sábado, 23 de junio de 2012

Pintor de palabras.


Y yo pinto con palabras,
la verde mirada de mi amada,
el rostro azul de la tarde,
los recuerdos de mi infancia.
Los trazos de la ciudad macabra,
las caras del paisaje
de mi antigua morada,
el raro vuelo
de la paloma blanca,
la vieja iglesia de mi viejo pueblo,
de piedra labrada,
la llanura inmensa
de mi vega amada,
el calor de hogar
de mi antigua casa,
el caminar cansado
del viejo Guadiana,
el otoño de mi tierra
con sus nieblas y heladas.

Yo juego a ser
pintor de palabras,
que sin lienzo, carbón
ni mano alzada,
pinta lo que ven sus ojos,
pasado por el tamiz del alma.

domingo, 17 de junio de 2012

Los oasis de la ciudad.

 Como todo medio agresivo, la ciudad, la gran ciudad, también tiene sus oasis. Verdes, poblados de centenarios árboles, postales de cuento de hadas, floridos jardines bíblicos, donde el habitante de la ciudad se puede acoger, de cuando en cuando, para reponer las fuerzas del espíritu.
Los grandes parques de las grandes ciudades; microcosmos, submundo maravilloso, rincones del arte, de lo etéreo, recordatorios de la vinculación del hombre con la naturaleza, museos vegetales. Castaños, pinos, abetos, olivos, encinas, rosaledas luminosas y floridas, sustanciosas y bellas, estanques monumentales habitados por personajes petrificados, los cuales, el soñador y el poeta, tiende a imaginarlos tomando vida, cuando el bullicio de las numerosas gentes de la ciudad, a la caída del sol, abandonen el oasis y encaminen sus pasos a la realidad cotidiana de sus casas, en el desierto agresor de la gran ciudad.
Ninfas, ángeles caídos, literatos, reyes, princesas de cuentos de hadas, seres insignes o insignificantes, representativos del ayer, recuperados por la memoria colectiva, grabados en mármoles y granitos, inmortalizados en el mejor posible de los escenarios.
Sonido de aguas tranquilas, niños que juegan, perros que corren y ladran, jóvenes que toman el sol bronco de junio en el atardecer azul e inmenso, ancianos sentados en bancos, consumiendo los últimos rayos del sol de su vida, e imaginando el cielo como un inmenso parque, un inmenso oasis, cristalino y verde, de árboles centenarios, de fuentes, de seres de otras épocas inmortalizados en piedra, o en alma, de vida placentera, de paz, de tregua, de vida.
La vida camina tranquila por aquí, sin querer ni tener nada que ver con la ciudad frontera, que se ve como ese desierto de ardiente arena que se ha de cruzar, sino hoy, mañana. Mientras, el urbanita disfruta del oasis, espera, se relaja, duerme sobre su fresca hierba y sueña, que su vida transcurre siempre allí, en ese templo a la naturaleza, en ese medio agreste, ajeno a la gran ciudad, a la que ahora se siente ajeno.

jueves, 7 de junio de 2012

La ciudad y sus plazas.


Rectilíneas, redondas, imperfectas, sin tacha. Las plazas de la ciudad. Donde la humanidad de viandantes reposa cuerpo y espíritu, durante los tórridos veranos, inclementes. Diríase que semejan esos templos orientales, majestuosos, con sus fuentes para las abluciones y sus enormes espacios para la meditación, para la paz, para la individualidad en medio de un mar de gentes.
Las plazas de la ciudad, a veces inmensos cuadrados, construídos con historia, piedra y argamasa, de vida cotidiana, de bullicio, de claroscuros, de recovecos, de rincones escondidos y privados, y sin embargo a la mirada de los curiosos abiertos, peligrosos a la caída de la noche, inofensivos a la inmensidad azul de la mañana.
Zonas nuevas de la ciudad, plazas abiertas, inmensas, con monumentos grandilocuentes, con inmensas fuentes que, diríanse diseñadas para competir con el mar y los ríos en bulliciosas aguas. artificiales y monótonas, de aguas cristalinas, dispensadoras de frescor en el estío de la ciudad. Las plazas son ese lado bueno que todo monstruo tiene. Ese monstruo que es la ciudad. Las plazas son el suelo sagrado de la ciudad, el terreno destinado a la paz, a la concordia, a la tregua cotidiana de la belicosidad cotidiana de la ciudad, del caos de la ciudad. Son las antiguas ágoras. Disertación. Discusión. Una parada en el duro camino cotidiano de la gran ciudad.

viernes, 1 de junio de 2012

Atardecer en la ciudad.






Y vuelan;
vuelan las golondrinas,
en la tarde serena.
Y cantan,
con su aguda voz,
a la primavera.
Y ríen,
en sus juegos imposibles; y vuelan,
mientras llega la noche,
vuelan.
Y se recogerán cuando
el murciélago salga de su cueva,
y el manto oscuro de la noche,
se cubra de estrellas,
y oculte los tejados de la ciudad,
y su mar de antenas,
y los bloques de ladrillo rojo
enciendan sus velas,
y la ciudad se calme,
y se duerma,
y sino se duerme,
que se calme solamente,
en esta noche de luna llena.
Aquí, en mi cubil, sudando,
ventana abierta,
sin que de precedente sirva,
disfruto de la paz vespertina
de la ciudad, normalmente inquieta.
Calma chicha,
antes de la noche plena,
mesa con cuartilla,
te y menta,
ventana;
abierta,
sudando,
golondrinas que vuelan.