el padre, y Lino, a pesar de la cogorza que llevaba, también. "Oye, espero que luego lo dejéis todo recogidito; que todas las noches pasa lo mismo, que lo dejáis todo hecho un asco". Lino monta en cólera y empieza a insultar a la mujer; "Puta", le dice, "guarra", le vuelve a decir. La mujer se echa para atrás, y el perro faldero no deja de ladrar asustado, y el niño en el cochecito no para de llorar. Entonces, sin saber como, Lino reune la suficiente fuerza y coge el contenedor de basuras con las dos manos, y lo sube en alto, por encima de su cabeza, y lo tira en dirección a la mujer. No le da. El contenedor cae a uno cinco o seis metros de la señora, pero a la mujer le da la sensación de que casi le cae encima y empieza a gritar. Algún vecino llama a la policía, y la pareja joven agarra el carrito con el niño y se va echando leches, no quieren problemas. La policía llega, intentan esposar a Lino y llevárselo, y este se resiste. Seis agentes se tienen que emplear a fondo, para hacerlo. En el forcejeo se les escapa algún que otro golpe y alguna hostia de más. Al final tienen que sedarlo, porque a Lino le ha dado un ataque de nervios. Pasa la noche en los calabozos de la comisaría, entre borracho y sedado, y ahora está aquí, otra vez en la calle, con la Coja, el Ruso y el Pedo, comiéndose un bocata de salchichón, y de paso, comiéndose el tarro.
"Pero tron, ¿cómo se te ocurre tirarle el contenedor a la vieja?, le vuelve a preguntar la Coja. "Se me fue la pelota", contesta Lino. A pesar de los palos que la policía le ha dado, a pesar de la resaca y del dolor de cabeza, Lino se encuentra muy bien. Siente que ha expulsado fuera un peso grandísimo. Estaba cansado de agachar la cabeza frente a los palos de la vida. Estaba cansado de que la gente lo mirara raro, como a un apestado, como a un montón de mierda que molesta a todo el mundo. Lino piensa que el acceso de rabia le ha limpiado por dentro, ha echado fuera toda la mierda. Si, se siente bien, a pesar de todo.

jueves, 14 de febrero de 2013

Calle de José Collar.

El alcalde ha empezado su discurso, recordando al homenajeado alcalde republicano de El Llano, asesinado junto a la tapia del cementerio de La Villa, días después que las tropas nacionales entraran en la provincia, hace setenta años. Al acto asiste toda la corporación municipal en pleno: los concejales del gobierno, de izquierdas, los de la oposición, de derechas."Esto es El Llano", ha dicho solémnemente el alcalde, "aquí no se va llevar a cabo un acto de revancha contra nadie, aquí solamente se recuerda a alguien con quien el pueblo tenía una deuda de gratitud y hoy se la vamos a pagar dedicándole una calle", continua tan solemnemente como ha empezado. Cerca del alcalde, se encuentran los hijos del homenajeado; José Collar hijo y su hermana Cándida, que han venido desde Madrid para asistir al acto. Han recibido muestras de cariño de todos y en el acto hay una presencia masiva de sus familiares, sus primos y los descendientes de estos, con los que, José y Cándida apenas han tenido contacto en todos estos años.

Mientras el alcalde hace un encendido elogio de su padre, José Collar hijo no puede evitar que su mente se torne viajera y galope, en este momento tan solemne, en busca de recuerdos perdidos. Al fin y al cabo está en su pueblo. Pueblo del que salió camino de Madrid, cuando era un niño de diez años, acompañado de su madre, de su hermana Cándida que apenas era un bebé y de una vieja maleta de cartón. Recuerda vagamente el día que partieron de este mismo pueblo que hoy homenajea a su padre, fusilado contra la tapia de un cementerio. Recuerda que era un día gris, todos los días tristes son grises; en la estación de El Monte, acompañados de su tío Juan, el hermano pequeño de su padre, de sus tías Irene y Guadalupe, sus hermanas. Recuerda a alguien irrumpiendo en la escena de esta despedida, un hombrecillo, ataviado con un sombrero tirolés, que le entrega un sobre a su madre, que les desea suerte. Recuerda el viaje en tren, duro y largo, en asientos de madera incómodos, el olor a carbonilla que se adentra por todo el vagón de tercera en el que viajan.
Años más tarde, cuarenta, nada más y nada menos, vuelve a El Llano, al entierro de su tío Juan y vuelve a coincidir con el hombrecillo, al que no reconoce, pero el hombrecillo a él sí. Se presenta como Isidro Sánchez, y ha sido muchos años alcalde franquista de El Llano. El hombre se interesa por él, por su hermana Cándida, que no ha podido ir a enterrar al tío Juan, le pregunta si está casado, si tiene hijos, a qué se dedica. Las preguntas de rigor a alguien al que hace una eternidad que no ves, a alguien al que despides desde una estación sindo un niño y vuelve cuarenta años después siendo un hombre hecho y derecho.  Le vuelve a estrechar la mano y a modo de despedida le pregunta si se quedará muchos días. Él le dirá que pocos, que tiene que volver a Madrid, y el hombrecillo, Isidro Sánchez, le dice que antes de que se marche le gustaría hablar con él.

