sábado, 23 de agosto de 2014

Contrabando.

Agosto. Hace calor en El Llano. Un calor apabullante, contundente, húmedo por la acción del gran rio cercano, por la acción de los regadíos. Voy por la Calle Grande, buscando la sombra. A lo lejos veo a un hombre. El hombre porta un gran bolso de viaje negro, en bandolera. Camina como yo, buscando la sombra, huyendo del sol radiante de mi pueblo en agosto. Mi mente viaja hacia atrás en el tiempo. Me lleva a mi niñez, cerca de aquel mismo lugar, en esa misma calle, sentado en el umbral de la casa de mi abuela Natalia, frente al Casino. Un hombre, desconocido, extraño, viene por la acera. Porta un gran bolso de viaje negro, pesado. Lo lleva en bandolera. Poco a poco se va acercando, su figura se va agrandando, hasta que llega hasta mí. Me sonrie, me toca la cabeza.
-Menino, dile a tua mae se querer café-, dice con un español con un marcadísimo acento portugués.
Es un contrabandista, un hijo de la raya, de la frontera. Su hablar denota que es portugués, pero seguramente por sus venas correrá la sangre de ambos lados de la frontera. Sus ancestros, de un lado y otro, se han ido mezclando, unos portugueses, otros españoles, a lo largo de los años, de los siglos. Tiene el pelo rizado, moreno, el rostro con barba de tres días, tiene un bigote negro y muy poblado, unos ojos vivarachos y alertas, me miran a mi, y al mismo tiempo en derredor mío, y a un lado y otro de la calle. Tiene miedo. Los contrabandistas siempre lo tienen. Es el sino de los hijos de la raya.
Entro en casa, aviso a mi abuela de que en la puerta hay uno que vende café. La abuela Natalia sale, abre la puerta, primero tímidamente, luego invita al forastero a pasar. En el pasillo se lleva a cabo la transacción, varios kilos de café, por varios billetes de cien pesetas, de quinientas, de mil. El desconocido sale de casa de mi abuela, se va, otra vez calle abajo, a tocar más puertas repartiendo café, en la tarde calurosa del verano.
Paso frente al bar de José Cabra. A la puerta, como siempre a esa hora de la tarde, tras la siesta, se empieza a oir el ruido de los que van a jugar la partida. Hay cosas que por años que pasen nunca cambian, ni cambiarán, quizá. El recuerdo del contrabandista me ha traído a la mente el recuerdo de Manuel Silveira, otro hijo de la raya. Lo recuerdo, ya sesentón, aparcando su Dos Caballos en la puerta de mi abuela, yendo después a su cita diaria con la partida de cartas en el bar. Alguna vez, al bajarse del coche, se encontró con mi abuela, a la que saluda siempre cariñosamente, le da dos besos, le pregunta por todos y por todo. Se despide y se va a buscar su partida y su café vespertino.
Hace tiempo le oí a mi abuela una historia sobre Manuel Silveira, el portugués. Cuando mi abuela lo conoció, allá por los años cuarenta, Manuel era poco más que un niño. Iba siempre con su padre, que se llamaba Nuno, un hombre bajo, moreno, delgado, el vivo retrato de su hijo Manuel unos años más tarde. Los dos, padre e Hijo, se dedicaban al contrabando, llevando café, o tabaco, de un lado a otro de la frontera, con la Guardia Civil simpre pisándole los talones. Era cuando mis abuelos vivían en un cortijo, a treinta kilómetros de El Llano, hacia la parte de Portugal, cercano a la frontera. Allí, tras la guerra, encontró el abuelo Ramiro un trabajo de guarda. Allí se criaron mis tíos y mi madre. Por allí, cada semana se dejaba caer Nuno Silveira, y su hijo, un joven Manuel Silveira. Llegaban, hablaban con mi abuelo, entonces un joven padre de familia numerosa. Mi abuela les sacaba de lo que hubiera, para comer, unos días cocido, los más, sopas de ajo, algún trozo de chorizo, de queso, y ellos pagaban ese reposo tras horas y horas de camino cargados de mercancía, con café y con tabaco. La casa donde vivían mis abuelos en el cortijo, era de dos piezas, con entradas por dos lados, opuesta la una de la otra.Contaba mi abuela como una tarde llegaron los Silveira. Una tarde de agosto, seca y calurosa. Mi abuelo ya había llegado del campo, con mis tíos. Mi abuela les empezó a calentar en la lumbre dos platos de garbanzos que sobraron del medio día, y chorizo, y vino. Los Silveira se sentaron con mi abuelo, al fresco, a la caída de la tarde, fuera, a la sombra, por el lado de poniente. Mientras mi abuela, salió de la casa por el lado opuesto. Allí es donde colgaba la ropa para que se secara. En un momento dado, se percata de que una pareja de la Guardia Civil, se acerca a lo lejos. Como alma que lleva el diablo sale corriendo hacia el lado de la casa donde toman el fresco los Silveira y el abuelo.
-¡La Guardia Civil!, corred rápido-, gritó, mientras salía y se quedaba petrificada viendo donde antes estaban sentados los Silveira, a dos números de la Benemérita, y a un sargento. De pie, junto a ellos, los Silveira, de pie, esposados. Se miraron unos a otros. Se echaron a reir todos. Los civiles, los Silveira, mi abuelo, todos.
-No se canse, mujer, a estos ya los hemos apañado-, dijo con sorna el sargento.
Mi abuela se echó las manos al rostro y echó a correr para dentro.
Mi abuelo miró entonces al sargento.
-Verá usted...nosotros...-, empezó a decir.
-No te canses. Ya se que los Silveira viene por aquí, y les dais de comer, y ellos os pagan con contrabando. Todo eso lo se. No te preocupes hombre. Yo soy padre de familia, como tú, y se lo que cuesta sacar una prole como la que tu tienes adelante. Pero la ley es la ley, y a estos pájaros me los tengo que llevar conmigo-.
Dicho esto se fueron todos, camino del El Monte, donde los Silveira probarían el calabozo, no por mucho tiempo, porque nunca les pillaban gran cantidad de contrabando.
Mi abuela me contaba que así se tiraron casi quince años, hasta que definitivamente se instalaron en el pueblo y dejaron el cortijo. Por allí pasaban los contrabandistas, y los civiles detrás. Y a unos y a otros, ella no les negó nunca un plato de sopa, y trozo de chorizo, o un poco de vino. Y con unos y con otros echó mi abuelo algún pitillo, sentados al fresco a la caída de la tarde.
Eso si; mi abuelo Ramiro siempre prefirió echar un cigarro con los Silveira que con los civiles. El tabaco de los Silveira, de contrabando, si, era mejor que la picadura que usaban los otros.