sábado, 29 de diciembre de 2012

El Paseo.

Paseo por el camino de la tarde gris, acompañado por los chopos dormidos y desnudos, descarnados en el invierno. Los pensamientos se ahogan dentro de mí y pujan por salir en tropel, a respirar el aire frío y limpio de la tarde. El sol, huidizo, es el gran ausente a la cita y no hace acto de presencia, no se ha dignado salir en todo el día, temeroso quizá, o quizá prezoso o huidizo. La neblina pronto empezará a adueñarse del paisaje que mis ojos disfrutan, y solo espera a que la noche temprana reclame su sitio, para reclamar ella a su vez un sitio privilegiado junto a la noche, y baje junto a ella desde los senderos serpenteantes de la sierra.
La tarde huele a leña quemada, a café caliente, a castañas asadas, a humedad, a barro, a frio glacial, a hojas secas. La ciudad cercana, poco a poco empieza a encender sus luces.
Quizá vaya siendo hora de volver, me pregunto, mientras dos pequeños gorriones, resistentes valientes al frío, revolotean tras mis pasos.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El Despido.

Era 22 de diciembre y la Navidad estaba ya aquí. El ambiente olía a ella. A Vargas le gustaban mucho estas fiestas. Todo empezaba ese mismo día, el día de la lotería. Como cada año iría a la fábrica, se pondría el mono de trabajo, iría a su puesto y desde allí escucharía a unos y a otros, hacer comentarios, la mayoría pesimistas, sobre el número en el que había caído el gordo. Luego venía el día de Nochebuena, un día en el que los directivos de la fábrica se pasaban por la planta a beberse un trago de sidra con los trabajadores. Igual pasaba en Nochevieja, y al salir, iría a tomarse una cerveza con los compañeros en una tasca cercana a la fábrica, como todos los años. Vargas pensaba en lo bien que sabía esa última cerveza con los compañeros de turno, antes de acudir a casa a cenar con los suyos.
Aquel día amaneció neblinoso, frío y gris. Vargas siguió el itinerario de siempre para ir a trabajar; media hora de metro y tres cuartos de hora de autobús hasta las cercanías de la fábrica. A esa hora, tanto el metro como el autobús iban llenos de gente. Gente como Vargas, trabajadores en su mayoría. Unos iban leyendo, otros escuchando música. Vargas, como siempre iba con la vista perdida en toda esa gente, sin mirar detenidamente a nadie y sin pararse detenidamente ante nada. Los trayectos, tanto en autobús como en metro, tanto a la ida como a la vuelta, eran los únicos momentos en los que podía pensar.
Pero aquel día, justo ese día en el que empezaba la Navidad, iba a ser un día amargo para Vargas. Nada más llegar a la fábrica, sin dejarle siquiera ir a los vestuarios a cambiarse, el jefe de sección le abordó en el pasillo. Vé al departamento de personal, le dijo, es importante. Vargas fue, con otros dos compañeros. La empresa está en pérdidas, llevamos varios meses que no levantamos cabeza. Las ventas se han reducido en un veinte por ciento, y, usted comprenderá, Vargas, que en esta situación, nosotros tenemos que prescindir de gente, tenemos que reducir la plantilla, hasta que esto vuelva a encauzarse. ¿Lo comprende, verdad?
Pero Vargas no comprendía nada. Todo lo más que decía a su interlocutor es un tímido sí, acompañado de un leve movimiento del tímido sí con la cabeza, moviendo esta de atrás hacia adelante.
Acompañaba a Vargas, Toribio, el enlace sindical. Y uno, el director de personal, y otro, el sindicalista Toribio, le aconsejaban que firmar el despido era lo mejor que podía hacer, porque tal y como estaban las cosas, ir a juicio era perder seguro y quedarse sin nada. Y Vargas se sentía como una ama de casa a la que estuvieran intentando convencer de que la aspiradora que le estaban vendiendo era la mejor del mercado, la que más limpiaba, la más silenciosa, las más fiable y la menos costosa.
Por supuesto, en cuanto cambiasen las tornas y el balance volviera a varemos positivos, dijo el director de personal, él sería el primero en volver a entrar en la fábrica,, que no le cupiera la menor duda.
La guinda al pastel se la puso Toribio, el enlace sindical, cuando comentó a Vargas el chollo que iba a firmar: Veinticinco días por año trabajado, con un máximo de doce, no lo daban en todos los sitios según él. Además, tenía por delante dos añitos de paro, y luego, a él, que tenía más de cincuenta y cinco años, la ayuda del gobierno le duraba hasta la jubilación, en el caso de que no encontrara trabajo. Decía todo esto Toribio con cara y gestos de empleado de agencia de viajes, como si le estuviera vendiendo a Vargas una larga estancia en una paradisiaca isla caribeña, con todos los gastos pagados.
Vargas se dio cuenta de que aquello que le proponían era un "o lo tomas o lo tomas", sin más. No había otra opción. No había otro camino.
Fue camino de los vesturarios a recoger sus cosas, acompañado de Toribio, el diligente sindicalista, que siguió durante todo el camino desde las oficinas a los vestuarios del personal, tratando de convencer a Vargas, y quizá tratando de convencerse a sí mismo, de las fenomenales cualidades del acuerdo alcanzado con la empresa.
Ni siquiera permitieron a Vargas despedirse de sus compañeros. Se vio solo, a las puertas de la factoría, caminando hacia la parada de autobús, de vuelta a casa. Pasaron varios autobuses por la parada, pero no tomó ninguno. Decidió que aquel día iba a necesitar mucho más que el tiempo que tardaba en llegar a casa desde el trabajo, para pensar, así que se fue a un parque cercano y allí se sentó en un banco.
Se le pasó la mañana viendo a los niños, que ya habían comenzado las vacaciones de Navidad, jugando en los columpios del parque, o a los ancianos leyendo plácidamente el periódico o jugando a las cartas o a la petanca. La cabeza le daba vueltas. Tenía miedo a llegar a casa y desvelarles a los suyos la verdad; que lo habían despedido de la fábrica. Temía amargarles las fiestas a los suyos, aquellas fiestas de Navidad que a él le gustaban tanto. Temía defraudar a sus hijos, al mayor, Pablo, que estaba en la universidad, y a los pequeños, Trini y Alberto, que estaban terminando la ESO. Temía defraudar a su mujer, temía quedar como un fracasado ante sus suegros, sus cuñados, sus amigos y conocidos.
Apagó el móvil, no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Estaba tan ensimismado que ni se dio cuenta que era la hora de comer. Le dio igual, no tenía hambre. El parque se había quedado desierto de repente, todos, niños, ancianos, madres, abuelos, los habitantes eventuales del parque, se habían marchado a su casa a comer y se había quedado solo.
Se empezó a preguntar por qué le había tocado él pasar por todo esto. Toribio le había informado que los sindicatos junto con la empresa habían decidido que la medida afectaría a tres trabajadores de cada sección, por ahora, y trabajaban más de cincuenta en la suya.
Podía, la medida, haber afectado a otro. Pero el caso es que, uno de los tres de la sección que iban a la calle, iba a ser él. Ahora, estaba allí, sentado en el parque, sin hacer nada, pensando en como se lo diría a su familia. Familia que estaba preparando la Navidad. Pensaba que su mujer querría salir a ver la iluminación del centro y visitar los puestos navideños de la Plaza Mayor, y pasar el día entre compras y pinchos, como cada año.
Empezaba a oscurecer. Le parecía mentira lo rápido que pasaba el tiempo cuando uno estaba angustiado y quería retardar la hora de enfrentarse a la verdad y a la realidad. Encendió el móvil. Tenía varias llamadas perdidas. Su mujer, sin duda. Se fue hacia la parada y tomó el autobús cuando las luces de la ciudad ya estaban encendidas. Llegó a su casa con un macuto al hombro, lleno de ropa sucia de trabajo y de problemas.
-Te he estado llamando y tenías el móvil apagado. ¿Dónde estabas?-, le dijo su mujer después de besarle.
-Hemos salido del trabajo y los compis se han empeñado en echar unas cañas. Ya sabes, como cada 22 de diciembre-, contestó evitando mirar a la cara a su mujer.
Se sentó en el sofá y encendió la tele. Ella se fue a la cocina, pero al rato volvió.
-¿Té pasa algo?-, le dijo.
-No, nada. Estoy un poco cansado, eso es todo.
La casa olía a carne guisada. Se dio cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno. Sintió hambre de repente. Pensó que sería mejor que su mujer se enterara ahora de que lo habían despedido de la fábrica.
-Marta-, empezó a decir. La miró fijamente a la cara por primera vez desde que había entrado en la casa.
-No...qué si mañana vamos a ir al centro, como todos los años.
No se atrevía a decírselo. Por lo menos no ahora. Quizá mañana, o pasada la Navidad, para qué amargarles la fiesta a los suyos.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Acuarela

Cielo azul sobre montes nevados,
el otoño alfombró los ondulados valles
con su manto,
y moteó de rojizo
los verdes prados.
A lo lejos,
la sierra inmensa se vistió de un blanco,
que ciega la vista
en los días claros,
y resplandece como los pueblos del sur,
tan encalados.
En mi vega,
la niebla se adueñará del ocaso,
y disfrazará el alba
con su velo grisáceo.
La vida se nos antojará hermosa,
y ante nuestro ser crispado,
como una acuarela imposible
encerrada en un cuadro,
nos parecerá preciosa
en la cuenta atrás del año.

martes, 4 de diciembre de 2012

La redacción.

