viernes, 6 de junio de 2014

Una mañana en el banco.

Se levantó aquella mañana con inusitada alegría. Era su día libre. No tendría que ir a trabajar. No le gustaba para nada el trabajo que tenía; mal pagado, mal mirado, en condiciones laborales ínfimas, Epifanio se sentía dominado por todos allí. La crisis, se decía. Él, mindundi profesional, sin un sitio donde caerse muerto, con años de experiencia, teniendo que bregar con los pedidos a domicilio de un supermercado, conduciendo todo el día de Dios la furgoneta en esta condenada ciudad y sus interminables atascos, acarreando cajas de color verde, para la señora Tal, que vive en el Quinto Infierno, o para la señora Cual, que vive un pelín más allá. Y el caso es que, todavía, tenía que dar gracias a su cuñado Jacinto, que lo había enchufado allí. Su cuñado era jefe de charcutería de la empresa, con muchos años de experiencia. Cuando Epifanio quedó en paro, y tras meses y meses de ardua búsqueda, sin dar el perfil deseado por las empresas de la ciudad, no tuvo más remedio que agarrarse a la oferta del cuñado, y entrar como mozo, reponedor, cajero y lo que se tercie, en los famosos supermercados, El Canelo, famosísimos, con una solera y una raigambre harto conocidas en la provincia.

El caso es, que era su día libre, y no trabajaba. Qué hacer. ¡Ah, si!; el dinero de las propinas. Los euros, los cincuenta céntimos, los veinte céntimos, que las señoras le iban dando como propina al llevarles la compra a casa, Epifanio las iba guardando en un enorme frasco de cristal, antaño utilizado para la guarda y conservación de aceitunas manzanilla, en su variedad con hueso. Tras lavar la taza y el plato del desayuno, afeitarse y ducharse, Epifanio abrió el bote y vertió su contenido sobre la mesa. Monedas y más monedas sobre el hule azul que cubría la mesa camilla, cubrieron la superficie, casi por completo. Allí estaba un año entero de propinas por el acarreo de cajas cargadas hasta arriba, de escaleras, de ascensores averiados, de perros ladradores y mordedores, de porteros tocahuevos, de aspersores en jardines comunitarios, de multas por aparcamiento en doble fila, de calor, de frío, de invierno, de verano, de trabajo duro y mal pagado, en definitiva. Allí lo menos habría mil o mil doscientos euros, se dijo a sí mismo. Sin dudarlo se puso a contar, a hacer montoncitos de monedas; las de euro en montones de diez, las de cincuenta céntimos, en montones de cinco, y así se le pasó hora y media, haciendo montones, y envolviendolos luego en papel de periódico, y anotando a bolígrafo la cantidad, para acabar guardando los montoncitos en una bolsa reciclable de Supermercados El Canelo. Al final resultaba que había menos de lo esperado, ochocientos vientitres euros, con treinta y tres céntimos, con olor a aceituna manzanilla, con hueso. MIró el reloj, las doce menos diez, casi medio día, todavía le daba tiempo a llegar al banco e ingresar los ochocientos euros en su cuenta, los veintitres con treintatres irían para tabaco, un par de cañas, el Marca, y para cuatro o cinco gastillos más. Así pues cogió la bolsa y se dirigió al banco 

La mañana era calurosa, junio y el verano próximo, se hacían sentir. La sucursal bancaria donde Epifanio tenía sus escasos ahorros, no quedaba a más de tres manzanas, diez minutos andando. Llegó a la puerta, entró y se dispuso a acceder al interior de la sucurlsal por el arco de seguridad, pulsó el botón verde, la puerta de cristal del arco se abrió, entró dentro, una voz de locutora de radio nocturna le dijo que volviera a salir y depositara sus efectos personales metálicos en las taquillas que había en el pequeño recibidor de salida. Salvo las monedas, y unas minúsculas llaves, Epifanio no llevaba más objetos metálicos, y si salía y depositaba estas en la taquilla, cómo ingresarlas en su cuenta. Epifanio pegó unos golpecitos en el cristal, intentando llamar la atención de uno de los empleados, cuya mesa de trabajo más cerca estaba de la puerta. Ni caso. Volvió a dar unos golpecitos más, esta vez un poco más fuertes. El empleado levanta la cabeza, y mímicamente interroga a Epifanio, con un "¿Qué quiere?", inaudible desde dentro de aquella burbuja, pero perfectamente comprensible. Epifanio levanta la bolsa de las monedas con las dos manos y hace gestos, mímicos también, de que le es imprescindible pasar y no puede. El empleado baja la cabeza y sigue a la suyo sin hacerle caso. Alguien, desde atrás llama la atención a Epifanio; -Oiga, ¿va a entrar o no?. Entre de una vez, o salga y deje entrar a los demás-. El que le ha dirigido la palabra desde atrás, es un induviduo alto, bien parecido, trajeado, con gomina en el pelo y cara de pocos amigos. Epifanio le intenta explicar su situación; -El arco, las monedas, que tengo que entrar con ellas y no me deja este aparato...- El tipo le interrumpe bruscamente; -joder, salga, déjelas en la taquilla, vuelva a entrar y se lo cuenta alguien ahí dentro. No es tan difícil-. Epifanio opta por hacer caso al tipo, sale del aquella jaula de cristal, deposita sus monedas en la taquilla, la cierra, saca la llave numerada con el veintidos, los dos patitos, y vuelve al arco de seguridad de entrada. Esta vez si, hay vía libre.

