miércoles, 26 de noviembre de 2014

Los Santos.

Son Los Santos, y todas las mujeres de El Llano, pujan por poner el ramo de flores más grande y más hermoso a sus muertos. Voy con mi abuela Natalia al cementerio viejo. Entro y salgo de él, juego con otros niños en el hueco de los grandes eucaliptos de la entrada. Me canso de jugar, vuelvo a entrar en el cementerio viejo, no veo a mi abuela, estará en el nuevo. La busco allí, la encuentro. Está limpiando la tumba de mi madre. Voy junto a ella. me mira. La miro. Miro la tumba. Me dice que rece. Rezo. ¿Te acuerdas de tu madre? Vagamente, me acuerdo, de cuando estaba mala, y vino de Madrid con un caballo de plástico con ruedas para mí,contesto.  Mi madre venía de Madrid, con las huellas de la enfermedad en la mirada, y yo la extrañaba y me escondía tras las piernas del abuelo Ramiro, que me decía, anda, mira, si es Mama. Dale un beso; y yo seguía allí, pequeño, tímido, mirando a aquella extraña que me ofrecía aquel caballito con ruedas. Llegó un día que aquella extraña, mi madre, se fue para siempre. Y yo fui creciendo. Pobre, me decían, si tu madre estuviera aquí para verte; si te viera tu madre, y viera lo que has crecido, ella, la pobre, que se fue cuando tu no eras más que un bebito. ¿Té acuerdas de ella? Y vuelta a empezar, y vuelta a contar lo del caballito con ruedas cuando venía de Madrid, tan delgada y tan enferma, y así iré creciendo, entrando en la adolescencia, en la juventud, y aquel recuerdo estará perpetuo en mi mente, pero nadie me preguntará ya por él, porque quien me preguntaba, mi abuela, mi abuelo, también se irán.

Rezo y me salgo, y huelo el aire fresco de la tarde, y el aroma de los eucaliptos. Un grupo de niños se dirige al cementerio viejo, a la tumba sin nombre, donde, según cuentan, un cura y un soldado yacen, enterrados en el mismo nicho. Lo saben, porque la tumba es un nicho bajo, curvo por arriba, encalado, y tiene un agujero arriba, por donde se puede atisbar lo que hay dentro de la sepultura. Los chicos pujamos por subirnos a lo alto del nicho, y mirar lo que hay dentro. Todos lo hacemos. Yo, también. miro, y no veo nada, pero cuando baje, contaré que he visto la botonadura del uniforme del soldado, que es azul. Y que he visto la sotana negra del cura, y sus huesos, calaveras incluidas. Otros mentirosos me apoyarán, y afirmarán haber visto lo mismo. Lo cierto es que el miedo, y la oscuridad del interior de la tumba, hacen que en realidad no veamos nada, y el soldado y el cura, sea producto de una bravata de chavales, que desde hace tiempo, ocurre en El Llano, tantos como años lleva agujereada la vieja tumba, eso si, sin nombre. Pronto, alguien, adulto, quizá el cura, o uno de los municipales, nos llamará la atención, nos pedirá respeto en un lugar tan sagrado, y nos echará de allí. La verdad, es que esa tumba siempre estuvo vacía. No había en ella nadie, ningún cura, ningún soldado, nadie, y si los hubo alguna vez, hacía años que los sacaron de allí. Me enteraré años después, de mayor. Me lo dirá uno de los operarios del ayuntamiento, amigo y compañero mío, cuando recordemos aquellos años, y aquella tumba, y el me diga que aquellos nichos fueron derruidos, por que amenazaban caerse, y él, que estuvo presente, lo vio, y allí, no había nada.

Anochece. Voy donde mi abuela, que está dando los últimos retoques a la tumba de mi madre. Nos paramos frente al nicho. Silencio. A la abuela se le escapan unas lágrimas. Antes de irnos, se para a hablar con otras mujeres, ante otras tumbas. Padres, madres, hijos, nietos de El Llano. Conocidos todos. Unos enterrados hace tiempo. Otros, difuntos recientes. Antes de irnos, nos volveremos a pasar por el cementerio viejo, para ver la tumba de los abuelos, de los padres de mi abuela, limpia, blanca de cal, reluciente, atiborradas de flores, rojas y blancas. Una vez más, como cada año, la abuela dirá entre dientes que el día que ella no esté, nadie se ocupará de la tumba de sus padres. Salimos. El cementerio se ve limpio y blanco a esa hora de la anochecida, iluminado por cientos, miles de cirios, encendidos a la noche que va cayendo. Según vamos hacia el pueblo, miro hacia atrás, y los cirios encendidos hacen un efecto, luminoso en la noche. Es como si cada cirio representara a una de las almas de los que allí yacen, y todos juntos realzaran esa última morada.

Va refrescando. Llegamos a casa. Cenaré y me acostaré. Pensaré en mi madre, desconocida, de la que apenas tengo unos vagos recuerdos. Años después, ya mayor, veré sus huesos. Será tras la muerte de mi padre, poco antes de enterrarlo en aquel mismo nicho, junto a ella, en aquel mismo nicho que mi abuela con tanto ahínco limpiaba cuando yo era niño. Antes del entierro hubo que sacar los huesos de mi madre, y uno de sus hijos, yo, tuvo que estar presente durante la operación. Me sorprendió ver sus huesos, aunque tengo que decir, que asistí con interés. No recordaba de casi nada de mi madre, y por fin la iba a ver, aunque solo fueran sus huesos, como así fue. Cuando el enterrador sacó los trozos astillados y podridos por el tiempo del ataúd, y sus calavera y sus huesos, recé, como cuando era niño e iba con mi abuela a limpiar aquel nicho el día de Los Santos. 

domingo, 19 de octubre de 2014

Los de fuera.

Era últimos de julio, principios de agosto, y ya se empezaban a ver los coches de los de fuera por el pueblo. Matrículas de Madrid, de Barcelona, de San Sebastián. Venían con sus 131 Supermirafiori, sus Simcas 1200, sus Citroen X Palas o sus Seat 124. Con la baca cargada hasta los topes. Venían los de fuera, los que se fueron una o dos décadas antes a ocupar barrios de bloques construídos a mansalva en la periferia de las grandes urbes, atraídos por la voz de las sirenas del desarrollismo tardofranquista. Dejaron El Llano y la comarca de La Vega. Ya se habían enterado que lo de la puesta en marcha del plan transformador de los 50, aquello de entregar tierras a quien no las tenían, e irrigarlas con el agua del Guadiana, no funcionaba. No les funcionó a sus padres, y ellos no se dejaron engañar,o no tuvieron paciencia, porque el hambre no engaña a nadie, no entiende de paciencias, el hambre es veraz, como el agua de un río, o como una tormenta de primavera, o como la escarcha del invierno. No se dejaron engañar y se fueron, a ocupar puestos en la construcción, o en la industria, a ahorrar y a trabajar como mulas para comprarse un piso en Alcorcón, o en Baracaldo, o en Hospitalet de Llobregat, y una tele, y un coche, y una lavadora automática, y volver en verano a El Llano, con su flamante coche, y ver a sus padres cada vez más viejos, y comprobar como nada cambiaba en aquel viejo pueblo del que salieron, como cada vez había menos cosas que les unían a él, quizá unos padres que se iban haciendo ancianos, unos recuerdos, según se mire, poca cosa.

Venían todos, con el calor del verano. Venían casados y con una prole de chicos. Chicos que nosotros veíamos distintos, que no los veíamos como nosotros, que éramos muchachos  de pueblo, y que nos contentamos con jugar al fútbol en el atrio de la parroquial de San Jaime, o a las canicas. Que conservamos un tebeo atrasado como oro en paño, y que los releíamos una y otra vez, que nos conformábamos con ver espagueti westerns, repetidos hasta el cansancio una y otra vez en el vetusto y anticuado Cine Hoolliwood. Chicos que traíann unas bicicletas de ruedas pequeñas y gruesas, plegables, perfectamente engrasadas, flamantes, con frenos y luces, y no como las nuestras, hechas a trozos, con el chasis de una vieja que usó el abuelo durante cuarenta años, y el manillar de otra del tío nosequién, sin frenos, y a las que les suenan todos los hierros, con unas ruedas desgastadas hasta la extenuación. Unos chicos que dicen que les "mola" tal o cual cosa, cuando quieren decir que les gusta, o que te llaman "tronco" o "colega", y dicen "chupi piruli", o "dabuten"; que se ríen de lo antiguos que somos, que pasan de ir al cine  porque esas "pelis" las tienen supervistas, que se ríen de los chabacano de la "disco" de verano del pueblo, hecha en un antiguo corral, o de la costumbre de vestirse de limpio los domingos, e ir a misa, que les divierte el pueblo, y el campo, que disfrutan de ellos, pero no lo sufren, porque para ellos, el viejo pueblo donde nacieron sus padres es eso, un viejo pueblo, un lugar de vacaciones, de retiro, de descanso, al que con el paso de los años, rara vez volverán, porque una mujer y unos hijos, ajenos más que ellos al pueblo, tiren de ellos hacia la costa, o a otros lugares de descanso y disfrute, y no hacia el viejo pueblo de sus padres y sus abuelos. .