El autobús dejó a Chávez a pocos metros de la puerta del edifico donde estaba la redacción del periódico. Tras encender un cigarrillo, se encaminó hacia allí. En la entrada del supermercado que había justo enfrente, se apelotonaba un grupo de personas, provistas de carritos para hacer la compra, bolsas y mochilas, esperando a que los empleados del súper sacaran los cubos de la basura y poder buscar el sustento de aquel día en ellos.
Chávez entro por la puerta del edificio, e inmediatamente lanzó el grito de siempre dirigido al guarda de seguridad que se sentaba tras el mostrador de conserjería;"Aleeeeetiiiii". A continuación el guarda mostraba el dedo corazón hacia arriba a Chávez, haciéndole una peineta y soltándole el comentario de costumbre; "Colchonerooo". Todos los días era así. El segurata era un hincha acérrimo del Madrid, de los que no cenan si pierde, de los de domingo de plus y cubata viendo el partido, de los del As debajo del brazo.
Chávez entró en la redacción. La reunión había empezado ya. Ariza, el subdirector, le dirigió  una  mirada de reprobación, después de haber comprobado la hora en el gran reloj de pared que había a su espalda. Chávez y Ariza se odiaban.
Chávez era un periodista de la vieja escuela, destetado en la transición, cincuentón y barbicano, delgado y pequeño, vestía siempre de traje y corbata, pero siempre iba desaliñado. Se podrían tomar aquellas palabras de Sean Cónery en la Casa Rusia, para definir a Barley, el editor bohemio y borrachín al que interpretaba, como muy válidas para definir a Chávez; Una enorme cama sin hacer.
Ariza era su contrapunto, su parte contraria, su antítesis. Rubio, alto, con los ojos azules, impecablemente vestido con traje de varios cientos de euros y de marca. Ariza era una especie de yupi-periodista, que sabía varios idiomas, había estado de corresponsal en varios países extranjeros, y se había especializado en periodismo económico antes de aterrizar en aquel periódico y haber entrado por la puerta grande en él como subdirector.
Chávez se sentó junto a una de las ventanas que daban a la calle. Ariza, tras interrumpirse al entrar Chávez, continuó hablando.
-Señores, como les estaba diciendo antes de la interrupción de nuestro compañero, es imprescindible que todos nos pongamos las pilas. En este trimestre último, hemos bajado las ventas, se han dado de baja muchos clientes que tenían concertados espacios publicitarios con nosotros, así como muchos de nuestros subscriptores. Señores, si esto sigue así, el periódico va a tener que prescindir de muchos de ustedes, y nadie quiere eso,¿verdad?.
Chávez, sin prestar atención aparente a las palabras de Ariza, miraba descaradamente por la ventana, hacia la calle. Ariza se dio cuenta de ello y se acercó a él sigilosamente y repitió sus últimas palabras al oído su oído.
-¿Verdad que no queremos que se despida a nadie señor Chávez?
Chávez, con su parsimonia y su flema habitual, sin mirar a su odiado subdirector a la cara y manteniendo la vista puesta en la calle contestó; -Si, nadie lo quiere, pero me temo que de seguir publicando la bazofia que publicamos será algo ineludible que se tenga que despedir a gente.
Todos lo allí reunidos soltaron una gran carcajada que molestó de sobremanera al subdirector. Aquel idiota trasnochado se creía muy listo, e intentaba ponerlo en evidencia delante de todos, pensó Ariza.
-¡Ah, si!. Vaya, vaya. ¿Y que nos sugiere el señor Chávez para animar a la gente a comprar nuestro periódico y evitar así que él y otros compañeros mártires acaben de patitas en la calle?-; dijo Ariza mirando fijamente a un Chávez que seguía con la mirada perdida en la calle como si no le importara nada de lo que en la redacción estaba sucediendo. 
-Muy fácil, diciendo a la gente la verdad, lo que está pasando. Diciendo a la gente lo que le pasa a la  gente que es como ellos, haciéndose eco de las denuncias de esa gente, que está siendo desahuciada de sus casas, o despedidas de sus trabajos, que están yendo hacia la exclusión social a pasos agigantados, y a los que nadie ayuda, y lo que es peor, a los que nadie escucha. En lugar de eso, nos pasamos los días, los meses, los años, escribiendo sobre primas de riesgo, sobre IPCs, sobre subidas y bajadas de la bolsa, sobre decisiones tomadas en despachos enmoquetados sin contar con la gente.
La contestación de Chávez no dejó indiferente a nadie, y fueron varios los que asintieron con la cabeza en silencio,  mostrando su total acuerdo con sus palabras. Marta, una de las becarias, lo miraba con admiración. Aquel ser pequeñajo, desaliñado, tenía algo que la atraía. Esa era una más de las razones por las que Ariza odiaba Chávez. Las chicas de la redacción preferían a aquel tipo achaparrado a un macho alfa como él, y eso lo ponía de los nervios.
- ¡Ya! Y ahora si te parece cantamos todos el "Libertad sin ira". Estás trasnochado, Chávez; dijo Ariza mirando a su alrededor, buscando alguna sonrisa o algún gesto de aprobación a su     argumentación pero nadie hizo ninguno, en vista de lo cual, empezando a traslucir su nerviosismo, preguntó a Chávez; -Vale, a ver, listo. ¿Tu que harías? Venga, que hablar es muy fácil. ¿Que noticia tipo pondrías tú en el periódico mañana?
-Pues por ejemplo una que está ocurriendo justo delante de tus narices y no te estás enterando de nada. Deja el ordenador, los números, la bolsa, los grandes datos y todo eso, y mira un poco por la ventana, como estoy haciendo yo ahora y te enterarás de lo que pasa. Ahí enfrente, a la puerta del supermercado, la gente que esperaba por los cubos de basura, para rebuscar comida en ellos, se esta peleando. ¿Te das cuenta Ariza? Se están peleando por la basura. Mira, ahora acaban de llegar dos coches de la policía, y una ambulancia. Mira, mira, como sacude el tipo de la gorra roja. Mira como corre la señora del carrito verde. Mira, Ariza, aquél tendido en el suelo con la cabeza abierta. ¿No los ves? Esa gente, antes, compraba el periódico para mirar el pronóstico del tiempo, o para hacer el crucigrama, o para leer a los columnistas, a los que ponían verde al gobierno y a los que perdían el trasero por alabarlo, porque tenían ese euro, y porque las cosas no les iban ni bien ni mal, no estaban desesperados, nadie les daba por el culo como en este instante. Ahora, muchos no tienen ese euro, y para leer que la prima de riesgo ha subido, o que el gobierno ha sacado tal o cual medida para darles por culo más aún, no se van desprender de él. No, Ariza porque les estás dando la versión de quien les está jodiendo vivos, y para eso no les merece la pena gastárselo. En todo caso, sacarían de donde fuera ese euro para leer un periódico que se hiciera eco de esto mismo que pasa enfrente nuestro, que pusiera que hay cada vez  más gente que para llegar al final del día, habiendo comido algo, se tiene que liar a hostias con el vecino por la comida caducada que el supermercado tira a la basura. Pon eso, denúncialo, incomoda a los responsables de esto, y te habrás ganado a la gente.
Todos los asistentes a la reunión se habían levantado y habían acudido a la ventana para ver lo sucedido. Habían llegado más coches de policía,, porque la gente había cesado de pegarse entre ellos para emprenderla contra los agentes. Más ambulancias llegaban.
-Bueno, señores. El espectáculo se ha acabado. Vuelvan a sus asientos y continuemos con la reunión por favor-; dijo Ariza mirando a Chávez con el odio que le profesaba elevado al cubo. La gente felicitaba a Chávez por su ocurrencia y por sus palabras. Era una victoria más del periodista veterano, destetado en la transición, desaliñado, enclenque, y que sin embargo resultaba tan atractivo a todos y a todas. Sobre todo a todas. Marta, la chica becaria, miró una vez más con admiración a Chávez. Este le guiñó un ojo y le sonrió. Aquello no pasó desapercibido a los ojos de Ariza que lo odió aún más.
La runión continuó hora y media más. El periódico seguiría en su linea, como era de esperar. Todos salieron de la redacción. Ariza bajó al parking y arrancó su BMW nuevo. Salió del edificio y al pasar por la marquesina de la parada del autobús vio a Marta, la becaria, muy acaramelada hablando con Chávez. En un aparte, Ariza, le había propuesto salir a tomar algo y después llevarla a su casa en el coche, y la chica lo había rechazado. Definitivamente aquel tipo, Chávez era odioso, se decía a si mismo mientras pisaba el acelerador y los dejaba atrás. Frente a la parada del autobús, quedaban los restos de la batalla campal, entre los buscadores de comida en la basura del súper y la policía, con un resultado desigual para los primeros. Policías y medicos de emergencias se esmeraban por apagar los rescoldos y atender a los heridos.
El autobus llegó y Chávez y la chica subieron a él. Fueron hacia la parte de atrás del autobus, que a esas horas iba vacío. Ella acaració la mano de Chávez y los dos se fundieron en un largo beso.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Tertulia.

Convocaré en debate radiofónico,
a Agamenón junto con su porquero.
Arderá mi pobre mano en el brasero,
quedándome por el honor afónico.
Intercalaré un comentario tónico,
con frases de argot barrio bajero,
que conviertan al rey Perico en bandolero,
y al Pernales conviertan en ser módico.
Romperé treinta mil lanzas con esmero,
en un coloquio de lo más platónico,
en un ara de dos mil hondas hertzianas,
Y mentiré miserablemente, pero,
mi parlanchinear soez y sardónico,
no dará en el blanco de las dianas,

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El almuerzo.

Como siempre, don Blas acudió al restaurante sobre las 3 de la tarde. Siempre lo hacía aquella hora, sin haber reservado mesa previamente, para enfado de los camareros, pues siempre había alguno que se tenía que quedar hasta una media hora después del cierre del turno de comidas, para atenderlo.
Don Blas entró con ese aire de suficiencia con el que siempre van los hombres importantes, seguido a pocos pasos por su guardaespaldas. Saludando a la chica del guardarropas con un tímido "hola" a la vez que hablaba por el móvil. Se dirigió hacia su mesa de todos los días, junto a uno de los amplios ventanales, desde los que se gozaba de una de las mejores vistas de la ciudad. Los responsables del restaurante, vista la importancia que tenía don Blas como cliente, decidieron poner en aquella mesa el cartelito de "Mesa Reservada", indefinidamente, cualquier día a cualquier hora, don Blas se podía presentar, y a él le gustaba aquel sitio junto a las ventanas.
Sin dejar de hablar por el móvil, se sentó a la mesa, y Pepe, el maitre le dejó una carta, para a continuación disponerse a ir a prepararle un Dry Martini que le llevaría minutos después acompañado de un platito de almendras saladas. Era lo que le servían todos los días, antes de la comida, como aperitivo.
-¿Qué tal Pepe?-; preguntó don Blas al maitre tras terminar la conversación telefónica, mientras este depositaba el Dry Martini y las almendras encima de la mesa.
-Pues ya ve, don Blas, la rutina diaria. ¿Ha decidido ya que va a tomar hoy?- preguntó diligente Pepe. -¡Psss! A ver que tal está hoy esa merluza.
-Como siempre, don Blas; de primera.¿Cola o cogote?
-Cogote, a la bilbaína, y que no le echen sal a las patatas.
-¿Un ruedita blanco para acompañar?-; sugirió el maitre.
-Si, vale, o un albariño. Como prefieras, lo dejo a tu elección. ¡Ah, por cierto, Pepe! Vendrá un tal Ricardo Capote preguntando por mi.
-Muy bien don Blas, en cuanto venga yo mismo lo conduciré hasta aquí.
El maitre se fue hacia la cocina y don Blas se quedó allí, saboreando el Dry y mirando hacia el ventanal con la vista perdida en la inmensidad de la ciudad. Le gustaba tanto aquel sitio, que hacia tiempo había decidido venir a diario a comer allí, y no solo por la calidad de la cocina; comer en Estuardo era una seña de identidad, un lujo que solo los más poderosos podían permitirse. El local era una maravilla, enclavado en el ático de uno de los edificios más emblemáticos de la urbe, con unas vistas únicas. Uno de los camareros le acercó, como todos los días, la prensa, y don Blas comenzó a ojear el diario, con desgana, sin leer detenidamente nada, por matar el tiempo.
Llegó la merluza y el vino y cuando don Blas se disponía a dar cuenta de ellos, se presentó el maitre de nuevo acompañado de un tipo bajito y achaparrado con cara de ratón. Era Ricardo Capote, el subsecretario de sanidad del gobierno de la nación.
-¡Ah, Capote!- dijo don Blas haciendo amago de levantarse.
-Por favor, don Blas, continúe sentado-dijo Capote, haciendo como que le impedía levantarse sujetándole el brazo amistosamente.
-¿Ha comido ya?-; preguntó don Blas al recién llegado. -¡Pepe, una carta para don Ricardo!-.
-No, no. No se moleste don Blas. Yo soy hombre de poco comer y de hacerlo temprano. Ya he comido- se apresuró a decir Capote.
-Bueno pero un café si me aceptará. Es que me da no se que estar yo aquí comiendo y usted ahí mirándome, sin nada que llevarse a la boca.
-Bueno. Para acompañarle me tomaré un cortadito.
-Pepe, por favor, un cortado para el señor.
-Ensiguida, don Blas.
El maitre marchó en busca del café y Capote se sentó en frente de don Blas.
-Bueno, Capote. ¿No tiene nada que contarme?-; dijo don Blas repartiendo la vista entre la merluza que estaba comiendo y el hombrecillo con cara de ratón que tenía en frente.
-Lo que le comenté la semana pasada está hecho ya, amigo mío. A principios de año, el gobierno quiere sacar la ley adelante. No será fácil, ya sabe que en este país hay costumbres sagradas, y eso de fumar en todos lados es una de ellas, pero por otro lado, el ministro es consciente de que todos los países de nuestro entorno han aprobado leyes similares y nosotros no podemos quedarnos atrás-.
El maitre llegó con el café y lo puso al lado de Capote.
-Claro que si-, convino don Blas, -Esa ley es vital para nosotros, amigo Capote. No para hoy, sino para un futuro a medio-largo plazo-.
Don Blas terminó su merluza y apuró el último trago de verdejo que le quedaba en la copa. Un camarero se apresuró a retirar el plato vacío y Pepe, el maitre, se presentó raudo, a preguntar a don Blas si iba a tomar postre, recomendándole un excelente pudin de ciruelas con el que los encargados de repostería habían logrado superarse una vez más.
-¿Pudin de ciruelas?. Vamos a probarlo, Pepe, y me traes después un carajillo de coñac. ¿Usted, Capote va querer algo más?-; dijo don Blas mirando al subsecretario.
-No, no. Nada más. Con el café estoy servido, gracias.
Don Blas sacó del bolsillo interior de su americana un estuche de piel marrón y de él, un cigarro puro. Tras olerlo, procedió a cortarle la punta de la boquilla con un pequeño cortapuros dorado que sacó, también del mismo bolsillo.
-¡Oh!, perdón, Capote. ¡Qué cabeza la mía! ¿Quiere usted uno?-; dijo don Blas ofreciendo al hombrecillo el estuche de piel lleno de puros.
-No, no; don Blas. Yo no fumo. Gracias
-Yo si no le molesta si voy a fumar. Un habano auténtico, ¡hummmm!. ¡Un lujo y un placer, amigo Capote-; y dicho esto, don Blas procedió a encender el puro.
Mientras don Blas encendía el puro, Capote esbozó una sonrisa.
-Hay algo que no entiendo don Blas. Un fumador de puros como usted, haciéndonos hincapié para que aprobemos una ley que restringirá el consumo de tabaco en lugares públicos como este restaurante, por ejemplo. No le entiendo.
-¡Jajajajajaja! ¡Amigo Capote!. Pero es que la ley que van a sacar ustedes, y que nosotros les hemos sugerido al oído que la aprueben sin más dilación, no va dirigida a gente como yo.
-¿A quién, entonces?.
-Verá usted, Capote. Esa ley, va dirigida al pueblo llano. Ustedes, como gobernantes que son, deben mirar por la buena salud de su pueblo, ¿no?, pues que mejor medida que restringir el consumo de tabaco, cuyo humo es muy nocivo, en lugares públicos, y llevar una política activa en contra de él.
-Sigo sin entender a qué viene ahora tanta preocupación, cuando el Estado recauda una suma nada desdeñable en impuestos para el tabaco.
-Mi querido Ricardo. Pero que corto de vista es usted. Que poca visión de futuro. No me extraña que sea usted político-, dijo don Blas esbozando una sonrisa. Le encantaba torturar a los políticos, tutearlos impunemente y ridiculizarles, haciéndoles ver que no eran más que meras marionetas en sus manos.-Verá, amigo mío- continuó hablando don Blas, - La preocupación no es del Estado, sino nuestra, del grupo de empresarios al que me digno representar.
-Perdóneme, don Blas, pero cada vez estoy más perdido-, dijo Capote al que le empezaban a llorar los ojos a causa del humo del puro que su compañero de mesa se estaba fumando.
-Pues es bien fácil. El negocio, en un futuro no muy lejano, va a ser la sanidad. Por supuesto la sanidad privada.
-¿La sanidad privada?. Pero en este país tenemos una estupenda sanidad pública-.
Don Blas esbozó una amplia sonrisa, y dedicó una mirada de desdén a Capote, como si lo que acababa de decir fuera una memez. 
-Pero eso de la sanidad pública no tiene futuro, mi querido Capote. El negocio está, simplemente en que nosotros nos hagamos cargo de gestionar esa sanidad tan maja que dice usted que gozamos, y que el personal pague y no se nos ponga enfermo. ¿Me comprende usted, amigo mío?.
-A ver si he comprendido bien. Usted sugiere que en unos años, digamos equis, la sanidad que va a haber va a ser privada, si, o si. Y que lo que, ustedes quieren, es que el personal pague una cuota mensual, pero que no la utilicen. De ahí esta nueva ley contra el tabaco.
-Y otras nuevas leyes que vendrán, amigo capote. Restrictivas, por supuesto, contra el alcohol, la obesidad, las grasas de la comida basura es malísima, amigo Capote. Deben ustedes como gobierno mirar por la salud de su pueblo.
- Y de paso por la salud de los bolsillos de ustedes, ¿no?
-Veo que me ha comprendido perfectamente amigo mío.
Don Blas le dio una nueva calada a su puro y miró por el amplio ventanal, hacia la nada. Con aquellos tipos, pensaba, no se podía. No entendían nada. Estaba seguro que el ministro, a última hora se le rajaría y pondría matices a sus planes. De todos modos, por ahora, eran necesarios. 


