sábado, 29 de diciembre de 2012

El Paseo.

Paseo por el camino de la tarde gris, acompañado por los chopos dormidos y desnudos, descarnados en el invierno. Los pensamientos se ahogan dentro de mí y pujan por salir en tropel, a respirar el aire frío y limpio de la tarde. El sol, huidizo, es el gran ausente a la cita y no hace acto de presencia, no se ha dignado salir en todo el día, temeroso quizá, o quizá prezoso o huidizo. La neblina pronto empezará a adueñarse del paisaje que mis ojos disfrutan, y solo espera a que la noche temprana reclame su sitio, para reclamar ella a su vez un sitio privilegiado junto a la noche, y baje junto a ella desde los senderos serpenteantes de la sierra.
La tarde huele a leña quemada, a café caliente, a castañas asadas, a humedad, a barro, a frio glacial, a hojas secas. La ciudad cercana, poco a poco empieza a encender sus luces.
Quizá vaya siendo hora de volver, me pregunto, mientras dos pequeños gorriones, resistentes valientes al frío, revolotean tras mis pasos.

sábado, 22 de diciembre de 2012

El Despido.

Era 22 de diciembre y la Navidad estaba ya aquí. El ambiente olía a ella. A Vargas le gustaban mucho estas fiestas. Todo empezaba ese mismo día, el día de la lotería. Como cada año iría a la fábrica, se pondría el mono de trabajo, iría a su puesto y desde allí escucharía a unos y a otros, hacer comentarios, la mayoría pesimistas, sobre el número en el que había caído el gordo. Luego venía el día de Nochebuena, un día en el que los directivos de la fábrica se pasaban por la planta a beberse un trago de sidra con los trabajadores. Igual pasaba en Nochevieja, y al salir, iría a tomarse una cerveza con los compañeros en una tasca cercana a la fábrica, como todos los años. Vargas pensaba en lo bien que sabía esa última cerveza con los compañeros de turno, antes de acudir a casa a cenar con los suyos.
Aquel día amaneció neblinoso, frío y gris. Vargas siguió el itinerario de siempre para ir a trabajar; media hora de metro y tres cuartos de hora de autobús hasta las cercanías de la fábrica. A esa hora, tanto el metro como el autobús iban llenos de gente. Gente como Vargas, trabajadores en su mayoría. Unos iban leyendo, otros escuchando música. Vargas, como siempre iba con la vista perdida en toda esa gente, sin mirar detenidamente a nadie y sin pararse detenidamente ante nada. Los trayectos, tanto en autobús como en metro, tanto a la ida como a la vuelta, eran los únicos momentos en los que podía pensar.
Pero aquel día, justo ese día en el que empezaba la Navidad, iba a ser un día amargo para Vargas. Nada más llegar a la fábrica, sin dejarle siquiera ir a los vestuarios a cambiarse, el jefe de sección le abordó en el pasillo. Vé al departamento de personal, le dijo, es importante. Vargas fue, con otros dos compañeros. La empresa está en pérdidas, llevamos varios meses que no levantamos cabeza. Las ventas se han reducido en un veinte por ciento, y, usted comprenderá, Vargas, que en esta situación, nosotros tenemos que prescindir de gente, tenemos que reducir la plantilla, hasta que esto vuelva a encauzarse. ¿Lo comprende, verdad?
Pero Vargas no comprendía nada. Todo lo más que decía a su interlocutor es un tímido sí, acompañado de un leve movimiento del tímido sí con la cabeza, moviendo esta de atrás hacia adelante.
Acompañaba a Vargas, Toribio, el enlace sindical. Y uno, el director de personal, y otro, el sindicalista Toribio, le aconsejaban que firmar el despido era lo mejor que podía hacer, porque tal y como estaban las cosas, ir a juicio era perder seguro y quedarse sin nada. Y Vargas se sentía como una ama de casa a la que estuvieran intentando convencer de que la aspiradora que le estaban vendiendo era la mejor del mercado, la que más limpiaba, la más silenciosa, las más fiable y la menos costosa.
Por supuesto, en cuanto cambiasen las tornas y el balance volviera a varemos positivos, dijo el director de personal, él sería el primero en volver a entrar en la fábrica,, que no le cupiera la menor duda.
La guinda al pastel se la puso Toribio, el enlace sindical, cuando comentó a Vargas el chollo que iba a firmar: Veinticinco días por año trabajado, con un máximo de doce, no lo daban en todos los sitios según él. Además, tenía por delante dos añitos de paro, y luego, a él, que tenía más de cincuenta y cinco años, la ayuda del gobierno le duraba hasta la jubilación, en el caso de que no encontrara trabajo. Decía todo esto Toribio con cara y gestos de empleado de agencia de viajes, como si le estuviera vendiendo a Vargas una larga estancia en una paradisiaca isla caribeña, con todos los gastos pagados.
