sábado, 27 de octubre de 2012

La Escuela.

He salido de la casa de mis abuelos, cogido de la mano de mi tía Julia. Vamos por la calle Grande camino de las escuelas nuevas. No he llorado, me he quedado allí, callado, junto a mis primo Cosme que me lleva un año de ventaja y es veterano en eso de ir a la escuela. Mi tía Julia me da un beso y me dice acariciándome la cabeza que pasará a recogerme cuando terminen las clases, que la espere allí, en la puerta, que no me mueva hasta que ella llegue, que sea bueno.
Es mi primer día de colegio. Las escuelas nuevas, le dice la gente de El Llano, a tres edificios de ladrillo visto, construídos al final de la calle Grande, camino de El Monte. Allí hay cuatro aulas, dirigidas a albergar a los alumnos de primero a cuarto de EGB. Son tres edificios, dotados de unos grandes porches a la entrada, donde esperamos en fila a que nos permitan entrar en las aulas. Los alumno mayores, los que van de quinto a octavo no van allí a las escuelas nuevas, sino a las aulas que hay en los bajos del ayuntamiento.
Mi primera profesora, la señorita Adela, es alta, es joven, es guapa. También es gruñona y cuando se enfada nos da en la cabeza con un bolígrafo metálico del que no se separa nunca. La señorita viene cada día desde la capital a darnos clase en un 850 verde. Nos ensaña a leer y a escribir, nos enseña a sumar y restar, a dividir y multiplicar, nos canta canciones, la del barquito chiquitito que no podía navegar, y otras similares.
Mi tendencia en esos primeros años de colegio es quedarme embelesado, observando por una ventana próxima a mi, viendo como aletean los pájaros, observando el cielo azul inmenso de la tarde (Hoy me sigo quedando embelesado observando ese mismo cielo azul; que cosas). Es en esos momentos cuando la señorita Adela descarga sobre mi cabeza la fuerza de su bolígrafo metálico. Como soy incorregible y ando siempre algo rezagado, aunque apruebo, y no muestro interés alguno por las explicaciones que nos da la señorita, ésta me ha dado una nota para que se la entregue a mi padre, con el objeto de que venga a hablar con ella a la mayor brevedad. Al día siguiente mi padre va solícito a hablar con la señorita Adela, al mediodía. Me encuentra en la puerta, al pie de la alambrada que rodea el patio, esperándolo. Ha venido del campo, de trabajar, se ha lavado la cara  a manotadas, se en enjabonado las manos, se ha cambiado de ropa y ha venido. Me coge de la mano, mi pequeña mano en la suya, grande y rugosa, llena de callos, que huele a jabón y a tabaco. Pide permiso para entrar, saluda, y lo veo de pie, con las manos cruzadas a la espalda, alto, torpe, ante la señorita, escuchando atentamente, como si estuviera examinándose de algo. La señorita le dice que no atiendo en clase, que me distraigo cada dos por tres, que trabajo lo justito, que soy un vago redomado, que podría rendir más pero no me da la gana. Él asiente, y pregunta si me porto bien, si soy travieso, si monto escándalos. La señorita le tranquiliza, y le dice que eso no, que soy muy calladito, demasiado quizá, que ando siempre metido en mi mundo. Mi padre le cuenta que mi madre ha muerto años atrás, y que él, solo, con cuatro niños a su cargo, en fin, que nos cuida mi abuela. La señorita le responde que, ¡ah!, las abuelas, los consienten mucho. Mi padre se despide, le promete estar más encima mía, me coge de la mano y salimos. Vamos andando los dos por la calle Grande, y por el camino me va regañando y me va diciendo que tengo que poner más atención, y ser bueno, y hacerme caso de la señorita. Me dice que no sé la suerte que tengo, que a mi edad él estaba trabajando, y que por eso era un ignorante, que escasamente sabe leer y escribir, y que por eso tiene que ir ahora, por las noches, a este mismo colegio, a aprender. Al llegar al casino, me despido de él, me da un beso y me acaricia la cabeza, yo voy para casa de mis abuelos y él entra en el casino. Dile a la abuela que enseguida voy, que me voy a tomar un chato, me dice. Después de comer volvemos al colegio, y no puedo evitar mirar por la ventana, y quedarme embelesado mirando los pájaros, y el cielo azul de la tarde, y la gente pasar arriba y abajo por la calle Grande. La señorita Adela me ve, me mira, pero esa tarde no me dice nada.