Pero mientras son críos, vendrán cada año. Ellos, con sus padres, que son nuestros tíos, que han nacido aquí, que han perdido el acento, y nosotros los vemos distintos de nuestros padres, que al lado de ellos, nos parecen toscos y anticuados. Sentimos envidia de ellos, y soñamos con algún día volar de El Llano, e ir a Madrid, o a Barcelona, o a Bilbao, y bajar todos los veranos en nuestro flamante coche, con nuestra mujer y nuestros hijos. Y salir a "tomar el vermú" y no a "echar una cerveza", como hacen nuestros padres aquí. Los vemos más jóvenes que nuestros padres, y más abiertos. Comprobamos que han dejado atrás los viejos prejuicios pueblerinos. Comprobamos que han dejado atrás su pueblo, al que solo les une sus ancianos padres, a los que sus hijos llaman yayos, y no abuelo como se hace en El Llano, a los que ellos, cuando vienen, todavía dedican un día en ayudarles en las tareas del campo, para demostrar a su prole, quizá, que eran verdad las historias de siega y hambre que tantas veces les ha contado allá, en la gran ciudad,, y que ellos, sus hijos, tantas veces, incrédulos pusieron en duda, o tomaron por exageradas. .

Hoy, yo, he salido de El Llano. Vivo en Madrid. No tengo coche. Voy a mi pueblo de higos a peras. Hoy, ya nadie de aquí deslumbra a nadie de allí. Quizá sea porque hoy las diferencias  entre aquello y esto, no son tantas. Quizá sea porque tampoco lo eran entonces, y nos deslumbraba mucho el brillo de aquel coche que llevaban los de fuera, y no nos deslumbraba el esfuerzo que habían tenido que empeñar en comprárselo. Quizá fuera porque las luces de la gran ciudad siempre deslumbraron demasiado a las gentes sencillas de un pueblo. Puede ser. Cuando vuelvo a mi pueblo, las pocas veces que voy, me pregunto si los de allí me verán como veíamos entonces nosotros a los de fuera. Incluso, me preocupo en conservar el acento de allí, y de forzarlo, si es necesario cuando voy, porque se que los acentos cambian, y se pegan, o se pierden, o se modifican. Intento que el desarraigo no me torture aquí, y la pedantería no insulte a mis paisanos allí, cuando voy. No se si lo consigo. Sólo sé que cada día echo más de menos El Llano, y ya no me deslumbran tanto las luces de la gran ciudad, como deslumbraban entonces, cuando venían los de fuera, y ellos lo tenían todo, y nosotros nada, y ellos eran modernos, y se superponían a nuestra antigüedad vetusta y llana.

Hoy, ya no hay una invasión de los de fuera, entre julio y agosto. Muchos de ellos, hoy son unos ancianos, jubilados, que han vuelto a El Llano, a pasar sus últimos años allá. Sus hijos, aquellos chicos que iban verano tras verano al pueblo cuando yo era niño, quedaron aquí, en la ciudad. Son de aquí, morirán aquí, han echado raíces aquí. Todo lo más que tienen allá, es un padre anciano que decidió volverse a una casa, que durante años, fue su lugar de vacaciones. Hoy veo allí a estos ancianos de ahora, jóvenes de ayer, y ya no me parecen tan vitales, y tan desinhibidos, ni tan abiertos. Quizá es que hayan vuelto a encontrar su yo cuando han vuelto al pueblo. Cuando voy a El Llano y me topo con los que vivieron aquí en Madrid, cuando me paran para saludarme, me preguntan por esto. La nostalgia, pienso,el desarraigo, de una vida a caballo entre esto y aquello. Los veo a ellos, y me veo a mi con su edad, quizá en El Llano, paseando mi nostalgia de allí, y de aquí, mi desarraigo, y me maldigo mil veces por haber emigrado. Por haberme dejado deslumbrar por las luces de la gran ciudad, y me resigno a seguir un camino que ya no tiene remedio.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Silencio

La inspiración a horas perdidas,
a tu ritmo me llena en la tarde,
rota por la ciudad en la que arde,
mi pena y mi añoranza fenecidas.

Silencio, de fronteras definidas,
sin embargo cada día haces alarde,
e incitas a que el recuerdo escarde,
en mi mente sus yerbas preferidas.

En un silencio eterno viviremos,
si vivir, es vivir cuando se muere,
mientras, al silencio acudiremos,

como acude el sediento a la fuente.
Nuestra sed de silencio saciaremos
antes de apagarnos eternamente.

martes, 7 de octubre de 2014

Un reto.

Era, mi pequeño piso alquilado, apenas un apartamento.
Diminuto, pequeño, mínimo.
¡Pero qué vistas!.
Los tejados de la ciudad, el cielo azul, gris,
de la tarde,
de la mañana,
la noche opaca novilunia,
la noche clara, plenilunia.
¡Qué vistas!
Lo he dejado. El apartamento, digo.
Me mudé a un piso más grande,
más cómodo,
muy luminoso, también,
desde donde sólo se ve la vida
de ladrillo rojo y persianas bajadas
del vecino enfrente.
No se ve la ciudad,
ni sus tejados con sus antenas,
ni su horizonte,
ni su lejanía,
ni su proximidad.
A partir de ahora me los tendré que imaginar.
Todo un reto...

lunes, 1 de septiembre de 2014

Haciendo números.

El que tiene cien, quiere tener ochenta.

El que tiene ochenta, quiere tener sesenta.

El que tiene sesenta, quiere tener cuarenta.

El que tiene cuarenta, quiere tener veinte.

Me refiero a años, claro...

sábado, 23 de agosto de 2014

Contrabando.

