martes, 22 de octubre de 2013

Vivo.

La vida sucede a la vida.
Vamos camino del otoño, montados en el caballo del mañana.
Oh, como añoramos el ayer, la infancia, lo pasado,
como retrovisamos viendo caer las hojas de nuestro otoño por la ventana.

Y sin embargo no le quitamos ojo al mañana.
Querremos construir, terminar, corregir, hacer, rehacer...
¿Rememorar?
Recordar.

¿Y vivir, para cuando lo dejamos?
Nos paramos un momento.
Ahí, apoyados contra la pared de ladrillo,
grafiteado, sucio, húmedo.
¿Cuánto hacia qué no nos parábamos?
Días, meses, años, dos, cinco, cien.
Siempre que nos paramos, lo hacemos para recordar.

Nos paramos, y después seguimos, al mañana, al mañana, al mañana....

"Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir"...
Querido y estimado Jorge; si al nacer empezamos a morir; ¿cuándo diantres vivimos?.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Un apellido raro en un mar castellano.

Empieza el primer día de clase. Cuarto curso. EGB. Colegio Público San José, en mi pueblo, El Llano.  Don Miguel nos nombra uno a uno. Nombre y apellidos." Francisco José Eguía Rodríguez", dice en voz alta y clara." Presente", contesto. A mi alrededor se escuchan unas leves risitas. Tengo un apellido raro, vasco, o por mejor decir, navarro. De Navarra es de donde procede mi padre. Desde allí emigró a El Llano, como tantos otros, buscando tierras baratas que labrar. Duros a cuatro pesetas. Para cuando mi padre se arrepiente de haber dejado su tierra navarra por el sueño extremeño, es tarde. Tiene ya en la comarca de La Vega una mujer y tres niños que tiran de él para que se quede, para que no retorne.
Mi padre viene de Navarra, como mi apellido, raro, euskaldún. Aunque mi padre no es euskaldún. El procede de Ribera del Ebro, y es castellano hablante. Pero no su apellido ni el mío, que es un apellido raro. Los niños pronto me bautizan con el mote de "Lejía", que suena parecido a Eguía, y con el sobrenombre de "Lejía" me quedo.
Empiezo a odiar mi apellido. Empiezo a odiar sentirme diferente. Quiero ser como los demás niños. Quiero llamarme Sánchez, o González, o que me llamen por mi segundo apellido, Rodríguez, tan común en El Llano. Pero no. Ellos insisten en martirizarme. Casi todos me llaman "Lejía". "El lejía". Y luego está don Miguel, el director, un maestro de la vieja escuela, que insiste en llamarnos a todos por el apellido y de usted. En la clase hay algunos casos más de apellidos raros, ajenos a los apellidos castellanos de El Llano: Ferreira, Segarra, Muguruza, Pallars, Sousa. Todos ellos debida y cruelmente modificados, con sus respectivas variables, convertidas en apodos, dirigidas a martirizar a sus poseedores. "Perrera, Se agarra, Malaguza, Pallaso, Sosa".
Empiezo a mirar con recelo a mi padre y a su apellido. Empiezo a mirar su tierra como extraña. Empiezo a sentirme más extremeño que nadie. Empiezo a dejar de lado mi parte navarra, a olvidar que la tengo. A veces en la tele o en el periódico, se nombran apellidos similares al mío, raros, extraños, relacionados con tal o cual atentado de ETA, o tal o cual acto de sabotaje. Alguien relaciona a mi padre con esos apellidos raros como el suyo, que es el mío. "Joder con los vascos. ¿Es qué no sabéis vivir en paz allí arriba?", le dicen. El se defiende siempre de la misma manera. "Yo no soy vasco. Soy navarro. De La Ribera. Los navarros de La Ribera somos más españoles que nadie. Los primeros en sacar la cara por la patria, siempre. Con más cojones que nadie. Los más de lo más". En El Llano saben que mi padre se pica con estas cosas, que se molesta, que entra al trapo fácilmente, así que optan por seguir erre que erre. "Ya, ya; pero primos hermanos sois, ¿eh?". Mi padre se da cuenta de su torpeza entrando al trapo e intenta resolver la cuestión con un "Más primos que hermanos". Al final todos tan amigos. Estamos en El Llano y aquí el País Vasco y Navarra, incluso Madrid y Barcelona, quedan un poco lejanos, ajenos, hasta diría que raros.
Con los años me acostumbro a mi apellido raro, extraño, ajeno a mi tierra. Mis compañeros de clase se acostumbran también a él. El "Lejía" de los primeros años de clase, pasa ser Eguía, simplemente. Mis amigos me llaman por mi nombre, Paco. Las peleas de los primeros años, a causa de mi apellido y de mi mote, van pasando a la historia.
Hasta que empiezo a ir al instituto de secundaria, a El Monte. Vuelta a empezar. Mi apellido vuelve a sonar raro. "Francisco José Mejías" me llaman. "Ah. ¿Qué no es Mejías? Ah; Eguía. Vasco, ¿no?". Para esa época hace años que me he resignado ya. Amo a mi tierra y a mi pueblo tanto como cualquier otro, pero empiezo a aceptar, ya era hora, que una parte de mí no es de allí, es de fuera, extraña, ajena.
He ido por primera vez a la tierra de mi padre. He conocido a sus parientes y a los míos. Gente a la que apenas conocía, o que ni siquiera había visto en mi vida. Una legión interminable de Eguías. Por primera vez me he sentido bien con mi apellido, que ya no es ni raro ni ajeno.
Hoy, fuera ya del microcosmos de El Llano, viviendo como vivo en una gran ciudad como Madrid, mi apellido pasa totalmente desapercibido. La gente que me oye hablar aquí reconoce mi acento sureño. "Andaluz o extremeño", me dicen. Yo sonrío. "Extremeño", confirmo. "Bueno, primos hermanos", insisten. Entonces me acuerdo de mi padre. "Si. Pero más primos que hermanos", contesto.