martes, 13 de noviembre de 2012

El don y la cerrazón.

Bernardo Molinos, había nacido en una casa baja, justo al lado de la carretera que conducía al cementerio del Este, en Madrid, a principios del siglo XX. El padre de Bernardo era chatarrero, y la familia por tanto, pobre. El niño Bernardo Molinos, complementaba sus estudios en una escuela nacional elemental del barrio, con la recogida de chatarra, junto a su padre, a diario, montado en una carreta tirada por un viejo jamelgo, por las calles de aquel Madrid.
Un día, cuando tenía ocho años, recogiendo unas cacharros de chapa de la calle acompañado de su padre, en el suelo tirado, se encontró un viejo tablero de ajedrez. El tablero era de madera, tosco y gastado, y las fichas que estaban dentro de una pequeña caja de fina madera de marquetería, estaban talladas como a cuchillo, en formas rudas y rectilíneas, cúbicas y perfectas, pero también pobres y sin adornos. El caballo no llegaba ni a caballo de tiovivo, y la torre era cuadrada y castrense, como la torre del pendón de Castilla, los alfiles eran apenas unos obeliscos mal terminados, la reina y los reyes eran obeliscos, más altos que los alfiles, los reyes con una cruz por cabeza y las reinas con una testa puntiaguda, y los peones eran insignificantes e iguales, todos ellos. A pesar de su tosquedad, al pequeño Bernardo le gustó aquel ajedrez y se lo quedó, como único regalo de navidad, para un niño que no sabía que era un regalo de navidad, ni que aquel tablero tan raro era un juego de ajedrez, ni para que servía.
Así pues, un día, a Bernardo se le ocurrió llevar el viejo tablero y las fichas a la escuela, y le preguntó a don Cesar, el maestro, que qué era aquel tablero tan raro, con sus recuadros blancos y negros, y para que servían aquellas piezas, que representaban a un caballo, y a la almena de un castillo, y a no se que otras cosas más. Don Bernardo le dijo que aquello era un juego de ajedrez. Un juego de estrategia muy antiguo, traído por los árabes. Un juego que parecía simple y fácil de jugar, pero que era el juego de estrategia más complicado que el hombre había creado, y que en el medievo, era jugado por príncipes y reyes y por gentes principales, de los más principales reinos de todo el mundo. Don Cesar enseñó a Bernardo las reglas del ajedrez, y pasado el tiempo, se dio cuenta de que aquel diablo de niño había nacido para controlar aquel juego a su antojo. En poco tiempo, no solo le ganaba a él, casi con los ojos cerrados, sino que le ganó a otros tres profesores del colegio, ajedrecistas aficionados, también, pero consumados jugadores. Aquel niño era un portento de aquel juego, un fuera de serie.  Memorizaba rápidamente las jugadas y entendía como nadie los conceptos táctica y estrategia, anticipándose en tres o cuatro jugadas a sus adversarios y preveiendo en el tablero las posibles amenazas. Cuando salía del colegio, los días que no acompañaba a su padre, Bernardo se paraba en un parque cercano a su casa y era retado por otros niños a una partida. Por supuesto, él les ganaba a todos con suma facilidad, y aún así, siempre había cola ante el banco en el que se sentaba con su viejo tablero.
Una tarde, pasó por allí Luis Valbuena. Luis era un niño de barrio rico, del barrio de Salamanca, y de vez en cuando se dejaba ver por aquel parque cercano a la plaza de las Ventas. Estudiaba en el Liceo, un colegio para niños ricos como él, en el que se potenciaban las actividades creativas como el ajedrez. Luis era el mejor jugador de su colegio, con diferencia. Aquella tarde le sorprendió ver cierto arremolinamiento de niños ante un banco. Supuso que habría allí alguna partida de canicas y se acercó a ver. Se sorprendió de que lo que estaban mirando ensimismados aquellos niños era, a otros dos niños jugando al ajedrez. Luis preguntó porque había tanta gente allí, viendo aquello. Un niño, alto y fuerte, de cara renegrida, le contestó que estaban allí a ver si alguien le ganaba al hijo del chatarrero, que era un portento en aquel juego. Vio sentarse y levantarse a varios niños, derrotados irremisiblemente por Bernardo. Preguntó si le dejaban intentarlo a él y nadie se opuso. Se sentó a jugar. A diferencia de los demás, Luís le planteó muchísima mas resistencia a Bernardo, tanta, que empezó a anochecerles allí, y tuvieron que interrumpir la partida.
-Si quieres mañana podemos continuar, pero en mi casa-; le sugirió Luis a Bernardo.
-Vale-; aceptó Bernardo.
Al día siguiente, después de salir de la escuela, Bernardo se encaminó hacia el barrio de Salamanca. Siempre le había gustado aquel barrio y siempre se había dicho a si mismo que le gustaría vivir en alguno de aquellas casas tan señoriales y tan elegantes. Entró en el portal de la casa de Luís y fue interrogado por el portero que le preguntó que donde iba. Dio el nombre de Luis, un niño que vivía allí, en el cuarto C. Para cerciorarse de que Bernardo no fuera ningún raterillo, acompañó al niño hasta la puerta del piso y tocó él mismo el timbre. Abrió una criada vestida de negro, con una cofia blanca en la cabeza.
-Este niño, que pregunta por el señorito Luis-; contestó el portero ante la mirada interrogante de la criada, sorprendida de verlo acompañado por aquel niño.
Irrumpió en la escena Luis, desde el fondo del pasillo. -Si, Brígida, he quedado con ese chico aquí. déjelo pasar-; demandó imperiosamente a la criada. Esta, se hizo a un lado y dejó pasar a Bernardo, que iba mirando a todas partes de aquel piso tan grande, tan lujoso, tan limpio, con un suelo tan brillante y tan liso, con unos muebles tan finos. Fueron al cuarto de Luis, y este sacó de un armario un impresionante juego de ajedrez. Era de madera, pero nada tenía que ver con el que se encontró Bernardo entre la chatarra. Estaba pulido y brillante, y las piezas estaban graciosamente acabadas. El caballo era un caballo de verdad, el alfil tenía una tiara como la de un cardenal, y el rey y la reina lucían una gran corona, la del rey con una gran cruz encima de ella, las torres parecían a las almenas que Luis había visto dibujada en su libro de historia, y los peones semejaban auténticos soldados de infantería. El ajedréz impresionó mucho a Bernardo que se quedó boquiabierto admirándolo. Precisamente por eso, Luis lo había invitado a su casa, para celebrar la partida en ella. Quería impresionar a aquel niño que vivía en el camino del cementerio del Este y quería ganarle, porque Luis, a sus doce años, ya se tomaba muy en serio aquello del ajedrez, se sentía el mejor, y nadie, y menos que nadie un patán como aquel, podía ganarle.
Bernardo continuó admirando aquel tablero y aquellas fichas tan hermosas. -¿Te gusta?-; le preguntó Luis observando aquel niño ensimismado mirando las piezas una por una. -Es un regalo de mi padre, Si eres capaz de ganarme, es tuyo-.
Bernardo abrió los ojos como platos ante aquella oferta. -No, yo no puedo corresponderte. Ni tengo ni podría permitirme un ajedrez así-; le contestó.
-Ya lo sé. Es para que veas lo seguro que estoy de ganarte-; replicó Luis.
 Sin más, empezaron a jugar y la partida se prolongó por espacio de dos horas, en las cuales la criada, Brígida entró para dejar al señorito, y a su amiguito, la merienda. Merienda que no tocaron, tan ensimismados estaban  los dos niños, intentando ganarse el uno al otro. Al final, la victoria fue para Bernardo, para sofoco y enfado de Luis, que no sabía como aquel mocoso raquítico, aquel chatarrerillo insignificante, le había podido ganar. Se hizo un tremendo silencio entre los dos niños, después de que Bernardo dijera lo de, "jaque mate". Luis, incrédulo, se había quedado mirando al tablero. Efectivamente, era jaque mate. ¿Cómo había podido suceder?. No lo había visto venir. Al final, con expresión sería, mirando fijamente a la cara de Bernardo, dijo: -El tablero es tuyo. Llévatelo.
-Es un regalo de tu padre. No puedo aceptarlo-; protestó Bernardo.
-Yo soy un caballero, y un caballero nunca falta a su palabra. El tablero es tuyo, cógelo y llévatelo o me estarás insultando-; sentenció muy serio Luis, guardando las fichas en un precioso estuche forrado de cuero y alargando este y el tablero a Bernardo. -Eso si; lo puedes poner en juego, si lo deseas, mañana, por ejemplo, o cuando a ti te venga bien. Igual me da un día que otro. Solo has tenido suerte, mucha suerte. ¿Que dices? ¿Aceptas?.
-Está bien. Pero yo solamente puedo jugar los jueves por la tarde. Los demás días tengo que estudiar, y los sábados y los domingos tengo que ayudar a mi padre con la chatarra-; dijo Bernardo, con el voluminoso tablero debajo del brazo.
-Está bien, Pues hasta el próximo jueves entonces. Te acompaño hasta el portal, no sea que te vean la criada, mi padre o el portero con el tablero, y crean que lo has robado.
Así pues, a partir de entonces, empezaron a quedar todos los jueves, en un parque público o en casa de Luis, a seguir con el reto. Las partidas empezaron a prolongarse en el tiempo, y empezaron a durar semanas, meses, y alguna llegó a durar casi un año. Pero todas terminaban igual; ganando siempre Bernardo. Y así fueron pasando los años, y aquellos dos niños se fueron convirtiendo en adolescentes, cada uno con su modo de vida y sus circunstancias.
