domingo, 8 de diciembre de 2013

El negro.

El sepelio ha terminado. Los familiares del finado han pasado, uno a uno, junto a la tumba abierta, han cogido un puñado de tierra y la han echado dentro, sobre el ataud del finado. Tras pasar el último, los operarios han empezado a tirar paladas de tierra dentro de la tumba para cubrir el féretro. La viuda, visíblemente conmocionada se ha vuelto, voz en grito, hacia la tumba.
"¡Ay, madre! Mi Paco, mi Paco"; ha empezado a gritar. Dos chicos jóvenes la han sujetado y ella se ha dejado caer entre sus brazos. En un aparte, toda la familia, la viuda también, se ha situado juntó a unos nichos, para recibir el pésame de los asistentes, que van pasando uno a uno, dando la mano a familiares y amigos del doliente. Los "no somos nadie", se entremezclan con los "valor", o con los "resignación" de los asistentes. Leandro de la Corte, el famoso novelista se ha puesto el último en la cola para dar el pésame. Al llegar a la viuda esta se le ha echado a los brazos, sin esperar ni siquiera al pésame de Leandro.
"Don Leandro. Qué honor que haya venido usted. Mi Paco le quería a usted mucho, muchísimo. Qué honor, que honor. Es el señor De la Corte, el escritor. Mi Paco era el portero de la finca donde él vive", ha dicho la viuda a la concurrencia más cercana a ella, con cierto orgullo, con ciertos aires de grandeza.
Poco a poco, termina el último acto del pésame. Los hijos y la viuda del finado se quedan un momento más, recibiendo los apretones de manos, los abrazos y los besos de los más allegados. Leandro se despide de la viuda, a la que promete ir a ver en breve, pues el difunto, Paco, que en gloria esté, le firmó una póliza de seguros, nada, una nimiedad, un complemento a la exigua pensión de viudedad que le va quedar, y que él, Leandro De la Corte, residente habitual de la céntrica casa donde Paco, su marido, trabajó como portero durante cuarenta años, recomendó al difunto firmar esa póliza, para quedar a su familia con un sueldo decente, si la cosa se torcía y Dios llamaba al portero junto a él, como así a sucedido. Esta noticia ha sido el detonante de otra de las llantinas de la viuda, que se ha vuelto a tirar, literalmente, en brazos de Leandro, al que ha empezado a dar las gracias, una y mil veces, y ha calificado de santo.
La gente se ha ido. La familia del muerto también. Sólo se ha quedado allí Leandro y los enterradores, que siguen tirando paladas de tierra dentro del agujero donde yace , ya para la eternidad, el portero, en medio del silencio que envuelve el camposanto, en la tibia mañana.

Leandro piensa, que ahora que Paco ha muerto, seguramente deje la pluma en el tintero, y se dedique a vivir de las rentas. El verdadero escritor era el portero, él solamente puso su nombre, su ilustre apellido de hijo de un importante abogado y político del país que un buen día se le ocurre hacerse escritor. Ahí es nada. Así lo vendieron Paco y él. Pero todo es mentira. Todo: Su fama, sus premios. Todo. El verdadero literato era Paco.
¿Cómo empezó todo?. Leandro lo recuerda como si fuera hoy mismo. Veinticinco años atrás, él, recién terminada la carrera de derecho, se para como tantas veces a echar un cigarrillo con el portero. "¿Cómo te va, Paco?. Ahí, tirando, don Leandro". Encima de la mesa del mostrador de la portería hay un manuscrito. Leandro se interesa por él. "¿Estás haciendo oposiciones o algo así, Paco?. Nada de eso, don Leandro. Escribo. Ya ve; para matar los ratos que paso aquí sentado, una vez que he terminado de limpiar la escalera y los pasillos, me puse hace tiempo a escribir, una afición como otra cualquiera, don Leandro, figúrese, y hoy he acabado una novela. Qué interesante, Paco. ¿La vas a publicar? No. Para nada, don Leandro. He estado en varias editoriales a ver si hay suerte, pero nada. No la hay. A nadie le interesa. Así que me he cansado y bueno, la tendré en mi casa para mi. A lo mejor algún día cambia mi suerte y me la publican. Quién sabe. Vaya, vaya, con el bueno de Paco. No sabía nada de tu afición a la literatura. A lo mejor, si me dejaras leerla, yo te podría ayudar. Bueno, por dejársela leer no es, don Leandro, que usted es de confianza, pero yo había pensado en asociarnos. La verdad que ha venido que ni pintado que se interese usted por la novela, porque no sabía como decírselo. ¿Cómo asociarnos?, Paco; no te entiendo. Pues es bien fácil, don Leandro; usted sólo tendría que poner su nombre, y yo escribiría. Verá, don Leandro, este país es así. Aquí, mucha democracia, mucha igualdad, pero si no tienes un nombre, o un enchufe, no vas ni a la vuelta de la esquina, y perdóneme el atrevimiento. Tú me estás proponiendo que haga pasar esta novela por mía, y que la presentemos así al editor. Eso es, don Leandro, lo ha captado usted. Pero Paco, eso es un fraude. Hombre, fraude, fraude, tampoco. Una pequeña engañifa para tirar algunos muros y que cambien algunas voluntades. Es sabido que don Alejandro Dumas tenía varios "negros" a su servicio, e incluso se dice que los literatos españoles del Siglo de Oro, también. Usted podría ser el nuevo Dumas, don Leandro. Usted leala, y si le gusta, ya hablamos"
Y Leandro la leyó. Y le gustó, vaya si le gustó. Paco escribía como los ángeles, divinamente. Así que decidió ayudarle y aceptar. A primeros del mes siguiente, Leandro, haciendo uso de las influencias de su padre, se presentó en el despacho de Casimiro Gelmírez, uno de los peces gordos de la edición en el país. El editor lo recibió con los brazos abiertos, y prometió ponerse él mismo, personalmnte, manos a la obra en la lectura de la novela. "No sabía de su afición por la literatura, amigo De la Corte", le dijo el editor a Leandro no bien hubo acabado de echar el primer vistazo al libro. "Pues ya ve usted, amigo Gelmírez. Lo que es la vida, ¿verdad?.
Por supuesto el libro se publicó, y se empezó a vender como rosquillas. Al principio, por la novedad de ver como escribía el hijo de uno de los políticos potentados del país. Pero luego, una vez la gente empezaba a leer la novela, se daba cuenta de que De la Corte Jr, escribía además maravillosamente.
Paco, el portero, el verdadero artífice de la novela, estaba encantado, tanto que olvidó que un libro genera beneficios, por venta, por derechos de autor y demás. Fue Leandro el encargado de recordárselo. "Oye Paco, ¿cómo vamos a hacer lo del dinero por la venta del libro, y por los derechosde autor?. Te tendré que hacer una cesión o algo así, ¿no?. Pero, don Lendro, si hace eso  podrían descubrir el pastel. Verá; a mí el dinero me da igual. De verdad. Yo disfruto ahí sentado, en la portería, tarde tras tarde, escribiendo, pensando. Pero hombre, Paco. El libro se está vendiendo bien, y lo que genere te puede cambiar la vida a ti, a tu familia. Dejarías de ser portero, te podrías dedicar por entero a escribir. Vamos, ande ya, don Leandro. ¿No se da cuenta de que si lo hiciera así, la gente descubriría que el libro es mío y no suyo?. Pues tienes razón Paco. No había caído. Claro, hombre. Usted cobre los derechos, y póngame un sueldo, decente. Yo no quiero más. Y si algún día yo falto, pues le ingresa usted todos los meses a mi familia un dinero. No quiero más don Leandro, de verdad. Yo con escribir, ya me contento. Además, lo van a llamar a usted a dar conferencias, simposios y cosas así. ¿Usted se imagina a mí, un simple portero dando una conferencia a nadie? No, don Leandro. Usted siga la comedia, gane lo que tenga que ganar, deme a mi algo, y aquí paz y después gloria".
Y así lo hicieron. Porque después vino otra novela, y otra, y otra más, y premios, muchos premios, y conferencias, y firmas en la feria del libro, y actos, y así, Leandro se fue amoldando a su nueva situación. Su soltura y su don de gentes hicieron el resto.
Hasta que ayer por la mañana, a eso de las doce, Paco, el portero que hacía de "negro" para el famoso y reconocido escritor Leandro De la Corte, murió de un ataque al corazón, cuando hacía la pausa de todos los días para comerse un bocata de chorizo, hecho por su santa, y ahora, desconsolada esposa.

Se está haciendo tarde, piensa Leandro, que mira su reloj y se dispone a marchar a su casa. Los enterradores han terminado ya. Se agacha, coge un puñadito de tierra del suelo y lo tira sobre sobre la tierra que cubre ya al pobre Paco. "Eras tú el que hacía de negro para mí, o era yo el que lo hacía para ti, prestándole mi nombre a tu genio", ha dicho Leandro en apenas un susurro. Los enterradores, que están encendiendo un pitillo lo miran sin entender nada, mientras Leandro les da la espalda buscando la salida de la necrópolis.

martes, 3 de diciembre de 2013

Ocaso.

Se va.
El sol.
Lo despiden los cristales de las ventanas,
brillando, de un rojo mortal de ocaso.
Las sombras de las casas se alargan,
estiran sus cuellos de ladrillo,
para ver al sol, que en marcharse se afana.
El cielo se tiñe de rojo.
Mi casa, se apenumbra en esa hora mágica,
y la habitación se viste de sombras,
que se mezclan con la luz mortecina que traspasa la ventana.
Las nubes se tiñen de rojo,
como rojas lágrimas.
De rojo brillante se viste
el ladrillo de las casas,
a la luz mortecina del sol,
que se va, hasta mañana.
Nunca antes se vio, que la muerte de algo,
o de alguien, belleza alguna irradiara.
Quizá lo piense porque sé,
que el sol volverá a brillar mañana.
Quizá. 

domingo, 24 de noviembre de 2013

Frio.

Llega la noche. Ella saca unas mantas y las pone encima del sofá. "La calefacción", anuncia bromeando a la niña que apura el filete de pollo empanado de la cena. La niña le pregunta un día más por qué no encienden la calefacción, que en casa de su amiga Martita la tienen encendida todo el día, y no veas lo calentito que se está. Ella le repite la misma respuesta de siempre: "Porque papá y mamá son pobres, estamos pasando una mala racha y no hay dinero para pagar la calefacción". Hace tiempo que decidió ser lo más clara posible con la niña, que aprendiera a valorar las cosas desde pequeña, y al mismo tiempo, que fuera partícipe de la realidad que hay en casa. Nada de algodones. Nada de paños calientes. Como postre le ha preparado un gran vaso de leche con cacao soluble, que la niña termina ávidamente. Después ella la acompañará a su dormitorio y le contará un cuento mientras la niña, poco a poco, va cogiendo el sueño.

Al rato suena el abrir y cerrar de la puerta de la entrada de la casa. Es el abuelo, su padre, que llega. Gracias a su padre, y a su exigua pensión, se mantienen los cuatro. Ella, él, la niña y el abuelo. La niña ya se ha dormido. Ella sale a la sala de estar. "¿De donde vienes a estas horas? Me tenías preocupada. Tú, por ahí como perro sin amo, con el frío que hace". El abuelo no dice nada. Se limita a sentarse a la mesa y alegar al final un: "Bueno, bueno. Ya estamos. Ni salir puede uno. Lo mismo de todas las noches. Hace más frío aquí que en la calle". Ella entra y sale de la cocina y pone frente al viejo, en la mesa, unos cubiertos, una servilleta, pan, y por fin, un plato con una pequeña pechuga de pollo fileteada, a la plancha. "¿Otra vez pollo? Nos van a salir plumas", comenta el viejo. "Es lo que hay. Ya sabes como estamos", dice ella, entre resignada y resuelta.