El discurso del alcalde ha finalizado y esto arranca el aplauso de la gente que ha acudido al evento, esto trae a José Collar hijo a la realidad. Al alcalde le sucede el concejal portavoz del partido de la oposición, de derechas, el cual conviene con el anterior orador en lo necesario que era este acto para la reconciliación de las gentes de El Llano y para cicatrizar por fin las heridas abiertas, hace tantos años.

La mente de José Collar hijo vuelve a volar hacia el pasado. Un día después del entierro del tío Juan, se deja caer, sin querer, pero en el fondo queriendo, por una huerta que Isidro Sánchez tiene camino de La Villa. El hombre, anciano ya, le cuenta que no sabe vivir sin ir todos los días al campo, que es su vida, aunque la huerta la lleva su hijo. Le invita a tomar asiento en unos pedruscos que hay a la sombra de una morera, los cuales están allí a modo de banqueta. Le ofrece un cigarrillo, fuman, como fumarían dos compadres que se encuentran en el campo y paran para echar unas caladas. Se hace un silencio momentaneo, ha pasado una ángel, bromea el señor Isidro. "Yo fui el que sustituyó a tu padre, como alcalde, cuando los nacionales entraron aquí. Y si estoy hoy vivo, y mi hijo que está allí trabajando lo está, es gracias a tu padre". Le suelta de pronto el hombre, como si llevara siglos esperando soltar aquello. Collar levanta la mirada y ve a un hombre faenando en una zona de la huerta sembrada de tomates. Es el hijo del señor Isidro.
El hombre le cuenta como su padre los encerró a él y a todos los de derechas del pueblo en la cárcel, en los bajos del Ayuntaiento, la noche del 18 de julio de 1936, cuando empieza a correr la noticia de que el ejército de África se ha sublevado y hay un intento serio de derribar la República. Le explica que tal medida, su padre, no la tomó como medida represora, sino que lo hizo para salvarles la vida, porque sabía que los rojos del pueblo irían a por ellos aquella misma noche, como así ocurrió, y que si estaban encerrados en la cárcel, nada malo les podía pasar. Al menos ese era el planteaminento que José Collar padre les había hecho a todos aquella noche. Pasadas las doce de la noche, un grupo de gente armada se presentó frente al Ayuntamiento pidiendo a su padre que les entregara a la gente que tenía allí encerrada para hacer justicia, pero que su padre no se doblegó y le echó un par de huevos al asunto, y que ordenó a los guardias, apostados en la puerta que dispararan contra todo aquel que intentara entrar en el Ayuntamiento por la fuerza. Sea como sea, la cosa se calmó, y pasados los días, fueron puestos en libertad, con la recomendación de que pusieran tierra de por medio, hasta que la cosa se calmara. Pero la cosa no se calmó, sino que fue a más, tanto que estalló la Guerra Civil. Se oían noticias de gente colgada por los rojos, como represalia por el golpe, en otros pueblos. Pasaron los días, las semanas y llegó agosto y con él, el ejército nacional y con el ejército nacional los radicales del otro bando, con la misma sed de venganza, de revancha y de sangre que sus antagonistas de izquierda.
El hombre le cuenta como aquel mismo día fue a ver a su padre, a ofrecerle cobijo hasta que todo pasase, en aquella misma huerta, allí nadie lo encontraría. Pero su padre no quiso, por un sentido del deber, era el alcalde, y así se presentó como alcalde de El Llano, electo por el pueblo, cuando se presentaron las tropas nacionales acompañados de los falangistas. El responsable del escadrón de falangstas que entró en el pueblo no tardó ni cinco minutos en decir lo de; "al paredón con él".
El hombre le cuenta que lo llevaron al cementerio de La Villa y allí, junto con otros milinates y simpatizantes de los partidos de izquierda de la comarca, lo fusilaron. Le cuenta que los falangistas del pueblo, llegaron a La Villa minutos antes de que lo fusilaran, y todos intercedieron por él, contándole al jefe de los falangistas que lo habían apresado, como los salvó el 18 de julio de que una turba incontrolada matase a la gente de derechas del pueblo, pero ni por esas. Alguno, lo intentó por las bravas y el responsable amenazó con llevarlo a él también a la pared, junto a su padre,junto a los rojos que iban a ser fusilados. El hombre le cuenta todo eso visiblemente emocionado y en su rostro empiezan a aparecer las lágrimas. "No tuvimos cojones, ninguno, de hacer por tu padre lo que él hizo por nosotros", le dice. Él trata de tranquilizarlo; "usted no tuvo la culpa, fue la guerra", le dice. "¿La guerra?; la cobardía nuestra. Si nosotros nos ponemos, allí no se mata a nadie, y menos que nadie a tu padre". El hombre empieza a sollozar, a llorar abiertamente, como si llevara años esperando para hacerlo. "Espero que algún día puedas perdonarnos a todos, tú y toda tu familia".
El hombre le cuenta que después de aquello, intentó ayudar a su madre a sacar adelante a él y a su hermana Cándida, apenas un bebé. Incluso le llegó a dar dinero, aquella tarde gris de su partida. Su madre, él, la pequeña Cándida, con aquella mísera y solitaria maleta de cartón, la estación de El Monte, el duro y largo viaje hacia Madrid.