Luis acabó el bachillerato, fue a la universidad y se hizo abogado y economista, como quería su padre, que era uno de los principales accionistas de uno de los grandes bancos del país y le había prometido un puesto de campanillas en la planta noble de la sede del banco como premio a su esfuerzo en los estudios.
Bernardo siguió la trayectoria de su progenitor, y se dedicó a recoger chatarra por las calles de Madrid, eso si, cambiando el viejo carro tirado por el viejo penco por una camioneta de tercera, o cuarta mano.
Pero los dos siguieron acudiendo cada jueves a su cita con el ajedrez, y siempre seguía ganando Bernardo, que seguía siendo intratable, que cada día jugaba mejor, y por lo tanto, el precioso tablero que años atrás le había ganado a Luis, seguía en su poder.
El tiempo continuó pasando, y los adolescentes se convirtieron en jóvenes. En aquella época, en España se proclamó una república. Esta circunstancia turbó a Luis y a su familia algo, y alegró a Bernardo y a la suya mucho.
Luis empezó a seguir a un joven abogado, hijo del dictador don Miguel Primo de Rivera, que había fundado un pequeño partido de ideología fascista.
Por el contrario, Bernardo se afilió a la CNT y a la FAI. Bernardo no podía ser otra cosa que anarquista, como lo había sido siempre su padre y, antes que su padre su abuelo. Para que luego digan que los anarquistas no siguen las tradiciones familiares.
El caso es que el panorama político-social se empezó a poner turbio, huelgas, protestas, conatos de revolución, conatos de golpes de estado, los unos desaforados y los otros contestones, y pasó lo que tenía que pasar, el 18 de julio de 1936, el país quedó dividido tras un intento de golpe de estado dado por unos militares africanistas, dirigidos por el general Franco y estalló la guerra civil. Una catástrofe, una tragedia, un caos.
Luis, que por aquel entonces militaba en Falange tuvo que salir por piernas de Madrid, no sin antes casarse con su prometida, una chica de buena familia, a la que había jurado amor eterno y, que si Dios no lo impedía, sería la madre de sus hijos. Se decía que los rojos estaban dando "matarile" a todo quisque sospechoso de faccioso. Se fue hacia el sur, al encuentro del ejército nacional y se unió a él.
Bernardo se quedó en Madrid y participó como miliciano en su defensa. Fueron meses y meses de bombardeos, de hambre, de muertes, de miedo, de incertidumbre. Bernardo también encontró el amor, y se casó con una miliciana, anarquista como el, que si el tiempo y la guerra no lo impedían, sería para él lo que la chica de buena familia sería para Luis, la madre de sus hijos. La capital cedió y el ejército nacional la tomó y Luis con ellos.
Nada más entrar en la capital, lo primero que se le ocurrió fue ir a su casa a ver que había sido de sus padres, y de su esposa. Todos estaban bien, a Dios gracias. Lo segundo que se le ocurrió, fue preguntarse, nada más entrar en Madrid, por Bernardo, su "íntimo enemigo" y contrincante ajedrecístico, y el que tenía la pieza que se había empeñado en recuperar nada más perderla, aquel primer día en que el se enfrentó a él por primera vez.
Salió vestido con su uniforme de alférez y se dirigió a la carretera del cementerio del Este para preguntar por Bernardo. Y por aquel barrio se recorrió tabernas y cafés, preguntando a unos y a otros si sabían que había sido de Bernardo, el hijo del chatarrero. En una taberna le dijeron que estaba preso, y que a buen seguro lo fusilarían. Luis se informó sobre la prisión en la que estaba Bernardo y fue a ella, y revolvió Roma con Santiago para testificar en favor suya, incluso mintió, alegando que aquel hombre, anarquista, si, le había salvado la vida avisándolo cuando Madrid estaba todavía en poder rojo, de que pusiera tierra de por medio y se largara de allí porque lo iban a matar. Incluso hizo que su padre moviera algunos hilos para salvar a aquel desgraciado. Lo consiguió al final. A Bernardo le conmutaron la pena de muerte por la de cinco años de trabajos forzados, cumplidos los cuales salió y volvió a Madrid, y se llegó personalmente hasta la casa de Luis para darle las gracias por haberle salvado la vida.
-No me des las gracias. Te he salvado porque tienes una cuenta pendiente conmigo, que sino...-; le había dicho Luis a un atónito Bernardo.
Aquel tipo estaba verdaderamente obsesionado con el ajedrez y con recuperar el tablero y se tomaba aquello como una afrenta. Bernardo le sugirió que podría devolverle el tablero, pero Luis no quiso. Él quería conquistarlo como lo había perdido hacía tantos años, jugando.
Y así volvieron los dos a reunirse cada jueves a continuar con sus partidas. Y un año tras otro, siempre ganaba Bernardo. Y fueron pasando los años, fueron naciendo sus hijos, y sus nietos. Luis prosperó tanto en el banco que lo llegaron a hacer vicepresidente. Bernardo llegó a montar un prospero negocio de chatarrería y a tener bajo su mando a varios empleados. Pero los dos continuaron jugando, cada jueves, sin faltar uno solo. Y en todos esos años, nunca Luis pudo con Bernardo. Casi lo consiguió en varias ocasiones, pero siempre fallaba algo a última hora, siempre le faltaba dar la puntilla. Lo más que consiguió en todos aquellos años fue quedar en tablas.
Y llegaron la jubilación, primero, y la ancianidad después. Y siguieron quedando, ahora con todo el tiempo del mundo, quedaban todos los días, pero ni aún así, Luis conseguía arrebatar a Bernardo aquel, para él, preciado trofeo.
Un día Bernardo faltó a la cita. A ese día le siguió otro, y otro, y otro. "Quizá esté enfermo", pensó Luis. Fue a su barrio, y preguntó por él por tabernas y cafés. Esto le recordó cuando hizo aquello mismo después de la guerra. En un café, le dieron cuenta de lo que había pasado con Bernardo. Había muerto.
-Una embolia- le había informado el propietario del café- y se ha quedado pajarito el pobrecillo.
Luis fue hacia su casa maldiciendo en hebreo y pensando en la jugada que le había hecho Bernardo muriéndose sin haberle podido ganar y así recuperar el tablero.
Un mes después, estaba en su casa leyendo el periódico y sonó el timbre de la puerta. Luis fue a abrir, y vio a través de la mirilla a un hombre de madiana edad con algo cuadrado bajo el brazo, envuelto en una bolsa de plástico. "Algún vendedor", pensó y le abrió.
-Buenas tardes. ¿Es usted don LuisValbuena?-; preguntó el desconocido.
-Para servirle-; contestó Luis.
-Verá, don Luis. Soy hijo de don Bernardo Molinos. Yo mismo me llamo también así, Bernardo Molinos y venía porque mi padre ha fallecido hace algo más de un mes y, revisando sus cosas hemos encontrado algo con un papel dentro, escrito de su puño y letra con instrucciones de que se lo entregásemos a usted, llegado el día de su fallecimiento.
-No se quede ahí, por favor, pase.
Una vez dentro del piso, entre los dos habían sacado el ajedrez de la bolsa en la que la había traído Bernardo Molinos hijo. Los dos hombres se quedaron mirando al tablero y las piezas. Estaban como el día en que Bernardo lo había perdido en aquella primera partida. Los peones, los caballos, los alfiles, todas las piezas relucían como el primer día.
-Un ajedrez muy bonito-, comentó Bernardo hijo, -mi padre le tenía mucho cariño, y no dejaba que nadie lo tocara. Nunca nos dijo nada al respecto de él y no me imagino porque ha querido dejárselo a usted-; dijo Bernardo hijo.
-Para jorobarme y seguir riéndose de mi después de muerto. Este ajedrez que ve usted aquí, joven, lo perdí yo a la edad de 12 años ante su padre en una partida de ajedrez. Su padre de usted era muy, muy bueno jugando a esto, ¿sabe?. Durante sesenta años he estado intentando recuperarlo de la misma forma en que lo perdí, jugando al ajedrez con su padre, y no he sido capaz, porque su padre de usted era condenadamente bueno, era el mejor, no he visto a nadie en mi vida mejor dotado para jugar a esto. Y ahora, se muere y le deja escrito a usted que venga a devolverme el ajedrez. ¡Vamos hombre!
Bernardo hijo se fue, y Luis se quedó solo, en su salón mirando el ajedrez. -¡Vaya una mierda!, que ese hijo de Satanás se haya muerto sin haberle podido ganar-; se dijo a sí mismo.
Entonces se levantó y se dispuso a encender la chimenea. Era noviembre y ya hacía frío. La madera del tablero empezó enseguida a prenderse y a dejar un ligero olor a barniz en el ambiente. De no haberse cruzado en su camino aquel día, hace tantos años, con aquel chatarrero que jugaba tan bien al ajedrez, él, Luis Valbuena podría haberse dedicado a jugar profesionalmente, hubiera sido un gran jugador, se hubiera medido con los mejores, si aquel desgraciado que jugaba como los ángeles, que había nacido con un don que no iba a utilizar nunca, no se lo hubiera impedido. Que injusta era la vida. Para el chatarrero, aquello no era más que un juego, simple y llanamente, que no valoraba, pero tenía el don de dominarlo, y sin embargo él, que si valoraba aquel juego, que hubiera sabido prosperar dedicándose a jugarlo, en cuerpo y alma, no tenía aquel don, con el que hubiera sido una figura legendaria, el Boby Fisher o el Kasparov español, omucho más.
Se quedó un rato ensimismado mirando como ardía aquel tablero, luego se levantó y abrió la ventana de par en par para que entrara aire fresco en la habitación. El ambiente se había cargado algo con el olor a barniz chamuscado que desprendían el tablero de ajedrez y las piezas al arder.


sábado, 3 de noviembre de 2012

Las luces de África.