La señorita Adela está con nosotros hasta tercero. A mediados de curso se tiene que ir, pues está embarazada y va a dar a luz. Viene a sustituirla don Fidel, un maestro campechano y grande, de San Servando, un pueblo que hay al sur, a veinte kilómetros de El Llano. Don Fidel, cada lunes rellena la quiniela de fútbol y para ello, va niño por niño, preguntándonos que resultado pondríamos nosotros. A ver, Giménez, dice por ejemplo, Betis-Osasuna; y Giménez dice que equis. A ver, Castro, Real Madrid-Murcia, y Castro dice que uno. Y así, cada lunes, hasta completar la quiniela.
Don Fidel está con nosotros lo que queda del curso de tercero y todo el de cuarto. La señorita Adela no volverá nunca más a dar clase en El Llano, pues le han dado plaza en un colegio de la capital. Una tarde viene a vernos, con su marido y su niño recién nacido. Se sienta en la tarima que hay junto a la pizarra, con su niño en brazos, y su marido a un lado, muy elegante, con chaqueta cruzada azul marino, con botones dorados, y con don Fidel al otro. Nosotros vamos pasando, y besamos al niño, y la señorita Adela nos besa a nosotros y nos dice lo mucho que hemos crecido. Vamos pasando en fila, a ver al niño, como si fuéramos los pastorcillos de un Belén viviente que van a adorar al niño Jesús. Al pasar yo, la señorita me da un beso y me revuelve el pelo con una mano, y me dice lo mucho que he crecido, que casi no me conoce ya.
Pasa el tiempo y los cursos de tercero y cuarto. Estamos en quinto de EGB. Ya somos mayores y nos mandan a las tres aulas que hay en los bajos del ayuntamiento, tan viejas, tan tristes, tan frías, con un patio tan pequeño que apenas cabemos los niños de los tres cursos cuando salimos al recreo. Allí, en el 5quinto curso ya no tendremos un profesor para todas las asignaturas sino que tendremos varios. Está don Ángel, de matemáticas y naturales, un hombre introvertido, al que se le ve que le gusta mucho enseñar. Don Ángel es un genio en todas las asignaturas que imparte. Le llegamos a apodar el prototipo de hombre del Renacimiento porque para nosotros es como un Leonardo Da Vinci moderno. Monta un pequeño laboratorio, con los pocos medios que cuenta el colegio, y nos hace experimentos de física y química. Muchas veces, la compra de material la sufraga él de su sueldo.
Está don Hugo, que nos imparte historia y artes plásticas. Don Hugo nos dice que le llamemos Hugo y de tú. Es un hombre joven, recién salido de la universidad. Es de un pueblo de Cáceres, a unos 100 kilómetros del nuestro, y por lo tanto hace uso de una de las viviendas que en las escuelas nuevas hay destinadas a los profesores. Enseguida hace amistades en el pueblo. Sus clases son amenas. Don Hugo es un tipo muy raro, viste unos pantalones de pana raídos y un jersey de lana, rojo. Tiene una barba negra y abundante que lo hace más viejo de lo que es. Nos trata con familiaridad. La gente del pueblo dice que es rojo. Eso no le gusta al director, don Miguel.
Don Miguel, es el director y, además,  nos da lengua, religión y gimnasia. Es un maestro de la vieja escuela. No duda en hacer uso de castigos físicos. Para él, la enseñanza para con nosotros, hijos de labriegos en un pueblecito, en el mundo rural, es hacer que cuando vayamos al campo, a sustituir a nuestros padres, por lo menos sepamos leer, escribir y las cuatro reglas. Don Miguel da por supuesto que de allí no saldrá ningún bachiller, y mucho menos algún universitario. Es profundamente católico, nos hace rezar un Padre Nuestro y un Ave María, al comenzar y al finalizar sus clases, aunque ya son muy entrados los años ochenta y el Ministerio de Educación, imagino ahora desde la distancia, ya habría dicho algo al respecto de los viejos usos y costumbres de algunos de sus viejos profesores. Pero él no hace caso de las indicaciones ministeriales. Don Miguel sigue anclado en el pasado, y nos hace rezar al entrar y salir de sus clases, y nos hace ponernos firmes y formar en el patio, cuando hacemos gimnasia. A los que como yo, no somos capaces de hacer el pino, nos ridiculiza, nos llama caballos de palo, y nos advierte de lo mal que lo pasaremos cuando vayamos al servicio militar, que seremos carne de calabozo y del pelotón de los torpes. En clase de lengua, nos hace levantarnos a toda la clase y ponernos pegados a la pared, en fila, rodeando los pupitres, desde la pizarra a la puerta de entrada, en orden de mejor a peor nota, él nos va preguntando, y vamos ascendiendo puestos según contestemos bien o mal. Nos infunde un terror indescriptible, con su aspecto de hombre pequeño, moreno, calvo, con unas gafas metálicas bifocales con los cristales ligeramente ahumados, serio, bucólico, austero. De vez en cuando, los más díscolos, o simplemente los más rebeldes, sufren una de sus medidas de fuerza, el hostiazo en la cara, para después acabar de rodillas durante toda la hora próxima, con los brazos en cruz. Todo el mundo teme a don Miguel, nosotros, los demás profesores, los padres.