Agosto. Hace calor en El Llano. Un calor apabullante, contundente, húmedo por la acción del gran rio cercano, por la acción de los regadíos. Voy por la Calle Grande, buscando la sombra. A lo lejos veo a un hombre. El hombre porta un gran bolso de viaje negro, en bandolera. Camina como yo, buscando la sombra, huyendo del sol radiante de mi pueblo en agosto. Mi mente viaja hacia atrás en el tiempo. Me lleva a mi niñez, cerca de aquel mismo lugar, en esa misma calle, sentado en el umbral de la casa de mi abuela Natalia, frente al Casino. Un hombre, desconocido, extraño, viene por la acera. Porta un gran bolso de viaje negro, pesado. Lo lleva en bandolera. Poco a poco se va acercando, su figura se va agrandando, hasta que llega hasta mí. Me sonrie, me toca la cabeza.
-Menino, dile a tua mae se querer café-, dice con un español con un marcadísimo acento portugués.
Es un contrabandista, un hijo de la raya, de la frontera. Su hablar denota que es portugués, pero seguramente por sus venas correrá la sangre de ambos lados de la frontera. Sus ancestros, de un lado y otro, se han ido mezclando, unos portugueses, otros españoles, a lo largo de los años, de los siglos. Tiene el pelo rizado, moreno, el rostro con barba de tres días, tiene un bigote negro y muy poblado, unos ojos vivarachos y alertas, me miran a mi, y al mismo tiempo en derredor mío, y a un lado y otro de la calle. Tiene miedo. Los contrabandistas siempre lo tienen. Es el sino de los hijos de la raya.
Entro en casa, aviso a mi abuela de que en la puerta hay uno que vende café. La abuela Natalia sale, abre la puerta, primero tímidamente, luego invita al forastero a pasar. En el pasillo se lleva a cabo la transacción, varios kilos de café, por varios billetes de cien pesetas, de quinientas, de mil. El desconocido sale de casa de mi abuela, se va, otra vez calle abajo, a tocar más puertas repartiendo café, en la tarde calurosa del verano.
Paso frente al bar de José Cabra. A la puerta, como siempre a esa hora de la tarde, tras la siesta, se empieza a oir el ruido de los que van a jugar la partida. Hay cosas que por años que pasen nunca cambian, ni cambiarán, quizá. El recuerdo del contrabandista me ha traído a la mente el recuerdo de Manuel Silveira, otro hijo de la raya. Lo recuerdo, ya sesentón, aparcando su Dos Caballos en la puerta de mi abuela, yendo después a su cita diaria con la partida de cartas en el bar. Alguna vez, al bajarse del coche, se encontró con mi abuela, a la que saluda siempre cariñosamente, le da dos besos, le pregunta por todos y por todo. Se despide y se va a buscar su partida y su café vespertino.
Hace tiempo le oí a mi abuela una historia sobre Manuel Silveira, el portugués. Cuando mi abuela lo conoció, allá por los años cuarenta, Manuel era poco más que un niño. Iba siempre con su padre, que se llamaba Nuno, un hombre bajo, moreno, delgado, el vivo retrato de su hijo Manuel unos años más tarde. Los dos, padre e Hijo, se dedicaban al contrabando, llevando café, o tabaco, de un lado a otro de la frontera, con la Guardia Civil simpre pisándole los talones. Era cuando mis abuelos vivían en un cortijo, a treinta kilómetros de El Llano, hacia la parte de Portugal, cercano a la frontera. Allí, tras la guerra, encontró el abuelo Ramiro un trabajo de guarda. Allí se criaron mis tíos y mi madre. Por allí, cada semana se dejaba caer Nuno Silveira, y su hijo, un joven Manuel Silveira. Llegaban, hablaban con mi abuelo, entonces un joven padre de familia numerosa. Mi abuela les sacaba de lo que hubiera, para comer, unos días cocido, los más, sopas de ajo, algún trozo de chorizo, de queso, y ellos pagaban ese reposo tras horas y horas de camino cargados de mercancía, con café y con tabaco. La casa donde vivían mis abuelos en el cortijo, era de dos piezas, con entradas por dos lados, opuesta la una de la otra.Contaba mi abuela como una tarde llegaron los Silveira. Una tarde de agosto, seca y calurosa. Mi abuelo ya había llegado del campo, con mis tíos. Mi abuela les empezó a calentar en la lumbre dos platos de garbanzos que sobraron del medio día, y chorizo, y vino. Los Silveira se sentaron con mi abuelo, al fresco, a la caída de la tarde, fuera, a la sombra, por el lado de poniente. Mientras mi abuela, salió de la casa por el lado opuesto. Allí es donde colgaba la ropa para que se secara. En un momento dado, se percata de que una pareja de la Guardia Civil, se acerca a lo lejos. Como alma que lleva el diablo sale corriendo hacia el lado de la casa donde toman el fresco los Silveira y el abuelo.
-¡La Guardia Civil!, corred rápido-, gritó, mientras salía y se quedaba petrificada viendo donde antes estaban sentados los Silveira, a dos números de la Benemérita, y a un sargento. De pie, junto a ellos, los Silveira, de pie, esposados. Se miraron unos a otros. Se echaron a reir todos. Los civiles, los Silveira, mi abuelo, todos.
-No se canse, mujer, a estos ya los hemos apañado-, dijo con sorna el sargento.
Mi abuela se echó las manos al rostro y echó a correr para dentro.
Mi abuelo miró entonces al sargento.
-Verá usted...nosotros...-, empezó a decir.
-No te canses. Ya se que los Silveira viene por aquí, y les dais de comer, y ellos os pagan con contrabando. Todo eso lo se. No te preocupes hombre. Yo soy padre de familia, como tú, y se lo que cuesta sacar una prole como la que tu tienes adelante. Pero la ley es la ley, y a estos pájaros me los tengo que llevar conmigo-.
Dicho esto se fueron todos, camino del El Monte, donde los Silveira probarían el calabozo, no por mucho tiempo, porque nunca les pillaban gran cantidad de contrabando.
Mi abuela me contaba que así se tiraron casi quince años, hasta que definitivamente se instalaron en el pueblo y dejaron el cortijo. Por allí pasaban los contrabandistas, y los civiles detrás. Y a unos y a otros, ella no les negó nunca un plato de sopa, y trozo de chorizo, o un poco de vino. Y con unos y con otros echó mi abuelo algún pitillo, sentados al fresco a la caída de la tarde.
Eso si; mi abuelo Ramiro siempre prefirió echar un cigarro con los Silveira que con los civiles. El tabaco de los Silveira, de contrabando, si, era mejor que la picadura que usaban los otros.

viernes, 6 de junio de 2014

Una mañana en el banco.

Se levantó aquella mañana con inusitada alegría. Era su día libre. No tendría que ir a trabajar. No le gustaba para nada el trabajo que tenía; mal pagado, mal mirado, en condiciones laborales ínfimas, Epifanio se sentía dominado por todos allí. La crisis, se decía. Él, mindundi profesional, sin un sitio donde caerse muerto, con años de experiencia, teniendo que bregar con los pedidos a domicilio de un supermercado, conduciendo todo el día de Dios la furgoneta en esta condenada ciudad y sus interminables atascos, acarreando cajas de color verde, para la señora Tal, que vive en el Quinto Infierno, o para la señora Cual, que vive un pelín más allá. Y el caso es que, todavía, tenía que dar gracias a su cuñado Jacinto, que lo había enchufado allí. Su cuñado era jefe de charcutería de la empresa, con muchos años de experiencia. Cuando Epifanio quedó en paro, y tras meses y meses de ardua búsqueda, sin dar el perfil deseado por las empresas de la ciudad, no tuvo más remedio que agarrarse a la oferta del cuñado, y entrar como mozo, reponedor, cajero y lo que se tercie, en los famosos supermercados, El Canelo, famosísimos, con una solera y una raigambre harto conocidas en la provincia.

El caso es, que era su día libre, y no trabajaba. Qué hacer. ¡Ah, si!; el dinero de las propinas. Los euros, los cincuenta céntimos, los veinte céntimos, que las señoras le iban dando como propina al llevarles la compra a casa, Epifanio las iba guardando en un enorme frasco de cristal, antaño utilizado para la guarda y conservación de aceitunas manzanilla, en su variedad con hueso. Tras lavar la taza y el plato del desayuno, afeitarse y ducharse, Epifanio abrió el bote y vertió su contenido sobre la mesa. Monedas y más monedas sobre el hule azul que cubría la mesa camilla, cubrieron la superficie, casi por completo. Allí estaba un año entero de propinas por el acarreo de cajas cargadas hasta arriba, de escaleras, de ascensores averiados, de perros ladradores y mordedores, de porteros tocahuevos, de aspersores en jardines comunitarios, de multas por aparcamiento en doble fila, de calor, de frío, de invierno, de verano, de trabajo duro y mal pagado, en definitiva. Allí lo menos habría mil o mil doscientos euros, se dijo a sí mismo. Sin dudarlo se puso a contar, a hacer montoncitos de monedas; las de euro en montones de diez, las de cincuenta céntimos, en montones de cinco, y así se le pasó hora y media, haciendo montones, y envolviendolos luego en papel de periódico, y anotando a bolígrafo la cantidad, para acabar guardando los montoncitos en una bolsa reciclable de Supermercados El Canelo. Al final resultaba que había menos de lo esperado, ochocientos vientitres euros, con treinta y tres céntimos, con olor a aceituna manzanilla, con hueso. MIró el reloj, las doce menos diez, casi medio día, todavía le daba tiempo a llegar al banco e ingresar los ochocientos euros en su cuenta, los veintitres con treintatres irían para tabaco, un par de cañas, el Marca, y para cuatro o cinco gastillos más. Así pues cogió la bolsa y se dirigió al banco 

La mañana era calurosa, junio y el verano próximo, se hacían sentir. La sucursal bancaria donde Epifanio tenía sus escasos ahorros, no quedaba a más de tres manzanas, diez minutos andando. Llegó a la puerta, entró y se dispuso a acceder al interior de la sucurlsal por el arco de seguridad, pulsó el botón verde, la puerta de cristal del arco se abrió, entró dentro, una voz de locutora de radio nocturna le dijo que volviera a salir y depositara sus efectos personales metálicos en las taquillas que había en el pequeño recibidor de salida. Salvo las monedas, y unas minúsculas llaves, Epifanio no llevaba más objetos metálicos, y si salía y depositaba estas en la taquilla, cómo ingresarlas en su cuenta. Epifanio pegó unos golpecitos en el cristal, intentando llamar la atención de uno de los empleados, cuya mesa de trabajo más cerca estaba de la puerta. Ni caso. Volvió a dar unos golpecitos más, esta vez un poco más fuertes. El empleado levanta la cabeza, y mímicamente interroga a Epifanio, con un "¿Qué quiere?", inaudible desde dentro de aquella burbuja, pero perfectamente comprensible. Epifanio levanta la bolsa de las monedas con las dos manos y hace gestos, mímicos también, de que le es imprescindible pasar y no puede. El empleado baja la cabeza y sigue a la suyo sin hacerle caso. Alguien, desde atrás llama la atención a Epifanio; -Oiga, ¿va a entrar o no?. Entre de una vez, o salga y deje entrar a los demás-. El que le ha dirigido la palabra desde atrás, es un induviduo alto, bien parecido, trajeado, con gomina en el pelo y cara de pocos amigos. Epifanio le intenta explicar su situación; -El arco, las monedas, que tengo que entrar con ellas y no me deja este aparato...- El tipo le interrumpe bruscamente; -joder, salga, déjelas en la taquilla, vuelva a entrar y se lo cuenta alguien ahí dentro. No es tan difícil-. Epifanio opta por hacer caso al tipo, sale del aquella jaula de cristal, deposita sus monedas en la taquilla, la cierra, saca la llave numerada con el veintidos, los dos patitos, y vuelve al arco de seguridad de entrada. Esta vez si, hay vía libre.