Mientras el viejo cena, ella se va a la sala de estar y enciende el televisor. Tiene frío. Siempre tiene frío. Por la mañana. Por la tarde. Por la noche. A veces se queda mirando la caldera y le entran unas ganas locas de encenderla, de darle vida, de que el agua caliente corra por las tuberías y por los radiadores de hierro adosados a la pared, los cuales no sienten el agua caliente por sus venas desde hace tres años, desde que él se quedo en el paro, desde que a ella la echaron de la tienda por el cese del negocio, desde que la crisis se cruzara en sus vidas. Se tapa con la manta, se frota las manos frías. Las tiene ásperas y estropeadas, llenas de sabañones. El frío, siempre el frío. Agua fría para lavar los platos, la ropa de él, la de ella, la de la niña, la del viejo. Frío. Frío. Frío.Se oye al abuelo trasegar por la cocina fregando su plato. Viene. Se sienta en su sillón. Se tapa con su manta y mira la tele. Se cansa. Agarra una revista y empieza a ojearla.

Suena el abrir y cerrar de la puerta. Es él. "Hola", saluda. "Hola", responden padre e hija. "Tienes la cena en al cocina. Encima del cazo con agua cliente. Él entra en la cocina. Se sienta a la mesa. Cena. Deja su plato y sus cubiertos en la pila. Los lava. Va a la sala de estar. Se sienta al lado de ella. Ella le ofrece un trozo de manta. Se tapa como ella hasta el cuello, mientras miran la tele. La misma historia de todas las noches. "¿Qué tal ha ido hoy?", pregunta ella. "Regular", he sacado veinte euros con la chatarra. Encontramos una lavadora vieja y algunos hierros más. Eso no lo pagan mal", contesta él.
 Se quedan callados. Ven la tele. No tienen nada más de que hablar.

Llega la hora de irse a la cama. El abuelo se queda todavía algo más. Él, dice que viendo el último telediario de la noche, pero ella sabe que se queda viendo la chicas que hacen estriptis en los canales info comerciales. Ella no le dice nunca nada al respecto. Se van los dos a la cama. Ella y él. Se acuestan bajo una montaña de mantas y algún edredón. Los dos se encogen y se tocan uno al otro los pies helados. Frío, siempre frío. Se acarician con las manos. Se dan un beso de buenas noches. No hacen el amor. Ya solamente lo hacen esporádicamente. El enciende el transistor y escucha el eco de un programa deportivo. Ella piensa. Tiene frío, mucho frío. De niña le encantaba el invierno, el frío, la nieve. Ahora los odia. Poco a poco el sueño la va venciendo. Se duerme.

Fuera el frío cae. Hace frío, mucho frío.

lunes, 4 de noviembre de 2013

La noche y la verdad.

Mirando las murallas de la razón derruidas,
las columnas de la verdad violada,
en la noche oscura consumida por el insomnio,
noche en la que la libertad es velada.

Noche oscura de cantar triste,
luna apenas hiriente y apagada,
noche de duelo,
noche de España, triste y enlutada.

Calles vacías de la ciudad, grande, amarga.
Neón. Falsedad y miseria mal disimulada.
Muertos vivientes de día,
a la noche aguardan.

Muertos que malviven.
Rosales marchitos.
Vivos que mal mueren.
Mujeres. Hombres. Niños.

Vivos que mueren.
Muertos que viven.
Cada noche en la ciudad inmensa y cruda;
lloran, y mueren, y ríen.

Basura desparramada,
neón, ciudad, muerte en vida,
la noche y la verdad reflejada,
en los charcos de fina lluvia
que reflejan una luna lejana.

martes, 22 de octubre de 2013

Vivo.

La vida sucede a la vida.
Vamos camino del otoño, montados en el caballo del mañana.
Oh, como añoramos el ayer, la infancia, lo pasado,
como retrovisamos viendo caer las hojas de nuestro otoño por la ventana.

Y sin embargo no le quitamos ojo al mañana.
Querremos construir, terminar, corregir, hacer, rehacer...
¿Rememorar?
Recordar.

¿Y vivir, para cuando lo dejamos?
Nos paramos un momento.
Ahí, apoyados contra la pared de ladrillo,
grafiteado, sucio, húmedo.
¿Cuánto hacia qué no nos parábamos?
Días, meses, años, dos, cinco, cien.
Siempre que nos paramos, lo hacemos para recordar.

Nos paramos, y después seguimos, al mañana, al mañana, al mañana....

"Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir"...
Querido y estimado Jorge; si al nacer empezamos a morir; ¿cuándo diantres vivimos?.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Un apellido raro en un mar castellano.

Empieza el primer día de clase. Cuarto curso. EGB. Colegio Público San José, en mi pueblo, El Llano.  Don Miguel nos nombra uno a uno. Nombre y apellidos." Francisco José Eguía Rodríguez", dice en voz alta y clara." Presente", contesto. A mi alrededor se escuchan unas leves risitas. Tengo un apellido raro, vasco, o por mejor decir, navarro. De Navarra es de donde procede mi padre. Desde allí emigró a El Llano, como tantos otros, buscando tierras baratas que labrar. Duros a cuatro pesetas. Para cuando mi padre se arrepiente de haber dejado su tierra navarra por el sueño extremeño, es tarde. Tiene ya en la comarca de La Vega una mujer y tres niños que tiran de él para que se quede, para que no retorne.
Mi padre viene de Navarra, como mi apellido, raro, euskaldún. Aunque mi padre no es euskaldún. El procede de Ribera del Ebro, y es castellano hablante. Pero no su apellido ni el mío, que es un apellido raro. Los niños pronto me bautizan con el mote de "Lejía", que suena parecido a Eguía, y con el sobrenombre de "Lejía" me quedo.
Empiezo a odiar mi apellido. Empiezo a odiar sentirme diferente. Quiero ser como los demás niños. Quiero llamarme Sánchez, o González, o que me llamen por mi segundo apellido, Rodríguez, tan común en El Llano. Pero no. Ellos insisten en martirizarme. Casi todos me llaman "Lejía". "El lejía". Y luego está don Miguel, el director, un maestro de la vieja escuela, que insiste en llamarnos a todos por el apellido y de usted. En la clase hay algunos casos más de apellidos raros, ajenos a los apellidos castellanos de El Llano: Ferreira, Segarra, Muguruza, Pallars, Sousa. Todos ellos debida y cruelmente modificados, con sus respectivas variables, convertidas en apodos, dirigidas a martirizar a sus poseedores. "Perrera, Se agarra, Malaguza, Pallaso, Sosa".
Empiezo a mirar con recelo a mi padre y a su apellido. Empiezo a mirar su tierra como extraña. Empiezo a sentirme más extremeño que nadie. Empiezo a dejar de lado mi parte navarra, a olvidar que la tengo. A veces en la tele o en el periódico, se nombran apellidos similares al mío, raros, extraños, relacionados con tal o cual atentado de ETA, o tal o cual acto de sabotaje. Alguien relaciona a mi padre con esos apellidos raros como el suyo, que es el mío. "Joder con los vascos. ¿Es qué no sabéis vivir en paz allí arriba?", le dicen. El se defiende siempre de la misma manera. "Yo no soy vasco. Soy navarro. De La Ribera. Los navarros de La Ribera somos más españoles que nadie. Los primeros en sacar la cara por la patria, siempre. Con más cojones que nadie. Los más de lo más". En El Llano saben que mi padre se pica con estas cosas, que se molesta, que entra al trapo fácilmente, así que optan por seguir erre que erre. "Ya, ya; pero primos hermanos sois, ¿eh?". Mi padre se da cuenta de su torpeza entrando al trapo e intenta resolver la cuestión con un "Más primos que hermanos". Al final todos tan amigos. Estamos en El Llano y aquí el País Vasco y Navarra, incluso Madrid y Barcelona, quedan un poco lejanos, ajenos, hasta diría que raros.
Con los años me acostumbro a mi apellido raro, extraño, ajeno a mi tierra. Mis compañeros de clase se acostumbran también a él. El "Lejía" de los primeros años de clase, pasa ser Eguía, simplemente. Mis amigos me llaman por mi nombre, Paco. Las peleas de los primeros años, a causa de mi apellido y de mi mote, van pasando a la historia.
Hasta que empiezo a ir al instituto de secundaria, a El Monte. Vuelta a empezar. Mi apellido vuelve a sonar raro. "Francisco José Mejías" me llaman. "Ah. ¿Qué no es Mejías? Ah; Eguía. Vasco, ¿no?". Para esa época hace años que me he resignado ya. Amo a mi tierra y a mi pueblo tanto como cualquier otro, pero empiezo a aceptar, ya era hora, que una parte de mí no es de allí, es de fuera, extraña, ajena.
He ido por primera vez a la tierra de mi padre. He conocido a sus parientes y a los míos. Gente a la que apenas conocía, o que ni siquiera había visto en mi vida. Una legión interminable de Eguías. Por primera vez me he sentido bien con mi apellido, que ya no es ni raro ni ajeno.
Hoy, fuera ya del microcosmos de El Llano, viviendo como vivo en una gran ciudad como Madrid, mi apellido pasa totalmente desapercibido. La gente que me oye hablar aquí reconoce mi acento sureño. "Andaluz o extremeño", me dicen. Yo sonrío. "Extremeño", confirmo. "Bueno, primos hermanos", insisten. Entonces me acuerdo de mi padre. "Si. Pero más primos que hermanos", contesto.

lunes, 24 de junio de 2013

Somos hijos del sudor.

Somos hijos del sudor, del calor de la tierra,
de los olivos verdes, de la dura faena.
Somos hijos de los ríos, que con el alma serena,
en el verano recorren tranquilos los surcos de nuestra tierra.
Somos espíritu errante, somos almas inquietas,
navegantes tierra adentro, buscando el dorado en la sierra.
Somos vino y guitarra, sopor y siesta,
somos fiesta y alegría, campana en toque de pena.
Somos tardes azules, en campas doradas e inmensas,
campas fértiles de trigo, de vid, de centeno, de avena,
campas mal repartidas, cuya harina nos fue ajena.
Somos aire seco en la era,
somos agua fresca en la alberca,
somos los hijos del sudor de la dura faena,
a los que hubo que alimentar a pesar de la pena,
del dolor, del calor de la tierra,
con espíritu errante, buscando el dorado en la sierra.

martes, 11 de junio de 2013

Habla la tarde.

Me habla la tarde serena y tranquila. Me está hablando.
A lo lejos suenan los sones metálicos del campanario.
Mi pueblo saluda a la tarde de mayo,
vestido de cal; impoluto y blanco.
Camino por la tarde azul de mayo,
dirijo mi camino al cementerio, templo del eterno descanso.
Visito a los que me amaron.
La tarde es de la luz, y de la luz es el camposanto,
tan tranquilo y callado,
cómo es de la luz mi pueblo, blanco y encalado.
Lanzo al aire una oración y un llanto silencioso y cerrado.
Me despido.
Camino brevemente hasta mi pueblo blanco.
Me despido de la tarde, agitando la mano.
La esperaré mañana para continuar hablando,
con mis pensamientos en la tarde de mayo.

martes, 28 de mayo de 2013

Recuerdos, lluvia y luz en una tarde de primavera.