Los tres años desde quinto hasta octavo, se me hacen una eternidad. Don Hugo se va, dicen las lenguas que por obra y gracia de don Miguel, que no quiere rojos dando clase en "su" colegio y al que no le gustan los métodos modernos de enseñanza. Le sustituye un profesor de la capital, don Aquiles, un hombre bastante amanerado y que suscita enseguida nuestra crueldad infantil hacia su persona, y más rojo todavía que su predecesor. Se diría que el ministerio está dispuesto a amargar la existencia a don Miguel a base de mandarle profesores, a cual más bolchevique, para sus alumnos. Don Aquiles es un enamorado de la música clásica y músico aficionado. Introduce la materia de música en el colegio, nos enseña solfeo y nos pone discos de para que los escuchemos en clase. Al igual que don Hugo, don Aquiles nos da historia. En aquel año hay un referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, y don Aquiles, en clase, nos suelta un mitin al respecto, y nos da las razones de porque según él, España debe salir de la Alianza Atlántica. Este mitin llega a los oídos de don Miguel, el cual al día siguiente, en plena clase de lengua, nos suelta otro mitin, alegando razonamientos totalmente contrarios a los de don Aquiles, por supuesto a favor de nuestra permanencia en tan distinguida organización defensiva internacional.
Pasa el tiempo, acabo octavo, al año siguiente de dejar el colegio de mi pueblo, inauguran un colegio nuevo, con calefacción central, y con aulas grandes y limpias, sin humedad y sin frío, y con un patio amplio, con una pista de fútbol sala. La modernidad había entrado en El Llano. Ya no era un colegio destinado a que los hijos de los labradores de mi pueblo, supieran por lo menos leer y escribir y las cuatro reglas. Ya, parecía un colegio destinado a futuros bachilleres, a futuros universitarios, a futuros médicos, abogados, jueces, ingenieros.
Al poco tiempo, don Miguel se jubiló, al igual que se fueron jubilando el elenco de profesores que nos había dado clases a mi generación, unos mejores, otros peores, unos recordados con cariño, otros con odio.
Al año siguiente de acabar octavo, empecé a ir al instituto a hacer bachillerato, a El Monte. Lo dejé dos años después. Paradójicamente ningún niño de los que fue conmigo a clase durante la EGB en mi pueblo, terminó el bachillerato, igual que me sucedió a mi. Ninguno fuimos a la universidad. Supongo que para gozo de don Miguel, pues esta circunstancia le daba la razón, a él que pensaba que la educación en mi pueblo estaba hecha, exclusivamente, para que no fuéramos unos ignorantes, como lo fueron nuestros padres, pero eso si, no estaba hecha para que ninguno acabáramos en la universidad.
A veces cuando voy a mi pueblo, paseo junto al colegio nuevo, y me siento a observarlo largo rato. Ese edificio que se puso en funcionamiento, justamente un año después de dejar el colegio. Paseo por el pueblo, y me encuentro con antiguos compañeros de clase, que me cuentan que un hijo suyo está a punto de terminar farmacia, o está en tercero de medicina. Me doy cuenta entonces lo que han cambiado las cosas, de aspirar a ser un poco menos ignorantes que nuestros padres, a aspirar a terminar medicina, va un mundo.

sábado, 20 de octubre de 2012

El otoño desconsolado.

Y llorará el otoño desconsolado,
y sus lágrimas anegarán
los atrios de los palacios,
e inundarán la ciudad
y sus barrios altos,
y esas lágrimas llegarán
a la cima de los collados.

Y llegará el otoño desconsolado,
a regar las semillas
que florecerán en mayo,
las torres caerán
a fuerza de llanto,
que oxidarán cadenas
y abrirán candados,
y serán testigos,
los árboles deshojados.

Y clamará el otoño desconsolado,
teñirá de cárdeno
su manto,
abrirá los postigos
atrancados,
y el sentimiento de agobio,
antes guardado,
se derramará por los pueblos,
se derramará por los campos,
como derrama el invierno
su manto blanco,
y la verdad bajará,
como baja el sol tras el ocaso,.