Entra en la oficina. Todas las mesas comerciales están ocupadas con clientes del banco, y en los escasos asientos que hay frente a ellas, hay cola para acceder a las mismas. Epifanio no encuentra a quien dirigirse. Intenta dirigirse a una de las mesas, pero se encuentra con las protestas airadas de un señor que está siendo atendido en ese momento y por la mirada inquisitiva del empleado. -Espere su turno si no le importa-, le dicen. Epifanio dirige su mirada ante la puerta que reza; "Director". A ella se dirige, da dos toquecitos, "toc, toc", nadie le contesta. Opta por abrir levemente la puerta. Frente a la silla direccional, vacía, se sienta el tipo de la gomina, el traje y la cara de pocos amigos que se encontró en la puerta. -¿Usted otra vez? ¿Ahora quiere colarse? Espere su turno, hombre-. Epifanio se da la vuelta y se despide con un tímido, -perdón, perdón; yo...-. Cuando se da la vuelta casi se da de bruces con el director que lo interroga; -¿qué quiere?.
-Esto, yo, verá, traía un dinero, en monedas, ¿sabe usted?...el arco, no me deja pasar...y yo
-Pero si está usted dentro. Haga el favor de esperar su turno como los demás.
Epifanio opta por pedir la vez, y esperar ante las mesas comerciales. Reconoce a una señora que espera pacientemente a ser atendida, sentada, leyendo. -Señora Gálvez-, llama Epifanio la atención de la señora. Esta lo reconoce, se levanta, y sonriendo va hacia él. -Hombre, Epifanio, Epifanito. ¿Qué hase usted acá?. La señora, que habla con marcado acento sudamericano, es doña Gertrudis Gálvez Coronilla de los Infantes, viuda del ex cónsul de Colombia en la ciudad, rica, habitante de la Colonia San Saturnino, uno de los barrios exclusivos de la ciudad, clienta del supermercado donde trabaja Epifanio, a la que en infinidad de ocasiones, éste, ha llevado innumerables pedidos a su casa, labor correspondida por la señora, con suculentas propinas, por la criada caribeña, con insinuaciones morbosas referidas a su aparato genital, y por Fifí, el chiuaua de la casa, con mordiscos en las perneras de los pantalones. Epifanio le cuenta a la señora su odisea.
-¡Ay!, Epifanio, Epifanito. Si es que estos manes cada ves tienen menos personal. Yo se lo digo muchas veses al director, al señor Villansio; un día voy a venir y me va a atender un robot. Y todo lo hasen para ahorrar los muy güevones. Pero no se preocupe mijo, hágale, venga conmigo pues que yo hablo con Villansio y el le resuelve, pues. Sígame mijo-.
Doña Gertrudis se levanta y resuelta va a hacia la puerta de dirección, seguida de Epifanio. No llama, abre sin más, el director, y el de la gomina miran estupefactos. La señora entra.
-Disculpen la intromisión. Villansio, Villansito. Mire pues, este conosido mío que tiene un problema con esa puerta del demonio que han instalado ustedes fuera, y que no puede resolver, hágale mijo, que no son más que unos minutos, y al señor este de acá, no le importará-.
La estupefacción del principio del director se convierte en sumisión, y en peloterío.
-Mi querida doña Gertrudis, ahora mismo, le resuelvo-, dirigiendose al de la gomina; -un momento, enseguida vuelvo-, y dirigiendose otra vez a la vieja dama, -¿qué le ocurre doña Gertrudis con la puerta?-.
La señora le mira divertida;
-A mi nada, mijo. Es a este buen señor, al cual conosco porque nos trae el pedido del supermercado a casa. Dígale, dígale mijo-, dice la señora dirigiendo la mirada sonriente a Epifanio.
Epifanio vuelve una vez más a referir lo sucedido, viene a ingresar, monedas, el arco de seguridad, las monedas son de metal, no le deja pasarlas...El director se queda estupefacto, como si no supiera de que le están hablando, o le estuvieran hablando en chino.
-Venga conmigo, por favor-, dijo el director cogiendo a Epifanio por el brazo, dirigiéndose al recibidor, por la puerta, no por el arco detector de metales.
-¿Es usted tonto?, por cuantro monedas asquerosas la que está montando el tío. Porque le recomienda la señora, que si no-, le dijo el director a Epifanio.
Epifanio no protesta, quiere acabar cuanto antes, se limita a abrir la taquilla, coger las monedas y seguir al director al interior. El director le señala despectivamente la zona de caja. -Allí le atenderán-, le dice antes de dirijirse otra vez a su despacho, saludar con una reverencia a doña Gertrudis y tropezarse con un atril que contiene propaganda del banco.
-Bueno, mijo; ya le resolvieron. Nos vemos, Epifanio, Epifanito. Mañana seguro haremos algún pedido, y pediré que nos lo lleve usted, mijito. Chao-.
La señora se va, y Epifanio le da las gracias por su intervención. De no ser por ella, todavía estaría esperando. La cola en la caja es larga. Tras media hora, le llega el turno a Epifanio, que deposita la bolsa con las monedas encima del mostrador. La empleada de caja no comprende. Epifanio le aclara;
-Quería ingresar ochocientos euros en mi cuenta-, dice dejando encima del mostrador, al lado de la bolsa, la cartilla bancaria de la que es titular.
La empleada de caja abre la boca, dejando entrever una aparato corrector dental que le da un aspecto siniestro, y un chicle megamasticado.
-No, comprendo-. Dice.
-Qui e ro, in gre sar, ocho ci entos eu ros, en monedas. Vienen en es ta bol sa;- le explica Epifanio con voz pausada, melosa, resaltando cada sílaba, para que la empleada lo comprenda mejor-
Por fin la empleada de caja parece salir de sus ensimismamiento y reacciona. -Pero oiga, esto me va a llevar un rato, y tenemos mucha cola, y como habrá podido ver, estoy yo sola aquí-
-Vienen contados
-Los tengo que contar yo, por si usted se ha equivocado. Tiene que esperar, y al final...
-Ah, no. Esto es dinero, contante y sonante, tanto si lo traigo en billetes de cien, como si lo traigo en monedas de un euro,  es mi turno, y usted tiene que atenderme.
La empleada de caja está desconcertada. Levanta el telefono, contacta con el director. Este se presenta ipso facto. -Coño, ¿otra vez usted?-, le suelta a Epifanio a modo de saludo. Entra en la zona de caja. Sale, agarra a Epifanio por el brazo, y muy cerquita, casi al oído, le espeta; -Pero hombre, pero hombre de Dios, ¿no se da usted cuenta de que nos está haciendo perder el tiempo? Llévese las moneditas de los cojones, cambielas en cualquier tienda, y luego, viene usted con los billetitos, y los ingresa o hace usted lo que quiera con ellos, pero no me haga perder más el tiempo, por sus muertos se lo pido-.
El director está empezando a ponerse rojo de ira. Pero Epifanio no está dispuesto a que se pisoteen más sus derechos, que los tiene, él lo sabe.
-No señor, ustedes tienen la obligación de aceptarme este dinero, e ingresármelo en mi cuenta-, dice lo más calmada mente que puede. -Si quiere usted, puedo llamar a doña Gertrudis, la señora sudamericana que se acaba de ir, y que tiene tanto dinero en su banco,  para que lo convenza, tengo su teléfono-, sugiere Epifanio a modo de amenaza.
El director no puede más. Se alisa el pelo con las manos, da un golpecito en la madera del mostrador, y termina diciendo; -está bien. Ahora le cuento yo personalmente el dinero y le hago yo mismo el ingreso, coja la bolsa y la cartilla y venga conmigo, y deje libre la caja-.
Epifanio, no muy convencido le hace caso y le sigue. Van hacia el despacho del director, y este le indica una silla.-Deme cinco minutos que acabe con el señor que está en mi despacho- el de la gomina- y en seguida estoy con usted. Cinco minutos.
Los cinco minutos se convierten en media hora. Total ya casi es la hora de cerrar. Epifanio piensa que más le valdría haber aguantado en la caja, y que la de la ortodoncia le hubiera contado el dinero. Siempre le pasaba igual, como se creía sin personalidad, todo el mundo le pisoteaba y le pasaba por encima.
Al final, se abre la puerta de dirección. El de la gomina sale acompañado del direcctor, ve a Epifanio allí sentado esperando, le mira despectivamente y se despide del direcctor con un, -que te sea leve-, y tras una leve sonrisa dirigida a Epifanio, se va.
El director le invita a pasar, por fin. Cuenta el dinero y le hace el ingreso.
Ya es la hora de cerrar, cuando Epifanio sale, cierran las puertas de la oficina. No quedaba dentro ningún cliente más, él era el último. Epifanio reflexiona mientras va por la calle camino de su casa. Piensa que la gente, los clientes de los bancos en general, entre los que se incluyen, gozan del mal trato recibido en las oficinas bancarias, si no no se entiende. Son de algún modo algo así como masoquistas bancarios, dejan su dinero a quien los maltrata.  Ha perdido  medio día libre ingresando unas monedas en el banco. Piensa en una frase que le dijera hace tiempo su augusto padre, ya fallecido, pobre como él, y como él, sin un lugar en la Tierra donde caerse muerto: "Los bancos y los pobres son como el agua y el aceite".  

domingo, 25 de mayo de 2014

Hoy me habló el cielo.