Hacía calor, a pesar de la ligera brisa que agitaba la fina arena de la playa. El mar, calmado en aquella hora, apenas se movía en olas pequeñas contra la tierra, el cielo estaba plano y azul, sin asomo de ninguna nube, se juntaba a lo lejos con el mar, fundiéndose los dos en uno solo horizonte azul lejano. Raymond se sentó sobre la arena y perdió su mirada en la inmensidad del mar. Allá, a lo lejos, decían los lugareños que en los días más claros, se podían distinguir al anochecer las luces de África, la África desde la cual llegó él a aquella misma playa, hacía diez años ya, exhausto, casi desmayado, en una mañana fría de mayo. Estuvo a punto de morir a consecuencia de la hipotermia, en un viaje que se le antojó largo, desde la costa africana, en aquella patera, rebosante de gente asustada, aterida de frío. Hoy, Raymond acudía a aquella playa, después de haber reconocido el cadáver de su hermano pequeño, al que el destino le tenía deparada una suerte distinta a la suya, su hermano no había resistido la hipotermia, el miedo, el cansancio, la angustia, y había muerto antes de que la patera tocara tierra, hacía ya dos días.
Raymond había sido localizado por la policía en su casa de Madrid. Al ver a los agentes ante su puerta se había asustado, seguía temiendo a los uniformes después de tantos años de ir de un lado a otro sin papeles, siempre con el miedo a ser detenido y deportado, siempre escondiéndose. Aunque llevaba ya dos años regularizado, Raymond nunca perdería ese miedo. "¿Es usted Raymond Malik?" le había preguntado el agente más joven de los dos que se presentaron en su casa. "Si, yo soy", había contestado él, con un hilito de voz, en su español farfullante y macarrónico. El agente joven le informó entonces de la llegada y interceptación en aguas del estrecho, hacía un día, de una patera, en la que varios de sus pasajeros habían llegado muertos. Uno de los pasajeros de la patera, había reconocido a uno de los cadáveres como Fabien Malik, y había dado su nombre, como familiar del muerto residente en España. A Raymond le dio un vuelco el corazón al oir el nombre de su hermano pequeño. Los agentes le dijeron que debía viajar lo antes posible hacia allí para el reconocimiento del cadáver.
Había viajado hacia el sur, durante toda la noche en autocar, pensando en su hermano, que era apenas un niño cuando él salió de su país, hacía diez años. Raymond había procurado mandar dinero a su madre, para el mantenimiento de sus hermanos, para que fueran a la escuela, para que ella no tuviera que trabajar tanto, para que pudieran tener una vida mejor. A pesar de ello no había conseguido mantener a su hermano pequeño allí. La pobreza, la guerra, la falta de expectativas, hacían que un joven, una vez había crecido lo suficiente intentara dar el salto a Europa, buscando una vida mejor, buscando un futuro, huyendo de la guerra, de la pobreza, de la falta de expectativas. A su hermano le había entrado la misma enfermedad que a todos en su tierra y había huido de allí, rumbo a Europa, rumbo al norte, y había muerto en el empeño.
Llegó a la ciudad costera hacia el alba. Cogió un taxi que le condujo a la comandancia de la Guardia Civil. Allí le condujeron a un tanatorio en el que guardaban los restos de su hermano. Hacía diez años que no lo veía, pero efectivamente era él, lo reconoció enseguida, pues el cadáver no estaba demasiado deteriorado. La Guardia Civil le hizo una serie de preguntas y le dijo el nombre de la persona que había dado el nombre de su hermano y el suyo propio como familiar residente en España. El comandante de puesto le puso al corriente de lo inusual del hecho, pues la mayoría de los muertos de las pateras eran enterrados en el cementerio municipal sin identificar. Le condujeron al hospital, a una habitación donde se hallaba aquel hombre que había dado los datos de su hermano. Lo reconoció enseguida, era el mismo al que había recurrido él, a las afueras de Tánger, diez años antes para cruzar el estrecho y venir a Europa. Se miraron los dos durante unos instantes, el hombre tumbado en la cama, convaleciente, también pareció reconocer a Raymond. Uno de los agentes le informó que aquel era el tipo que había dado el nombre de su hermano y le preguntó si lo conocía. Sospechaban que pertenecía a una mafia que se dedicaba a transportar gente desde las costas de Marruecos a España. Raymond mintió y dijo que no lo conocía. El agente le preguntó que como entonces había dado aquel tipo el nombre de su hermano y el suyo propio. Sin dejar de mirar el rostro del herido, del tipo que le había conducido hasta allí hacía diez años, y a su hermano hasta la muerte, hacía apenas un día, Raymond dijo al agente que no lo sabía, que probablemente su hermano, en su agonía bien podía haber dicho a aquella persona su nombre y el suyo propio, sabiéndose ya próximo a la muerte. El agente asintió y dijo que bien podría ser así. Salieron del hospital y dejaron al hombre tumbado allí en su cama. Raymond esperaba no tener que verlo más en su vida.
Después de arreglar algunos asuntos burocráticos referentes al entierro del cadáver de Fabien, Raymond se había sentido agobiado. Tras salir de la comandancia de la Guardia Civil, había caminado hasta la playa y se había sentado allí, a contemplar el mar y el cielo azul y a pensar. El sol de la tarde empezaba a declinar, y la gente que antes estaba allí, tomando el sol, paseando, bañándose, comenzaba a marcharse. Raymond permaneció allí sentado, indiferente a todos, mirando el horizonte y pensando. Extendió su mano, como si intentara tocar ese fondo azul donde el cielo y el mar se unían, como si con su mano pudiera tocar la otra orilla del mar, África. Pensó que tendría que buscar un sitio donde dormir, pues hasta el día siguiente no enterraban a su hermano, pensó que algún día traería allí a su hijo, le enseñaría aquella playa, donde él había desembarcado de una patera, exhausto, casi moribundo, diez años antes y donde su hermano pequeño había llegado muerto, apenas hacía dos días.
Empezaba a anochecer y a lo lejos, se vislumbraban lo que parecían ser unas luces lejanas. Sin duda eran las luces de África que lo saludaban desde otro lado del mar, pensó Raymond, como decían los lugareños que pasaba en los anocheceres claros.

sábado, 27 de octubre de 2012

La Escuela.

He salido de la casa de mis abuelos, cogido de la mano de mi tía Julia. Vamos por la calle Grande camino de las escuelas nuevas. No he llorado, me he quedado allí, callado, junto a mis primo Cosme que me lleva un año de ventaja y es veterano en eso de ir a la escuela. Mi tía Julia me da un beso y me dice acariciándome la cabeza que pasará a recogerme cuando terminen las clases, que la espere allí, en la puerta, que no me mueva hasta que ella llegue, que sea bueno.
Es mi primer día de colegio. Las escuelas nuevas, le dice la gente de El Llano, a tres edificios de ladrillo visto, construídos al final de la calle Grande, camino de El Monte. Allí hay cuatro aulas, dirigidas a albergar a los alumnos de primero a cuarto de EGB. Son tres edificios, dotados de unos grandes porches a la entrada, donde esperamos en fila a que nos permitan entrar en las aulas. Los alumno mayores, los que van de quinto a octavo no van allí a las escuelas nuevas, sino a las aulas que hay en los bajos del ayuntamiento.
Mi primera profesora, la señorita Adela, es alta, es joven, es guapa. También es gruñona y cuando se enfada nos da en la cabeza con un bolígrafo metálico del que no se separa nunca. La señorita viene cada día desde la capital a darnos clase en un 850 verde. Nos ensaña a leer y a escribir, nos enseña a sumar y restar, a dividir y multiplicar, nos canta canciones, la del barquito chiquitito que no podía navegar, y otras similares.
Mi tendencia en esos primeros años de colegio es quedarme embelesado, observando por una ventana próxima a mi, viendo como aletean los pájaros, observando el cielo azul inmenso de la tarde (Hoy me sigo quedando embelesado observando ese mismo cielo azul; que cosas). Es en esos momentos cuando la señorita Adela descarga sobre mi cabeza la fuerza de su bolígrafo metálico. Como soy incorregible y ando siempre algo rezagado, aunque apruebo, y no muestro interés alguno por las explicaciones que nos da la señorita, ésta me ha dado una nota para que se la entregue a mi padre, con el objeto de que venga a hablar con ella a la mayor brevedad. Al día siguiente mi padre va solícito a hablar con la señorita Adela, al mediodía. Me encuentra en la puerta, al pie de la alambrada que rodea el patio, esperándolo. Ha venido del campo, de trabajar, se ha lavado la cara  a manotadas, se en enjabonado las manos, se ha cambiado de ropa y ha venido. Me coge de la mano, mi pequeña mano en la suya, grande y rugosa, llena de callos, que huele a jabón y a tabaco. Pide permiso para entrar, saluda, y lo veo de pie, con las manos cruzadas a la espalda, alto, torpe, ante la señorita, escuchando atentamente, como si estuviera examinándose de algo. La señorita le dice que no atiendo en clase, que me distraigo cada dos por tres, que trabajo lo justito, que soy un vago redomado, que podría rendir más pero no me da la gana. Él asiente, y pregunta si me porto bien, si soy travieso, si monto escándalos. La señorita le tranquiliza, y le dice que eso no, que soy muy calladito, demasiado quizá, que ando siempre metido en mi mundo. Mi padre le cuenta que mi madre ha muerto años atrás, y que él, solo, con cuatro niños a su cargo, en fin, que nos cuida mi abuela. La señorita le responde que, ¡ah!, las abuelas, los consienten mucho. Mi padre se despide, le promete estar más encima mía, me coge de la mano y salimos. Vamos andando los dos por la calle Grande, y por el camino me va regañando y me va diciendo que tengo que poner más atención, y ser bueno, y hacerme caso de la señorita. Me dice que no sé la suerte que tengo, que a mi edad él estaba trabajando, y que por eso era un ignorante, que escasamente sabe leer y escribir, y que por eso tiene que ir ahora, por las noches, a este mismo colegio, a aprender. Al llegar al casino, me despido de él, me da un beso y me acaricia la cabeza, yo voy para casa de mis abuelos y él entra en el casino. Dile a la abuela que enseguida voy, que me voy a tomar un chato, me dice. Después de comer volvemos al colegio, y no puedo evitar mirar por la ventana, y quedarme embelesado mirando los pájaros, y el cielo azul de la tarde, y la gente pasar arriba y abajo por la calle Grande. La señorita Adela me ve, me mira, pero esa tarde no me dice nada.
La señorita Adela está con nosotros hasta tercero. A mediados de curso se tiene que ir, pues está embarazada y va a dar a luz. Viene a sustituirla don Fidel, un maestro campechano y grande, de San Servando, un pueblo que hay al sur, a veinte kilómetros de El Llano. Don Fidel, cada lunes rellena la quiniela de fútbol y para ello, va niño por niño, preguntándonos que resultado pondríamos nosotros. A ver, Giménez, dice por ejemplo, Betis-Osasuna; y Giménez dice que equis. A ver, Castro, Real Madrid-Murcia, y Castro dice que uno. Y así, cada lunes, hasta completar la quiniela.
Don Fidel está con nosotros lo que queda del curso de tercero y todo el de cuarto. La señorita Adela no volverá nunca más a dar clase en El Llano, pues le han dado plaza en un colegio de la capital. Una tarde viene a vernos, con su marido y su niño recién nacido. Se sienta en la tarima que hay junto a la pizarra, con su niño en brazos, y su marido a un lado, muy elegante, con chaqueta cruzada azul marino, con botones dorados, y con don Fidel al otro. Nosotros vamos pasando, y besamos al niño, y la señorita Adela nos besa a nosotros y nos dice lo mucho que hemos crecido. Vamos pasando en fila, a ver al niño, como si fuéramos los pastorcillos de un Belén viviente que van a adorar al niño Jesús. Al pasar yo, la señorita me da un beso y me revuelve el pelo con una mano, y me dice lo mucho que he crecido, que casi no me conoce ya.
Pasa el tiempo y los cursos de tercero y cuarto. Estamos en quinto de EGB. Ya somos mayores y nos mandan a las tres aulas que hay en los bajos del ayuntamiento, tan viejas, tan tristes, tan frías, con un patio tan pequeño que apenas cabemos los niños de los tres cursos cuando salimos al recreo. Allí, en el 5quinto curso ya no tendremos un profesor para todas las asignaturas sino que tendremos varios. Está don Ángel, de matemáticas y naturales, un hombre introvertido, al que se le ve que le gusta mucho enseñar. Don Ángel es un genio en todas las asignaturas que imparte. Le llegamos a apodar el prototipo de hombre del Renacimiento porque para nosotros es como un Leonardo Da Vinci moderno. Monta un pequeño laboratorio, con los pocos medios que cuenta el colegio, y nos hace experimentos de física y química. Muchas veces, la compra de material la sufraga él de su sueldo.
Está don Hugo, que nos imparte historia y artes plásticas. Don Hugo nos dice que le llamemos Hugo y de tú. Es un hombre joven, recién salido de la universidad. Es de un pueblo de Cáceres, a unos 100 kilómetros del nuestro, y por lo tanto hace uso de una de las viviendas que en las escuelas nuevas hay destinadas a los profesores. Enseguida hace amistades en el pueblo. Sus clases son amenas. Don Hugo es un tipo muy raro, viste unos pantalones de pana raídos y un jersey de lana, rojo. Tiene una barba negra y abundante que lo hace más viejo de lo que es. Nos trata con familiaridad. La gente del pueblo dice que es rojo. Eso no le gusta al director, don Miguel.
Don Miguel, es el director y, además,  nos da lengua, religión y gimnasia. Es un maestro de la vieja escuela. No duda en hacer uso de castigos físicos. Para él, la enseñanza para con nosotros, hijos de labriegos en un pueblecito, en el mundo rural, es hacer que cuando vayamos al campo, a sustituir a nuestros padres, por lo menos sepamos leer, escribir y las cuatro reglas. Don Miguel da por supuesto que de allí no saldrá ningún bachiller, y mucho menos algún universitario. Es profundamente católico, nos hace rezar un Padre Nuestro y un Ave María, al comenzar y al finalizar sus clases, aunque ya son muy entrados los años ochenta y el Ministerio de Educación, imagino ahora desde la distancia, ya habría dicho algo al respecto de los viejos usos y costumbres de algunos de sus viejos profesores. Pero él no hace caso de las indicaciones ministeriales. Don Miguel sigue anclado en el pasado, y nos hace rezar al entrar y salir de sus clases, y nos hace ponernos firmes y formar en el patio, cuando hacemos gimnasia. A los que como yo, no somos capaces de hacer el pino, nos ridiculiza, nos llama caballos de palo, y nos advierte de lo mal que lo pasaremos cuando vayamos al servicio militar, que seremos carne de calabozo y del pelotón de los torpes. En clase de lengua, nos hace levantarnos a toda la clase y ponernos pegados a la pared, en fila, rodeando los pupitres, desde la pizarra a la puerta de entrada, en orden de mejor a peor nota, él nos va preguntando, y vamos ascendiendo puestos según contestemos bien o mal. Nos infunde un terror indescriptible, con su aspecto de hombre pequeño, moreno, calvo, con unas gafas metálicas bifocales con los cristales ligeramente ahumados, serio, bucólico, austero. De vez en cuando, los más díscolos, o simplemente los más rebeldes, sufren una de sus medidas de fuerza, el hostiazo en la cara, para después acabar de rodillas durante toda la hora próxima, con los brazos en cruz. Todo el mundo teme a don Miguel, nosotros, los demás profesores, los padres.
Los tres años desde quinto hasta octavo, se me hacen una eternidad. Don Hugo se va, dicen las lenguas que por obra y gracia de don Miguel, que no quiere rojos dando clase en "su" colegio y al que no le gustan los métodos modernos de enseñanza. Le sustituye un profesor de la capital, don Aquiles, un hombre bastante amanerado y que suscita enseguida nuestra crueldad infantil hacia su persona, y más rojo todavía que su predecesor. Se diría que el ministerio está dispuesto a amargar la existencia a don Miguel a base de mandarle profesores, a cual más bolchevique, para sus alumnos. Don Aquiles es un enamorado de la música clásica y músico aficionado. Introduce la materia de música en el colegio, nos enseña solfeo y nos pone discos de para que los escuchemos en clase. Al igual que don Hugo, don Aquiles nos da historia. En aquel año hay un referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, y don Aquiles, en clase, nos suelta un mitin al respecto, y nos da las razones de porque según él, España debe salir de la Alianza Atlántica. Este mitin llega a los oídos de don Miguel, el cual al día siguiente, en plena clase de lengua, nos suelta otro mitin, alegando razonamientos totalmente contrarios a los de don Aquiles, por supuesto a favor de nuestra permanencia en tan distinguida organización defensiva internacional.
Pasa el tiempo, acabo octavo, al año siguiente de dejar el colegio de mi pueblo, inauguran un colegio nuevo, con calefacción central, y con aulas grandes y limpias, sin humedad y sin frío, y con un patio amplio, con una pista de fútbol sala. La modernidad había entrado en El Llano. Ya no era un colegio destinado a que los hijos de los labradores de mi pueblo, supieran por lo menos leer y escribir y las cuatro reglas. Ya, parecía un colegio destinado a futuros bachilleres, a futuros universitarios, a futuros médicos, abogados, jueces, ingenieros.
Al poco tiempo, don Miguel se jubiló, al igual que se fueron jubilando el elenco de profesores que nos había dado clases a mi generación, unos mejores, otros peores, unos recordados con cariño, otros con odio.
Al año siguiente de acabar octavo, empecé a ir al instituto a hacer bachillerato, a El Monte. Lo dejé dos años después. Paradójicamente ningún niño de los que fue conmigo a clase durante la EGB en mi pueblo, terminó el bachillerato, igual que me sucedió a mi. Ninguno fuimos a la universidad. Supongo que para gozo de don Miguel, pues esta circunstancia le daba la razón, a él que pensaba que la educación en mi pueblo estaba hecha, exclusivamente, para que no fuéramos unos ignorantes, como lo fueron nuestros padres, pero eso si, no estaba hecha para que ninguno acabáramos en la universidad.
A veces cuando voy a mi pueblo, paseo junto al colegio nuevo, y me siento a observarlo largo rato. Ese edificio que se puso en funcionamiento, justamente un año después de dejar el colegio. Paseo por el pueblo, y me encuentro con antiguos compañeros de clase, que me cuentan que un hijo suyo está a punto de terminar farmacia, o está en tercero de medicina. Me doy cuenta entonces lo que han cambiado las cosas, de aspirar a ser un poco menos ignorantes que nuestros padres, a aspirar a terminar medicina, va un mundo.