El concejal portavoz de la oposición termina su discurso, y el público asistente vuelve otra vez a aplaudir. La mente de José Collar hijo, de viaje por el pasado, vuelve al presente otra vez. El acto termina con el descubrimiento de una placa azul y rectangular, con el escudo de El Llano a un lado, que reza; "Calle de José Collar", y con la entrega de dos pequeñas placas plateadas por parte de la Corporación Municipal, a José Collar hijo y a su hermana, Cándida.
Al día siguiente, los dos hermanos, José y Cándida, vuelven en tren hacia Madrid. La estación de El Monte ya no es aquel sobrio barracón de antaño, el día no es gris, sino azul y de una luz intensa y radiante. Esta vez no hay familiares despidiéndolos, ni hombrecillos con sobrero tirolés, con sobres, ni maletas de cartón, ni lágrimas, ni asientos de madera, ni olor a carbonilla. El tren se pone en marcha, camino de Madrid, y los dos hermanos, José y Cándida van en él. Pasan por el antiguo apeadero de El Llano y a lo lejos ven el pueblo, con sus casas blancas, con la torre de la Parroquia de San Jaime, apuntando hacia el cielo. "Es un bonito lugar, ¿no crees?", dice Cándida, con la vista perdida en el pueblo, a través de la ventanilla del vagón. José no dice nada, piensa, quizá en lo que hubiera sido su vida allí, de no haber mediado una guerra, que acabaría con la vida de su padre, y con ellos dos, y con su madre en Madrid, piensa en aquel hombrecillo que años atrás se sinceró con él de aquella forma, en las lágrimas que vertió, pidiéndole que algún día pudiera perdonarlos, a él y a los que no hicieron nada por salvar a su padre. "Si; es un bonito lugar", contesta por fin.

lunes, 4 de febrero de 2013

El Malo.