Hoy, el cielo azul de mayo, me preguntó que me queda de allá, de mi tierra, de Extremadura. Me preguntó, qué que me arraiga allí. Me preguntó si me seguía sintiendo de allí. Le contestó la suave brisa del oeste, cuando en primavera viene cargada de lluvia y de olor a tierra mojada. Le contestó una vieja encina, rugosa, altanera y orgullosa, con la experiencia de cientos de años en sus ramas. El contestó el agua tranquila del Guadiana. Le contestó una vega fértil, una llanura inmensa poblada de maizales infinitos en una calurosa tarde de verano. Le contestó la niebla gris del otoño, ciega y húmeda. Le contestó un pueblecito tranquilo, una vieja iglesia, una pequeña plaza, unas viejas calles, unas gentes, la blancura de las casas.
Le contesté yo mismo: "No puedo ser de ningún otro sitio, aunque no vaya nunca más, aunque me ausentara de allí toda la vida.
Una cigüeña, que en el cielo me pareció ver volar, quizá hacia mi tierra, le confirmó mis palabras al cielo. 

lunes, 12 de mayo de 2014

Nunca me senté en la última fila del Cine Hollywood.

Camino por el Paseo, llego a la Plaza Mayor. Me detengo en el edificio del Ayuntamiento. Me asaltan los recuerdos. Allí, en los bajos, fui yo a la escuela. Hoy hay distintas dependencias municipales y una biblioteca. Entro. Aquello no se parece en nada a las antiguas aulas que nos acogieron de niños, con aquel olor a humedad, tan frías, con aquella pintura verde olivo, desconchada en los bajos. Salgo. Voy por la Travesía de El Llano hacia la Calle Grande. Me paro ante el edificio del cine Hollywood.
Es un edificio antiguo, de fachada encalada, desconchada por el paso del tiempo. La entrada sigue teniendo las mismas puertas metálicas, grises y pesadas, con aquellos grandes cristales. Por dentro, tras el cristal de la puerta, unas grandes persianas verdes, descoloridas por el tórrido sol de El Llano, impiden que nadie pueda observar lo que hay dentro. Encima de la puerta sigue estando el viejo cartel luminoso, rojo y blanco, descolorido, al que le faltan varias letras; C_NE HO_LYW_OD. Me vuelven a asaltar los recuerdos. La de películas que he visto yo allí. Aquellos Spaghetti Western; "Hasta que llegó su hora", "La Primera Ametralladora del Oeste", "El bueno, el feo y el malo", "Por un puñado de dólares"... Me vienen a la memoria imágenes, mías, de los chicos de la pandilla, haciendo cola ante la vieja taquilla, hoy tapiada, entrando luego en tropel a través de aquella vieja puerta, sentándonos en las primeras filas del cine. Las parejas de novios, se sentaban al fondo, porque eran novios y ya se figuraban todos que iban a todo menos a ver a Clint Easwood desenfundar su Colt 45. Nosotros, entonces unos chiquillos, soñábamos con llegar a ser como los mayores, tener un trabajo, una novia, comprarnos quizá una moto, y sentarnos con nuestra novia en la última fila del cine Hollywood, o pasear cojidos de la mano de ella por el Paseo, o por la plaza, y sentarnos en una terraza, y pedir un refresco para ella y una cerveza para nosotros, y que todos nos vieran.
Cambiaron los tiempos, cambiaron el tono de las películas. Llegó el "destape". Actrices nacionales enseñando carne. Qué si la Cantudo, qué si Barbara Rey. Esas películas las solían poner los domingos, en la última sesión. Miguel "Corrientes", el portero se cuidaba muy mucho de dejarnos pasar. "Tsss. E-e-ehta pe-pe-pe-lícula vusotro nnno la podei vé", decía tartajeando. Y no había manera de distraerlo, de pasar en un descuido, de alejarlo de la puerta del cine para poder colarnos. Miguel se ponía en la puerta, con su camisa a rayas, fumando su Celtas corto, mirándonos de reojo, hosco, desconfiado.
Vinieron los ochenta y en la cartelera del Hollywood no se anunciaba otra cosa que cine quinqui. "Perros Callejeros", "Deprisa, deprisa", "El Pico", "Navajeros". Todas ellas no aptas para menores de dieciséis años. Todas ellas películas nacionales. Barrero, el dueño del Hollywood decía que un cine de pueblo no se podía permitir el lujo de traer títulos como "ET", "Tiburón", o "Fiebre del sábado noche". Esas películas, si alguien las veía, era en El Monte, o en la capital. En los ochenta seguía "Corrientes" de portero,  en tan buena forma como en la década anterior. Fue la época en la que al Hollywood empezó a salirle competencia. El fútbol televisado de los sábados, y sobre todo la aparición del vídeo, se fue cargando poco a poco al viejo cine.
El Hollywood fue aguantando durante toda la década, perdiendo cada día más público, hasta que en el año 88, cerró sus puertas. Ya no iba casi nadie, y los títulos que se ponían eran anticuados, de muy baja calidad. Barrero se jubiló y decidió cerrar el negocio, el cual decía que era ruinoso de mantener porque apenas se sacaba para pagar gastos del dinero de la taquilla.
Yo por entonces tenía dieciocho años, y hacía tiempo que no iba al cine y la noticia del cierre del Hollywood no me cogió por sorpresa. Por entonces empecé a salir con una chica. Me di cuenta de que nunca me senté en la última fila del cine Hollywood con mi novia, como soñaba cinco o seis años atrás, y que ya nunca lo haría.
Pensando en esto, allí parado frente a la fachada del viejo cine, empieza a llover ligeramente. Camino hacia mi antigua calle, hacia la Calle Grande en busca de resguardo en el Casino. Pido un café. Empieza a llover con fuerza, una tormenta de primavera. Pienso otra vez en el viejo cine, ante él que estaba hace un rato; ahoa cerrado a cal y canto, deteriorándose día a día, poco a poco, con el paso del tiempo. Pienso que algún día vendré y me lo encontraré derruido y ocupando su lugar, habrá un bloque de viviendas de protección oficial o un supermercado,  y  nunca me habré sentado en la última fila con mi novia.
Para de llover. Sale el sol. Salgo del Casino a mi calle. Saludo y me saludan. La lluvia y el tiempo se llevan los recuerdos y los pensamientos del pasado; aunque estos no se llegan a borrar nunca del todo.

lunes, 5 de mayo de 2014

¿Norte o sur?

Somos un norte de un sur,
del que formamos parte.
Somos sur, 
de pensamientos aceitunados,
bajo capas de cal,
y de barro.
¿Somos sur?.

Somos norte.
Somos el norte del sur.
Somos el sur de ese norte,
impositivo,
inquisitivo,
frío y laborioso,
sin ídolos,
sin pasión,
sin envidias,
sin deudas de honor y sangre,
sin pensamientos aceitunados.

¿Somos sur o somos norte?
¿Somos los pobres del norte?
¿Somos los ricos del sur?

¿Somos olivo y romero?
¿Tomillo y centeno?
¿Vid y sangre?

¿Nieve en las cumbres?
¿Gris en las tardes?
¿Invierno perpetuo?

¿Qué somos?
¿Norte?
¿Sur?

¿Qué seremos?..

lunes, 14 de abril de 2014

Un conjunto de lencería rojo, con puntilla.