Y morirá el otoño,
y con él el año,
y vendrán nuevas aguas,
y nuevos barros,
y un otoño nuevo vendrá
a visitarnos;
y una nueva luna
que alumbrará otros collados,
que inundará de luz
la ciudad y sus barrios,
y anegará de vida
los atrios de los palacios.

viernes, 12 de octubre de 2012

El Imaginero.

El mayordomo de la cofradía de la Soledad le había advertido a Yáñez que don Celso Méndez, el artista, el gran imaginero que había realizado las principales tallas que salían en procesión en las principales iglesias de la ciudad y de la provincia, en la Semana Santa, estaba ya muy mayor, aunque lúcido, y que quizá no era buena idea hablar con él, dado lo avanzado de su edad, noventa y nueve años.
Aún así, Yañez había insistido en hacerlo, y para ello se dirigía en coche hacia la casa de don Celso, en las afueras de la ciudad en aquella tarde de marzo, agradable, en la que el sol picaba y la primavera se empezaba a dejar caer, temprana.
El asunto había empezado como sin querer a tomar el camino de lo interesante. Todo había empezado cuando el director del periódico había encargado a Yáñez una serie de reportajes sobre la Semana Santa, que con motivo de la misma, serían incluídos en un suplemento especial. Como Yáñez no tenía mucha idea de estas cosas, pidió ayuda a su padre, que lo envió a hablar con un viejo amigo suyo, Cristóbal Diéguez, mayordomo de una de las más antiguas y reputadas cofradías de la ciudad, la de la Soledad. Este había servido de cicerone a Yáñez y lo había conducido por las parroquias más importantes para recabar información sobre el tema. Había una imagen en la catedral, la última cena, que había suscitado algo de interés en Yáñez. Diéguez, le informó que era una talla complejísima, realizada por el imaginero don Celso Méndez,hijo de esta villa. Se decía, que dos de las figuras representadas, guardaban un parecido más que notable con un alcalde y un concejal de la época: Judas Iscariote y San Pedro. Él asunto comenzó a despertar interés en el periodista; nada más y nada menos que un imaginero que plasmaba las caras de dos personajes públicos de su ciudad en una de sus imágenes, en la de la última cena. Tras investigar, Yáñez supo que el autor vivía, en una casa de campo no lejos de la ciudad con una de sus hijas, y aunque muy mayor, el buen hombre todavía tenía lúcida la cabeza. Así pues Yáñez se puso en contacto telefónico con él, que accedió encantado a concederle una entrevista en su casa.
Para llegar a la pequeña finca de don Celso se guió por las explicaciones del mayordomo de la cofradía, buen amigo del viejo. Era está una mediana casa de campo de dos pisos, encalada y rodeada de viñedos y de olivos, situada a pocos kilómetros de la ciudad. Abandonó la carretera y accedió a un pequeño camino de tierra que lo condujo hacia una gran verja, abierta de par en par. Don Celso lo estaba esperando en el porche de la casa, sentado frente a una gran mesa de camping blanca. Estaba merendando un poco de pan con aceite y un vaso de vino tinto. Invitó a Yáñez a que se sentara y lo invitó a merendar, invitación que Yáñez rechazó amablemente con la excusa de que ya lo había hecho. Era don Celso un viejecito enjuto, de pelo blanco, con las manos y los antebrazos delgados y huesudos como sarmientos. Cuando el hombre hubo terminado su merienda, pidió a su hija que retirara la vajilla sucia y que los dejara solos.
-Bien hijo, usted dirá que quiere de mi-; dijo don Celso mirando a Yáñez.
-Es sobre la imagen de la última cena que está en la catedral. Estoy realizando una reportaje sobre la Semana Santa, ya sabe; entrevistas a mayordomos de cofradías, a cofrades, a sacerdotes y a gente relacionada con ella en general, y me he topado con esa imagen que me ha llamado la atención, sobre todo por alguna habladuría que circula por la ciudad con respecto a ella. Me enteré que era obra suya y me pregunté si usted tendría algo que decir al respecto.
El anciano esbozó una leve sonrisa.
