martes, 29 de enero de 2013

Será hoy; no será mañana.

Y será hoy cuando el rayo alumbre
mi ventana;
cuando los poetas lloren sus odas
más amargas;
cuando el viento en la noche oscura,
la montaña
abandone, y agite los árboles
con sus ramas.

Será hoy; no será mañana.

Y hoy será, cuando los malos ganen
su batalla;
cuando sus ejércitos asolen
las entrañas
de la ciudad. Y sus gentes huirán,
se agarrarán
a una tabla, que resultará ser
tabla rasa.

Será hoy; no será mañana;

cuando la voz que en el desierto
llora y clama,
agite con su fuerza los cimientos,
atalayas,
o se canse de una vez por todas
y se vaya,
donde sea escuchada por fin,
su tonada.

Será hoy; no será mañana.

lunes, 21 de enero de 2013

El hombre del cartelón en blanco.

El hombre iba a la gran plaza cada día. Allí se sentaba junto a la gran fuente, frente al ayuntamiento, se sacaba su cartuchito de papel lleno de migas de pan y enseguida una multitud de palomas y de gorrioncillos se presentaban y comían a su vera las migas que él les iba echando en el suelo. Así lo hacía a diario desde que se jubilara, iba a hacer ahora dos años.
Últimamente no le gustaba nada lo que veía en la gran plaza. Hombres, mujeres, niños y ancianos, manifestándose. Por una sanidad pública, por un transporte público de calidad, por una enseñanza para todos. También lo hacían las víctimas de expedientes de regulación de empleo, los desahuciados de sus viviendas por los bancos, los estafados en participaciones preferentes. o simplementes los parados.
Camino de su casa, cuando empezaba a caer la noche, el hombre pasaba por la puerta de un comedor social y veía allí esperando una considerable cola de gente, esperando para cenar. La crisis había golpeado fuerte a los más débiles. El hombre pensaba que aquellos eran los derrotados que no protestaban. Pensaba que quizás hace uno o dos años, esa misma gente había estado protestando en la gran plaza, y que ahora, derrotados, dejaban llevar sus cuerpos hasta aquella institución benéfica para recoger el sustento diario de sus cuerpos, ya que el de sus almas lo habían dejado en la gran plaza, junto a las protestas.
Al hombre no le gustaba nada vivir en una ciudad así, y pensó que debería hacer algo para remediarlo, pero; ¿qué?. El no había protestado por nada en su vida. Nunca había asistido a una manifestación, ni a una huelga. Por no ir, no había ido nunca a votar. ¿Para qué?, se decía. Pensaba que los que si lo hacían, tampoco sacaban nada, ni bueno ni malo, de ello. Pero al hombre le daba mucha pena ver su ciudad en aquellas condiciones, la gente protestando en la gran plaza, y haciendo cola frente a los comedores sociales.
Cuando llegó a su casa, subió a su viejo desván y allí encontró un viejo bombín, una gabardina raída y unas gafas de plástico negro pegadas a una gran nariz de goma y un enorme mostacho. Se lo probó todo y se miró en el espejo. Estaba ridículo, pero serviría, porque ridícula también era la situación de la ciudad y del país, y a nadie parecía extrañarle.
Al día siguiente se presentó en la gran plaza vestido con el viejo bombín, la gabardina raída y la nariz y las gafas de mentira.También llevaba un enorme cartelón blanco en el que no ponía nada. Fue hacia la fachada del ayuntamiento y de esa guisa allí se quedó, inmóvil, con su extraño atuendo. Al principio la gente lo tomó por un mimo y algunos intentarón tirarle alguna moneda a ver que hacía. Pero el hombre no hacía nada, solo se quedaba inmóvil, con su cartelón blanco sin ningún tipo de reivindicación puesto en él. Cuando oscureció se fue a su casa.
Al día siguiente, por la tarde volvió a colocarse en el mismo sitio y vestido igual que el día anterior. Y al otro. Y al otro. Poco a poco la gente empezó a preguntarse que pediría aquel individuo, así vestido, que no era un mimo, que llevaba un enorme cartel como para reivindicar algo, pero en el que no ponía nada, y que cada tarde se ponía de aquella guisa en la fachada del ayuntamiento hasta que oscurecía.
Un día llegaron a la gran plaza los afectados por los desahucios y se pusieron a su lado y le imitaron. Se colocaron todos junto a él y estuvieron así toda la tarde hasta que al anochecer se fue, como hacía todos los días. Al día siguiente se presentaron todos vestidos igual que él. Con bombín, gabardina y gafas, nariz y bigote de broma. Y así la fachada del ayuntamiento, cada tarde se empezó a llenar de gente así vestida, como el hombre del cartelón en blanco.