El comisario Ahmed K. no salía de su asombro. Aquel día caluroso, parecía que iba a ser tranquilo. No lo fue. El primer caso con el que se topaba en aquella mañana en la comisaría, era uno de inmoralidad y escándalo público. Un tipo, un depravado sin duda, había sido detenido a primera hora de aquella mañana tan calurosa, vestido con ropa interior femenina; bragas, sostén y salto de cama, con puntilla. Bien es verdad que el tipo llevaba aquellas prendas encima de sus ropas de masculinas, pero no dejaba de ser una inmoralidad y un escándalo.
El detenido parecía completamente ido. Se descartó la intoxicación alcohólica y la intoxicación por algún otro tipo de droga, tras los análisis pertinentes. Los agentes Mahmud A. y Sulaimán R, estaban en este momento interrogando al detenido, sin haber podido lograr resultado positivo alguno, en lo que a la aclaración de los hechos se refiere. Ahmed K, solo sabía que en la mañana de aquel día, en sus primeras horas, alguien había llamado a la comisaría denunciando a un tipo, Rajiv V., que iba por la calle voceando palabras inteligibles y vestido con ropa interior femenina.
El Asunto sería enviado al juzgado por la vía rápida. Era lo preceptivo en casos de inmoralidad y escándalo público. Hurtos, robos, violaciones, asesinatos y demás delitos contra la propiedad y contra la vida de las personas, eran enviados por la vía lenta. Los acusados podían estar años en prisión preventiva a la espera de juicio. Así pues, Rajiv V, dentro de su desgracia, tendría suerte y recibiría los beneficios que podría otorgar la justicia rápida. Ahmed K. se dispuso a rellenar los formularios para trasladar el caso al juez, pero antes tendría que investigar el asunto. Mandó llamar a algún familiar de Rajiv V. Se presentaron sus padres, ya mayores, y sus hermanos. Estos informaron al comisario, sobre la situación que había llevado a Rajiv V, a salir a la calle vestido de aquella manera. Le dijeron que la mujer y los dos hijos mayores de Rajiv V, trabajaban como quien dice, de sol a sol, en una fábrica textil de las afueras de la ciudad, confeccionando ropa para una conocidísima marca de ropa extranjera. Sus salarios eran ínfimos. Pasaban calor. Pasaban hambre. Pasaban sed. Los familiares de Rajiv V, dijeron que la mujer y los dos hijos mayores de Rajiv V, murieron hace tres días, por causa de un incendio en la fábrica de ropa en la que trabajaban. La dirección de la compañía había ofrecido a Rajiv V, una indemnización de 400 dólares por la madre y 200 por cada uno de los hijos, muertos en el accidente. En total, 800 dólares. Rajiv V, se había enterado que 800 dólares era lo que valía un conjunto de lencería femenina fina en Occidente. Para la compañía, una persona adulta y dos niños, la familia de Rajiv V, valía lo que una mujer occidental pagaba por un conjunto de lencería fina, roja, con puntilla, para impresionar a su hombre en la noche de fin de año. Según sus familiares, esto impresionó mucho a Rajiv V, lo volvió loco, fue al edificio de la fábrica, ahora en ruinas, agarró un conjunto de lencería fina, roja, con puntilla, que encontró entre los escombros calcinados, se lo puso encima de sus ropas y salió a la calle con él puesto, diciendo a voz en grito "Esto es lo que vale mi familia para la compañía".
La madre de Rajiv V, implora clemencia al comisario Ahmed K, para su hijo. Le dice que tenga en cuenta que han muerto en el accidente la mujer de su hijo y dos de sus nietos, y que aún quedan dos hijos más pequeños, vivos, los cuales, al faltar Rajiv, su hijo, se tendrá que hacer ella cargo de ellos, y aún sin faltar su hijo, también. El comisario trata de consolar a la mujer. Le dice que se hace cargo, pero le informa que no puede hacer nada; su hijo ha sido detenido por escándalo público, por vestir ropa interior femenina en público. Él no entra en lo justo o en lo injusto de la situación. Él sólo sabe que tiene que mirar por la moralidad y las buenas costumbres. La mujer llora desconsolada. Su hijo está perdido.
El caso pasa al juez Nasrudín F. Alguien recomienda a los  padres de Rajiv V, que se busquen un abogado. Le recomiendan uno, pero los padres de Rajiv V, son pobres de solemnidad. En el barrio donde viven se hace una colecta y se recauda un buen dinero para contratar un buen abogado. Los pobres socorren a los pobres. Los padres de Rajiv V, recurren a Karim K, un joven abogado recién licenciado. No pueden permitirse otra cosa. Éste se muestra muy escéptico: Hay una compañía extranjera de por medio, que puede gastar en abogados algo más que lo que vale un conjunto de lencería roja con puntilla,  y hay que demostrar a toda costa que Rajiv V, no era consciente de lo que hacía. Hay que involucrar todo lo posible a la compañía extranjera en el caso, hay que buscar un buen psiquiatra que realice una exploración a Rajiv V y declare, y demuestre,  la locura del mismo. Eso costará dinero, mucho dinero. Quizá si pudieran sacar algo a la compañía extranjera...
Comienza el juicio. El fiscal presenta al comisario Ahmed K, a los policías Mahmud A y Sulaimán R y a varios transeúntes como testigos de la acusación. La defensa presenta a los padres de Rajiv V, al psiquiatra Mansur N y a varios vecinos y trabajadores de la fábrica incendiada, supervivientes del accidente que acabó con la difunta mujer de Rajiv V. Los policías trasmiten al jurado y al juez lo que vieron al detener a Rajiv V; un hombre completamente ido, con un conjunto de lencería fina, roja, con puntilla, encima de sus ropas de calle, masculinas. Los policías dicen que no consiguieron sacar nada a Rajiv V en su interrogatorio, siempre realizado bajo la perspectiva del respeto a los derechos del detenido, como no podía ser de otra forma. Nada saben del ojo morado que porta Rajiv V. Debió golpearse él mismo con algo, al forcejear con nosotros en el momento de la detención, informan. Los transeúntes que son requeridos a testificar tras los policías, poco aportan. Solamente que vieron al interfecto, el día de autos, totalmente ido, gritando cosas incoherentes contra una compañía extranjera, vestido con ropa interior femenina. La cosa les pareció escandalosa, así que llamaron a la policía, la cual se llevó detenido a Rajiv V. Nada más sabían.
Tras ellos, pasan a declarar los testigos de la defensa. Los primeros, los padres de Rajiv V, repiten su imploración de piedad por su hijo, el cual, está así, fruto de la impresión que le produjo la pérdida de su mujer en el accidente de la fábrica. El psiquiatra Mansur N, declara el estado de trauma mental del acusado, provocado sin duda por la pérdida de su mujer y de sus dos hijos mayores en el accidente de la fábrica, y más aún, por la ridícula indemnización ofrecida por la compañía al viudo, Rajiv V, aquí presente. El fiscal intenta desacreditar al psiquiatra Mansur N, presentado por la defensa. El fiscal, dice dirigiéndose al jurado, que aquí se juzga a Rajiv V por escándalo público e inmoralidad, y no a la compañía occidental para la que trabajaba la esposa de Rajiv V. Ese era otro juicio totalmente distinto a este. El abogado defensor; Karim K, protesta y dice que precisamente la inmoralidad de Rajiv K no sobreviene porque si, porque él fuera simplemente un depravado, sino por la impresión que le produjo la muerte de su mujer y sus hijos, y la posterior injusticia de la compañía para con ellos. Los dos, fiscal y abogado, se enfrascan en una larga y acalorada discusión, que es cortada por el juez, Nasrudín F. Suben al estrado los últimos testigos de la defensa, vecinos, amigos del acusado y ex compañeros de trabajo de su difunta mujer. Todos coinciden en que Rajiv V era un padre y un marido ejemplar, trabajador y buena persona, y que nunca antes le había dado por vestir ropas femeninas, ni por conducirse de forma tan poco decorosa.
El juicio queda visto para sentencia. El jurado se retira para deliberar. Cuando lo han hecho, tras varias horas,  el portavoz del mismo sube al estrado y declara a Rajiv V culpable de escándalo público e inmoralidad, aunque tiene en cuenta los atenuantes de locura transitoria producida por la pérdida de su mujer y por lo pírrico de la indemnización recibida de la compañía donde trabajaba su difunta esposa. El juez, Nasrudín F, ratifica la sentencia y recomienda internar a Rajiv V en un manicomio hasta su recuperación.
Poco a poco, a medida que transcurría el juicio, los medios de comunicación, al principio locales, luego nacionales y después internacionales, se han ido interesando por el tema. La revolución se ha extendido como la pólvora por la ciudad y por el país. Miles de personas salen a la calle, ataviados con ropa interior femenina, principalmente conjuntos de lencería roja, con puntilla, iguales al que llevó puesto Rajiv V, tras su enajenación mental y a los fabricados por su difunta esposa, de sol a sol, en condiciones penosas, en aquella fábrica. La policía apenas puede contener a la masa. Es imposible. Tendrían que detener a todo el país por escándalo público e inmoralidad. No habría comisarías, ni cárceles, ni tribunales, para tanta gente. El gobierno se asusta y ordena al tribunal supremo del país, que desdiga al tribunal local que ha condenado a Rajiv V y le declare inocente. La compañía textil, salpicada por el caso y en vista de la mala publicidad que se le está haciendo, decide indemnizar a Rajiv V y su familia con 8.000 dólares, el valor de 10 conjuntos de lencería rojos, con puntilla. Rajiv V, sale del manicomio donde lo habían internado. No dice nada. No piensa nada. Solo quiere volver a su casa, con su familia.
A la hora de la comida, el juez Nasrudín F, ve todo esto en el noticiero del medio día. Le molesta mucho que hayan desautorizado así una de sus sentencias.
A la misma hora, en su despacho de la comisaría, el comisario Ahmed K, también se dispone a comer, mientras ve las noticias por la tele. Piensa que una ola de inmoralidad se ha extendido por el país. Toda esa gente, protestando, portando conjuntos de lencería rojos, con puntilla. Donde se ha visto eso. La culpa la tienen esos malditos occidentales, y sus caprichosas mujeres. A quién se le ocurre, gastarse lo que él ganaría de comisario, aquí, en un año, en unas bragas, un sostén y un salto de cama, rojos, con puntilla. Están locos.


(Este relato pretende ser un homenaje a Franz Kafka. Solo lo pretende, espero que lo sea)


(A los que buscan la justicia en el mundo)

miércoles, 5 de marzo de 2014

Ginesín.