Entra en la oficina. Todas las mesas comerciales están ocupadas con clientes del banco, y en los escasos asientos que hay frente a ellas, hay cola para acceder a las mismas. Epifanio no encuentra a quien dirigirse. Intenta dirigirse a una de las mesas, pero se encuentra con las protestas airadas de un señor que está siendo atendido en ese momento y por la mirada inquisitiva del empleado. -Espere su turno si no le importa-, le dicen. Epifanio dirige su mirada ante la puerta que reza; "Director". A ella se dirige, da dos toquecitos, "toc, toc", nadie le contesta. Opta por abrir levemente la puerta. Frente a la silla direccional, vacía, se sienta el tipo de la gomina, el traje y la cara de pocos amigos que se encontró en la puerta. -¿Usted otra vez? ¿Ahora quiere colarse? Espere su turno, hombre-. Epifanio se da la vuelta y se despide con un tímido, -perdón, perdón; yo...-. Cuando se da la vuelta casi se da de bruces con el director que lo interroga; -¿qué quiere?.
-Esto, yo, verá, traía un dinero, en monedas, ¿sabe usted?...el arco, no me deja pasar...y yo
-Pero si está usted dentro. Haga el favor de esperar su turno como los demás.
Epifanio opta por pedir la vez, y esperar ante las mesas comerciales. Reconoce a una señora que espera pacientemente a ser atendida, sentada, leyendo. -Señora Gálvez-, llama Epifanio la atención de la señora. Esta lo reconoce, se levanta, y sonriendo va hacia él. -Hombre, Epifanio, Epifanito. ¿Qué hase usted acá?. La señora, que habla con marcado acento sudamericano, es doña Gertrudis Gálvez Coronilla de los Infantes, viuda del ex cónsul de Colombia en la ciudad, rica, habitante de la Colonia San Saturnino, uno de los barrios exclusivos de la ciudad, clienta del supermercado donde trabaja Epifanio, a la que en infinidad de ocasiones, éste, ha llevado innumerables pedidos a su casa, labor correspondida por la señora, con suculentas propinas, por la criada caribeña, con insinuaciones morbosas referidas a su aparato genital, y por Fifí, el chiuaua de la casa, con mordiscos en las perneras de los pantalones. Epifanio le cuenta a la señora su odisea.
-¡Ay!, Epifanio, Epifanito. Si es que estos manes cada ves tienen menos personal. Yo se lo digo muchas veses al director, al señor Villansio; un día voy a venir y me va a atender un robot. Y todo lo hasen para ahorrar los muy güevones. Pero no se preocupe mijo, hágale, venga conmigo pues que yo hablo con Villansio y el le resuelve, pues. Sígame mijo-.
Doña Gertrudis se levanta y resuelta va a hacia la puerta de dirección, seguida de Epifanio. No llama, abre sin más, el director, y el de la gomina miran estupefactos. La señora entra.
-Disculpen la intromisión. Villansio, Villansito. Mire pues, este conosido mío que tiene un problema con esa puerta del demonio que han instalado ustedes fuera, y que no puede resolver, hágale mijo, que no son más que unos minutos, y al señor este de acá, no le importará-.
La estupefacción del principio del director se convierte en sumisión, y en peloterío.
-Mi querida doña Gertrudis, ahora mismo, le resuelvo-, dirigiendose al de la gomina; -un momento, enseguida vuelvo-, y dirigiendose otra vez a la vieja dama, -¿qué le ocurre doña Gertrudis con la puerta?-.
La señora le mira divertida;
-A mi nada, mijo. Es a este buen señor, al cual conosco porque nos trae el pedido del supermercado a casa. Dígale, dígale mijo-, dice la señora dirigiendo la mirada sonriente a Epifanio.
Epifanio vuelve una vez más a referir lo sucedido, viene a ingresar, monedas, el arco de seguridad, las monedas son de metal, no le deja pasarlas...El director se queda estupefacto, como si no supiera de que le están hablando, o le estuvieran hablando en chino.
-Venga conmigo, por favor-, dijo el director cogiendo a Epifanio por el brazo, dirigiéndose al recibidor, por la puerta, no por el arco detector de metales.
-¿Es usted tonto?, por cuantro monedas asquerosas la que está montando el tío. Porque le recomienda la señora, que si no-, le dijo el director a Epifanio.
Epifanio no protesta, quiere acabar cuanto antes, se limita a abrir la taquilla, coger las monedas y seguir al director al interior. El director le señala despectivamente la zona de caja. -Allí le atenderán-, le dice antes de dirijirse otra vez a su despacho, saludar con una reverencia a doña Gertrudis y tropezarse con un atril que contiene propaganda del banco.