-¿Y qué voy a decir yo, salvo confesarle que lo que se dice es verdad? Si me deja usted se lo voy a explicar. Verá joven, para ser imaginero hay que ser creyente. Yo lo soy, igual que pienso que lo era, por ejemplo, Miguel Ángel para realizar los frescos de la capilla sixtina. Eso si; creer no significa comulgar con todo lo que la Iglesia te dice; creer no significa acatar la interpretación que la Iglesia hace de los Evangelios, sin ningún matiz. Yo, ya le digo, soy una persona muy creyente. Dios me dio una habilidad, la de tallar la madera, la de sacar figuras de ella. Hoy, los santos son todos de escayola, hechos a base de moldes, en fin, ya sabe lo que es esta época en la que la gente opta por lo fácil, y en la que la gente lo quiere todo rápido. Una talla requiere tiempo, paciencia, saber elegir la madera adecuada, en fin, hoy me moriría de hambre, de eso estoy seguro. Cuando yo empecé en este oficio, hace muchos años, la única que seguía pagando bien por estos trabajos era la Iglesia. Pero he aquí, que teniendo yo dieciocho o diecinueve años, llegó al taller donde yo empecé un pedido de un particular, para donar la pieza a una iglesia de otra provincia. Querían que les hicieramos un Nazareno. Para ponerme más en situación, me leí la Biblia, la parte del Nuevo Testamento, donde se relata la pasión y muerte de Jesús. Los detalles son importantes a la hora de realizar una imagen. El caso es que, a partir de ahí, me aficioné a leer la Biblia a diario, cosa que pocos católicos hacen, y empecé desde entonces a leer un capítulo todos los días.  Un día llegué a esta cita del Éxodo: "No os hagáis ídolos, no os alcéis estatuas o estelas ni pongáis en vuestra tierra piedras esculpidas para postraros ante ellas porque yo soy el Señor vuestro Dios..." Sé da cuenta joven de lo que significa este versículo de la Biblia para mi trabajo. Estaba pecando gravemente. No solo estaba alzando estatuas sino que las estaba alzando para que la gente se postrara ante ellas.
-¿Y qué hizo usted entonces?, preguntó Yáñez al viejo, al cual le empezaban a brillar los ojos de manera especial, conforme iba contando su relato.
-Pues hice lo que haría todo buen creyente católico, confesarme con mi párroco. Fuí a un párroco que ejercía entonces en la parroquia de San Telmo, don Pedro. Le confesé el tema que me preocupaba, le puse al corriente de mis dudas, acerca de si no estaría yo mismo pecando y llevando a mucha gente a pecar.
-¿Y que le dijo el párroco?
-Me dijo: "Méndez, está usted muy cerca del protestantismo y de la herejía". Eso me dijo, y se quedó tan pancho, figúrese muchacho. Y yo le insistí, "pero hombre, don Pedro, el Éxodo dice lo que dice", y él me contestó que yo me dedicara a mi oficio, que de interpretar las escrituras ya se ocupaba él y los demás ministros de la Iglesia, y que no se hablara más del tema.
-¿Y qué decidió hacer?
-Nada, porque en esa época cualquiera decía nada contra la Iglesia. Estuve un tiempo muy mal. Un día don Pedro, el párroco que me confesó, me abordó en el taller y me dijo que quería hablar conmigo. Se disculpó y me dijo que sentía haber estado tan brusco, el día que le fui a confesar aquello, me intentó explicar que la Iglesia permitía las imágenes y el culto a ellas porque la gente necesitaba vera una imagen de la divinidad para creer, que esto venía de tiempo atrás, de siglos, y que también las permitía para explicar pasajes de las escrituras a gentes que eran análfabetas en su mayoría, y que cambiar eso ahora sería muy difícil. Yo le dije a todo que si, pero no me convenció, porque la Biblia, el Éxodo, ponía lo que ponía, y claro, si nos vamos a saltar a la torera lo que pone la Biblia, apañados vamos. Así que decidí denunciar situaciones, poner rostros humanos a los santos que hacía. Porque dese cuenta joven, que en el fondo, yo comía de esto, ¿sabe?, y la Iglesia era mi mejor cliente. Había gente, de recursos, con posibles que te encargaba alguna figura, pero eran los menos. Y además, el noventa y nueve por ciento de los trabajos que hacían eran religiosos. ¿Y qué hacer? Pues decidí seguir tallando, imágenes, pero decidí hacer críticas con ellas. Por ejemplo, hice un paso de Jesús ante Pilatos, en el que Pilatos es el presidente de la Diputación, el cual en aquella época se decía que se había apropiado de los fondos para adecentar el hospital de San Cosme y San Damián, que estaba hecho una pena. Y en la imagen de la última cena, San Pedro es un alcalde que hubo en esta cuidad, Bernardo Clarés, que colocó a toda su familia, en primer, segundo y tercer grado en el ayuntamiento y que había renegado para medrar de su antecesor y mentor, Pablo Calero, que está representado en esa misma imagen como Judas. Este Pablo Calero había traicionado a algunos de sus compañeros de partido entregándolos a la justicia, cuando se corrompieron a instancias suya, como precio para salvarse él. Para la imagen del duvitativo Santo Tomás tomé como modelo a don Pedro, al cura que me dijo que me ocupara de tallar mis figuras que él se ocuparía de interpretar las escrituras y luego vino a pedirme perdón y a suavizar su actitud para conmigo.