Veo a Ginesín, el hijo del murciano, por el camino viejo de El Monte, y lo saludo. Le pregunto qué cómo le va la vida. Me dice que bien, que allá en Los Madriles anda. Me pregunta por mi vida, que donde ando. Otro tanto, en Los Madriles también, le digo. Hacemos propósitos de vernos allí y tomar unas cañas. Propósito que seguramente no se cumpla. Lo dejo. La gente chismorrea. "Ahí va. ¿Lo veis? Es Ginesín. Quien lo ha visto y quien lo ve". Ahí va, al paseo, por la carretera de El Monte, con su señora y los niños. Mal mirado por unos, bien mirado por otros, los menos. Él, que lo tuvo todo Él, que lo fue todo en El Llano. "Él, que tiró toda una carrera por la borda", insistirán. "Las malas cabezas", dirán unos. "La envidia de la gente", dirán otros. Y es que, en un pueblo, ya se sabe. En fin. "Ahí va Ginesín, y la familia. Su señora, la Reme, la hija del Pelado. Buenas piezas están hechos los Pelados. Vaya tino que tuvo Ginesín eligiendo doña, él, que si hubiera querido las tendría a porrillo, fue a elegir a una Pelada, con la fama que tiene esa familia. Dice mi madre que ahí empezó la decadencia de Ginesín, cuando conoció a la Reme, la Pelada, y esta lo cazó", continuarán diciendo. Y es que, la historia de Ginesín, es la historia de uno que subió a lo más alto que puede subir un hijo de El Llano; un hijo pobre, quiero decir.

Ginesín era hijo de Ginés el Murciano; un labriego pobre que vino desde Murcia con una mano atrás y otra adelante, cuando la colonización. Aquí vino, pobre, aquí se casó, aquí se cargó de hijos, y aquí siguió, pobre, como vino, hasta su muerte. Ginesín era el hijo mayor, de un total de cinco, todos varones. Muy pronto mostró algo más que cualidades para trabajar en la huerta, como hacía su padre, de sol a sol. Decían que Ginesín era listo, muy listo, y estudioso, muy estudioso. El cura, los profesores de la escuela, todos, se lo decían una y otra vez a Ginés padre. "Mira Gines, que el chico vale, que es estudioso, que es inteligente, esfuérzate un poco, hombre, e intenta mandarlo a la capital, que se saque una carrera, que luego él, a buen seguro, te sacará a tí de pobre. Tómalo como una inversión a largo plazo". Y Ginés, el murciano, le daba vueltas al asunto. "El chico vale para los estudios, sea; pero yo lo necesito aquí conmigo, para que me eche una mano en la huerta. Se dice muy fácil, mándalo a la capital, a que estudie. Eso vale una pasta", pensaba Ginés. El cura, el alcalde, el director del colegio, todos, movieron Roma con Santiago para buscarle una beca al chico, porque era una pena, una mente tan privilegiada como la de Ginesín, se desperdiciara estripando terrones, sólo porque Ginés, el murciano, fuera pobre y no tuviera  recursos.

Así pues, Ginesín se marchó a la capital, y estudió el bachiller, y lo sacó con matrícula de honor, y entró en la universidad, y otro tanto. Se alojaba en casa de un hermano del alcalde, que vivía allí y que tenía una lechería. A cambio, por las tardes, Ginesín le echaba una mano, o las dos, en el negocio, que hay que ver como ponía el hombre a Ginesín, por las nubes; "Qué chico tan trabajador, y que listo. A mi me ha dado la vida, oye, que ya no se encuentran chicos así, me quita el trabajo de las manos".  Así fueron pasando los años. Los inviernos, Ginesín estudiaba y trabajaba en la capital, y los veranos volvía a El Llano, y trabajaba con su padre y sus hermanos en la huerta. Un buen día de junio, Ginesín se presentó el el pueblo doctorado en derecho. Bien ancho que andaba el murciano, por el casino, por el bar de José Cabra o por el bar Avenida, presumiendo de hijo.

Por entonces se jubilaba el secretario titular del ayuntamiento, don Eulogio y la plaza quedaba vacante. Todos concluyeron en que Ginesín debía presentarse a la oposición para nuevo secretario. Todos así se lo aconsejaron, desde el alcalde, pasando por el cura, hasta su propio padre. Pensaban que quién mejor que Ginesín para acceder al puesto, además, haciendo patria, todos querían que el cargo se lo adjudicara algún hijo de El Llano, que ya era hora, que hasta entonces, nunca que ellos recordaran, había habido un secretario natural de El Llano en el ayuntamiento. Ya era hora por tanto. Así, se convocaron las oposiciones, y como no, Ginesín las ganó, quedó el primero entre los primeros, y ello fue motivo para que Ginés padre se recorriera todo el pueblo, o por mejor decir, todos los bares, invitando a troche y moche a todos, a cuenta de aquel hijo que tantas alegrías le daba.

Por entonces, se constituyó en El Llano el primer ayuntamiento democrático. El personal votó a las izquierdas, y un nuevo alcalde subió al poder, votado por el pueblo, tras cuarenta años de alcaldes puestos a dedo. La subida de Ginesín, un hijo del pueblo e, hijo a su vez de un labriego pobre, fue vista por la gente como algo bueno, un cambio, el comienzo de una nueva era. Y en verdad, así fue. Ginesín abrió las puertas del ayuntamiento al pueblo. Ya, los vecinos más pobres no tenían que esperar horas y horas, con la gorra en la mano, a que los trabajadores del ayuntamiento solucionaran las dudas y los problemas que estos le llevaban. La gente ya no iba con ese respeto sacramental con el que iban antes al consistorio. Se abrió la administración al ciudadano, por iniciativa de Ginesín, que era por así decirlo, el tuerto en el país de los ciegos, pues en la casa consistorial, entre los administratrivos y el personal subalterno, todos puestos a dedo por los anteriores munícipes, y el alcalde y los concejales, hombres con buenas intenciones, del campo, cargados de ideología, pero carentes de conocimientos, no juntaban, entre todos, más de tres dedos de frente. Así pues se imponía la mano de alguien que si tuviera, no dos y tres dedos de frente, sino toda la mano, como era el caso de Ginesín.

Y así fueron pasando los años, y un nuevo aire inundó el ayuntamiento. Los que no podían pagar los impuestos municipales, por iniciativa de Ginesín, se les concedía una, dos o más prórrogas. Qué alguien no tenia ni pajolera idea de como rellenar una solicitud, o de como hacer la declaración de la renta; ¿para qué estaban los empleados púiblicos? Ginesín había impuesto esa tarea a los administrativos, para disgusto de estos, que añoraban los tiempos en los que los labriegos los llamaban de usted, tenían que esperar paciéntemente su turno, gorra en mano, y al final, llegada la hora, se imponía el vuelva usted mañana. Eso, por imposición de Ginesín pasó a la historia. Para dar ejemplo, Ginesín se puso a disposición de la gente las vienticuatro horas del día. Había gente que iba a su casa a consultarle sus dudas, bien entrada la noche, con la excusa de que había estado todo el día trabajando, y claro, no había podido ir al ayuntamiento en las horas hábiles. Ginesín a todos atendía, sin pedir nada a cambio, sin quejarse, para él, dijérase que era una obligación que se había auto impuesto.

Y así empezaron a salirle enemigos a Ginesín. Los demás empleados del ayuntamiento, los políticos de la oposición, la gente arriba, los potentados, que antes entraban en el ayuntamiento como Perico por su casa, todos ellos veían a Ginesín, y sus manías aperturistas como algo peligroso. Abordaban al cura, o al anterior alcalde, ahora jubilado por la democracia, y le echaban la culpa de todo lo que estaba pasando, por haber animado a Ginesín a presentarse para secretario. Los poderes fácticos de El Llano se pusieron en su contra. Una cosa era la democracia, decían, pero siempre hubo ricos y pobres, potentados y no potentados, y Ginesín no tenía derecho a saltarse las normas.

Por aquella época, Ginesín estaba en boca de todo el pueblo. Era un estupendo partido, y quien más y quien menos, lo veía como el perfecto yerno; honrado, trabajador y listo como era, y con un puesto de secretario en el ayuntamiento. Así, las chicas más guapas del lugar, no perdían ocasión de agitar las plumas ante Ginesín, a ver si caía, pero nada. Todo lo más, encontraban el beso furtivo de una noche, o las más avezadas e intrépidas, el revolcón del fin de semana, a ver si tocaba la flauta y lo llevaban al altar, aunque fuera de penalty; pero ni así. Entonces aparición en escena, la Reme, la pelada, la hija del Pelado, una zagala de armas tomar, alta, morena, ojos verdes, con todo en su sitio. Lo que las otras no consiguieron por la vía fácil, la Reme lo consiguió por el camino difícil de la castidad. Ginesín se enamoró perdidamente de ella, y no hizo falta revolcón furtivo, ni boda de penalty. Para disgusto de Ginés padre, al cual no le gustaba la chavala por la mala reputación de su familia. El que empezó a sacar pecho a cuenta del noviazgo de Ginesín con su hija, fue el Pelado, un individuo con mala fama, ladrón, pendenciero, borracho y mal encarado.