Primavera, luz del sur, cielo aturquesado y raso. Gris tormentoso y espontáneo, inconveniente, caprichoso; gris de primavera, caluroso, húmedo atropicalado, verde, contundente, esporádico. Golondrinas juguetonas e inquietas. Mañanas luminosas, tardes tranquilas y luengas, brisas suaves, armónicas, que me traen recuerdos; ¡Ay, los recuerdos! Recuerdos de cal, y luz, y pueblo, y gente. Recuerdos del pueblo, de olores a campo. Recuerdos: Un niño juega con una vieja pelota marrón en un patio blanco y limpio, entre un viejo limonero y unos rosales floridos, cerca, un perro moteado en blanco y negro dormita junto al brocal de un pozo encalado. Recuerdos: Una mujer de pelo blanco como la nieve, vestida de negro perpetuo, cose, o pela unas verduras, sentada en una silla de madera y esparto a la luz de la tarde tranquila de primavera, en aquel blanco patio. De vez en cuando la mujer levanta la vista y riñe al niño que no para quieto con la pelota marrón. Recuerdos.
Empieza a llover, fuertemente, a la manera de la primavera, a la manera de mayo, la luz de la tarde tranquila se va y viene, se intercambia con la tarde gris. La lluvia hace aflorar los olores de las plantas y de la tierra, y hace aflorar más recuerdos.
¡Ay, cuantos recuerdos!

jueves, 9 de mayo de 2013

La Entrevista.

Hacía tiempo que Prudencio no madrugaba tanto. Aquella noche no había dormido bien. Los nervios por la entrevista, se dijo. Nada más salir de la cama, se metió en el baño, se afeitó y se duchó. Cuando salió, su mujer le tenía preparada la ropa, perfectamente doblada encima de una silla para que no se arrugara; traje y corbata, la ropa que usaba siempre que iban a alguna boda, o algún evento familiar importante.
-¿No querrás que me ponga eso para ir a la entrevista?-, dijo Prudencio nada más ver el traje doblado sobre la silla.
-¿No querrás ir en vaqueros?-, respondió su mujer.
La discusión por causa de la ropa que Prudencio iba a llevar a la entrevista de trabajo se prolongó por espacio de veinte minutos. Al final llegaron a un acuerdo; llevaría el traje de las bodas, bautizos y comuniones, pero sin corbata, de manera informal. Después desayunaron juntos, él se lavó los dientes y se fue.
-Suerte-; le dijo ella a modo de despedida desde la puerta entreabierta de la casa.
Él bajó las escaleras con vigor, con fuerzas renovadas, contento, era la primera entrevista de trabajo a la que acudía en un año. Bien es verdad que para que le concedieran esa entrevista había tenido que mediar su cuñado Oswaldo, el marido de la hermana de su mujer, que era encargado de la frutería en Almacenes La Pandereta desde hacía treinta años.
Oswaldo no le había caído bien nunca, pero dos años sin trabajar empezaban a parecerle mucho tiempo, y a su edad, 54 años recién cumplidos, era difícil, por no decir imposible, que nadie lo contratara de no mediar un "padrino" en el negocio. El tener en casa tres bocas que alimentar, aparte de la suya, sin dar un palo al agua y sin oficio ni beneficio, también hicieron peso para aceptar la oferta de su cuñado, cuando se ofreció a hablar con la dirección de los almacenes para ver que se podía hacer por él.
Maldita la gracia que le hacía el ponerse, a sus años, a despachar berzas a troche y moche, siendo como era él un oficial electricista de primer orden, con treinta años de experiencia en el sector y habiendo trabajado en empresas de medio país, todo ello demostrable, pero siempre se encontraba con el mismo problema; la edad. Era demasiado mayor para que lo contrataran, y sin embargo era demasiado joven par jubilarse. Se imponía pues el despachar berzas hasta la jubilación. Se iba haciendo a la idea.
Era hora punta y el metro iba abarrotado de gente. Hacía tiempo que Prudencio no hacía esto, tomar el metro tan de mañana, sentir el aliento alitoso del despistado del sudoku, o el empujón de la chica de los auriculares que a esa temprana hora ya iba chateando en el tuiter, o watspeando. Hacía tiempo que nadie le clavaba en las costillas, sin nisiquiera pedirle perdón por ello, la vigésimoquinta edición en pasta dura de Los Pilares de la Tierra, que alguien iba leyendo detrás suya, tan metido en la lectura que ni siquiera miraba donde iba pisando. Se sentía feliz en aquella mañana de primavera, y estaba dispuesto a perdonarlo todo. Ya no estaba enfadado con el mundo. Ya no le parecía todo mal. Tenía una ooportunidad de ser útil todavía y la iba a aprovechar.
Llegó a la sede central de Almacenes La Pandereta. En el mostrador de recepción una chica con cara de azafata del Un, Dos, Tres le indicó el lugar de la entrevista; la quinta planta, puerta tercera. Mientras iba en el ascensor, Prudencio empezó a notar el miedo escénico y le empezaron a sudar las manos copiosamente y empezó a sentir una ganas terribles de ir al servicio, porque se empezaba a cagar por las patas abajo.
Llegó a la sala de espera de la quinta planta, puerta tercera. Allí había unas quince personas, todas jovencísimas. El más mayor tendría unos 25 años. Mala señal, pensó Prudencio. Menos más que él iba recomendado por su cuñado. Todo el mundo allí estaba chateando por el móvil, o escuchando música por unos auriculares inmensos, muy de moda ahora, o haciendo ambas cosas a la vez. Sólo Prudencio no sabía que hacer, o hacia donde mirar, así que optó por contar el número de paneles de los que constaba el falso techo de escayola. Cuando termino de contar los paneles, su atención se fue hacia una planta puesta en un tiesto, a todas vistas demasiado pequeño, y que pedía a gritos un poco de agua.
-¿Prudencio Cavero?; gritó por fin una voz chillona, proveniente de una secretaria con la misma cara de azafata del Un, Dos, Tres que su compañera de la recepción de la planta baja.
-Pase por aquí, por favor. Puerta derecha.
Prudencio fue conducido hasta un despacho convencional, sin demasiados alardes, muebles funcionales de metal y aglomerado, mesa metálica verde y sillas forradas de paño caqui. Detrás de la gran mesa de escritorio, estaba sentado un tipo con cara de pocos amigos, que escribía algo en unas cuartillas, que no despegó la vista de ellas, a pesar de la presencia de Prudencio allí.
-Siéntese por favor.
Prudencio se sentó y permaneció por espacio de un par de minutos observando como el tipo escribía. De pronto, la escritura cesó, y el tipo levantó la cabeza y miró fijamente a Prudencio. Esta hubiera preferido que continuara escribiendo dada la cara de mala leche del individuo. El entrevistador sacó de una carpeta de cartulina blanca, unos folios escritos a ordenador, entre los que se encontraban el currículum con foto de Prudencio. Lo extendió todo sobre la mesa, como hubiera hecho un policía con las fotos de un delito grave.
-Se llama usted Prudencio Cavero Gómez.
-Si señor.
-54 años, electricista de profesión, casado, con dos hijos.
-Si; si señor.
-¿Cuanto tiempo lleva parado, Prudencio?
-Para el mes que viene hará dos años.
-¿Qué pasa? ¿No encuentra nada?
-Pues no.
-Pero tiene usted muchísima experiencia según pone aquí.
-Si pero....
-Ya, la edad.
-Si. La edad.
-Hmmm, hmmm. El entrevistador al decir; la edad, esbozó una pequeña sonrisa de triunfo que a Prudencio no le sentó del todo bien. "Si la edad, ¿y que pasa?. Todo el mundo piensa que soy un viejo que no vale para nada, pero no es así", pensó.
-Bien señor Cavero. ¿Y para que labor cree que estaría usted preparado para llevar a cabo en nuestra compañía?
-Hombre, yo. Para mantenimiento. Es lo mío.
-Si pero usted viene aquí por recomendación del señor Oswaldo Centella, que es jefe de frutería en nuestro centro de la Gran Vía. Iría usted a la sección de frutería, nosotros no buscamos a nadie para mantenimiento, esos puestos están ya copados.
"Por gente más joven, te ha faltado decir", pensó Prudencio.
-Ya hombre, yo de lo que sea. Soy buen trabajador y estoy dispuesto a aprender.
-¡Ajá!. Eso está muy bien.
El tipo volvió a escribir algo en los papeles que tenía delante.
-Una última pregunta, señor Cavero. ¿Pertenece usted a algún sindicato u organización política?
 Prudencio no daba crédito a que en una entrevista de trabajo se le hiciera semejante pregunta. Pasaba porque le rechazaran en todos lados por viejo, pasaba por tener que deberle el resto de su vida a su cuñado, al que odiaba, el haberlo enchufado como vendeberzas en sus Almacenes La Pandereta de mierda, pasaba con tener que comparecer ante ese tipo con cara de amargado que le estaba haciendo la entrevista, pero aquello...Por supuesto, si, pertenecía a un sindicato, a la Ugt, desde joven, desde la transición, pero para lo que servía. La pregunta era muy sencilla; ¿Le mentía a aquel comisario político metido a entrevistador, o no lo hacía? La respuesta era difícil. "Tranquilo, Pruden. Tranquilo. Piensa, piensa, no la cagues ahora", se decía a sí mismo.
-Yo si. A la Ugt. ¿Y usted?.
Ya está, ya lo había hecho. La había cagado.
-¿Cómo dice usted?
-Qué si usted pertenece a algun sindicato.
-Oiga no se pase. Aquí el que hace las preguntas soy yo.
-Y yo el que las contesta, pero vaya preguntas que hace usted. ¿Qué es usted de la secreta o qué?
-Oiga, pero.
-Ni peros, ni peras. ¿Pero que cojones se ha creído?
-Oiga, pero no querrá que en estas condiciones le contratemos.
-Ni yo quiero acabar aquí, hombre. Como el comemierdas de mi cuñado. Ahora ya me lo explico todo.
-Le pido que salga de aquí inmediatamente, no ha pasado usted la prueba...
-Váyase a la mierda.
Prudencio salió del despacho, pegando el consiguiente portazo. En la sala de espera, todos se habían enterado, pues tanto Prudencio como el entrevistador habían ido ascendiendo el tono de voz hasta que esta fue traspasando las delgadas paredes de tan funcional edificio. Según iba saliendo, los presentes puestos en pie, en la sala de espera, empezaron a aplaudir a Prudencio, que salió como alma que lleva el diablo hacia el ascensor, sin mirar atrás. Bajó a la planta baja, pasó por delante del mostrador de recepción donde la chica con cara de azafata del Un, Dos, Tres se acababa de pintar las uñas e intentaba coger el teléfono que no paraba de sonar con los dedos pulgar e índice, gesto que hizo que el teléfono saliera despedido hacia el suelo.
Fue hacia el metro. A esa hora iba casi vacío. Iban los mismos colgados de siempre; el del aliento alitoso que echaba para atrás, el de la música, la del chat del móvil, el de Los Pilares de la Tierra, vigésimo quinta edición en tapa dura. A Prudencio todos le parecían unos gilipollas. Volvía a estar enfadado con el mundo.
Una vez en casa su mujer le preguntó.
-¿Qué tal la entrevista?¿Había mucha gente? Bueno, da igual la gente que hubiera, tu llevas padrino...
Prudencio a todo contestaba con un si, o un no, todo lo más un "psss".
Pasaron los días, las semanas. Llegó la comunión de la sobrina de su mujer, de la hija de Oswaldo, el cuñado que iba a enchufar a Prudencio en la frutería de La Pandereta. Acudieron Prudencio, su esposa, sus dos hijos, abuelos, tíos, primos, amigos del verdulero, vecinos. Prudencio llevaba el traje de las bodas,el mismo del día de la entrevista, esta vez con corbata. Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su cuñado Oswaldo, este sonreía. "Nada, este no sabe nada de lo de la entrevista", se decía Prudencio a sí mismo. Pasado el banquete propiamente dicho, llegó el momento en que los padres y familiares del comulgante hacen un brindis solemne con todos los invitados, después de haber dado cuenta de la tarta, de nata, crema, chocolate y almendras, empalagosa como ella sola, cuando todos y todas empiezan a dar cuenta de los licores y los cubatas de garrafón servidos a cuenta de la barra libre que ofrece la casa; en un aparte, Oswaldo se acerca a Prudencio, vaso de güisqui con cola en una mano, cigarrillo rubio en la otra, y le suelta a su cuñado delante de su santa esposa:
-Anda, que buena me la has liado, macho. Me has hecho quedar en ridículo con mis jefes. Si no querías que te ayudara, haberlo dicho. Luego te quejarás de que no encuentras nada.
Ya está. Ya lo ha hecho. ¡Hijo de puta!. La mujer de Prudencio pide explicaciones. Oswaldo le cuenta el número que montó su marido en la sede central de Almacenes la Pandereta el día de la entrevista. Prudencio, envalentonado por el alcohol, hastiado por el calor, los dueños del local han quitado el aire acondicionado a ver si la gente deja de bailar la Conga del Calixto y se larga a su santa casa, que estamos cansados, coño; se levanta y le intenta estampar el plato con la tarta de nata, crema, chocolate y almendras a su cuñado en plena cara. El cuñado que tiene los reflejos de un lince se aparta y el plato con la tarta va a parar al vestido de la suegra, la madre de la mujer de Prudencio y de la de Oswaldo y abuela del comulgante, y se forma la de San Quintín.
Desde entonces, Prudencio vive solo, su mujer ha pedido el divorcio. Vive gracias a las chapuzas, trabajo en negro, cobrado en B. Como casi medio país. ¡A ver!. El cuñado sigue de encargado de frutería de Almacenes La Pandereta, más acojonado que un pavo el día de Nochebuena, porque las cosas no andan bien y la empresa ha dejado de contratar gente, así que el entrevistador con cara de pocos amigos, el comisario político que hace preguntas a la gente sobre su filiación sindical, está ahora ocupando la plaza que le hubiera correspondido a Prudencio, y está bajo las órdenes de Oswaldo, el cuñado odioso que tiene los reflejos de un lince, vendiendo berzas a troche y moche.
A ver; hay que sobrevivir.