Vargas se dio cuenta de que aquello que le proponían era un "o lo tomas o lo tomas", sin más. No había otra opción. No había otro camino.
Fue camino de los vesturarios a recoger sus cosas, acompañado de Toribio, el diligente sindicalista, que siguió durante todo el camino desde las oficinas a los vestuarios del personal, tratando de convencer a Vargas, y quizá tratando de convencerse a sí mismo, de las fenomenales cualidades del acuerdo alcanzado con la empresa.
Ni siquiera permitieron a Vargas despedirse de sus compañeros. Se vio solo, a las puertas de la factoría, caminando hacia la parada de autobús, de vuelta a casa. Pasaron varios autobuses por la parada, pero no tomó ninguno. Decidió que aquel día iba a necesitar mucho más que el tiempo que tardaba en llegar a casa desde el trabajo, para pensar, así que se fue a un parque cercano y allí se sentó en un banco.
Se le pasó la mañana viendo a los niños, que ya habían comenzado las vacaciones de Navidad, jugando en los columpios del parque, o a los ancianos leyendo plácidamente el periódico o jugando a las cartas o a la petanca. La cabeza le daba vueltas. Tenía miedo a llegar a casa y desvelarles a los suyos la verdad; que lo habían despedido de la fábrica. Temía amargarles las fiestas a los suyos, aquellas fiestas de Navidad que a él le gustaban tanto. Temía defraudar a sus hijos, al mayor, Pablo, que estaba en la universidad, y a los pequeños, Trini y Alberto, que estaban terminando la ESO. Temía defraudar a su mujer, temía quedar como un fracasado ante sus suegros, sus cuñados, sus amigos y conocidos.
Apagó el móvil, no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Estaba tan ensimismado que ni se dio cuenta que era la hora de comer. Le dio igual, no tenía hambre. El parque se había quedado desierto de repente, todos, niños, ancianos, madres, abuelos, los habitantes eventuales del parque, se habían marchado a su casa a comer y se había quedado solo.
Se empezó a preguntar por qué le había tocado él pasar por todo esto. Toribio le había informado que los sindicatos junto con la empresa habían decidido que la medida afectaría a tres trabajadores de cada sección, por ahora, y trabajaban más de cincuenta en la suya.
Podía, la medida, haber afectado a otro. Pero el caso es que, uno de los tres de la sección que iban a la calle, iba a ser él. Ahora, estaba allí, sentado en el parque, sin hacer nada, pensando en como se lo diría a su familia. Familia que estaba preparando la Navidad. Pensaba que su mujer querría salir a ver la iluminación del centro y visitar los puestos navideños de la Plaza Mayor, y pasar el día entre compras y pinchos, como cada año.
Empezaba a oscurecer. Le parecía mentira lo rápido que pasaba el tiempo cuando uno estaba angustiado y quería retardar la hora de enfrentarse a la verdad y a la realidad. Encendió el móvil. Tenía varias llamadas perdidas. Su mujer, sin duda. Se fue hacia la parada y tomó el autobús cuando las luces de la ciudad ya estaban encendidas. Llegó a su casa con un macuto al hombro, lleno de ropa sucia de trabajo y de problemas.
-Te he estado llamando y tenías el móvil apagado. ¿Dónde estabas?-, le dijo su mujer después de besarle.
-Hemos salido del trabajo y los compis se han empeñado en echar unas cañas. Ya sabes, como cada 22 de diciembre-, contestó evitando mirar a la cara a su mujer.
Se sentó en el sofá y encendió la tele. Ella se fue a la cocina, pero al rato volvió.
-¿Té pasa algo?-, le dijo.
-No, nada. Estoy un poco cansado, eso es todo.
La casa olía a carne guisada. Se dio cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno. Sintió hambre de repente. Pensó que sería mejor que su mujer se enterara ahora de que lo habían despedido de la fábrica.
-Marta-, empezó a decir. La miró fijamente a la cara por primera vez desde que había entrado en la casa.
-No...qué si mañana vamos a ir al centro, como todos los años.
No se atrevía a decírselo. Por lo menos no ahora. Quizá mañana, o pasada la Navidad, para qué amargarles la fiesta a los suyos.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Acuarela

Cielo azul sobre montes nevados,
el otoño alfombró los ondulados valles
con su manto,
y moteó de rojizo
los verdes prados.
A lo lejos,
la sierra inmensa se vistió de un blanco,
que ciega la vista
en los días claros,
y resplandece como los pueblos del sur,
tan encalados.
En mi vega,
la niebla se adueñará del ocaso,
y disfrazará el alba
con su velo grisáceo.
La vida se nos antojará hermosa,
y ante nuestro ser crispado,
como una acuarela imposible
encerrada en un cuadro,
nos parecerá preciosa
en la cuenta atrás del año.

martes, 4 de diciembre de 2012

La redacción.