-Bueno, mijo; ya le resolvieron. Nos vemos, Epifanio, Epifanito. Mañana seguro haremos algún pedido, y pediré que nos lo lleve usted, mijito. Chao-.
La señora se va, y Epifanio le da las gracias por su intervención. De no ser por ella, todavía estaría esperando. La cola en la caja es larga. Tras media hora, le llega el turno a Epifanio, que deposita la bolsa con las monedas encima del mostrador. La empleada de caja no comprende. Epifanio le aclara;
-Quería ingresar ochocientos euros en mi cuenta-, dice dejando encima del mostrador, al lado de la bolsa, la cartilla bancaria de la que es titular.
La empleada de caja abre la boca, dejando entrever una aparato corrector dental que le da un aspecto siniestro, y un chicle megamasticado.
-No, comprendo-. Dice.
-Qui e ro, in gre sar, ocho ci entos eu ros, en monedas. Vienen en es ta bol sa;- le explica Epifanio con voz pausada, melosa, resaltando cada sílaba, para que la empleada lo comprenda mejor-
Por fin la empleada de caja parece salir de sus ensimismamiento y reacciona. -Pero oiga, esto me va a llevar un rato, y tenemos mucha cola, y como habrá podido ver, estoy yo sola aquí-
-Vienen contados
-Los tengo que contar yo, por si usted se ha equivocado. Tiene que esperar, y al final...
-Ah, no. Esto es dinero, contante y sonante, tanto si lo traigo en billetes de cien, como si lo traigo en monedas de un euro,  es mi turno, y usted tiene que atenderme.
La empleada de caja está desconcertada. Levanta el telefono, contacta con el director. Este se presenta ipso facto. -Coño, ¿otra vez usted?-, le suelta a Epifanio a modo de saludo. Entra en la zona de caja. Sale, agarra a Epifanio por el brazo, y muy cerquita, casi al oído, le espeta; -Pero hombre, pero hombre de Dios, ¿no se da usted cuenta de que nos está haciendo perder el tiempo? Llévese las moneditas de los cojones, cambielas en cualquier tienda, y luego, viene usted con los billetitos, y los ingresa o hace usted lo que quiera con ellos, pero no me haga perder más el tiempo, por sus muertos se lo pido-.
El director está empezando a ponerse rojo de ira. Pero Epifanio no está dispuesto a que se pisoteen más sus derechos, que los tiene, él lo sabe.
-No señor, ustedes tienen la obligación de aceptarme este dinero, e ingresármelo en mi cuenta-, dice lo más calmada mente que puede. -Si quiere usted, puedo llamar a doña Gertrudis, la señora sudamericana que se acaba de ir, y que tiene tanto dinero en su banco,  para que lo convenza, tengo su teléfono-, sugiere Epifanio a modo de amenaza.
El director no puede más. Se alisa el pelo con las manos, da un golpecito en la madera del mostrador, y termina diciendo; -está bien. Ahora le cuento yo personalmente el dinero y le hago yo mismo el ingreso, coja la bolsa y la cartilla y venga conmigo, y deje libre la caja-.
Epifanio, no muy convencido le hace caso y le sigue. Van hacia el despacho del director, y este le indica una silla.-Deme cinco minutos que acabe con el señor que está en mi despacho- el de la gomina- y en seguida estoy con usted. Cinco minutos.
Los cinco minutos se convierten en media hora. Total ya casi es la hora de cerrar. Epifanio piensa que más le valdría haber aguantado en la caja, y que la de la ortodoncia le hubiera contado el dinero. Siempre le pasaba igual, como se creía sin personalidad, todo el mundo le pisoteaba y le pasaba por encima.
Al final, se abre la puerta de dirección. El de la gomina sale acompañado del direcctor, ve a Epifanio allí sentado esperando, le mira despectivamente y se despide del direcctor con un, -que te sea leve-, y tras una leve sonrisa dirigida a Epifanio, se va.
El director le invita a pasar, por fin. Cuenta el dinero y le hace el ingreso.
Ya es la hora de cerrar, cuando Epifanio sale, cierran las puertas de la oficina. No quedaba dentro ningún cliente más, él era el último. Epifanio reflexiona mientras va por la calle camino de su casa. Piensa que la gente, los clientes de los bancos en general, entre los que se incluyen, gozan del mal trato recibido en las oficinas bancarias, si no no se entiende. Son de algún modo algo así como masoquistas bancarios, dejan su dinero a quien los maltrata.  Ha perdido  medio día libre ingresando unas monedas en el banco. Piensa en una frase que le dijera hace tiempo su augusto padre, ya fallecido, pobre como él, y como él, sin un lugar en la Tierra donde caerse muerto: "Los bancos y los pobres son como el agua y el aceite".