martes, 23 de abril de 2013

Un grito.


Y grita la tarde
desde el silencio,
por mi ventana
miro el azul cielo.
Grita mi ser,
quemado por dentro,
a quien sin gritar nada,
guarda silencio.
Grita la vida,
en el firmamento,
nubes blancas que bailan,
entre mis sueños.
Gritan gargantas,
las oigo a cientos,
que poco a poco,
van rompiendo el tedio.
Gritan de blanco,
los muros de mi pueblo,
de cal y limpieza
se vestirán de nuevo.
Hay quien no grita;
no gritan los cuerdos,
los panolis, los tontos,
los gachós y los lerdos.
Hay quien nos dice;
-no gritéis, callemos,
esperad a que el amo
no sea malo y sea bueno-.
Yo os digo; gritad.
Gritemos.
Que el amo nos oiga
gritar en la tarde
desde el silencio,
y romper nuestros yugos,
gritando a cientos.

lunes, 8 de abril de 2013

Un domingo más.

Domingo. Invierno. Frio. Lluvia.
Como todos los domingos, los niños se levantaron antes que nadie en la casa. "Me levanto yo", dijo él, mientras peleaba contra el calor de la cama y la pereza y se ponía en pie. Ella dijo un tímido "vale", y siguió durmiendo.
Él fue a la habitación de los niños, se tiró en la cama con ellos, les hizo cosquillas y les riñó amistosa y falsamente. "Venga, venga; a levantarse" les ordenó. Les encendió la tele y les puso el canal de dibujos animados, ese al que los niños no hacían ni caso. Fue a la cocina y empezó a calentar el café y la leche, y se puso a preparar dos cuencos con los cereales de los niños.
Ella apareció al rato, despeinada, ojerosa, malhumorada. Tenía unos despertares difíciles. No hablaba, a todo contestaba con monosílabos. Ultimamente ese estado le duraba todo el día. El sólo lo percibía los fines de semana, cuando coincidían.
El estaba feliz con esa vida. Dos niños, un piso en una urbanización de las afueras, con piscina y portero físico, un coche, eso si, hipotecado hasta las cejas. Tanto él como ella tenían dos buenos trabajos, se ganaban bien la vida, eso si, no llegaban a fin de mes. Pero eran felices. Eso al menos creía él.
Un año atrás había empezado el mal humor de ella. Él quería creer que no había otro hombre. No; se hubiera dado cuenta. Se veían poco. Media hora antes de ir a dormir. Él apenas veía a los niños. Cuando llegaba a casa ellos dormían y por la mañana se iba antes de que ellos despertaran. Aún así, él aparentaba felicidad. Era la felicidad soñada por la clase media-alta. Aunque ella no estuviera del todo de acuerdo con esa tipo de felicidad.
Tanto ella como él, se habían criado en familias de clase obrera. Sus madres habían estado en casa, los había llevado al colegio, los había tapado por las noches, había velado con ellos cuando estaban enfermos. Ese trabajo lo hacía ahora Lucía, una inmigrante sudamericana que venía cinco días a la semana, llevaba a los niños al colegio, los recogía, cocinaba para todos y limpiaba, todo por diez euros la hora.
A veces ella envidiaba a Lucía, no su pobreza, claro, pero sentía que le estaba robando la ternura y el calor de sus hijos. Cuando ellos estaban enfermos, llamaban a Lucia, no a ella.
Desayunaron todos. Hoy era domingo y no estaba Lucía, que los fines de semana libraba. A ella no le apetecía meterse en la cocina. A él tampoco. De todos modos no sabrían que hacer. Un domingo más se imponía agarrar el coche e ir al centro comercial más cercano. Los niños se ponían muy pesados, inaguantables si no los sacaban de casa. El caso es que Lucía lo más que los sacaba era al parque cada tarde y a ella la adoraban. La envidia le volvía a dar punzadas.
Hacia el mediodía, el sacó el mono volumen del garage y se fueron todos al centro comercial. Era una bendición el que las tiendas abrieran los domingos, allí los niños podían ir a su aire, saltar, correr, sentarse, cansarse, comer, beber. Habían intentado quedarse en casa algún que otro domingo, pero era imposible, los niños se ponían violentos. Llegaron al parking del centro comercial y se dirigieron a la zona de los restaurantes. Hoy un italiano. Ensalada, pasta, pizza y dos menus infantiles. El encargado trajo dos globos y unos lapiceros de colores con unas cartulinas con dibujos, para que los niños se entretuvieran mientras la comida llegaba. Por si aquello no funcionaba, él se había llevado el DVD portátil de casa y con toda una selección de dibujos animados dentro. Ella sacó su smartphone y se puso a chatear con alguien. Él la imitó. Nadie hablaba. Les interrumpió un chico alto y negro, el camarero, que traía la comida de los nenes. Tanto ella como él le miraron mal humorados y con hostilidad por la interrupción. Cada vez que el chico alto y negro, el camarero, se presentaba allí y les interrumpía su chat con un "Hola, la bebida. Hola, la ensalada. Hola los postres", ellos le miraban mal humorados.
Terminaron de comer, pagaron. Dieron varias vueltas al recinto. Hubo que comprar algo a los niños para que se callaran y no dieran el coñazo. Fueron otra vez a la planta de los restaurantes. Hora de merendar. Batidos, tortitas, sandwiches, hamburguesas. Otro globo, también pinturas y cartulina para entretener a los niños. Ella sigue de mal humor, contesta con monosílabos y se muestra agresiva con los niños. Él la reprende. Discuten. "Mejor nos vamos a casa, es ya hora" sentencia él. Vuelven a casa. El piso de la carretera esta mojado. Debe de haber estado lloviendo todo el día, no saben, han estado siete horas en el centro comercial. Llegan a casa. Los niños se caen de sueño. Él los lleva a la cama, ella se queda en el sofá, chateando. Él vuelve. Intenta mostrarse cariñoso, ella persiste en su hostilidad, hacia él, hacia ella misma, hacia los niños, hacia Lucía. En el fondo no sabe como decirle que no le gusta este tipo de vida, que sus padres eran más pobres que ellos pero más felices. Qué le gustaría que los niños la quisieran a ella como a Lucía, pero que ella no es Lucía, y que no sería capaz de sacrificarse y tener la paciencia que tiene ella. Intenta sopesar, matizar, equilibrar la balanza, pero las palabras no le salen. Discuten. Se van a la cama. Total, mañana es lunes, no se verán durante cinco días hasta la noche. No se aguantarán todos, unos a otros, hasta el fin de semana siguiente. El próximo domingo será un domingo más.   

viernes, 29 de marzo de 2013

Llueve.

Llueve.
Un cielo gris lo ocupa todo, lo inunda todo, invade la tarde silenciosa. Cierro los ojos y veo mi tierra verde, salpicada de pequeñas flores amarillas bajo el inmenso toldo gris de la tarde.
El viento ruge y raspa mi piel. Poniente gana la partida y la humedad se palpa, se siente.
A lo lejos alguien ha encendido una fogata y su olor es incluso agradable.
Llueve, a ratos, pero llueve, una fina cortina húmeda me moja de arriba abajo, y sin embargo no me importa.
Camino.
Quisiera ser viento, y cielo gris, y campo verde moteado de amarillo, y humo lejano y agradable.
Me pregunto si lo seré, quizás, algún día.
Abro los ojos. No, no estoy en mi tierra. Pero la tarde es gris, y llueve, una lluvia fina, y el aire, de poniente, me trae olores, recuerdos.
Me pregunto si cuando cierre definitivamente los ojos iré a un sitio así, a mi tierra verde, en una tarde gris de primavera.
Vuelve a llover.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Una profesión de riesgo.

