miércoles, 29 de enero de 2014

Quién fuera...







Quién fuera noche de agosto
de estrellas desenfrenadas,
de apagada oscuridad,
por una llena luna blanca.

Quién fuera tarde de abril,
eterna, azul y floreada,
valle verde, cielo azul,
casa sencilla y honrada,
de techos rojos de barro
y paredes encaladas.

Quién, vega fértil regada,
por aguas de longa acequia.
Quién, tabaco liado,
quién, conversación ahumada,
quién, chato de tinto,
quién, penas ahogadas.

Quién fuera niño que jugara,
sentado en las rodillas paternas,
con las manos del padre,
secas y ásperas.

Quién fuera chopo en el río, olivo en el campo,
en el camino, zarza,
en el aire, dulce trino
y en la luz de la tarde, paz y alma.

miércoles, 22 de enero de 2014

Alcanzar el pasado.

Estará cayendo la lluvia,
sobre los encinares verdes de mi tierra.
Y yo no estoy allí para verlo.

Y no está mi casa,
ni mi patio, existe ya,
ni mi infancia,
ni nada de lo que fui yo allí.
Todo reside ya en el pasado.

A veces miro al cielo, nublado,
lluvioso, mágnifico,
de Madrid,
a la caída de la tarde,
y ese cielo me trae recuedos,
lindos recuerdos,
tristes, alegres, recuerdos,
y veo en el cielo reflejado mi patio,
y mi casa,
y mi infancia.
Y a veces, alargo la mano
hacia el cielo gris de la tarde,
intentando alcanzar el pasado.
Y no puedo.

No se puede alcanzar el pasado,
ni siquiera,
el pasado escrito en un cielo nublado de invierno,
en los cielos de Madrid,
ese cielo que pintara una vez,
la mano de Velazquez.

Esta tarde lluviosa de invierno,
intenté llegar a mi otro yo,
a aquel que fui,
alargué mis manos,
lo intenté.
Ni que decir que no pude.

No se puede llegar al pasado,
ni se puede tocar el cielo con las manos.
"Sólo se puede conseguir eso,
siendo uno mismo pasado";
me dijo una voz interior,
y desistí.

lunes, 13 de enero de 2014

Oración.

Señor.

Líbrame de todo mal.

Líbrame del dolor,
de la pobreza,
de la maldad humana.

Líbrame de todos los males
del mundo, causados por el hombre;
y por la naturaleza,
Señor.

Pero, Señor;
te pido,
te suplico,
que libres a mi prójimo,
también,
de mi ira,
de mi soberbia,
de mi estrechez de miras,
de mi ceguera,
de me avaricia,
de mi violencia..

Del mal que yo pueda producir,
en definitiva,
Señor.

Amén.

domingo, 5 de enero de 2014

La Prueba.