A la siguiente semana se les unieron los los empleados del transporte público. Y a la siguiente los barrenderos. A la siguiente semana le tocó el turno a los empleados de la funerario municipal. Y al mes siguiente a los afectados por las preferentes. Y en los siguientes tres meses se les unieron los empleados del gran teatro, los profesores, y diversos colectivos provenientes de la empresa privada. Y hubo un momento que cada tarde la gran plaza se llenaba de gente, ataviada con una gabardina, un bombín y gafas, bigote y nariz de broma. Todos siguiendo al hombre del cartelón en blanco, todos callados, como él, hasta que anochecía y el hombre se iba a su casa.
El alcalde de la villa se empezó a preocupar y mandó a sus esbirros indagar que estaba pasando en esas concentraciones de la gran plaza. Gentes próximas al alcalde se intentaron infiltrar entre los asistentes cada tarde al lado del hombre, pero no consiguieron sacarle nada a nadie. El mutismo y el silencio era la tónica dominante. Así que el alcalde, una tarde, decidió ir el mismo a entrevistarse con el hombre a ver que era lo que quería, y allí se presentó, seguido por un grupo de concejales de su partido y del partido de la oposición.
El alcalde se presentó al hombre cortesmente e intentó sonsacarle, pero solo recibió de éste el silencio como respuesta. Cada tarde el alcalde bajaba de la casa consistorial e intentaba hablar con él, pero nada. El hombre se limitaba a mirarle fijamente sonriendo.
El alcalde había oído en algún sitio aquello de, divide y vencerás, y decidió dividir a la multitud que se reunía a diario frente al ayuntamiento, y una tarde bajó y anunció a bombo y platillo que aumentaba el salario todos los empleados municipales, esperando que todos aquellos que fueran empleados municipales y estuvieran allí junto al hombre, dejaran inmediatamente de estar allí. Pero los empleados municipales siguieron asistiendo. Otra tarde anunció medidas contra los desahucios, y otra medidas contra las estafas bancarias, y otra instauró un salario justo para todos en la ciudad, y así cada tarde, el alcalde fue bajando a anunciar alguna medida nueva. Poco a poco, medida a medida, la vida de la gente fue volviendo a ser igual de buena que lo era antes de la crisis, gracias a las nuevas leyes que el alcalde anunciaba para que la gente dejara de ir a la gran plaza junto al hombre del cartelón en blanco. Pero la gente continuó asistiendo. Muchos no sabían bien por qué lo hacían. La mayoría sentían que estaban siendo parte de algo bueno, no sabían el que, pero algo.
Un día, el alcalde anunció que iba a promulgar una ley por la que ningún alcalde pudiera cambiar todas las leyes de mejora que había promulgado en las últimas semanas, y así lo hizo. Hizo que aquellas leyes fueran leyes perpetuas e intransformables.
El hombre, vio como cerraban los comedores sociales. Y vio como no había necesidad de seguir cada tarde bajando a la plaza, y una tarde sin avisar, no se presentó a la cita. La gente se preguntaba si estará enfermo y siguieron llendo a la gran plaza, vestidos como el hombre del cartelón, durante algunas semanas más. Hasta que poco a poco, comprendieron que el hombre no se presentaría más y dejarón de ir. Había desaparecido. Nadie sabía nada de él. No sabían quien era, por lo menos para darle las gracias.  
Los poderes fácticos de la ciudad echaron en cara al alcalde su cesión ante la gente y le exigieron que cancelara todas las medidas que había tomado. Él alcalde, que se sentía respaldado, les dijo que no. A a renglón seguido abrió una subscripción popular para erigir una estatua en el centro de la gran plaza, frente al ayuntamiento, del hombre del cartelón en blanco. Fue tanto el dinero que la gente donó que se encargó y se hizo la estatua más grande que persona alguna hubiera visto y se colocó en el medio de la plaza.
Una tarde, el hombre, fue a ver la estatua que la ciudad había erigido en su honor. Iba vestido de persona normal, sin disfraz alguno, así que no había miedo de que nadie lo reconociera. Se quedó embelesado mirando la estatua. Había que reconocer que el artista había trabajado bien. Alguien que estaba a su lado, con lágrimas en los ojos comentó con el hombre; "que bonita la estatua de nuestro heroe". El hombre asintió y tranquilamente se fue hacia los bancos cercanos a la gran fuente con su bolsa llena de migas para echar de comer a las palomas y a los gorriones, que en seguida empezaron a acudir en torno a él. Los pájaros parecían la mar de contentos de volver a verle. "Ahora da gusto estar en esta plaza", se dijo.