-¿Solamente ha tomado en esas figuras a personajes reales como modelo o hay más?, preguntó Yáñez.
El viejo sonrió y contestó ; -Todas mis obras, desde entonces, tienen como modelo a algún personaje real, conocido, público, en esta ciudad, en esta región o a nivel nacional. Todos los artistas que se han dedicado a la imaginería, a la pintura o a la escultura religiosas, lo han hecho. Siempre me ha gustado el trabajo que hacen en las fallas de Valencia con lo ninots de cartón piedra, bien pues decidí que los personajes, digamos negativos, que salían en mis tallas, serán tomados de la imagen de personajes públicos que a su vez hubieran tenido una mala actuación en el ejercicio de su actividad. Ellos serían mis ninots. Muchos de los soldados romanos que están representados en mis pasos, el rey Herodes, el Pilatos que le he comentados antes, son políticos, obispos, empresarios, de este tiempo, de hace veinte, treinta o cuarenta años.
Mientras Yáñez anotaba algo en un cuaderno que había sacado de su mochila, el viejo aprovechó para servirse un poco de agua de una jarra. Yáñez terminó de anotar y miró a don Celso.
-Don Celso; no quiero perjudicarle, pero, me gustaría publicar esto. ¿Me da usted su permiso para hacerlo?
El viejo esbozó una ligera mueca de asentimiento, como si hiciera tiempo que estuviera esperando esa petición. -Pues claro que tienes mi permiso, joven- dijo; -Si con noventa y nueve años. a un paso de la muerte voy a tener miedo...
El artículo nunca se publicó. Lo impidió el director del periódico, que prohibió a Yáñez hacerlo y comentar a nadie nada sobre el tema. El argumento que esgrimió es que ese asunto pondría al periódico en malas relaciones con gente, que en muchos casos, seguía ejerciendo mucho poder en la ciudad y en la región, y todo por las confesiones de un viejo loco. El reportaje salió en un suplemento especial que el periódico editó con motivo de la Semana Santa. En el se hablaba de la rica imaginería de la ciudad y sus templos; se hizo referencia a don Celso Méndez como autor de muchas de ellas, pero no se mencionó nada sobre el asombroso parecido de algunas de las figuras con personajes públicos que habían regido los destinos de la ciudad durante más de cuarenta años. 

martes, 2 de octubre de 2012

Toto.

Hará uno quince años que lo vi por última vez. Entonces trabajaba yo de camarero, con mi primo Cosme, en una cafetería de la capital. Allí se presentó, se había escapado del psiquiátrico una vez más, o lo habían dejado irse una vez más, quién sabe. Venía hecho una lástima, sin afeitar, despeinado, con la ropa sucia de haber dormido en cualquier parte. Nos pilló a Cosme y a mí cerrando, barriendo y fregando el suelo de la cafetería y colocando los taburetes encima de la barra. Nos pidió un cigarrillo, como él hacía siempre, con aquella frase que lo hizo célebre por toda la comarca: "Herrrrmano, dame un cigarro". Cosme intentó hacer la gracia que hacían con él todos en el pueblo. "Te lo doy si bailas",le dijo mi primo, y a renglón seguido él se puso a bailar al ritmo de las palmas de Cosme, que de vez en cuando se interrumpía para darle una colleja. Me dio pena, saqué el paquete de Fortuna de mi bolsillo y le dí dos o tres cigarrillos. "Déjalo ya. ¿No ves como viene?", le dije a mi primo para que terminara con el númerito. Cuando Toto consiguió lo que quería de nosotros, el tabaco, se escabulló hacia la puerta, miedioso quizás de que alguna colleja se escapara como despedida. Antes de salir del local se paró y me miró, y con la mano derecha, triunfante, levantó los tres cigarrillos que le dí. Nunca lo volví a ver más. Meses después de aquella noche me enteré que había muerto, en el psiquiátrico, totalmente ido, dicen que estaba hecho un vegetal, que apenas conocía a nadie de tan drogado como lo tenían a base de tranquilizantes; y me volvió a dar mucha pena.