Márquez abrió los ojos. Su vista pronto se fue acostumbrando a la claridad que desprendía e fluorescente que tenía encima de él. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué? Poco a poco se fue dando cuenta de que estaba en la sala de urgencias de un hospital. Empezaba a recordar, si, todo había empezado por la mañana. La rutina de siempre. Hoy tocaban dos desahucios. Márquez se dirigió al coche en compañía del juez y de la procuradora. El cerrajero los esperaba en el piso, con la pareja de la policía y el representante de la entidad bancaria. Todo según el reglamento. Llegaron al portal, tocaron el botón del 1º C del portero automático. Nadie contesta. Tocaron el botón del 1ª A. Contesta una voz de mujer. "Buenos días señora, somos del juzgado número....Veníamos por....bueno necesitamos ver a la persona que vive en el 1º C....estamos llamando....nadie contesta....¿Tendría la bondad de abrirnos?...Gracias...Buenos días"
Márquez, la procuradora y el juez suben en el ascensor. Los policías y el director del banco por las escaleras. El juez toca el timbre del 1º C, una, dos, tres veces. Nada. Nadie responde. "El cerrajero, ¿Donde está el cerrajero?" Nadie lo sabe. "Márquez, llame al cerrajero, que me huelo que el pájaro no está en el nido y va a tener que abrirnos él" Márquez,diligente, llama al cerrajero, habla con él e informa; "Qué viene de camino, Señoría. El tráfico, ya sabe" Pasan diez minutos, veinte. Llega el cerrajero. "Perdonen la tardanza, el tráfico, ya saben" "Si, si; ya sabemos. Proceda a abrir la puerta". El cerrajero abre la puerta, la operación lleva su tiempo. "Es una buena puerta esta, a prueba de cacos, pero no de desahucios" comenta el cerrajero divertido. Nadie le ríe la gracia y el juez lo mira molesto. Pasan cinco minutos, diez. Por fin la puerta cede, se abre. El cerrajero se aparta, el primero que entra es el juez, seguido de Márquez. "Dios, no, otra vez no" exclama Márquez al que le entran arcadas, tiene ganas de vomitar, pero no puede. Van entrando todos al piso. Todos quedan impresionados ante la imagen del hombre, pendiendo de una soga atada a la biga del techo, colgado. Hay una silla tirada en el suelo, una silla que ha servido de plataforma mortal al hombre. Debajo de la figura colgada el suelo esta húmedo, hay un pequeño charco, es pis. Márquez se lleva las manos al pecho, no puede respirar, se ahoga. Unos de los policías le afloja el nudo de la corbata. "Es un infarto, Dios mío", grita la procuradora. "No, es un ataque de ansiedad", informa el juez, "Es el segundo desahucio al que vamos con un suicida de por medio. El mes pasado fuimos a uno, cerca de aquí, y el desahuciado se tiró por la ventana, en el momento en que llamábamos al timbre del portero. Un poco más y nos cae encima. Al señor Márquez le dio entonces un ataque de ansiedad, como ahora". El juez se agachó y tocó la el cuello de Márquez, mientras este quedaba inconsciente. "Llame a una ambulancia", ordenó a uno de los agentes de la policía. Pasaron diez, quince minutos. Márquez alterna momentos de quietud con momentos de nerviosismo, momentos de inconsciencia con momentos de lucidez. A veces se intenta incorporar mediante espasmos y los dos policías tienen que hacer grandes esfuerzos para sujetarlo. Dos miembros del SAMUR hacen acto de presencia. Le inyectan algo, un tranquilizante, cuando empieza a sufrir los efectos de un nuevo ataque de nervios. Poco a poco el cuerpo de Márquez empieza a quedar quieto, tranquilo. "Ahora dormirá", informa el médico. Sacaron a Márquez de allí en una camilla y lo montaron en una ambulancia, mientras el otro juez, hacía acto de presencia en el 1º C, para levantar el cadáver del suicida que se había colgado de la viga del salón de la que había sido su casa, hasta esta misma mañana.
Alguien toca el hombro de Márquez; este se sobresalta. Es la procuradora. "Te han estado haciendo unas pruebas. La doctora dice que has sufrido un ataque agudo de ansiedad; nada grave, pero que necesitas descansar. He llamado a tu mujer. Está de camino" Márquez intenta incorporarse, pero todo le da vueltas, así que desiste. "Tranquilo; toma, bebe un poco de agua, te hará bien". La mujer le sirve agua en un vaso de plástico, de los de usar y tirar. Márquez bebe, tiene mucha sed. "Tranquilo, ya pasó todo". Márquez la mira e intenta esbozar una sonrisa. Márquez piensa en la vez que aprobó las oposiciones para secretario del juzgado, en los proyectos que hizo con la que entonces era su novia. El trabajar en un juzgado de lo civil le daba tranquilidad, o al menos eso era lo que pensaba antes. Ahora había gente que se suicidaba cuando le notificaban que le iban a embargar su casa por impago. Márquez no comprendía como la gente podía afectarle tanto aquello, hasta llegar al punto de quitarse la vida. Ahora lo comprendía todo, comprendía que a aquella gente le había costado mucho pagar aquellas cuatro paredes, tanto, que estaban dispuestos a morir en el empeño. "Duerma, Márquez. Descanse. Ya pasó todo", insistió la mujer. "No; ahora es cuando la pesadilla acaba de empezar para mí", contestó él, cerrando los ojos e intentando dejar la mente en blanco.  

domingo, 3 de marzo de 2013

No es tiempo de azul cielo.

No es tiempo de azul cielo,
sino negro de tinieblas,
los campos fríos y secos
quieren lluvia de respuestas.
No es tiempo para llorar,
es tiempo de elevar quejas.
La leche que se derrama
quiere lágrima y tristeza,
y la protesta requiere
goterones de firmeza.
El gris invierno se alarga,
la primavera no llega,
el frío agota la esperanza
de la gente de esta tierra.
Un día, los ídolos caerán,
se romperán las cadenas,
caerán con ellos los yugos,
embestirán con firmeza,
los bueyes que los llevaban
en sus espaldas a cuestas.
Hasta que llegue ese tiempo,
hoy sólo es tiempo de vela,
porque hoy el cielo está oscuro
y la noche viene negra,
los valles aún se confunden
cubiertos de densa niebla,
la noche aún está opaca,
oculta está su belleza.
Los bueyes, en los caminos,
dan dos pasos y tropiezan,
no han encontrado pastores
que les agarren las riendas,
que les conduzcan a prados,
y los retengan en cuesta.
La noche todo lo cubre,
con su dura manta negra.
Del cielo apenas se ven
unas lejanas estrellas.
La esperanza no se pierde,
muriendo está ya la niebla,
y vendrán muchos pastores
cantando por las veredas,
y llevarán a los bueyes
a prados de hierba fresca,
y el cielo será azul,
y en medio de las tinieblas,
alumbrando los caminos,
reinará la luna llena,
para que los mansos bueyes
no tropiecen con las piedras,
y vayan por los senderos
oteando las praderas.

sábado, 23 de febrero de 2013

Un acceso de rabia.

"Eh; tú. Estás libre", le dice el oficial joven, malencarado, desde la puerta abierta de la celda. A Lino le cuesta levantarse del suelo, donde ha pasado la noche, durmiendo la mona. La resaca y los tranquilizantes que le han dado hace que la cabeza le duela hasta reventarle. La edad y los palos que se llevó la noche anterior, hacen que le cueste ponerse de pie. "Has tenido suerte, cabrón. La señora a la que quisiste agredir anoche no ha querido denunciarte", le informa el oficial mientras lo acompaña hacia la salida de la comisaría.
"¡Ostras, chaval!. ¿Pero que te pasó anoche pa'que te volvieras tan loco, tron? , le espeta la Coja nada más verlo. Lino no contesta, no está de humor, le duele todo, tiene sed, hambre. Con la Coja, le están esperando, el Pedo y el Ruso. Los cuatro se dirigen al parque. Lino bebe agua de una fuente pública, con la avidez de un superviviente de un naufragio, o de un turista perdido en el desierto. La Coja saca del bolso un bocata de salchichón envuelto en papel de periódico y se lo pasa a Lino. "Toma, la cena que te perdiste anoche", le dice.
Los cuatro forman un cuadro curioso, aunque para los habituales del parque, ya pasan inadvertidos. En el barrio, la pobreza y la desesperación empiezan a pasar cada día más inadvertidas, y han convertido a muchas personas en espectros, han arruinado muchas vidas, y han llevado cada vez a más gente a la marginalidad. Allí se sientan cuatro mendigos más, en un micromundo cada vez más poblado de mendigos.
Uno de ellos es Lino Castro, excamionero en paro, de cincuenta y cuatro años, divorciado, con dos hijas de veinte y vienticinco años, con un nieto de dos, con domicilio habitual en la calle. Mientras se come el bocadillo de salchichón pasado de fecha, hecho con pan, no duro como piedra, sino como chicle, rescatado todo ello de un contenedor de basuras de un supermercado.
Trinidad, la Coja, exdrogadicta, prostituta a tiempo parcial, de cuarenta años, con un hijo de veintitres al que hace tiempo que no ve. En secreto, la Coja está enamorada de Lino, al que de vez en cuando deja entrar en su cama. El suyo es un enamoramiento sin plazos fijos, sin vistas puestas en el futuro, es un aquí te pillo, aquí te mato, hoy aquí y mañana ya veremos.
El Ruso, se llama Nicolay Eremenko y, como su propio nombre indica, es ruso. Cuando cayó el muro y la Unión Soviética, Nicolay se vino a España. Estaba harto de la burocracia estatal, del frío, de hacer cola para todo y de vivir en una habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Hoy, veinte años después, a sus cincuenta y cinco años, una vez instalado aquí en el paraíso occidental, Nicolay sigue padeciendo el frío, la burocracia, sigue haciendo colas para todo y sigue viviendo en un habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Tiene dos hijos, chico y chica, Nicolay junior e Irina. Nacieron aquí y han tenido que emigrar al acabar sus estudios. Viven en Berlín en un piso compartido, con otros jóvenes inmigrantes provenientes del sur de Europa. Comparten baño y cocina con ellos. Nicolay piensa que lo de compartir baño y cocina con gente extraña es una maldición de familia.
El Pedo, realmente se llama Demetrio Jémez. Le dicen el Pedo, porque siempre está pedo. Él dice que es la mejor manera de anestesiarse frente al realidad. Si estás siempre borracho no te enteras de que tu mujer se ha ido con otro, de que tu hijo se muere de una sobre dosis y de que tu otro hijo muere en un accidente laboral, al precipitarse al vacío desde un andamio. Todo eso ha llevado al Pedo anestesiarse con el alcohol.
Los tres miran pacientemente como Lino Castro se zampa el bocata de salchichón. Lino entre mordisco y mordisco, intenta recordar lo que pasó la noche anterior. Habían estado los cuatro bebiéndose una botella de ginebra de marca blanca que la Coja se había agenciado en un supermercado. Recuerda que los demás dieron por terminada la juerga y que, a él, como siempre, se le caldeó el labio y siguió. Le entró hambre y fue al contenedor de basura de una frutería conocida a buscar un poco de fruta. Cuando llegó había una pareja con un niño pequeño en un cochecito de bebé. El niño lloraba mientras sus padres rebuscaban en los cubos algo de fruta. Lino llegó y pidió permiso para buscar también. "Hay para todos. Hoy han tirado mucho, y bueno", le dijo el chico. Se puso a rebuscar con ellos, mientras los vapores de la ginebra empezaban a hacer efecto. Entonces se presentó ella, la señora, muy arreglada, con un moño tamaño XXL confeccionado en alta peluquería, con un abrigo de piel, a pesar del calorcillo que la primavera había traído, con un perrillo faldero en los brazos, que no paraba de ladrar. Entonces, ella, la señora, les llamó la atención. La madre del niño, que no paraba de llorar se volvió, y también el padre, y Lino, a pesar de la cogorza que llevaba, también. "Oye, espero que luego lo dejéis todo recogidito; que todas las noches pasa lo mismo, que lo dejáis todo hecho un asco". Lino monta en cólera y empieza a insultar a la mujer; "Puta", le dice, "guarra", le vuelve a decir. La mujer se echa para atrás, y el perro faldero no deja de ladrar asustado, y el niño en el cochecito no para de llorar. Entonces, sin saber como, Lino reune la suficiente fuerza y coge el contenedor de basuras con las dos manos, y lo sube en alto, por encima de su cabeza, y lo tira en dirección a la mujer. No le da. El contenedor cae a uno cinco o seis metros de la señora, pero a la mujer le da la sensación de que casi le cae encima y empieza a gritar. Algún vecino llama a la policía, y la pareja joven agarra el carrito con el niño y se va echando leches, no quieren problemas. La policía llega, intentan esposar a Lino y llevárselo, y este se resiste. Seis agentes se tienen que emplear a fondo, para hacerlo. En el forcejeo se les escapa algún que otro golpe y alguna hostia de más. Al final tienen que sedarlo, porque a Lino le ha dado un ataque de nervios. Pasa la noche en los calabozos de la comisaría, entre borracho y sedado, y ahora está aquí, otra vez en la calle, con la Coja, el Ruso y el Pedo, comiéndose un bocata de salchichón, y de paso, comiéndose el tarro.
"Pero tron, ¿cómo se te ocurre tirarle el contenedor a la vieja?, le vuelve a preguntar la Coja. "Se me fue la pelota", contesta Lino. A pesar de los palos que la policía le ha dado, a pesar de la resaca y del dolor de cabeza, Lino se encuentra muy bien. Siente que ha expulsado fuera un peso grandísimo. Estaba cansado de agachar la cabeza frente a los palos de la vida. Estaba cansado de que la gente lo mirara raro, como a un apestado, como a un montón de mierda que molesta a todo el mundo. Lino piensa que el acceso de rabia le ha limpiado por dentro, ha echado fuera toda la mierda. Si, se siente bien, a pesar de todo.

jueves, 14 de febrero de 2013

Calle de José Collar.