sábado, 20 de octubre de 2012

El otoño desconsolado.

Y llorará el otoño desconsolado,
y sus lágrimas anegarán
los atrios de los palacios,
e inundarán la ciudad
y sus barrios altos,
y esas lágrimas llegarán
a la cima de los collados.

Y llegará el otoño desconsolado,
a regar las semillas
que florecerán en mayo,
las torres caerán
a fuerza de llanto,
que oxidarán cadenas
y abrirán candados,
y serán testigos,
los árboles deshojados.

Y clamará el otoño desconsolado,
teñirá de cárdeno
su manto,
abrirá los postigos
atrancados,
y el sentimiento de agobio,
antes guardado,
se derramará por los pueblos,
se derramará por los campos,
como derrama el invierno
su manto blanco,
y la verdad bajará,
como baja el sol tras el ocaso,.

Y morirá el otoño,
y con él el año,
y vendrán nuevas aguas,
y nuevos barros,
y un otoño nuevo vendrá
a visitarnos;
y una nueva luna
que alumbrará otros collados,
que inundará de luz
la ciudad y sus barrios,
y anegará de vida
los atrios de los palacios.

viernes, 12 de octubre de 2012

El Imaginero.

El mayordomo de la cofradía de la Soledad le había advertido a Yáñez que don Celso Méndez, el artista, el gran imaginero que había realizado las principales tallas que salían en procesión en las principales iglesias de la ciudad y de la provincia, en la Semana Santa, estaba ya muy mayor, aunque lúcido, y que quizá no era buena idea hablar con él, dado lo avanzado de su edad, noventa y nueve años.
Aún así, Yañez había insistido en hacerlo, y para ello se dirigía en coche hacia la casa de don Celso, en las afueras de la ciudad en aquella tarde de marzo, agradable, en la que el sol picaba y la primavera se empezaba a dejar caer, temprana.
El asunto había empezado como sin querer a tomar el camino de lo interesante. Todo había empezado cuando el director del periódico había encargado a Yáñez una serie de reportajes sobre la Semana Santa, que con motivo de la misma, serían incluídos en un suplemento especial. Como Yáñez no tenía mucha idea de estas cosas, pidió ayuda a su padre, que lo envió a hablar con un viejo amigo suyo, Cristóbal Diéguez, mayordomo de una de las más antiguas y reputadas cofradías de la ciudad, la de la Soledad. Este había servido de cicerone a Yáñez y lo había conducido por las parroquias más importantes para recabar información sobre el tema. Había una imagen en la catedral, la última cena, que había suscitado algo de interés en Yáñez. Diéguez, le informó que era una talla complejísima, realizada por el imaginero don Celso Méndez,hijo de esta villa. Se decía, que dos de las figuras representadas, guardaban un parecido más que notable con un alcalde y un concejal de la época: Judas Iscariote y San Pedro. Él asunto comenzó a despertar interés en el periodista; nada más y nada menos que un imaginero que plasmaba las caras de dos personajes públicos de su ciudad en una de sus imágenes, en la de la última cena. Tras investigar, Yáñez supo que el autor vivía, en una casa de campo no lejos de la ciudad con una de sus hijas, y aunque muy mayor, el buen hombre todavía tenía lúcida la cabeza. Así pues Yáñez se puso en contacto telefónico con él, que accedió encantado a concederle una entrevista en su casa.
Para llegar a la pequeña finca de don Celso se guió por las explicaciones del mayordomo de la cofradía, buen amigo del viejo. Era está una mediana casa de campo de dos pisos, encalada y rodeada de viñedos y de olivos, situada a pocos kilómetros de la ciudad. Abandonó la carretera y accedió a un pequeño camino de tierra que lo condujo hacia una gran verja, abierta de par en par. Don Celso lo estaba esperando en el porche de la casa, sentado frente a una gran mesa de camping blanca. Estaba merendando un poco de pan con aceite y un vaso de vino tinto. Invitó a Yáñez a que se sentara y lo invitó a merendar, invitación que Yáñez rechazó amablemente con la excusa de que ya lo había hecho. Era don Celso un viejecito enjuto, de pelo blanco, con las manos y los antebrazos delgados y huesudos como sarmientos. Cuando el hombre hubo terminado su merienda, pidió a su hija que retirara la vajilla sucia y que los dejara solos.
-Bien hijo, usted dirá que quiere de mi-; dijo don Celso mirando a Yáñez.
-Es sobre la imagen de la última cena que está en la catedral. Estoy realizando una reportaje sobre la Semana Santa, ya sabe; entrevistas a mayordomos de cofradías, a cofrades, a sacerdotes y a gente relacionada con ella en general, y me he topado con esa imagen que me ha llamado la atención, sobre todo por alguna habladuría que circula por la ciudad con respecto a ella. Me enteré que era obra suya y me pregunté si usted tendría algo que decir al respecto.
El anciano esbozó una leve sonrisa.
-¿Y qué voy a decir yo, salvo confesarle que lo que se dice es verdad? Si me deja usted se lo voy a explicar. Verá joven, para ser imaginero hay que ser creyente. Yo lo soy, igual que pienso que lo era, por ejemplo, Miguel Ángel para realizar los frescos de la capilla sixtina. Eso si; creer no significa comulgar con todo lo que la Iglesia te dice; creer no significa acatar la interpretación que la Iglesia hace de los Evangelios, sin ningún matiz. Yo, ya le digo, soy una persona muy creyente. Dios me dio una habilidad, la de tallar la madera, la de sacar figuras de ella. Hoy, los santos son todos de escayola, hechos a base de moldes, en fin, ya sabe lo que es esta época en la que la gente opta por lo fácil, y en la que la gente lo quiere todo rápido. Una talla requiere tiempo, paciencia, saber elegir la madera adecuada, en fin, hoy me moriría de hambre, de eso estoy seguro. Cuando yo empecé en este oficio, hace muchos años, la única que seguía pagando bien por estos trabajos era la Iglesia. Pero he aquí, que teniendo yo dieciocho o diecinueve años, llegó al taller donde yo empecé un pedido de un particular, para donar la pieza a una iglesia de otra provincia. Querían que les hicieramos un Nazareno. Para ponerme más en situación, me leí la Biblia, la parte del Nuevo Testamento, donde se relata la pasión y muerte de Jesús. Los detalles son importantes a la hora de realizar una imagen. El caso es que, a partir de ahí, me aficioné a leer la Biblia a diario, cosa que pocos católicos hacen, y empecé desde entonces a leer un capítulo todos los días.  Un día llegué a esta cita del Éxodo: "No os hagáis ídolos, no os alcéis estatuas o estelas ni pongáis en vuestra tierra piedras esculpidas para postraros ante ellas porque yo soy el Señor vuestro Dios..." Sé da cuenta joven de lo que significa este versículo de la Biblia para mi trabajo. Estaba pecando gravemente. No solo estaba alzando estatuas sino que las estaba alzando para que la gente se postrara ante ellas.
-¿Y qué hizo usted entonces?, preguntó Yáñez al viejo, al cual le empezaban a brillar los ojos de manera especial, conforme iba contando su relato.
-Pues hice lo que haría todo buen creyente católico, confesarme con mi párroco. Fuí a un párroco que ejercía entonces en la parroquia de San Telmo, don Pedro. Le confesé el tema que me preocupaba, le puse al corriente de mis dudas, acerca de si no estaría yo mismo pecando y llevando a mucha gente a pecar.
-¿Y que le dijo el párroco?
-Me dijo: "Méndez, está usted muy cerca del protestantismo y de la herejía". Eso me dijo, y se quedó tan pancho, figúrese muchacho. Y yo le insistí, "pero hombre, don Pedro, el Éxodo dice lo que dice", y él me contestó que yo me dedicara a mi oficio, que de interpretar las escrituras ya se ocupaba él y los demás ministros de la Iglesia, y que no se hablara más del tema.
-¿Y qué decidió hacer?
-Nada, porque en esa época cualquiera decía nada contra la Iglesia. Estuve un tiempo muy mal. Un día don Pedro, el párroco que me confesó, me abordó en el taller y me dijo que quería hablar conmigo. Se disculpó y me dijo que sentía haber estado tan brusco, el día que le fui a confesar aquello, me intentó explicar que la Iglesia permitía las imágenes y el culto a ellas porque la gente necesitaba vera una imagen de la divinidad para creer, que esto venía de tiempo atrás, de siglos, y que también las permitía para explicar pasajes de las escrituras a gentes que eran análfabetas en su mayoría, y que cambiar eso ahora sería muy difícil. Yo le dije a todo que si, pero no me convenció, porque la Biblia, el Éxodo, ponía lo que ponía, y claro, si nos vamos a saltar a la torera lo que pone la Biblia, apañados vamos. Así que decidí denunciar situaciones, poner rostros humanos a los santos que hacía. Porque dese cuenta joven, que en el fondo, yo comía de esto, ¿sabe?, y la Iglesia era mi mejor cliente. Había gente, de recursos, con posibles que te encargaba alguna figura, pero eran los menos. Y además, el noventa y nueve por ciento de los trabajos que hacían eran religiosos. ¿Y qué hacer? Pues decidí seguir tallando, imágenes, pero decidí hacer críticas con ellas. Por ejemplo, hice un paso de Jesús ante Pilatos, en el que Pilatos es el presidente de la Diputación, el cual en aquella época se decía que se había apropiado de los fondos para adecentar el hospital de San Cosme y San Damián, que estaba hecho una pena. Y en la imagen de la última cena, San Pedro es un alcalde que hubo en esta cuidad, Bernardo Clarés, que colocó a toda su familia, en primer, segundo y tercer grado en el ayuntamiento y que había renegado para medrar de su antecesor y mentor, Pablo Calero, que está representado en esa misma imagen como Judas. Este Pablo Calero había traicionado a algunos de sus compañeros de partido entregándolos a la justicia, cuando se corrompieron a instancias suya, como precio para salvarse él. Para la imagen del duvitativo Santo Tomás tomé como modelo a don Pedro, al cura que me dijo que me ocupara de tallar mis figuras que él se ocuparía de interpretar las escrituras y luego vino a pedirme perdón y a suavizar su actitud para conmigo.
-¿Solamente ha tomado en esas figuras a personajes reales como modelo o hay más?, preguntó Yáñez.
El viejo sonrió y contestó ; -Todas mis obras, desde entonces, tienen como modelo a algún personaje real, conocido, público, en esta ciudad, en esta región o a nivel nacional. Todos los artistas que se han dedicado a la imaginería, a la pintura o a la escultura religiosas, lo han hecho. Siempre me ha gustado el trabajo que hacen en las fallas de Valencia con lo ninots de cartón piedra, bien pues decidí que los personajes, digamos negativos, que salían en mis tallas, serán tomados de la imagen de personajes públicos que a su vez hubieran tenido una mala actuación en el ejercicio de su actividad. Ellos serían mis ninots. Muchos de los soldados romanos que están representados en mis pasos, el rey Herodes, el Pilatos que le he comentados antes, son políticos, obispos, empresarios, de este tiempo, de hace veinte, treinta o cuarenta años.
Mientras Yáñez anotaba algo en un cuaderno que había sacado de su mochila, el viejo aprovechó para servirse un poco de agua de una jarra. Yáñez terminó de anotar y miró a don Celso.
-Don Celso; no quiero perjudicarle, pero, me gustaría publicar esto. ¿Me da usted su permiso para hacerlo?
El viejo esbozó una ligera mueca de asentimiento, como si hiciera tiempo que estuviera esperando esa petición. -Pues claro que tienes mi permiso, joven- dijo; -Si con noventa y nueve años. a un paso de la muerte voy a tener miedo...
El artículo nunca se publicó. Lo impidió el director del periódico, que prohibió a Yáñez hacerlo y comentar a nadie nada sobre el tema. El argumento que esgrimió es que ese asunto pondría al periódico en malas relaciones con gente, que en muchos casos, seguía ejerciendo mucho poder en la ciudad y en la región, y todo por las confesiones de un viejo loco. El reportaje salió en un suplemento especial que el periódico editó con motivo de la Semana Santa. En el se hablaba de la rica imaginería de la ciudad y sus templos; se hizo referencia a don Celso Méndez como autor de muchas de ellas, pero no se mencionó nada sobre el asombroso parecido de algunas de las figuras con personajes públicos que habían regido los destinos de la ciudad durante más de cuarenta años. 