Dicen que en todos los pueblos hay un cura, un alcalde, un boticario y un tonto. No se si Toto era el tonto de El Llano. Unos decían que estaba loco, otros que era tonto de remate y otros que simplemente era un sinvergüenza que no quería trabajar. Quizá fuera alguna de esas tres cosas, solamente, o quizá fuera las tres al mismo tiempo. Toto era hijo de José Coronel, un pequeño propietario, agricultor con tierras propias, hombre duro, muy religioso, y de Antonia Beltrán, que en contrapunto con su marido, a decir de las lenguas, era una mujer cándida y buene, con un carácter afable. Toto, además tenía un hermano pequeño, al que no conocí, que se fue emigrado muy joven a Barcelona y que rara vez se dejaba caer por El Llano. Toto vino al mundo en plena posguerra y muy pronto empezó a dar evidencias de cierta imbecilidad, aunque su padre no quisiera ni oir hablar del tema. Para él, su Joselito era de lo más normal, y si no lo era, si había salido torcido, ya se encargaría él de enderezarlo. Y así Toto fue creciendo, llendo a la escuela como cualquier otro niño de El Llano, y siendo objeto de la crueldad de los otros niños. Toto era simplemente el tonto, aquel que recibía todas las bromas pesadas, aquel que recibía todas las patadas y los pescozones, todas las burlas de los demás niños. Y así, entre bromas pesadas de sus compañeros de colegio, Toto fue creciendo en un mundo aparte, nadie jugaba con él, porque era el tonto y con el tonto no se jugaba, con el tonto se divertía uno, pero jamás se le llevaba como compañero de juegos, ya se sabe, los niños son crueles, para lo malo y para lo bueno.
Se hizo mayor y le tocó ir al servicio militar, como todos los jóvenes de su edad en el pueblo. La gente en el decía que como iba a ir Toto al ejército, si era un tonto de baba, si estaba loco, y fue el alcalde el que intentó convencer a su padre de que alegara el estado mental de su hijo, para que lo libraran de ir al servicio. Pero don José tenía otra forma de pensar, su hijo iría a la mili, como fue él, y antes que él su padre. Todos los Coronel habían cumplido con la patria y Joselito no iba a ser menos. Intentaron las fuerzas vivas, encabezadas por el alcalde convencer a don José. "Pero mira que eres terco, si fueras de otra manera habrías llevado a Joselito a un buen médico, y a lo mejor hoy, no te digo que sería normal, pero a lo mejor estaría de otra manera". No hubo nada que hacer y Toto tubo que ir al ejército. Y ya se sabe como las gastaban en el ejército en aquella época, que si los veteranos, que si los novatos, que si las novatadas. Toto sirvió a la tropa de conejillo de indias, de diana para todas sus crueldades, lo cual le produjo una idiotización o una locura, o llámese como se quiera llamar, aún mayor. El caso es que las autoridades militares lo tuvieron que licenciar, porque Toto intentó suicidarse, hasta tal punto llegó la crueldad de sus compañeros de cuartel. Así que volvió a casa, dicen que más trastornado que se fue. A partir de entonces, empezó a vagabundear por toda la comarca, y por la capital, y así, empezó a ser conocido por todo el mundo fuera de El Llano, como "el hermano", por su manía de soltar a todo el mundo la frase de: "Herrrmano, dame un cigarro".
Don José, su padre, en este tiempo envejeció cien años, todos los achaques que en el mundo eran se cebaron con él. Se quedó ciego y tenía que ir a todos lados ayudado por alguien. Por las tardes, cuando Toto estaba en el pueblo, acompañaba a su padre a dar un paseo por el campo, no alejándose mucho, las tardes en que hacía buen tiempo. Toto, guiaba a su maltrecho padre y lo metía por todos los charcos que veía, y lo hacía cruzar por alguno de los arroyos que circundan el pueblo, o le hacía meterse por las acequias cuando estas llevaban no más de un palmo de agua, y cuando lo llevaba de vuelta a casa, el pobre viejo iba de agua y de barro hasta las trancas. La gente decía entonces que esto lo hacía Toto por venganza contra su padre, por no haber permitido que alegara locura y lo libraran de la mili. Y así la vida de don José Coronel se fue apagando poco a poco, hasta que una tarde se cansó de vivir. Toto y su madre se quedaron solos en el mundo. Estaba el otro hijo del matrimonio, el hermano pequeño que emigró a Barcelona, pero este a decir de las lenguas, no quería saber nada ni de su madre, ni de su hermano mayor.