El alcalde ha empezado su discurso, recordando al homenajeado alcalde republicano de El Llano, asesinado junto a la tapia del cementerio de La Villa, días después que las tropas nacionales entraran en la provincia, hace setenta años. Al acto asiste toda la corporación municipal en pleno: los concejales del gobierno, de izquierdas, los de la oposición, de derechas."Esto es El Llano", ha dicho solémnemente el alcalde, "aquí no se va llevar a cabo un acto de revancha contra nadie, aquí solamente se recuerda a alguien con quien el pueblo tenía una deuda de gratitud y hoy se la vamos a pagar dedicándole una calle", continua tan solemnemente como ha empezado. Cerca del alcalde, se encuentran los hijos del homenajeado; José Collar hijo y su hermana Cándida, que han venido desde Madrid para asistir al acto. Han recibido muestras de cariño de todos y en el acto hay una presencia masiva de sus familiares, sus primos y los descendientes de estos, con los que, José y Cándida apenas han tenido contacto en todos estos años.

Mientras el alcalde hace un encendido elogio de su padre, José Collar hijo no puede evitar que su mente se torne viajera y galope, en este momento tan solemne, en busca de recuerdos perdidos. Al fin y al cabo está en su pueblo. Pueblo del que salió camino de Madrid, cuando era un niño de diez años, acompañado de su madre, de su hermana Cándida que apenas era un bebé y de una vieja maleta de cartón. Recuerda vagamente el día que partieron de este mismo pueblo que hoy homenajea a su padre, fusilado contra la tapia de un cementerio. Recuerda que era un día gris, todos los días tristes son grises; en la estación de El Monte, acompañados de su tío Juan, el hermano pequeño de su padre, de sus tías Irene y Guadalupe, sus hermanas. Recuerda a alguien irrumpiendo en la escena de esta despedida, un hombrecillo, ataviado con un sombrero tirolés, que le entrega un sobre a su madre, que les desea suerte. Recuerda el viaje en tren, duro y largo, en asientos de madera incómodos, el olor a carbonilla que se adentra por todo el vagón de tercera en el que viajan.
Años más tarde, cuarenta, nada más y nada menos, vuelve a El Llano, al entierro de su tío Juan y vuelve a coincidir con el hombrecillo, al que no reconoce, pero el hombrecillo a él sí. Se presenta como Isidro Sánchez, y ha sido muchos años alcalde franquista de El Llano. El hombre se interesa por él, por su hermana Cándida, que no ha podido ir a enterrar al tío Juan, le pregunta si está casado, si tiene hijos, a qué se dedica. Las preguntas de rigor a alguien al que hace una eternidad que no ves, a alguien al que despides desde una estación sindo un niño y vuelve cuarenta años después siendo un hombre hecho y derecho.  Le vuelve a estrechar la mano y a modo de despedida le pregunta si se quedará muchos días. Él le dirá que pocos, que tiene que volver a Madrid, y el hombrecillo, Isidro Sánchez, le dice que antes de que se marche le gustaría hablar con él.

El discurso del alcalde ha finalizado y esto arranca el aplauso de la gente que ha acudido al evento, esto trae a José Collar hijo a la realidad. Al alcalde le sucede el concejal portavoz del partido de la oposición, de derechas, el cual conviene con el anterior orador en lo necesario que era este acto para la reconciliación de las gentes de El Llano y para cicatrizar por fin las heridas abiertas, hace tantos años.

La mente de José Collar hijo vuelve a volar hacia el pasado. Un día después del entierro del tío Juan, se deja caer, sin querer, pero en el fondo queriendo, por una huerta que Isidro Sánchez tiene camino de La Villa. El hombre, anciano ya, le cuenta que no sabe vivir sin ir todos los días al campo, que es su vida, aunque la huerta la lleva su hijo. Le invita a tomar asiento en unos pedruscos que hay a la sombra de una morera, los cuales están allí a modo de banqueta. Le ofrece un cigarrillo, fuman, como fumarían dos compadres que se encuentran en el campo y paran para echar unas caladas. Se hace un silencio momentaneo, ha pasado una ángel, bromea el señor Isidro. "Yo fui el que sustituyó a tu padre, como alcalde, cuando los nacionales entraron aquí. Y si estoy hoy vivo, y mi hijo que está allí trabajando lo está, es gracias a tu padre". Le suelta de pronto el hombre, como si llevara siglos esperando soltar aquello. Collar levanta la mirada y ve a un hombre faenando en una zona de la huerta sembrada de tomates. Es el hijo del señor Isidro.
El hombre le cuenta como su padre los encerró a él y a todos los de derechas del pueblo en la cárcel, en los bajos del Ayuntaiento, la noche del 18 de julio de 1936, cuando empieza a correr la noticia de que el ejército de África se ha sublevado y hay un intento serio de derribar la República. Le explica que tal medida, su padre, no la tomó como medida represora, sino que lo hizo para salvarles la vida, porque sabía que los rojos del pueblo irían a por ellos aquella misma noche, como así ocurrió, y que si estaban encerrados en la cárcel, nada malo les podía pasar. Al menos ese era el planteaminento que José Collar padre les había hecho a todos aquella noche. Pasadas las doce de la noche, un grupo de gente armada se presentó frente al Ayuntamiento pidiendo a su padre que les entregara a la gente que tenía allí encerrada para hacer justicia, pero que su padre no se doblegó y le echó un par de huevos al asunto, y que ordenó a los guardias, apostados en la puerta que dispararan contra todo aquel que intentara entrar en el Ayuntamiento por la fuerza. Sea como sea, la cosa se calmó, y pasados los días, fueron puestos en libertad, con la recomendación de que pusieran tierra de por medio, hasta que la cosa se calmara. Pero la cosa no se calmó, sino que fue a más, tanto que estalló la Guerra Civil. Se oían noticias de gente colgada por los rojos, como represalia por el golpe, en otros pueblos. Pasaron los días, las semanas y llegó agosto y con él, el ejército nacional y con el ejército nacional los radicales del otro bando, con la misma sed de venganza, de revancha y de sangre que sus antagonistas de izquierda.
El hombre le cuenta como aquel mismo día fue a ver a su padre, a ofrecerle cobijo hasta que todo pasase, en aquella misma huerta, allí nadie lo encontraría. Pero su padre no quiso, por un sentido del deber, era el alcalde, y así se presentó como alcalde de El Llano, electo por el pueblo, cuando se presentaron las tropas nacionales acompañados de los falangistas. El responsable del escadrón de falangstas que entró en el pueblo no tardó ni cinco minutos en decir lo de; "al paredón con él".
El hombre le cuenta que lo llevaron al cementerio de La Villa y allí, junto con otros milinates y simpatizantes de los partidos de izquierda de la comarca, lo fusilaron. Le cuenta que los falangistas del pueblo, llegaron a La Villa minutos antes de que lo fusilaran, y todos intercedieron por él, contándole al jefe de los falangistas que lo habían apresado, como los salvó el 18 de julio de que una turba incontrolada matase a la gente de derechas del pueblo, pero ni por esas. Alguno, lo intentó por las bravas y el responsable amenazó con llevarlo a él también a la pared, junto a su padre,junto a los rojos que iban a ser fusilados. El hombre le cuenta todo eso visiblemente emocionado y en su rostro empiezan a aparecer las lágrimas. "No tuvimos cojones, ninguno, de hacer por tu padre lo que él hizo por nosotros", le dice. Él trata de tranquilizarlo; "usted no tuvo la culpa, fue la guerra", le dice. "¿La guerra?; la cobardía nuestra. Si nosotros nos ponemos, allí no se mata a nadie, y menos que nadie a tu padre". El hombre empieza a sollozar, a llorar abiertamente, como si llevara años esperando para hacerlo. "Espero que algún día puedas perdonarnos a todos, tú y toda tu familia".
El hombre le cuenta que después de aquello, intentó ayudar a su madre a sacar adelante a él y a su hermana Cándida, apenas un bebé. Incluso le llegó a dar dinero, aquella tarde gris de su partida. Su madre, él, la pequeña Cándida, con aquella mísera y solitaria maleta de cartón, la estación de El Monte, el duro y largo viaje hacia Madrid.

El concejal portavoz de la oposición termina su discurso, y el público asistente vuelve otra vez a aplaudir. La mente de José Collar hijo, de viaje por el pasado, vuelve al presente otra vez. El acto termina con el descubrimiento de una placa azul y rectangular, con el escudo de El Llano a un lado, que reza; "Calle de José Collar", y con la entrega de dos pequeñas placas plateadas por parte de la Corporación Municipal, a José Collar hijo y a su hermana, Cándida.
Al día siguiente, los dos hermanos, José y Cándida, vuelven en tren hacia Madrid. La estación de El Monte ya no es aquel sobrio barracón de antaño, el día no es gris, sino azul y de una luz intensa y radiante. Esta vez no hay familiares despidiéndolos, ni hombrecillos con sobrero tirolés, con sobres, ni maletas de cartón, ni lágrimas, ni asientos de madera, ni olor a carbonilla. El tren se pone en marcha, camino de Madrid, y los dos hermanos, José y Cándida van en él. Pasan por el antiguo apeadero de El Llano y a lo lejos ven el pueblo, con sus casas blancas, con la torre de la Parroquia de San Jaime, apuntando hacia el cielo. "Es un bonito lugar, ¿no crees?", dice Cándida, con la vista perdida en el pueblo, a través de la ventanilla del vagón. José no dice nada, piensa, quizá en lo que hubiera sido su vida allí, de no haber mediado una guerra, que acabaría con la vida de su padre, y con ellos dos, y con su madre en Madrid, piensa en aquel hombrecillo que años atrás se sinceró con él de aquella forma, en las lágrimas que vertió, pidiéndole que algún día pudiera perdonarlos, a él y a los que no hicieron nada por salvar a su padre. "Si; es un bonito lugar", contesta por fin.

lunes, 4 de febrero de 2013

El Malo.