El autobús dejó a Chávez a pocos metros de la puerta del edifico donde estaba la redacción del periódico. Tras encender un cigarrillo, se encaminó hacia allí. En la entrada del supermercado que había justo enfrente, se apelotonaba un grupo de personas, provistas de carritos para hacer la compra, bolsas y mochilas, esperando a que los empleados del súper sacaran los cubos de la basura y poder buscar el sustento de aquel día en ellos.
Chávez entro por la puerta del edificio, e inmediatamente lanzó el grito de siempre dirigido al guarda de seguridad que se sentaba tras el mostrador de conserjería;"Aleeeeetiiiii". A continuación el guarda mostraba el dedo corazón hacia arriba a Chávez, haciéndole una peineta y soltándole el comentario de costumbre; "Colchonerooo". Todos los días era así. El segurata era un hincha acérrimo del Madrid, de los que no cenan si pierde, de los de domingo de plus y cubata viendo el partido, de los del As debajo del brazo.
Chávez entró en la redacción. La reunión había empezado ya. Ariza, el subdirector, le dirigió  una  mirada de reprobación, después de haber comprobado la hora en el gran reloj de pared que había a su espalda. Chávez y Ariza se odiaban.
Chávez era un periodista de la vieja escuela, destetado en la transición, cincuentón y barbicano, delgado y pequeño, vestía siempre de traje y corbata, pero siempre iba desaliñado. Se podrían tomar aquellas palabras de Sean Cónery en la Casa Rusia, para definir a Barley, el editor bohemio y borrachín al que interpretaba, como muy válidas para definir a Chávez; Una enorme cama sin hacer.
Ariza era su contrapunto, su parte contraria, su antítesis. Rubio, alto, con los ojos azules, impecablemente vestido con traje de varios cientos de euros y de marca. Ariza era una especie de yupi-periodista, que sabía varios idiomas, había estado de corresponsal en varios países extranjeros, y se había especializado en periodismo económico antes de aterrizar en aquel periódico y haber entrado por la puerta grande en él como subdirector.
Chávez se sentó junto a una de las ventanas que daban a la calle. Ariza, tras interrumpirse al entrar Chávez, continuó hablando.
-Señores, como les estaba diciendo antes de la interrupción de nuestro compañero, es imprescindible que todos nos pongamos las pilas. En este trimestre último, hemos bajado las ventas, se han dado de baja muchos clientes que tenían concertados espacios publicitarios con nosotros, así como muchos de nuestros subscriptores. Señores, si esto sigue así, el periódico va a tener que prescindir de muchos de ustedes, y nadie quiere eso,¿verdad?.
Chávez, sin prestar atención aparente a las palabras de Ariza, miraba descaradamente por la ventana, hacia la calle. Ariza se dio cuenta de ello y se acercó a él sigilosamente y repitió sus últimas palabras al oído su oído.
-¿Verdad que no queremos que se despida a nadie señor Chávez?
Chávez, con su parsimonia y su flema habitual, sin mirar a su odiado subdirector a la cara y manteniendo la vista puesta en la calle contestó; -Si, nadie lo quiere, pero me temo que de seguir publicando la bazofia que publicamos será algo ineludible que se tenga que despedir a gente.
Todos lo allí reunidos soltaron una gran carcajada que molestó de sobremanera al subdirector. Aquel idiota trasnochado se creía muy listo, e intentaba ponerlo en evidencia delante de todos, pensó Ariza.
-¡Ah, si!. Vaya, vaya. ¿Y que nos sugiere el señor Chávez para animar a la gente a comprar nuestro periódico y evitar así que él y otros compañeros mártires acaben de patitas en la calle?-; dijo Ariza mirando fijamente a un Chávez que seguía con la mirada perdida en la calle como si no le importara nada de lo que en la redacción estaba sucediendo. 
-Muy fácil, diciendo a la gente la verdad, lo que está pasando. Diciendo a la gente lo que le pasa a la  gente que es como ellos, haciéndose eco de las denuncias de esa gente, que está siendo desahuciada de sus casas, o despedidas de sus trabajos, que están yendo hacia la exclusión social a pasos agigantados, y a los que nadie ayuda, y lo que es peor, a los que nadie escucha. En lugar de eso, nos pasamos los días, los meses, los años, escribiendo sobre primas de riesgo, sobre IPCs, sobre subidas y bajadas de la bolsa, sobre decisiones tomadas en despachos enmoquetados sin contar con la gente.