sábado, 12 de enero de 2013

Silencio.

Compañero de tarde y ventana,
que me susurra versos al oído,
y me transporta a tiempos en que he sido,
para entender lo que seré mañana.

Con tu quietud apagas la desgana,
que en el atardecer bello y florido,
deja mi mente, para el colorido
paisaje, que en mi alma se desgrana.

¡Qué nadie ose tu armadura romper!
¡Qué hasta mi tierra añorada y lejana
me acompañes en el atardecer!

¡Qué al sosegado y tranquilo Guadiana
conduzcas a mi melancólico ser,
en las tardes de siesta y persiana!.

sábado, 5 de enero de 2013

La Conciencia.

Se arcaba el momento de la muerte y don Edelmiro Tárrega IV, el cuarto de una sucesión de Edelmiros Tarregas que desde hacía más de doscientos años se dedicaban a fabricar armas, agonizaba sin haber conseguido que su único hijo, Edelmiro Tárrega V, se dedicara en cuerpo y alma, como había hecho él, al negocio familiar.
La agonía y los avisos de la muerte próxima habían comenzado de madrugada y don Edelmiro Tárrega había mandado llamar a su hijo, para intentar hablar con él antes de morir, en un último intento de convencerlo para que se hiciera cargo de la empresa.
Pero tal cosa iba a ser imposible, aunque Tárrega IV se empeñara en lo contrario. Edelmirín no era como su padre, ni como su abuelo, ni como su bisabuelo, ni aún como su tatarabuelo, el iniciador de la saga. Todos ellos se llamaban Edelmiro y se apellidaban Tárrega. Todos ellos dirigieron hasta la muerte un negocio familiar de fabricación de cañones, fusiles, bombas y otros parterres para la guerra. Todos ellos participaron en las guerras en las que el país se vio envuelto en 200 años, aunque no en el campo de batalla, sino suministrando armas al ejército propio, y a veces al del enemigo puntual, haciendo esta circunstancia crecer el negocio, la riqueza y la prosperidad de la familia.
La cosa fue así, como quien dice, hasta antes de ayer por la mañana. Cuando Edelmiro Tárrega V, hijo de Edelmiro Tárrega IV y nieto de Edelmiro Tárrega III y más que probable continuador de la saga, vino al mundo.
Edelmiro V era distinto de sus ancestros. Tenía conciencia. Se dio cuenta a la tierna edad de ocho años, en una fría noche de invierno en la que se despertó de un sueño y vio en su habitación ante él a cinco tipos ataviados con frac y chistera blancos. Uno de ellos se adelantó y dijo a Edelmirín; "soy tu conciencia, y estos señores que ves aquí conmigo son las conciencias de tus antepasados, partiendo de tu tatarabuelo, Edelmiro Tárrega I".
Desde entonces, Edelmiro Tárrega V empezó a mostrar interés por el arte, por la música, por la literatura, por el teatro, por el cine, y empezó a mostrar un más que notable desinterés por los balances, los números y por la fabricación de armas, para disgusto de Tárrega IV. Esta circunstancia llevó a Tárrega V a entrar en el conservatorio nacional y hacerse músico. Compuso innumerables obras y se hizo famoso como violonchelista. Sus conciertos, en los mejores teatros del mundo, delante de personalidades de lo más distinguidas, fueron de lo más sonados. Y pronto, acompañado de sus cinco conciencias, la suya y la de sus ancestros, que le acompañaban a todas partes, empezó a ofrecer conciertos benéficos por las víctimas de las armas que su padre fabricaba y vendía a ejércitos de medio mundo.