Hacía calor, como sólo lo hacía en el mes de julio en la comarca de La Vega. Como cada tarde, al caer el sol, fuimos al atrio de la parroquia de San Jaime a jugar al fútbol y a esperar a que don Leandro, el párroco, llegara y llamara a dos de nosotros para ayudar en la misa de la tarde.
Aquel día el cura llegó antes que otros días. "Niños, hoy después de misa vamos a ir a visitar a don Julio Valdez, que anda desde hace unos días un poco pachucho, a ver si le levantamos el ánimo", nos dijo antes de abrir las puertas de la parroquia. ¡Cáspita!, pensamos, el cura quiere que vayamos a ver al Malo.
Cada día lo veíamos venir a misa, acompañado de su hija, Úrsula, o de su nieta Carmencita. El Malo era un hombre muy viejo, de los más viejos de El Llano, pero eso no le impedía tragarse cada tarde la media hora de misa que le dispensaba don Leandro. Lo veíamos cada tarde caminar, despacito, cogido del brazo por su hija o por su nieta, con un bastón en la otra mano, siempre vestido con el mismo traje gris claro y con la misma boina negra, grande, tipo chapela, calada en la cabeza. Nosotros parábamos de jugar un momento al fútbol y empezábamos a cuchichear entre; "¡ey!; mirad. El Malo" decíamos, y una vez que entraba en la iglesia continuábamos jugando.
Aquel día, no tanto por las ganas que tuviéramos de hacer la buena acción del día visitando al Malo, como por no contrariar a don Leandro, fuimos todos en compañía del párroco camino del Paseo de los Naranjos, donde el Malo tenía una tienda de ultramarinos que regentaba su hija, que era viuda, y su nieta.
Si la hija tenía alguna inquietud al ver a tanto golfillo con la intención de ver a su padre enfermo, se le disipó al ver a don Leandro, que era todo humanidad, todo bondad, todo cariño. "¡Qué contento se va a poner mi padre!. Pase, pase, don Leandro. Pasad niños". Pasamos todos a una alcoba grande con vistas al paseo. Allí estaba el Malo, postrado en una cama grande, con la imagen de la muerte por cara. "Hombre don Leandro. ¿Pero por qué se ha molestado?. Vaya tropa que trae usted". dijo el Malo, con una vocecilla débil que apenas lograba salirle de la graganta. "Nada de molestia, hombre. Qué estos niños le echan en falta desde que usted no va a visitarnos y me han dicho, vamos a visitar a don Julio", mintió don Leandro.
Allí estuvimos por espacio de media hora, más o menos. Al marcharnos, el Malo ordenó a su hija que nos diera algunas chucherías de las que tenía en la tienda y salimos del encuentro con más de un regaliz, con algún que otro chupa-chups y varias bolsas de quicos.
Al día siguiente, fue Fernando Santos, un niño que vivía en la calle Grande, a pocos números de donde vivía yo, el que le dijo a don Leandro que no acudiría más a ayudar en misa. "¿Por qué?", le preguntó don Leandro. "Porque mi padre no me deja", repondió el niño. Al día siguiente desertaron otros dos chicos y al siguiente otros dos. Esto mosqueó a don Leandro que nos preguntó el por qué de estas deserciones. Como nadie se atrevía a contestar, fui yo el encargado de decirle la verdad a don Leandro:"Porque les ha llevado usted a visitar a don Julio, y ellos lo han dicho en su casa, y sus padres no les dejan venir más y ayudar en misa. No se si usted sabe la fama que tiene don Julio en el pueblo" dije. "Y a vosotros en cambio si os dejan, ¿Es qué no habéis dicho nada o es qué a vuestros padres les da igual?" Ahí ya no pude contestar a don Leandro y me encogí de hombros. Me imaginaba que mi padre, en un pueblo como El Llano, se habría enterado ya de lo que la gente andaba diciendo por ahí; que don Leandro había obligado a los monaguillos a ir a visitar al Malo, ese asesino, ese criminal, que ahora después de viejo, buscaba desesperadamente el cielo a base de ir cada día a misa. Imaginaba que mi padre había oído todo esto, pero sabía que mi padre le daría igual, ya que él, al igual que don Leandro, no había nacido ni se había criado en El Llano. Él no había crecido escuchando como en la guerra, El Malo le había pegado dos tiros en la cabeza a un tío abuelo de Fernando Santos, el niño que vivía en la calle Grande, a pocos números de  mi, y el primero al que su padre había prohibido volver ayudar en misa con don Leandro. Ni tampoco había crecido escuchando que rapó a tal o cual mujer y la paseó por el pueblo, o que dejó que mataran a José Collar, el alcalde republicano del pueblo, cuando este le había salvado la vida a él y a otros muchos, días antes, o que practicaba la usura con los más pobres en su tienda de ultramarinos y que pagaba con vales canjeables solo en su tienda, a los que iban a trabajar en sus tierras.
Todo eso se decía en el pueblo sobre El Malo, y a todo eso eran ajenos gente como don Leandro, o como mi padre, que no habían nacido allí, que no habían crecido escuchando viejas historias sobre un hombre que era odiado por medio pueblo y temido por el otro medio.
El caso es, que pasadas unas semanas del hecho en cuestión, nos enteramos de que el Malo había muerto. Como era costumbre, aquella noche su casa se llenó de comadres y de compadres para velar al difunto de cuerpo presente. Todo el mundo se llevaba su silla desde su casa y a su casa volvía con ella ya de madrugada, cuando sólo quedaban en el velatorio los más allegados al difunto y sus familiares. El Llano es, y era en aquel entonces, un pueblo, y en los pueblos uno se moría en su casa, y allí lo velaban y de allí lo sacaban a uno camino del cementerio con los pies por delante.
Si bien era verdad que al Malo se le odiaba y se le temía, no era menos cierto que un velatorio era un velatorio, y a los muertos en El Llano se les seguía teniendo respeto, incluso a los odiados, y si al velatorio fue gente, al entierro fue más gente todavía. Todos, amigos y enemigos, pasaron frente al altar mayor de la parroquia para dar el pésame a la familia y todos acompañaron a la familia al camposanto a dar sepultura al difunto.
Por la noche, pasado ya todo, en el bar de José Cabra, el Café Avenida, en las tabernas de Los Corrales, incluso en el Casino de la calle Grande, algunos alzaron muy alta la copa y dijerón: "Así se pudra en el infierno". Otros no dijeron ni fu ni fa.
Aquella noche por el alma pecadora de Julio Valdez, El Malo, solo rezaron su hija  Úrsula, su nieta Carmen, y el bueno de don Leandro.