martes, 2 de octubre de 2012

Toto.

Hará uno quince años que lo vi por última vez. Entonces trabajaba yo de camarero, con mi primo Cosme, en una cafetería de la capital. Allí se presentó, se había escapado del psiquiátrico una vez más, o lo habían dejado irse una vez más, quién sabe. Venía hecho una lástima, sin afeitar, despeinado, con la ropa sucia de haber dormido en cualquier parte. Nos pilló a Cosme y a mí cerrando, barriendo y fregando el suelo de la cafetería y colocando los taburetes encima de la barra. Nos pidió un cigarrillo, como él hacía siempre, con aquella frase que lo hizo célebre por toda la comarca: "Herrrrmano, dame un cigarro". Cosme intentó hacer la gracia que hacían con él todos en el pueblo. "Te lo doy si bailas",le dijo mi primo, y a renglón seguido él se puso a bailar al ritmo de las palmas de Cosme, que de vez en cuando se interrumpía para darle una colleja. Me dio pena, saqué el paquete de Fortuna de mi bolsillo y le dí dos o tres cigarrillos. "Déjalo ya. ¿No ves como viene?", le dije a mi primo para que terminara con el númerito. Cuando Toto consiguió lo que quería de nosotros, el tabaco, se escabulló hacia la puerta, miedioso quizás de que alguna colleja se escapara como despedida. Antes de salir del local se paró y me miró, y con la mano derecha, triunfante, levantó los tres cigarrillos que le dí. Nunca lo volví a ver más. Meses después de aquella noche me enteré que había muerto, en el psiquiátrico, totalmente ido, dicen que estaba hecho un vegetal, que apenas conocía a nadie de tan drogado como lo tenían a base de tranquilizantes; y me volvió a dar mucha pena.
Dicen que en todos los pueblos hay un cura, un alcalde, un boticario y un tonto. No se si Toto era el tonto de El Llano. Unos decían que estaba loco, otros que era tonto de remate y otros que simplemente era un sinvergüenza que no quería trabajar. Quizá fuera alguna de esas tres cosas, solamente, o quizá fuera las tres al mismo tiempo. Toto era hijo de José Coronel, un pequeño propietario, agricultor con tierras propias, hombre duro, muy religioso, y de Antonia Beltrán, que en contrapunto con su marido, a decir de las lenguas, era una mujer cándida y buene, con un carácter afable. Toto, además tenía un hermano pequeño, al que no conocí, que se fue emigrado muy joven a Barcelona y que rara vez se dejaba caer por El Llano. Toto vino al mundo en plena posguerra y muy pronto empezó a dar evidencias de cierta imbecilidad, aunque su padre no quisiera ni oir hablar del tema. Para él, su Joselito era de lo más normal, y si no lo era, si había salido torcido, ya se encargaría él de enderezarlo. Y así Toto fue creciendo, llendo a la escuela como cualquier otro niño de El Llano, y siendo objeto de la crueldad de los otros niños. Toto era simplemente el tonto, aquel que recibía todas las bromas pesadas, aquel que recibía todas las patadas y los pescozones, todas las burlas de los demás niños. Y así, entre bromas pesadas de sus compañeros de colegio, Toto fue creciendo en un mundo aparte, nadie jugaba con él, porque era el tonto y con el tonto no se jugaba, con el tonto se divertía uno, pero jamás se le llevaba como compañero de juegos, ya se sabe, los niños son crueles, para lo malo y para lo bueno.
Se hizo mayor y le tocó ir al servicio militar, como todos los jóvenes de su edad en el pueblo. La gente en el decía que como iba a ir Toto al ejército, si era un tonto de baba, si estaba loco, y fue el alcalde el que intentó convencer a su padre de que alegara el estado mental de su hijo, para que lo libraran de ir al servicio. Pero don José tenía otra forma de pensar, su hijo iría a la mili, como fue él, y antes que él su padre. Todos los Coronel habían cumplido con la patria y Joselito no iba a ser menos. Intentaron las fuerzas vivas, encabezadas por el alcalde convencer a don José. "Pero mira que eres terco, si fueras de otra manera habrías llevado a Joselito a un buen médico, y a lo mejor hoy, no te digo que sería normal, pero a lo mejor estaría de otra manera". No hubo nada que hacer y Toto tubo que ir al ejército. Y ya se sabe como las gastaban en el ejército en aquella época, que si los veteranos, que si los novatos, que si las novatadas. Toto sirvió a la tropa de conejillo de indias, de diana para todas sus crueldades, lo cual le produjo una idiotización o una locura, o llámese como se quiera llamar, aún mayor. El caso es que las autoridades militares lo tuvieron que licenciar, porque Toto intentó suicidarse, hasta tal punto llegó la crueldad de sus compañeros de cuartel. Así que volvió a casa, dicen que más trastornado que se fue. A partir de entonces, empezó a vagabundear por toda la comarca, y por la capital, y así, empezó a ser conocido por todo el mundo fuera de El Llano, como "el hermano", por su manía de soltar a todo el mundo la frase de: "Herrrmano, dame un cigarro".
Don José, su padre, en este tiempo envejeció cien años, todos los achaques que en el mundo eran se cebaron con él. Se quedó ciego y tenía que ir a todos lados ayudado por alguien. Por las tardes, cuando Toto estaba en el pueblo, acompañaba a su padre a dar un paseo por el campo, no alejándose mucho, las tardes en que hacía buen tiempo. Toto, guiaba a su maltrecho padre y lo metía por todos los charcos que veía, y lo hacía cruzar por alguno de los arroyos que circundan el pueblo, o le hacía meterse por las acequias cuando estas llevaban no más de un palmo de agua, y cuando lo llevaba de vuelta a casa, el pobre viejo iba de agua y de barro hasta las trancas. La gente decía entonces que esto lo hacía Toto por venganza contra su padre, por no haber permitido que alegara locura y lo libraran de la mili. Y así la vida de don José Coronel se fue apagando poco a poco, hasta que una tarde se cansó de vivir. Toto y su madre se quedaron solos en el mundo. Estaba el otro hijo del matrimonio, el hermano pequeño que emigró a Barcelona, pero este a decir de las lenguas, no quería saber nada ni de su madre, ni de su hermano mayor.
A partir de la muerte de don José, Toto empezó a vagabundear por los pueblos más si cabe. Fue entonces cuando su madre acudió al alcalde en busca de ayuda. Él era un hombre influyente, con contactos en la capital y podría mirar de que internaran a su Joselito, que no era malo en el fondo, pero que ella reconocía que no estaba bien, y que tenía miedo que cualquier día se lo trajeran muerto, atropellado por algún coche, o algo peor. El alcalde se hizo cargo y pronto consiguió que metieran a Toto en el Psiquiátrico provincial. Pero como los médicos de la institución, tras analizarlo a conciencia, decían que Toto, efectivamente tenía una enfermedad mental, pero no estaba para estar internado siempre, los años siguientes se los pasó entrando y saliendo del manicomio, para disgusto de su madre, pues la buena mujer pensaba que para nada habían servido los contactos del alcalde, ya que su hijo, seguía como perro sin amo, vagabundeando, de un pueblo a otro, todo el día en la calle, y que ella, pobre mujer viuda, no podía con él.
Y Toto fue envejeciendo, y supero la cuarentena y la cincuentena, como tonto oficial del pueblo, vagabundeando, ora en este pueblo, ora en este otro, ora en la capital, ora en el psiquiátrico, para disgusto de su santa madre. Cuando aparecía por El Llano, si iba por la plaza mayor, cuando por las tardes estaba repleta de jornaleros en busca de trabajo para el día siguiente, Toto servía de distracción a estos, como cuando era niño y era apaleado por los otros niños, o como cuando fue a la mili y acaparó todas las novatadas, a cual más cruel, de sus compañeros de cuartel. Toto era apaleado inmisericordemente, le pagaban un litro de tintorro si era capaz de bebérselo de un trago, le invitaban a tabaco se era capaz de fumarse dos cigarrillos a la vez, todo ello acompañado de patadas y pescozones. Siempre había alguien que pasaba por allí y llamaba la atención de los que le hacían las perrerías al pobre Toto: "Hombre, ¿no os da vergüenza?, reirse así de un pobre tonto", pero ellos seguían a la suyo y daban largas con un; "usted no se meta donde no le llaman", y seguían martirizando a Toto, que se dejaba martirizar, a cambio de un litro de vino y de unos cigarrillos, que acababa borracho perdido, sin tenerse en pie y objeto de las burlas de los labriegos, que se olvidaban de su pobreza, de la falta de trabajo, de las condiciones miserables en las que vivían, dando patadas o emborrachando al tonto del pueblo. Esto llegaba a oídos de doña Antonia, porque en un pueblo todo se sabe, y la buena mujer, decía siempre la misma frase a quien le decía esto o aquello de su hijo; "¡Ay!, si el buen Dios tuviera a bien llevarnos a los dos con él, porque mi hijo, el de Barcelona no quiere saber nada y el día que yo falte..."
Poco a poco, Toto fue a peor, casi no aparecía ya por su casa y si aparecía, a los pocos días estaba otra vez de vuelta en la calle, así que doña Antonia tomó la determinación de vender unas tierras que le quedaban y dar el dinero a las monjas del asilo de ancianos de la capital, a condición de que la acogieran a ella y a Toto. A ella la acogieron con gusto, pero lo de Toto fue harina de otro costal, como el asilo no era una cárcel, ni las monjas lo podían encerrar, Toto empezó a llevar la misma vida que cuando vivía con su madre en el pueblo, y solo acudía de cuando en cuando al asilo, hasta que un día ocurrió lo que su madre tanto temía, lo atropelló un coche que le dejó una pierna hecha un cisco. Por mediación de las monjas, se consiguió que Toto permaneciera siempre interno en el Psiquiátrico, y allí quedó, internado, salvo cuando se escapaba, a retomar otra vez el vagabundeo.
En el psiquiátrico estaba interno, cuando lo vi por última vez, con mi primo Cosme, sin afeitar, sucio, despeinado. Su madre había muerto meses antes, y la habían llevado a enterrar a el cementerio de El Llano. Parece que Dios oyó la petición que ella tanto le hacía, y Toto murió solamente un año justo después que ella. Lo enterraron en el Llano, también. Dicen que al entierro solamente asistió el hermano de Barcelona y su hijo, y unos pocos vecinos de la calle donde habían vivido toda la vida. Antes de irse, el hermano puso en una de las ventanas de la casa, un cartel de "Se Vende", con un número de teléfono de Barcelona debajo, para quien estuviera interesado en comprarla. No ha vuelto nunca más por El Llano. La casa sigue allí, cayéndose a trozos, con el cartel todavía colgando de una de la ventanas, y la gente cuando pasa por allí mira a la casa, medio en ruinas ya y dice: "Mira, esa es la casa de Toto". Curioso, cuando Toto pasó tan poco tiempo en esa casa.