Esto irritó de sobremanera a Tárrega IV, que lo desheredó y que se volvió a casar con una joven y bella modelo, tras haber enviudado de la madre de Tárrega V, en busca de otro heredero que continuara con la saga familiar, un Edelmiro Tárrega VI, que enmendara el error de su hermano. Pero todo fue en vano. Tárrega VI no llegó. Y no fue porque Tárrega IV no lo intentara, ya que estaba todo el día, dale que te pego, copulando con la joven y bella modelo, su nueva esposa. Como dice el sabio refrán; "barca vieja no aguanta vela nueva", y así, de tanto trajín sexual que se traía con su nueva, joven compañera a tan avanzada edad, en busca del heredero deseado, Tárrega IV enfermó gravemente y se puso para morir. Intuyó que la muerte lo acechaba y mandó llamar a su hijo, para hablar con él por última vez, a ver si su imagen moribunda lo hacía cambiar de parecer y se ponía a los mandos de la nave.
Su hijo se presentó a los pies de su lecho de muerte, acompañado de cinco señores vestidos de blanco, con frac y chistera. "Papá; esto señores son las conciencias de la familia desde el tatarabuelo hasta mí. Desde que nuestra familia se dedica a fabricar armas y muerte". Informó Tárrega V a su padre moribundo. "Te van a acompañar en tu camino hacia la muerte", continuó informando a su padre, que comprendió que no había solución, y que se iría de este mundo sabiendo que sus esfuerzos por mantener en pie el legado de su familia se marcharía con él y con aquellos cinco tipos vestidos de blanco, las conciencias a las que ni él ni sus ancestros, desde cuatro generaciones antes de él, habían ignorado por completo.
Antes de marchar, la conciencia de Tárrega V dio un abrazo a su pupilo. "Portate bien. Has elegido tu camino muy bien, haciendo el bien y no el mal, como tus ancestros. Yo ahora me voy a acompañar a mis compañeros, las conciencias de tus ancestros, a llevar el alma de tu padre hasta la muerte, pero volveré.", dijo la conciencia a Tárrega antes de desaparecer e irse.
Pasaron unos días y Edelmiro Tárrega V empezó a mirar con otros ojos a su joven y bella madrastra, la mujer que su padre había tomado para traer al mundo a otro Edelmiro que siguiera sus postulados y no el de su conciencia como había hecho él. Pero su conciencia se había ido y no estaba allí para aconsejarle, así que´Tárrega V se dejó llevar y acabó en la cama con la joven y bella viuda de su padre y acabó casándose con ella. "Total", se dijo, "ella ahora es viuda y está sola". De la relación, a los nueve meses nació un Tárrega VI. "Qué orgulloso estaría papá si viviera", pensó Tárrega V.
Pronto empezó a revisar los cuentas de la empresa familiar que había heredado de su padre, y se dio cuenta de que el negocio de las armas era interesante y dejaba pingües beneficios, porque guerra había siempre. Empezó a ver con buenos ojos todo esto, y la cosa le empezó a gustar, incluso pensó en poner a Tárrega VI el nombre de Edelmiro, como le hubiera gustado a su difunto padre, hasta que un día que estaba dormido, su conciencia lo despertó abruptamente. "Si me demoro un poco más, sigues la estela de tu padre", le dijo. Allí estaba una vez más su conciencia, vestido de blanco, como siempre, con su frac y su chistera. Iba acompañado de un individuo de la misma facha, el cual le informó que era la conciencia de su hijo recién nacido, Tárrega VI, y que si no desistía de su actitud y volvía por el buen camino, lo pondrían en su contra como lo habían puesto a él en contra de su padre, años antes. "No se que me ha podido suceder. De pronto, los números y los negocios de mi padre me empezaron a atraer", dijo Tárrega V para justificarse.
Asesorado de nuevo por su conciencia y por la de su hijo, Tárrega V no puso al chico el nombre de Edelmiro y le llamó Antonio. Tárrega V murió a la avanzada edad de cien años, habiendo alcanzado la proeza de llevar a la ruina la bollante fábrica de armas de su familia y habiendo tenido siete hijos, todos artistas, dedicándose cada uno de ellos a un arte diferente. El nombre de Edelmiro desapareció para siempre de la familia.