Hacía calor, como sólo lo hacía en el mes de julio en la comarca de La Vega. Como cada tarde, al caer el sol, fuimos al atrio de la parroquia de San Jaime a jugar al fútbol y a esperar a que don Leandro, el párroco, llegara y llamara a dos de nosotros para ayudar en la misa de la tarde.
Aquel día el cura llegó antes que otros días. "Niños, hoy después de misa vamos a ir a visitar a don Julio Valdez, que anda desde hace unos días un poco pachucho, a ver si le levantamos el ánimo", nos dijo antes de abrir las puertas de la parroquia. ¡Cáspita!, pensamos, el cura quiere que vayamos a ver al Malo.
Cada día lo veíamos venir a misa, acompañado de su hija, Úrsula, o de su nieta Carmencita. El Malo era un hombre muy viejo, de los más viejos de El Llano, pero eso no le impedía tragarse cada tarde la media hora de misa que le dispensaba don Leandro. Lo veíamos cada tarde caminar, despacito, cogido del brazo por su hija o por su nieta, con un bastón en la otra mano, siempre vestido con el mismo traje gris claro y con la misma boina negra, grande, tipo chapela, calada en la cabeza. Nosotros parábamos de jugar un momento al fútbol y empezábamos a cuchichear entre; "¡ey!; mirad. El Malo" decíamos, y una vez que entraba en la iglesia continuábamos jugando.
Aquel día, no tanto por las ganas que tuviéramos de hacer la buena acción del día visitando al Malo, como por no contrariar a don Leandro, fuimos todos en compañía del párroco camino del Paseo de los Naranjos, donde el Malo tenía una tienda de ultramarinos que regentaba su hija, que era viuda, y su nieta.
Si la hija tenía alguna inquietud al ver a tanto golfillo con la intención de ver a su padre enfermo, se le disipó al ver a don Leandro, que era todo humanidad, todo bondad, todo cariño. "¡Qué contento se va a poner mi padre!. Pase, pase, don Leandro. Pasad niños". Pasamos todos a una alcoba grande con vistas al paseo. Allí estaba el Malo, postrado en una cama grande, con la imagen de la muerte por cara. "Hombre don Leandro. ¿Pero por qué se ha molestado?. Vaya tropa que trae usted". dijo el Malo, con una vocecilla débil que apenas lograba salirle de la graganta. "Nada de molestia, hombre. Qué estos niños le echan en falta desde que usted no va a visitarnos y me han dicho, vamos a visitar a don Julio", mintió don Leandro.
Allí estuvimos por espacio de media hora, más o menos. Al marcharnos, el Malo ordenó a su hija que nos diera algunas chucherías de las que tenía en la tienda y salimos del encuentro con más de un regaliz, con algún que otro chupa-chups y varias bolsas de quicos.
Al día siguiente, fue Fernando Santos, un niño que vivía en la calle Grande, a pocos números de donde vivía yo, el que le dijo a don Leandro que no acudiría más a ayudar en misa. "¿Por qué?", le preguntó don Leandro. "Porque mi padre no me deja", repondió el niño. Al día siguiente desertaron otros dos chicos y al siguiente otros dos. Esto mosqueó a don Leandro que nos preguntó el por qué de estas deserciones. Como nadie se atrevía a contestar, fui yo el encargado de decirle la verdad a don Leandro:"Porque les ha llevado usted a visitar a don Julio, y ellos lo han dicho en su casa, y sus padres no les dejan venir más y ayudar en misa. No se si usted sabe la fama que tiene don Julio en el pueblo" dije. "Y a vosotros en cambio si os dejan, ¿Es qué no habéis dicho nada o es qué a vuestros padres les da igual?" Ahí ya no pude contestar a don Leandro y me encogí de hombros. Me imaginaba que mi padre, en un pueblo como El Llano, se habría enterado ya de lo que la gente andaba diciendo por ahí; que don Leandro había obligado a los monaguillos a ir a visitar al Malo, ese asesino, ese criminal, que ahora después de viejo, buscaba desesperadamente el cielo a base de ir cada día a misa. Imaginaba que mi padre había oído todo esto, pero sabía que mi padre le daría igual, ya que él, al igual que don Leandro, no había nacido ni se había criado en El Llano. Él no había crecido escuchando como en la guerra, El Malo le había pegado dos tiros en la cabeza a un tío abuelo de Fernando Santos, el niño que vivía en la calle Grande, a pocos números de  mi, y el primero al que su padre había prohibido volver ayudar en misa con don Leandro. Ni tampoco había crecido escuchando que rapó a tal o cual mujer y la paseó por el pueblo, o que dejó que mataran a José Collar, el alcalde republicano del pueblo, cuando este le había salvado la vida a él y a otros muchos, días antes, o que practicaba la usura con los más pobres en su tienda de ultramarinos y que pagaba con vales canjeables solo en su tienda, a los que iban a trabajar en sus tierras.
Todo eso se decía en el pueblo sobre El Malo, y a todo eso eran ajenos gente como don Leandro, o como mi padre, que no habían nacido allí, que no habían crecido escuchando viejas historias sobre un hombre que era odiado por medio pueblo y temido por el otro medio.
El caso es, que pasadas unas semanas del hecho en cuestión, nos enteramos de que el Malo había muerto. Como era costumbre, aquella noche su casa se llenó de comadres y de compadres para velar al difunto de cuerpo presente. Todo el mundo se llevaba su silla desde su casa y a su casa volvía con ella ya de madrugada, cuando sólo quedaban en el velatorio los más allegados al difunto y sus familiares. El Llano es, y era en aquel entonces, un pueblo, y en los pueblos uno se moría en su casa, y allí lo velaban y de allí lo sacaban a uno camino del cementerio con los pies por delante.
Si bien era verdad que al Malo se le odiaba y se le temía, no era menos cierto que un velatorio era un velatorio, y a los muertos en El Llano se les seguía teniendo respeto, incluso a los odiados, y si al velatorio fue gente, al entierro fue más gente todavía. Todos, amigos y enemigos, pasaron frente al altar mayor de la parroquia para dar el pésame a la familia y todos acompañaron a la familia al camposanto a dar sepultura al difunto.
Por la noche, pasado ya todo, en el bar de José Cabra, el Café Avenida, en las tabernas de Los Corrales, incluso en el Casino de la calle Grande, algunos alzaron muy alta la copa y dijerón: "Así se pudra en el infierno". Otros no dijeron ni fu ni fa.
Aquella noche por el alma pecadora de Julio Valdez, El Malo, solo rezaron su hija  Úrsula, su nieta Carmen, y el bueno de don Leandro.

martes, 29 de enero de 2013

Será hoy; no será mañana.

Y será hoy cuando el rayo alumbre
mi ventana;
cuando los poetas lloren sus odas
más amargas;
cuando el viento en la noche oscura,
la montaña
abandone, y agite los árboles
con sus ramas.

Será hoy; no será mañana.

Y hoy será, cuando los malos ganen
su batalla;
cuando sus ejércitos asolen
las entrañas
de la ciudad. Y sus gentes huirán,
se agarrarán
a una tabla, que resultará ser
tabla rasa.

Será hoy; no será mañana;

cuando la voz que en el desierto
llora y clama,
agite con su fuerza los cimientos,
atalayas,
o se canse de una vez por todas
y se vaya,
donde sea escuchada por fin,
su tonada.

Será hoy; no será mañana.

lunes, 21 de enero de 2013

El hombre del cartelón en blanco.

El hombre iba a la gran plaza cada día. Allí se sentaba junto a la gran fuente, frente al ayuntamiento, se sacaba su cartuchito de papel lleno de migas de pan y enseguida una multitud de palomas y de gorrioncillos se presentaban y comían a su vera las migas que él les iba echando en el suelo. Así lo hacía a diario desde que se jubilara, iba a hacer ahora dos años.
Últimamente no le gustaba nada lo que veía en la gran plaza. Hombres, mujeres, niños y ancianos, manifestándose. Por una sanidad pública, por un transporte público de calidad, por una enseñanza para todos. También lo hacían las víctimas de expedientes de regulación de empleo, los desahuciados de sus viviendas por los bancos, los estafados en participaciones preferentes. o simplementes los parados.
Camino de su casa, cuando empezaba a caer la noche, el hombre pasaba por la puerta de un comedor social y veía allí esperando una considerable cola de gente, esperando para cenar. La crisis había golpeado fuerte a los más débiles. El hombre pensaba que aquellos eran los derrotados que no protestaban. Pensaba que quizás hace uno o dos años, esa misma gente había estado protestando en la gran plaza, y que ahora, derrotados, dejaban llevar sus cuerpos hasta aquella institución benéfica para recoger el sustento diario de sus cuerpos, ya que el de sus almas lo habían dejado en la gran plaza, junto a las protestas.
Al hombre no le gustaba nada vivir en una ciudad así, y pensó que debería hacer algo para remediarlo, pero; ¿qué?. El no había protestado por nada en su vida. Nunca había asistido a una manifestación, ni a una huelga. Por no ir, no había ido nunca a votar. ¿Para qué?, se decía. Pensaba que los que si lo hacían, tampoco sacaban nada, ni bueno ni malo, de ello. Pero al hombre le daba mucha pena ver su ciudad en aquellas condiciones, la gente protestando en la gran plaza, y haciendo cola frente a los comedores sociales.
Cuando llegó a su casa, subió a su viejo desván y allí encontró un viejo bombín, una gabardina raída y unas gafas de plástico negro pegadas a una gran nariz de goma y un enorme mostacho. Se lo probó todo y se miró en el espejo. Estaba ridículo, pero serviría, porque ridícula también era la situación de la ciudad y del país, y a nadie parecía extrañarle.
Al día siguiente se presentó en la gran plaza vestido con el viejo bombín, la gabardina raída y la nariz y las gafas de mentira.También llevaba un enorme cartelón blanco en el que no ponía nada. Fue hacia la fachada del ayuntamiento y de esa guisa allí se quedó, inmóvil, con su extraño atuendo. Al principio la gente lo tomó por un mimo y algunos intentarón tirarle alguna moneda a ver que hacía. Pero el hombre no hacía nada, solo se quedaba inmóvil, con su cartelón blanco sin ningún tipo de reivindicación puesto en él. Cuando oscureció se fue a su casa.
Al día siguiente, por la tarde volvió a colocarse en el mismo sitio y vestido igual que el día anterior. Y al otro. Y al otro. Poco a poco la gente empezó a preguntarse que pediría aquel individuo, así vestido, que no era un mimo, que llevaba un enorme cartel como para reivindicar algo, pero en el que no ponía nada, y que cada tarde se ponía de aquella guisa en la fachada del ayuntamiento hasta que oscurecía.
Un día llegaron a la gran plaza los afectados por los desahucios y se pusieron a su lado y le imitaron. Se colocaron todos junto a él y estuvieron así toda la tarde hasta que al anochecer se fue, como hacía todos los días. Al día siguiente se presentaron todos vestidos igual que él. Con bombín, gabardina y gafas, nariz y bigote de broma. Y así la fachada del ayuntamiento, cada tarde se empezó a llenar de gente así vestida, como el hombre del cartelón en blanco.
A la siguiente semana se les unieron los los empleados del transporte público. Y a la siguiente los barrenderos. A la siguiente semana le tocó el turno a los empleados de la funerario municipal. Y al mes siguiente a los afectados por las preferentes. Y en los siguientes tres meses se les unieron los empleados del gran teatro, los profesores, y diversos colectivos provenientes de la empresa privada. Y hubo un momento que cada tarde la gran plaza se llenaba de gente, ataviada con una gabardina, un bombín y gafas, bigote y nariz de broma. Todos siguiendo al hombre del cartelón en blanco, todos callados, como él, hasta que anochecía y el hombre se iba a su casa.
El alcalde de la villa se empezó a preocupar y mandó a sus esbirros indagar que estaba pasando en esas concentraciones de la gran plaza. Gentes próximas al alcalde se intentaron infiltrar entre los asistentes cada tarde al lado del hombre, pero no consiguieron sacarle nada a nadie. El mutismo y el silencio era la tónica dominante. Así que el alcalde, una tarde, decidió ir el mismo a entrevistarse con el hombre a ver que era lo que quería, y allí se presentó, seguido por un grupo de concejales de su partido y del partido de la oposición.
El alcalde se presentó al hombre cortesmente e intentó sonsacarle, pero solo recibió de éste el silencio como respuesta. Cada tarde el alcalde bajaba de la casa consistorial e intentaba hablar con él, pero nada. El hombre se limitaba a mirarle fijamente sonriendo.
El alcalde había oído en algún sitio aquello de, divide y vencerás, y decidió dividir a la multitud que se reunía a diario frente al ayuntamiento, y una tarde bajó y anunció a bombo y platillo que aumentaba el salario todos los empleados municipales, esperando que todos aquellos que fueran empleados municipales y estuvieran allí junto al hombre, dejaran inmediatamente de estar allí. Pero los empleados municipales siguieron asistiendo. Otra tarde anunció medidas contra los desahucios, y otra medidas contra las estafas bancarias, y otra instauró un salario justo para todos en la ciudad, y así cada tarde, el alcalde fue bajando a anunciar alguna medida nueva. Poco a poco, medida a medida, la vida de la gente fue volviendo a ser igual de buena que lo era antes de la crisis, gracias a las nuevas leyes que el alcalde anunciaba para que la gente dejara de ir a la gran plaza junto al hombre del cartelón en blanco. Pero la gente continuó asistiendo. Muchos no sabían bien por qué lo hacían. La mayoría sentían que estaban siendo parte de algo bueno, no sabían el que, pero algo.
Un día, el alcalde anunció que iba a promulgar una ley por la que ningún alcalde pudiera cambiar todas las leyes de mejora que había promulgado en las últimas semanas, y así lo hizo. Hizo que aquellas leyes fueran leyes perpetuas e intransformables.
El hombre, vio como cerraban los comedores sociales. Y vio como no había necesidad de seguir cada tarde bajando a la plaza, y una tarde sin avisar, no se presentó a la cita. La gente se preguntaba si estará enfermo y siguieron llendo a la gran plaza, vestidos como el hombre del cartelón, durante algunas semanas más. Hasta que poco a poco, comprendieron que el hombre no se presentaría más y dejarón de ir. Había desaparecido. Nadie sabía nada de él. No sabían quien era, por lo menos para darle las gracias.  
Los poderes fácticos de la ciudad echaron en cara al alcalde su cesión ante la gente y le exigieron que cancelara todas las medidas que había tomado. Él alcalde, que se sentía respaldado, les dijo que no. A a renglón seguido abrió una subscripción popular para erigir una estatua en el centro de la gran plaza, frente al ayuntamiento, del hombre del cartelón en blanco. Fue tanto el dinero que la gente donó que se encargó y se hizo la estatua más grande que persona alguna hubiera visto y se colocó en el medio de la plaza.
Una tarde, el hombre, fue a ver la estatua que la ciudad había erigido en su honor. Iba vestido de persona normal, sin disfraz alguno, así que no había miedo de que nadie lo reconociera. Se quedó embelesado mirando la estatua. Había que reconocer que el artista había trabajado bien. Alguien que estaba a su lado, con lágrimas en los ojos comentó con el hombre; "que bonita la estatua de nuestro heroe". El hombre asintió y tranquilamente se fue hacia los bancos cercanos a la gran fuente con su bolsa llena de migas para echar de comer a las palomas y a los gorriones, que en seguida empezaron a acudir en torno a él. Los pájaros parecían la mar de contentos de volver a verle. "Ahora da gusto estar en esta plaza", se dijo.