Hacía frío. Un frío glacial, gélido; de los que le dejan a uno parado todo el día, sin podérselo quitar de encima, ni con mantas, ni con ropa de abrigo. Era el enemigo de cada año, para Aníbal y para Ana. Un enemigo duro y difícil de combatir, tozudo, persistente, sobre todo cuando eres pobre de solemnidad, un desheredado que no tiene donde caerse muerto.
Ese era el caso de los dos. Se habían conocido en la calle, en el ir y venir cotidiano, en la lucha por la supervivencia. Decidieron que se gustaban, así sin más, y se fueron a vivir juntos, al principio compartiendo cajero automático, luego albergue, actualmente, edificio abandonado en el centro de la ciudad, precintado por el gobierno municipal porque amenazaba ruína, y futura víctima de la especulación inmobiliaria.
Aníbal se levantó primero y desayunó algo de lo que había sobrado de la supervisión de los cubos de basura de la noche anterior. Ana se levantó después. Él no hizo ademán de lavarse. Ella se lo aconsejó así. "A este "casting" cuanto peor pinta lleves, mejor", le dijo. El asintió dándole la razón. Se besaron. Él salió de la casa, masticando aún un trozo de pan rancio. La ciudad empezaba a despertarse, despacio, pausadamente, como un inmenso ogro. Como cada día se coló en el tranvía. Tenía habilidad para ello. Las puñaladas cotidianas de la vida le habían afilado el ingenio. Cuando llegó al edificio consistorial, éste, ya estaba abarrotado de gente que acudía a las distintas pruebas de selección. Los mimos se mezclaban con los músicos callejeros. Los hombres anuncios, y los reparte propaganda, hacían piña aparte. Ninguno de ellos se mezclaba con los mendigos. Todos miraban con lascivia a las prostitutas que iban llegando para pasar su prueba correspondiente.
Un ordenanza abrió la gran puerta metálica del edificio y anunció a los congregados que ya podían pasar, en orden y de uno en uno. Aníbal se dirigió a él para preguntarle por el lugar donde pasarían la prueba los mendigos, y el hombre, ligeramente molesto por el olor que desprendía y por la pinta tan desastrosa que llevaba, le indicó el piso de arriba con la mano. Llegó a la planta de arriba. Otro empleado municipal les indicó que tenían que hacer cola con su acreditación en la mano, pasar por una mesa y tomar uno a uno su número. Serían llamados uno a uno por ese número para pasar la prueba. La cosa demoró una hora, hasta que todos los mendigos habían obtenido el suyo. Solo entonces empezaron a pasar dentro. La prueba había comenzado.
Mientras esperaban e iban llamandolos, Aníbal se entretenía mirando alrededor a sus contendientes, muchos de ellos mendigos de larga experiencia, como él, tratados como deshechos de la sociedad desde hacía años, que habían ejercido ni se sabía desde cuando el oficio de mendigo, de pobre oficial, callejero, a los que los ciudadanos echaban las monedas sobrantes que no habían echado en tal o cual cepillo de tal o cual iglesia, los cincuenta centimos que extraían del carrito del supermercado, o lo sobrante de haber echado la primitiva o la quiniela. Luego estaban también los nuevos pobres, los nuevos afectados por la crisis, padres de familia, demasiado mayores para trabajar, demasiado jovénes para jubilarse, que cuando ya, desesperados, habían perdido el orgullo, y la vergüenza no era más que un mal recuerdo, no dudaban en arrodillarse en la vía pública a pedir limosna.
El ayuntamiento de la ciudad andaba preocupado. La cifra de mendigos, músicos callejeros, prostitutas, hombres anuncios, reparte propagandas, mimos y otros, no había hecho más que subir. Algo había que hacer para paliar esto. De cara al turista, sobre todo el extranjero, esto daba muy mala imagen. Así pues, el equipo de gobierno se sentó a deliberar, a meditar, a pensar seriamente en las medidas a tomar. Tras tomarse su tiempo, llegaron a la conclusión que había que legalizar estas practicas callejeras, y que los que las ejercieran deberían sacarse una licencia municipal para ejercer y pasar para ello una prueba. Los ciudadanos de bien aclamaron a sus gobernantes tras esta concienzuda medida. En los corrillos, en las tertulias de los cafés del centro, en las barberías, en los trabajos, la medida causó sensación. "Ya era hora de que los políticos se movieran", decían unos. "Esto ya era insostenible, tanto pobre por la calle", decían otros. El alcalde, ufano, quiso aprovechar el tirón mediático de la medida y se sacó de la manga una campaña promocional y todo, e incluso se hizo alguna que otra foto con algún mendigo, o repartiendo comida en algún comedor social, para que la oposición no lo pudiera acusar de aporófobo.
El número cuarenta y tres, dijo en alta voz en ujier de la puerta. Aníbal comprobó que era su número y fué hacia allá. Se sentía como cuando era niño ante los exámenes de recuperación de septiembre. Nunca había sido muy buen estudiante. El ujier le dio paso a una gran sala. Caminó unos pasos ante una gran mesa, ocupada por cinco personas, una especie de jurado. Uno de ellos pidió a Anibal su nombre y apellidos completos. Su DNI. Su domicilio actual. Se estado civil. Una vez comprobado estos datos, los integrantes de la mesa empezaron a deliberar, a cuenta de la apariencia de Aníbal. "Parece que este es un mendigo de verdad, no un aprovechado", dijo uno. "Si, se le ve. Mira que abrigo lleva. ¿Y la bufanda?. ¿Y esa barba? Además desprende un olor que tira para atrás", dijo el segundo. "No sé, no sé. Igual se ha estado preparando estos días. De esta gente uno no se puede fiar" dijo el tercero. "¿Tu crees? No, yo creo que este es un auténtico mendigo, si se le ve, coño. Mirad que porte. Ahora eso si, creo que no debemos darle la plaza en el centro. Este es más bien mendigo de periferia", dijo el cuarto. "Adjudicado entonces. A este lo mandamos de mendigo a la Plaza de San Romualdo, al lado de las palmeras, a la misma puerta de la iglesia. Es lo que nos faltaba en aquella plaza, un mendigo. Ya han colocado allí un músico y un mimo. Allí putas no quieren, y hombres anuncios tampoco. Así que nada; adjudicado", sentenció el quinto.
Aníbal salió de la prueba más contento que un niño con una piruleta. Cuando llegó al edificio precintado, se encontró que unos agentes de la Policía Municipal vigilaban el acceso al que había sido su hogar en los últimos meses. Se acercó a ellos. "Oiga, ¿qué ha pasado? Yo vivo ahí, con mi chica", les dijo a los agentes. "Aquí no se puede pasar, se va a proceder a la demolición del edificio, así que largo de aquí", le dijo uno de los agentes de manera hostil. "Si lo que buscas es a tu compañera, debe ser aquella de allí, la hemos tenido sacar a la fuerza porque no se quería ir", le indicó el otro agente, dirigiendo su mirada a Ana, que sollozaba entre sus escasas pertenencias, sentada en un banco  distante unos cincuenta metros, calle arriba.
Aníbal fue hacia ella. "¿Qué ha pasado?", le preguntó. "Que nos han echado esos hijos de puta. Otra vez en la puta calle", le dijo ella sin parar de llorar. "He pasado la prueba. No te preocupes, ya encontraremos otra cosa", le dijo él, rodeándola con sus brazos y enjugando sus lágrimas contra su pecho, contra su raído abrigo.