viernes, 28 de septiembre de 2012

El río que se va y nos deja.

Y el río lleva
en su cuerpo, la alegría
de la primavera;
y arrastra con su impulso,
las penas.
Y los peces bailan
entre las peñas,
y los chopos curiosos,
en sus aguas se reflejan,
y algún tronco acompaña al río,
en sus idas, hacia las eternas
aguas de la inmensidad
de la mar serena.
El río va tranquilo,
y el viejo puente se queja,
del paso del tiempo
por sus augustas piedras,
mientras la ciudad vecina
se despereza.
El río va camino de
la luna llena,
buscando la mar,
y su inmensidad serena,
y los peces bailan
entre las peñas...

lunes, 24 de septiembre de 2012

La ciudad clonada.



Moles de hormigón y cristal brillando al sol tibio del atardecer, venas de alquitrán. Es Babilonia, Babel, Nueva York clonadas. Vista desde la distancia, la ciudad parece un monstruo mitológico que elevara sus garras hacia el firmamento, un monstruo mitológico que espera para entrar en singular batalla con un guerrero mitológico.
Prisas, precipitaciones, pasos perdidos, ida y venida impenitente e incansable. Alguien, un poeta callejero, canta guitarra en mano, poniendo una nota de humanidad a cambio de unas pocas monedas. Es curioso que la ciudad moderna, todavía tenga poetas que le canten, que le echen flores, siendo tan impersonal, tan dura, tan dinámica, tan perfecta, tan inhumana.
Aquí todo se compra. Aquí todo se vende y se cambia; y todo renace y vuelve a morir, y a renacer una vez más, a velocidades vertiginosas. Se como por comer, se duerme por dormir, se ama por amar. El día es día, y la noche, también es día. El que resbala y cae al abismo, cae para siempre, es irrecuperable. Aquí la gloria es gloria pasajera, y el infierno es perpetuo. La inocencia es pecad mortal en la ciudad moderna. Todo el mundo está harto, pero nadie abandona.
La ciudad, aquí funciona a sonido de silbato, a cierre de puerta, a chirriar de ruedas, a avance de escalera mecánica. Babilonia, Babel, Nueva York, clonadas, repetidas, reiteradas, de dosis de incertidumbre y desenfreno, hasta que un día Natura diga; ¡Basta!, y el monstruo mitológico se hunda por si mismo o a manos de un mitológico guerrero.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Frente a la sierra.

De madrugada lo mataron,
frente a la sierra,
y los olivos lloraban, gemían,
de dolor y tristeza,
y el cielo azul se tornó oscuro,
y se hizo más negra
la noche, antes suave, cuyo rostro
se perlaba de estrellas.
A partir de ese día fatídico,
jornada siniestra,
en que el hacha de la infamia
cercenó la belleza,
y sus poemas gitanos, flamencos,
se quedaron en tierra,
no quisieron viajar con Federico
e impregnaron la sierra,
con su olor a jazmin y azahar,
en las tardes serenas,
las tardes en las que García Lorca
entonaba sus penas,
antes que el verdugo lo matara
frente a la sierra.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Viento y agua.

Somos viento y agua;
el viento que agita
el trigo en la amada
vega, de mi vida,
de mi más tierna infancia.
El agua que corría
hacia la tierra parda,
o corría tranquila
por el viejo Guadiana.
Somos agua y viento
que agita las cañas,
y somos tibia brisa
en la madrugada,
que mitiga el esfuerzo
duro de la jornada.
Somos campo, aceite,
olivo y escarcha,
caras color cobrizo,
manos amarronadas
de sacarle a la tierra
raíces y estacas.
Somos rocío limpio
que baña las mañanas
del otoño de nieblas,
que mi tierra empaña.
Somos viento de enero
que en las noches opacas
aulla como un lobo
buscando carne blanca.
Somo agua de abril,
caída cuando demanda
lágrimas del cielo gris
el trigo de las campas.
Somos campo, aceite,
olivo y escarcha,
el viento que agita;
somos viento y agua.

martes, 4 de septiembre de 2012

El Deshaucio.

Aquella mañana el cielo no presentaba ningún asomo de nube en el horizonte, se presentaba plano, inmenso, azul, a los ojos de Jesús. La primavera empezaba a notarse en el ambiente, en el campo. Los días empezaban a ser más largos y más calurosos. Por fin había llegado la fecha en la que el personal del juzgado se presentaría allí para exigirle que abandonara su casa. Su padre le había sugerido que se ahorrara el trauma, que sencillamente se hubiera marchado días antes y, los del banco se hubieran tenido que molestar en gastarse los cuartos en un cerrajero, pero Jesús había querido estar presente en el acto de lanzamiento, que así erael tecnicismo que rezaba en la carta en la que le habían comunicado la fecha y la hora del fatal suceso. Eso si; no había querido que estuvieran presente Ana y las niñas. Ellas llevaban varios días quedándose en casa de sus padres, su nuevo hogar hasta que Jesús encontrase trabajo y algo de dinero para pagar un alquiler y empezar de nuevo.
Mientras recorría las distintas dependencias de la casa por última vez, mientras esperaba a que sonara el fatal sonido del timbre que le anunciaría la presencia de los del juzgado, por la mente de Jesús empezaron a pasar imágenes de su primer día allí, del revuelo que habían causado las niñas peleándose por elegir cama, de los primeros muebles que compraron y que ahora los habían tenido que malvender para obtener algo de dinero, del día en que firmaron en la notaría la hipoteca, del apretón de manos que le dio el director de la sucursal bancaria y de los deseos de todos los presentes de que lo disfrutaran con salud él y su familia, de su primera decepción cuando la inmobiliaria dio en quiebra y anunció que no iba a seguir con la segunda fase de la urbanización a medio construir, la soledad de vivir en uno de los pocos bloques terminados en medio de aquel secarral, a media hora de la ciudad, sin servicio de recogida de basura, ni de autobus urbano, que años antes había estado ocupado por un barrio de chabolas, la sensación de abandono, de vivir apartado del mundo, cuando fueron abandonando la urbanización los demás vecinos, desahuciados por el banco, como ahora estaba a punto de sucederle a él. En aquella época a Jesús, como a tantos otros, le había parecido que los pisos, en un futuro cercano, se tornarían inalcanzables para una persona con su sueldo, si no se espabilaba en comprar. Así que sopesando sus posibilidades, se pusieron de acuerdo su mujer y él, en comprar un piso en una de las urbanizaciones surgidas como setas a las afueras de la ciudad, antes de que subieran más de precio. El banco no les puso pegas, pues Jesús, por entonces trabajaba bien, y su mujer también, pero un año después las cosas empezaron a torcerse, empezó a faltar el trabajo, empezó a tener problemas con el banco por sus retrasos continuados en pagar las letras de la hipoteca. Ahora sabía que se había equivocado de medio a medio, que los pisos no se agotaban, que bajaban de precio, como le pasaba a todo, y que el banco, como le oía siempre decir a su padre, era mejor pisarlo lo menos posible.
De repente sonó el timbre de la entrada. Jesús observó por la mirilla de la puerta y se imaginó que el rostro que vio a través de ella sería el rostro de uno de los del juzgado. Abrió la apuerta y se encontró ante él a cuatro hombres, dos vestidos de traje y corbata, a uno de ellos lo reconoció enseguida; era el director del banco, otro sostenía una voluminosa caja de herramientas en la mano derecha e iba vestido con un mono de trabajo, era un cerrajero, inprescindible sino hubiera habido nadie en el piso y éste hubiera estado cerrado, y el último era un agente de la policía nacional, imprescindible también si el habitante de la casa hubiera sido violento. Enseguida empezó a hablar uno de ellos, que se presentó como el secretario judicial, y empezó a leerle una parrafada procedente de unos folios que sacó de una carpeta azul con cierta parsimonia. Jesús lo interrumpió y los invitó a pasar dentro. El individuo que se presentó como secretario del juzgado insistió en leer la parrafada, una vez dentro. Los demás callaban. Jesús asintió con resignación y el secretario continuó leyendo. Cuando acabó Jesús sacó del bolsillo de su pantalón un manojo de llaves, que tendió hacia el secretario.
-Bien, a mi no me queda nada más que hacer aquí. Buenos días; dijo Jesús mientras se dirigía hacia la salida, sin querer mirar a nadie a la cara. Una lágrima pugnaba por descender por su mejilla. El director del banco movió la cabeza, en un esbozo de saludo, cuando su mirada y la de Jesús se cruzaron
Jesús salió rápido y usó para bajar la escalera, cuyos escalones saltó de dos en dos. Cuando estuvo en la calle se paró frente a unos niños, morenos, con la cara y las manos sucias, manchadas de barro, que jugaban en medio de la que tenía que haber sido su calle, a medio construir todavía, la cual, lo más probable es que nadie se molestara en concluir nunca. Eran los hijos de las familias gitanas que habían ocupado buena parte de los pisos terminados y vacíos. Seguramente sus padres ocuparían el suyo en cuanto se fueran las cuatro personas que ahora mismo estaban en él, valorando, midiendo, sopesando. Jesús se paró frente a uno de los niños, con la cara redonda y cobriza, con el reverso de la mano se limpió las lágrimas de la cara, ahora si, abundantes. Miró hacia atrás, por última vez, al que había sido su bloque, y volvió a mirar al niño, el cual sonrió. Jesús le devolvió la sonrisa y fue hacia su coche, subió a él y se fue hacia su nueva casa, la de sus padres y su nueva vida.
Dentro del piso, mientras en la cocina el secretario judicial y el director del banco se apoyaban en la encimera para firmar unos documentos, el cerrajero le ofreció un cigarrillo al policía, que este aceptó. Los dos se dirigieron hacia la terraza y vieron marcharse a Jesús. Entre calada y calada, observaban a los niños chapoteando en un charco que se había formado en medio de la calle.
-Es curioso- le dijo el cerrajero al policía, -Hace un par de años, esto estaba lleno de gitanos y de chabolas. Dos años después, los gitanos han vuelto pero ahora en vez de vivir en chabolas van a vivir en estos pisos tan de puta madre que el banco tiene aquí cerrados.
-Si; es muy curioso- dijo el policía dirigiendo su mano hacia los niños. -Estos van a ser los únicos que van a salir bien librados de esta locura, y gratis.
Los dos esbozaron una sonrisa, mientras apuraban sus cigarrillos.