sábado, 12 de enero de 2013

Silencio.

Compañero de tarde y ventana,
que me susurra versos al oído,
y me transporta a tiempos en que he sido,
para entender lo que seré mañana.

Con tu quietud apagas la desgana,
que en el atardecer bello y florido,
deja mi mente, para el colorido
paisaje, que en mi alma se desgrana.

¡Qué nadie ose tu armadura romper!
¡Qué hasta mi tierra añorada y lejana
me acompañes en el atardecer!

¡Qué al sosegado y tranquilo Guadiana
conduzcas a mi melancólico ser,
en las tardes de siesta y persiana!.

sábado, 5 de enero de 2013

La Conciencia.

Se arcaba el momento de la muerte y don Edelmiro Tárrega IV, el cuarto de una sucesión de Edelmiros Tarregas que desde hacía más de doscientos años se dedicaban a fabricar armas, agonizaba sin haber conseguido que su único hijo, Edelmiro Tárrega V, se dedicara en cuerpo y alma, como había hecho él, al negocio familiar.
La agonía y los avisos de la muerte próxima habían comenzado de madrugada y don Edelmiro Tárrega había mandado llamar a su hijo, para intentar hablar con él antes de morir, en un último intento de convencerlo para que se hiciera cargo de la empresa.
Pero tal cosa iba a ser imposible, aunque Tárrega IV se empeñara en lo contrario. Edelmirín no era como su padre, ni como su abuelo, ni como su bisabuelo, ni aún como su tatarabuelo, el iniciador de la saga. Todos ellos se llamaban Edelmiro y se apellidaban Tárrega. Todos ellos dirigieron hasta la muerte un negocio familiar de fabricación de cañones, fusiles, bombas y otros parterres para la guerra. Todos ellos participaron en las guerras en las que el país se vio envuelto en 200 años, aunque no en el campo de batalla, sino suministrando armas al ejército propio, y a veces al del enemigo puntual, haciendo esta circunstancia crecer el negocio, la riqueza y la prosperidad de la familia.
La cosa fue así, como quien dice, hasta antes de ayer por la mañana. Cuando Edelmiro Tárrega V, hijo de Edelmiro Tárrega IV y nieto de Edelmiro Tárrega III y más que probable continuador de la saga, vino al mundo.
Edelmiro V era distinto de sus ancestros. Tenía conciencia. Se dio cuenta a la tierna edad de ocho años, en una fría noche de invierno en la que se despertó de un sueño y vio en su habitación ante él a cinco tipos ataviados con frac y chistera blancos. Uno de ellos se adelantó y dijo a Edelmirín; "soy tu conciencia, y estos señores que ves aquí conmigo son las conciencias de tus antepasados, partiendo de tu tatarabuelo, Edelmiro Tárrega I".
Desde entonces, Edelmiro Tárrega V empezó a mostrar interés por el arte, por la música, por la literatura, por el teatro, por el cine, y empezó a mostrar un más que notable desinterés por los balances, los números y por la fabricación de armas, para disgusto de Tárrega IV. Esta circunstancia llevó a Tárrega V a entrar en el conservatorio nacional y hacerse músico. Compuso innumerables obras y se hizo famoso como violonchelista. Sus conciertos, en los mejores teatros del mundo, delante de personalidades de lo más distinguidas, fueron de lo más sonados. Y pronto, acompañado de sus cinco conciencias, la suya y la de sus ancestros, que le acompañaban a todas partes, empezó a ofrecer conciertos benéficos por las víctimas de las armas que su padre fabricaba y vendía a ejércitos de medio mundo.
Esto irritó de sobremanera a Tárrega IV, que lo desheredó y que se volvió a casar con una joven y bella modelo, tras haber enviudado de la madre de Tárrega V, en busca de otro heredero que continuara con la saga familiar, un Edelmiro Tárrega VI, que enmendara el error de su hermano. Pero todo fue en vano. Tárrega VI no llegó. Y no fue porque Tárrega IV no lo intentara, ya que estaba todo el día, dale que te pego, copulando con la joven y bella modelo, su nueva esposa. Como dice el sabio refrán; "barca vieja no aguanta vela nueva", y así, de tanto trajín sexual que se traía con su nueva, joven compañera a tan avanzada edad, en busca del heredero deseado, Tárrega IV enfermó gravemente y se puso para morir. Intuyó que la muerte lo acechaba y mandó llamar a su hijo, para hablar con él por última vez, a ver si su imagen moribunda lo hacía cambiar de parecer y se ponía a los mandos de la nave.
Su hijo se presentó a los pies de su lecho de muerte, acompañado de cinco señores vestidos de blanco, con frac y chistera. "Papá; esto señores son las conciencias de la familia desde el tatarabuelo hasta mí. Desde que nuestra familia se dedica a fabricar armas y muerte". Informó Tárrega V a su padre moribundo. "Te van a acompañar en tu camino hacia la muerte", continuó informando a su padre, que comprendió que no había solución, y que se iría de este mundo sabiendo que sus esfuerzos por mantener en pie el legado de su familia se marcharía con él y con aquellos cinco tipos vestidos de blanco, las conciencias a las que ni él ni sus ancestros, desde cuatro generaciones antes de él, habían ignorado por completo.
Antes de marchar, la conciencia de Tárrega V dio un abrazo a su pupilo. "Portate bien. Has elegido tu camino muy bien, haciendo el bien y no el mal, como tus ancestros. Yo ahora me voy a acompañar a mis compañeros, las conciencias de tus ancestros, a llevar el alma de tu padre hasta la muerte, pero volveré.", dijo la conciencia a Tárrega antes de desaparecer e irse.
Pasaron unos días y Edelmiro Tárrega V empezó a mirar con otros ojos a su joven y bella madrastra, la mujer que su padre había tomado para traer al mundo a otro Edelmiro que siguiera sus postulados y no el de su conciencia como había hecho él. Pero su conciencia se había ido y no estaba allí para aconsejarle, así que´Tárrega V se dejó llevar y acabó en la cama con la joven y bella viuda de su padre y acabó casándose con ella. "Total", se dijo, "ella ahora es viuda y está sola". De la relación, a los nueve meses nació un Tárrega VI. "Qué orgulloso estaría papá si viviera", pensó Tárrega V.
Pronto empezó a revisar los cuentas de la empresa familiar que había heredado de su padre, y se dio cuenta de que el negocio de las armas era interesante y dejaba pingües beneficios, porque guerra había siempre. Empezó a ver con buenos ojos todo esto, y la cosa le empezó a gustar, incluso pensó en poner a Tárrega VI el nombre de Edelmiro, como le hubiera gustado a su difunto padre, hasta que un día que estaba dormido, su conciencia lo despertó abruptamente. "Si me demoro un poco más, sigues la estela de tu padre", le dijo. Allí estaba una vez más su conciencia, vestido de blanco, como siempre, con su frac y su chistera. Iba acompañado de un individuo de la misma facha, el cual le informó que era la conciencia de su hijo recién nacido, Tárrega VI, y que si no desistía de su actitud y volvía por el buen camino, lo pondrían en su contra como lo habían puesto a él en contra de su padre, años antes. "No se que me ha podido suceder. De pronto, los números y los negocios de mi padre me empezaron a atraer", dijo Tárrega V para justificarse.
Asesorado de nuevo por su conciencia y por la de su hijo, Tárrega V no puso al chico el nombre de Edelmiro y le llamó Antonio. Tárrega V murió a la avanzada edad de cien años, habiendo alcanzado la proeza de llevar a la ruina la bollante fábrica de armas de su familia y habiendo tenido siete hijos, todos artistas, dedicándose cada uno de ellos a un arte diferente. El nombre de Edelmiro desapareció para siempre de la familia.