La contestación de Chávez no dejó indiferente a nadie, y fueron varios los que asintieron con la cabeza en silencio,  mostrando su total acuerdo con sus palabras. Marta, una de las becarias, lo miraba con admiración. Aquel ser pequeñajo, desaliñado, tenía algo que la atraía. Esa era una más de las razones por las que Ariza odiaba Chávez. Las chicas de la redacción preferían a aquel tipo achaparrado a un macho alfa como él, y eso lo ponía de los nervios.
- ¡Ya! Y ahora si te parece cantamos todos el "Libertad sin ira". Estás trasnochado, Chávez; dijo Ariza mirando a su alrededor, buscando alguna sonrisa o algún gesto de aprobación a su     argumentación pero nadie hizo ninguno, en vista de lo cual, empezando a traslucir su nerviosismo, preguntó a Chávez; -Vale, a ver, listo. ¿Tu que harías? Venga, que hablar es muy fácil. ¿Que noticia tipo pondrías tú en el periódico mañana?
-Pues por ejemplo una que está ocurriendo justo delante de tus narices y no te estás enterando de nada. Deja el ordenador, los números, la bolsa, los grandes datos y todo eso, y mira un poco por la ventana, como estoy haciendo yo ahora y te enterarás de lo que pasa. Ahí enfrente, a la puerta del supermercado, la gente que esperaba por los cubos de basura, para rebuscar comida en ellos, se esta peleando. ¿Te das cuenta Ariza? Se están peleando por la basura. Mira, ahora acaban de llegar dos coches de la policía, y una ambulancia. Mira, mira, como sacude el tipo de la gorra roja. Mira como corre la señora del carrito verde. Mira, Ariza, aquél tendido en el suelo con la cabeza abierta. ¿No los ves? Esa gente, antes, compraba el periódico para mirar el pronóstico del tiempo, o para hacer el crucigrama, o para leer a los columnistas, a los que ponían verde al gobierno y a los que perdían el trasero por alabarlo, porque tenían ese euro, y porque las cosas no les iban ni bien ni mal, no estaban desesperados, nadie les daba por el culo como en este instante. Ahora, muchos no tienen ese euro, y para leer que la prima de riesgo ha subido, o que el gobierno ha sacado tal o cual medida para darles por culo más aún, no se van desprender de él. No, Ariza porque les estás dando la versión de quien les está jodiendo vivos, y para eso no les merece la pena gastárselo. En todo caso, sacarían de donde fuera ese euro para leer un periódico que se hiciera eco de esto mismo que pasa enfrente nuestro, que pusiera que hay cada vez  más gente que para llegar al final del día, habiendo comido algo, se tiene que liar a hostias con el vecino por la comida caducada que el supermercado tira a la basura. Pon eso, denúncialo, incomoda a los responsables de esto, y te habrás ganado a la gente.
Todos los asistentes a la reunión se habían levantado y habían acudido a la ventana para ver lo sucedido. Habían llegado más coches de policía,, porque la gente había cesado de pegarse entre ellos para emprenderla contra los agentes. Más ambulancias llegaban.
-Bueno, señores. El espectáculo se ha acabado. Vuelvan a sus asientos y continuemos con la reunión por favor-; dijo Ariza mirando a Chávez con el odio que le profesaba elevado al cubo. La gente felicitaba a Chávez por su ocurrencia y por sus palabras. Era una victoria más del periodista veterano, destetado en la transición, desaliñado, enclenque, y que sin embargo resultaba tan atractivo a todos y a todas. Sobre todo a todas. Marta, la chica becaria, miró una vez más con admiración a Chávez. Este le guiñó un ojo y le sonrió. Aquello no pasó desapercibido a los ojos de Ariza que lo odió aún más.
La runión continuó hora y media más. El periódico seguiría en su linea, como era de esperar. Todos salieron de la redacción. Ariza bajó al parking y arrancó su BMW nuevo. Salió del edificio y al pasar por la marquesina de la parada del autobús vio a Marta, la becaria, muy acaramelada hablando con Chávez. En un aparte, Ariza, le había propuesto salir a tomar algo y después llevarla a su casa en el coche, y la chica lo había rechazado. Definitivamente aquel tipo, Chávez era odioso, se decía a si mismo mientras pisaba el acelerador y los dejaba atrás. Frente a la parada del autobús, quedaban los restos de la batalla campal, entre los buscadores de comida en la basura del súper y la policía, con un resultado desigual para los primeros. Policías y medicos de emergencias se esmeraban por apagar los rescoldos y atender a los heridos.
El autobus llegó y Chávez y la chica subieron a él. Fueron hacia la parte de atrás del autobus, que a esas horas iba vacío. Ella acaració la mano de Chávez y los dos se fundieron en un largo beso.