viernes, 20 de julio de 2012

El viejo barrio.

Callejas tortuosas y enrevesadas, rinconadas oscuras, memoria de otros tiempos, aire de poblacho, recuerdos de un pasado lejano, en el que se amontonan botillerías, boticas, tabernas, librerías de viejo, mezcladas con aromas de otras tierras, de otros mundos, de otras latitudes; con olor a curry, a especias, a menta, a incienso, a canela. Da la sensación que va a salir de un momento a otro, por la calle cuesta arriba, algún arriero con su mula, vendiendo a voz en grito sus mercaderías. La ciudad, la gran ciudad, antes de meterse a imitar a la gran Babiloinia, con sus rascacielos y su cosmopolitismo, ha querido guardar su pasado rural y pueblerino, su aire de pueblo grande, cosa que parece haber conseguido. De vez en cuando, entre el laberinto de calles, cada cual más estrecha, surge alguna plazuela, simple, pequeña, familiar, similar a un patio de vecinos en la que alguna fuentecilla con su goteo constante regala una sin par musiquilla a los oídos del viandante. Los vecinos de toda la vida se mezclan con los recién llegados, a la fuerza, a veces, con disimulado escepticismo, con el recelo que todo buen castizo tiene del forastero. Quizá, los recelos los disipe el tiempo. Un vieja campana llama a los fieles, como siempre, desde hace siglos. Una vieja iglesia, a sus puertas manos mendigas, mujeres que salen de misa de doce, como siempre. Viejos portales, angostos, oscuros, puestos fronterizos de casas de vecinos de toda la vida, de renta antigua y de alquileres ruinosos, de buhardillas diminutas, de casonas con solera...
El barrio, el viejo barrio, el antiguo barrio, semillero de la ciudad, álbum de recuerdos, desván, altillo, trastero, siempre presente, nunca distante, dondo el tiempo se ha detenido y ha retenido las ansias de una ciudad cada vez más inhumana, más monstruosa. El viejo barrio, recordatorio de cuando una vez la ciudad fue humana.

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