viernes, 25 de septiembre de 2015

Es Septiembre la muerte dulce...

...del verano.
¡Quién tuviera una muerte así!
Me gusta pasear en sus tardes,
largas aún.
Me gusta su cielo enmarañado,
su templanza apacible.
Me gusta ver a Septiembre
guiar al verano hacia su sueño.
Sí, definitiva y decididamente
creo que me gusta Septiembre.
Creo que a Septiembre
le gusto yo, también.
Nací en él.
Soy de Septiembre,
templado, ¿apacible?...
Cómo me gustaría que el final de mi vida
fuera un septiembre, plácido y templado...

jueves, 10 de septiembre de 2015

El Abuelo.

Cae la tarde. El abuelo va con el niño por el camino del río. Lleva puesta su vieja boina negra, su camisa verde siempre remangada, sus pantalones grises, sus zapatillas de fieltro azul. Empieza a hacer calor. Es abril, quizá mayo. El abuelo lleva un saco de red rojo doblado en las manos. El niño va delante de él, trotando cual potrillo desbocado. El abuelo se para, en esa zona hay cardillos, o espárragos en aquella otra de allá, junto a aquella acequia. Se agacha. Enseña al niño a diferenciar los cardillos de las yerbas comunes, o lo enseña a ver los espárragos escondidos en las espesas esparragueras verdes que se esconden en los pedregales, o tras los muros de las acequias.
La tarde es joven aún, y el abuelo y el niño caminan por el camino que lleva al río, camino de la senara, de la tierra que aún trabaja el viejo, a pesar de sus años y de sus achaques. El abuelo se vuelve a parar junto al desagüe, y mira allá a lo lejos, hacia los juncos que pueblan sus riberas. Por allí, junto a los juncos, enterró el abuelo al Rubio, aquel perro labrador tan bueno, tan manso, del que tanto le han hablado al niño. El niño no se acuerda del Rubio, y el abuelo, sonriente le dice que como se ha de acordar si todavía no había nacido cuando el Rubio se murió.
Llegan a la senara. El maíz apenas ha nacido, recién sembrado como está. El abuelo, siempre seguido por el niño, comprueba que el espantapájaros que reina en medio del trigal siga en pie, y no lo haya tumbado el viento. También comprobará que las pequeñas plantitas de tomate están bien, bajo el plástico blanco del semillero. El niño lo sigue a todas partes, como un perrillo juguetón, prestando atención a lo que el abuelo le dice, o le indica. Al niño le gusta oírlo cuando mira al cielo y sentencia si va a cambiar el tiempo o no, o cuando le dice uno de los miles de refranes que se sabe, o le indica cual es el nombre de este o aquel pájaro, o de este o aquel árbol.
El niño y el viejo se sientan juntos en el brocal de la acequia que por allí cercana pasa. El abuelo sacará la merienda de una bolsa blanca, chorizo rojo y pan, que cortará con su navaja. Ordenará al niño que coma, o la abuela se enfadará con los dos. El niño comerá, y después beberá el agua fresca y cristalina que el abuelo sacará del pozo, y que le dará en una vieja taza de zinc que guarda en el cobertizo. El niño recuerda cuando el viejo tenía las vacas, y le daba un poco de leche recién ordeñada en esa misma taza. El niño no volverá nunca a beber una leche tan rica, ni un agua tan fresca.
El niño y el viejo ríen. El abuelo desfruta sentado con el nieto, en medio de la tarde, y contesta paciente a sus muchas preguntas. A veces el niño le pregunta por la guerra, y el abuelo se pone triste, y contesta con monosílabos. Para el niño la guerra no es más que uno más de sus juegos de niño. No es más que una película, donde los buenos ganan y los malos pierden. La guerra es algo inocente para él. Sabe que el abuelo estuvo en una guerra, que tenía un viejo fusil Máuser, y un viejo casco alemán que le salvó la vida dos veces. El niño se lamenta de que el abuelo no se trajera el fusil y el casco de la guerra. Si lo hubiera hecho, el podría jugar con ellos, a eso mismo, a la guerra. Pero no se los trajo. El niño nota al abuelo incómodo, triste, monosilábico. A pesar de su inocencia sabe que no se pueden traspasar ciertas líneas. Jamás le preguntará si mató a alguien. El niño no lo sabe. Imagina que si, porque en la guerra se mata, pero jamás hará la pregunta, y cambiará de tema, hacia cualquier otra cosa, hacia un pájaro, hacia un árbol, hacia una nube, y poco a poco, la sonrisa volverá a iluminar la cara del abuelo.
El sol empieza a irse hacia Portugal. El abuelo anuncia al niño que es hora de volver a casa. Se echará el saco con los cardillos al hombro, y acariciará al niño en la cabeza. Desandarán los dos el camino del río hacia el pueblo. Llegarán entre dos luces a la casa, y encontrarán a la abuela preparando la cena. El abuelo se lavará las manos, se sentará en la sala a "ver el parte" en la tele en blanco y negro que preside la estancia. Se sentará en torno a la vieja camilla, redonda y grande, y el niño se sentará a su lado, con un libro, con una libreta, los deberes. El viejo le ayudará. Al niño le gusta la letra y los números que dibuja el abuelo, tan limpios, tan bonitos, tan simétricos, tan pulcros. Se diría que el abuelo ha sido contable y no campesino. El niño recuerda aquellos cuadernos donde el abuelo anotaba cada saco de semillas, de abono, de nitrato, de pienso; con aquella letra y aquellos números, y como a él le gustaba admirarlos. Para el niño, el abuelo es el más sabio, algo así como un mago. Un día le talló una billarda con un palo y una tabla, con la única ayuda de su vieja navaja, y el niño era la envidia de la calle, con su billarda nueva, tallada por el abuelo.
Pocos años después, un verano, el abuelo se cansó de vivir y se fue. Aquel día el niño se aguantó las lágrimas. Lo prometió a la abuela. Prometió que sería fuerte y no lloraría. Lo prometió y lo cumplió. Esas lágrimas son las que el niño vierte hoy, muchos años después, hombre ya, lejos de El Llano, lejos de su tierra, frente a una cuartilla blanca, recordando...