A partir de la muerte de don José, Toto empezó a vagabundear por los pueblos más si cabe. Fue entonces cuando su madre acudió al alcalde en busca de ayuda. Él era un hombre influyente, con contactos en la capital y podría mirar de que internaran a su Joselito, que no era malo en el fondo, pero que ella reconocía que no estaba bien, y que tenía miedo que cualquier día se lo trajeran muerto, atropellado por algún coche, o algo peor. El alcalde se hizo cargo y pronto consiguió que metieran a Toto en el Psiquiátrico provincial. Pero como los médicos de la institución, tras analizarlo a conciencia, decían que Toto, efectivamente tenía una enfermedad mental, pero no estaba para estar internado siempre, los años siguientes se los pasó entrando y saliendo del manicomio, para disgusto de su madre, pues la buena mujer pensaba que para nada habían servido los contactos del alcalde, ya que su hijo, seguía como perro sin amo, vagabundeando, de un pueblo a otro, todo el día en la calle, y que ella, pobre mujer viuda, no podía con él.
Y Toto fue envejeciendo, y supero la cuarentena y la cincuentena, como tonto oficial del pueblo, vagabundeando, ora en este pueblo, ora en este otro, ora en la capital, ora en el psiquiátrico, para disgusto de su santa madre. Cuando aparecía por El Llano, si iba por la plaza mayor, cuando por las tardes estaba repleta de jornaleros en busca de trabajo para el día siguiente, Toto servía de distracción a estos, como cuando era niño y era apaleado por los otros niños, o como cuando fue a la mili y acaparó todas las novatadas, a cual más cruel, de sus compañeros de cuartel. Toto era apaleado inmisericordemente, le pagaban un litro de tintorro si era capaz de bebérselo de un trago, le invitaban a tabaco se era capaz de fumarse dos cigarrillos a la vez, todo ello acompañado de patadas y pescozones. Siempre había alguien que pasaba por allí y llamaba la atención de los que le hacían las perrerías al pobre Toto: "Hombre, ¿no os da vergüenza?, reirse así de un pobre tonto", pero ellos seguían a la suyo y daban largas con un; "usted no se meta donde no le llaman", y seguían martirizando a Toto, que se dejaba martirizar, a cambio de un litro de vino y de unos cigarrillos, que acababa borracho perdido, sin tenerse en pie y objeto de las burlas de los labriegos, que se olvidaban de su pobreza, de la falta de trabajo, de las condiciones miserables en las que vivían, dando patadas o emborrachando al tonto del pueblo. Esto llegaba a oídos de doña Antonia, porque en un pueblo todo se sabe, y la buena mujer, decía siempre la misma frase a quien le decía esto o aquello de su hijo; "¡Ay!, si el buen Dios tuviera a bien llevarnos a los dos con él, porque mi hijo, el de Barcelona no quiere saber nada y el día que yo falte..."
Poco a poco, Toto fue a peor, casi no aparecía ya por su casa y si aparecía, a los pocos días estaba otra vez de vuelta en la calle, así que doña Antonia tomó la determinación de vender unas tierras que le quedaban y dar el dinero a las monjas del asilo de ancianos de la capital, a condición de que la acogieran a ella y a Toto. A ella la acogieron con gusto, pero lo de Toto fue harina de otro costal, como el asilo no era una cárcel, ni las monjas lo podían encerrar, Toto empezó a llevar la misma vida que cuando vivía con su madre en el pueblo, y solo acudía de cuando en cuando al asilo, hasta que un día ocurrió lo que su madre tanto temía, lo atropelló un coche que le dejó una pierna hecha un cisco. Por mediación de las monjas, se consiguió que Toto permaneciera siempre interno en el Psiquiátrico, y allí quedó, internado, salvo cuando se escapaba, a retomar otra vez el vagabundeo.
En el psiquiátrico estaba interno, cuando lo vi por última vez, con mi primo Cosme, sin afeitar, sucio, despeinado. Su madre había muerto meses antes, y la habían llevado a enterrar a el cementerio de El Llano. Parece que Dios oyó la petición que ella tanto le hacía, y Toto murió solamente un año justo después que ella. Lo enterraron en el Llano, también. Dicen que al entierro solamente asistió el hermano de Barcelona y su hijo, y unos pocos vecinos de la calle donde habían vivido toda la vida. Antes de irse, el hermano puso en una de las ventanas de la casa, un cartel de "Se Vende", con un número de teléfono de Barcelona debajo, para quien estuviera interesado en comprarla. No ha vuelto nunca más por El Llano. La casa sigue allí, cayéndose a trozos, con el cartel todavía colgando de una de la ventanas, y la gente cuando pasa por allí mira a la casa, medio en ruinas ya y dice: "Mira, esa es la casa de Toto". Curioso, cuando Toto pasó tan poco tiempo en esa casa.