Al personal aquello no le gustó. "Es como tirar flores a los cochinos", decían. El caso es que Ginesín se casó con la Reme, para rabia de muchos. La boda se celebró en la Parroquial de San Jaime, con misa cantada y todo. A partir de entonces, Ginesín empezó a cambiar. Ya no recibía a nadie en casa fuera de las horas de atención al público del ayuntamiento, ni obligaba a sus subordinados a ayudar a la gente mas incapaz a rellenar instancias o declaraciones de la renta, gratis. Este cambio la gente se lo cargó a la mujer, a la que acusaban de darse aires de grandeza, desde que se casara con Ginesín. "No hay cosa peor que un pobre harto de pan", decían. De todo esto tomaron buena nota los enemigos de Ginesín, los cuales se iban multiplicando según pasaba el tiempo, a los potentados, a los que había desairado, los que antes mandaban, y ahora, por obra y gracia de Ginesín, no podían mangonear a gusto en el ayuntamiento, se unieron las clases bajas de El Llano, que vieron en Ginesín a uno de los suyos, que sintieron que un aire nuevo entraba en el consistorio, y que, se sintieron traicionados con la nueva actirud hacia ellos, que Ginesín gastaba tras su boda con la Pelada. 

Un buen día, la bomba estalló.  "Malversación de fondos, tráfico de influencias y no se cuantos más delitos en el ayuntamiento de El Llano, un pequeño pueblo de la comarca de La Vega. Culpable el secretario, Ginés Vidal", era el titular que traía en sus páginas el Diario Provincial. Los unos aprovecharon para pedir la cabeza de Ginesín, los otros también. Hubo gente que se quedó en el medio, gente en la que pesó más los favores que Ginesín había hecho por ellos en el pasado, gentes que decían a quien los quisieran oir que a ellos Ginesín no les había hecho nada malo, y por tanto ellos ni creían ni dejaban de creer lo que el diario publicaba. Pero estos, o eran los menos, o eran los que menos ruido hacían. Ginesín estaba sentenciado. Lo inhabilitaron, lo juzgaron, salió culpable. Ginesín se había quedado con dinero, decían unos. Otros decían que no, que Ginesín solo había firmado, y que claro, el que pone la cara es al que se la rompen, pero que el verdadero culpable, ese, había sido el alcalde. El pueblo se dividió. Unos a favor. Otros en contra. Ginesín se fue, salió huyendo, camino de Madrid, no puediendo soportar la presión de un pueblo pequeño, el estar en boca de todos. Cogió a su mujer, y se largó. Al final, parece ser que la cosa no fue tan grave. Unos fondos mal empleados, parece ser. Dos años de inhabilitación para Ginesín, luego podría volver. Nunca volvió. Ginesín se abrió camino en Madrid, brillante como era, no le costó trabajo entrar en un bufete de abogados. Su padre, Ginés el murciano, murió, dicen las malas lenguas que de vergüenza, por ver a su hijo en boca de todo el mundo.

Ginesín mantiene su casa en El Llano. A veces va para allá, con su mujer, con sus hijos, nacidos en Madrid. Sale a pasear, por las tardes, por el camino del Cerro Pardo, o por el camino viejo de El Monte. Hay gente que lo para y lo saluda y hay gente que ni lo mira. Unos dicen; "Ahí va Ginesín, quién lo ha visto y quien lo ve. Las malas cabezas". Otros sin embargo dicen; "Ahí va Ginesín. Con lo que hizo por el pueblo y como lo ponen". Y todos los que lo ven, lo saluden o no, tienen un comentario malo o bueno para Ginesín, que no ha dejado a nadie indiferente en El Llano.  

miércoles, 26 de febrero de 2014

Se acalló la guitarra.

Cesó,
se apagó el canto de la guitarra,
y su danza pararon
los dedos que la acariciaban.
En la mañana de febrero,
fría y blanca,
el sur, encalado y triste,
vertiendo está un mar de lágrimas.
El sol es menos sol,
y la mañana, menos mañana;
se acalló el De Lucía,
se acalló su guitarra,
se acallaron los dedos que la acariciaban,
y esos sones del sur
que el flamenco guarda.

(A Paco De Lucía)

martes, 4 de febrero de 2014

Sembrando y recogiendo.

Sembraron cardos y espinos,
y esperaron al verano;
cielo azul, calor temprano,
polvo eterno en los caminos,

que manchaba los destinos
del pueblo tranquilo y llano,
que esperaba obtener grano,
seda, algodones y linos.

Todo el trabajo fue en vano;
obtuvieron desatinos,
grandes cómo un altozano.

Los mansos y los cansinos,
airados alzan la mano,
torcer quieren sus caminos,

hacia veraces futuros,
fuera del ruin cortijo,
y sus derruidos muros.

miércoles, 29 de enero de 2014

Quién fuera...







Quién fuera noche de agosto
de estrellas desenfrenadas,
de apagada oscuridad,
por una llena luna blanca.

Quién fuera tarde de abril,
eterna, azul y floreada,
valle verde, cielo azul,
casa sencilla y honrada,
de techos rojos de barro
y paredes encaladas.

Quién, vega fértil regada,
por aguas de longa acequia.
Quién, tabaco liado,
quién, conversación ahumada,
quién, chato de tinto,
quién, penas ahogadas.

Quién fuera niño que jugara,
sentado en las rodillas paternas,
con las manos del padre,
secas y ásperas.

Quién fuera chopo en el río, olivo en el campo,
en el camino, zarza,
en el aire, dulce trino
y en la luz de la tarde, paz y alma.

miércoles, 22 de enero de 2014

Alcanzar el pasado.

Estará cayendo la lluvia,
sobre los encinares verdes de mi tierra.
Y yo no estoy allí para verlo.

Y no está mi casa,
ni mi patio, existe ya,
ni mi infancia,
ni nada de lo que fui yo allí.
Todo reside ya en el pasado.

A veces miro al cielo, nublado,
lluvioso, mágnifico,
de Madrid,
a la caída de la tarde,
y ese cielo me trae recuedos,
lindos recuerdos,
tristes, alegres, recuerdos,
y veo en el cielo reflejado mi patio,
y mi casa,
y mi infancia.
Y a veces, alargo la mano
hacia el cielo gris de la tarde,
intentando alcanzar el pasado.
Y no puedo.

No se puede alcanzar el pasado,
ni siquiera,
el pasado escrito en un cielo nublado de invierno,
en los cielos de Madrid,
ese cielo que pintara una vez,
la mano de Velazquez.

Esta tarde lluviosa de invierno,
intenté llegar a mi otro yo,
a aquel que fui,
alargué mis manos,
lo intenté.
Ni que decir que no pude.

No se puede llegar al pasado,
ni se puede tocar el cielo con las manos.
"Sólo se puede conseguir eso,
siendo uno mismo pasado";
me dijo una voz interior,
y desistí.

lunes, 13 de enero de 2014

Oración.

Señor.

Líbrame de todo mal.

Líbrame del dolor,
de la pobreza,
de la maldad humana.

Líbrame de todos los males
del mundo, causados por el hombre;
y por la naturaleza,
Señor.

Pero, Señor;
te pido,
te suplico,
que libres a mi prójimo,
también,
de mi ira,
de mi soberbia,
de mi estrechez de miras,
de mi ceguera,
de me avaricia,
de mi violencia..

Del mal que yo pueda producir,
en definitiva,
Señor.

Amén.

domingo, 5 de enero de 2014

La Prueba.

Hacía frío. Un frío glacial, gélido; de los que le dejan a uno parado todo el día, sin podérselo quitar de encima, ni con mantas, ni con ropa de abrigo. Era el enemigo de cada año, para Aníbal y para Ana. Un enemigo duro y difícil de combatir, tozudo, persistente, sobre todo cuando eres pobre de solemnidad, un desheredado que no tiene donde caerse muerto.
Ese era el caso de los dos. Se habían conocido en la calle, en el ir y venir cotidiano, en la lucha por la supervivencia. Decidieron que se gustaban, así sin más, y se fueron a vivir juntos, al principio compartiendo cajero automático, luego albergue, actualmente, edificio abandonado en el centro de la ciudad, precintado por el gobierno municipal porque amenazaba ruína, y futura víctima de la especulación inmobiliaria.
Aníbal se levantó primero y desayunó algo de lo que había sobrado de la supervisión de los cubos de basura de la noche anterior. Ana se levantó después. Él no hizo ademán de lavarse. Ella se lo aconsejó así. "A este "casting" cuanto peor pinta lleves, mejor", le dijo. El asintió dándole la razón. Se besaron. Él salió de la casa, masticando aún un trozo de pan rancio. La ciudad empezaba a despertarse, despacio, pausadamente, como un inmenso ogro. Como cada día se coló en el tranvía. Tenía habilidad para ello. Las puñaladas cotidianas de la vida le habían afilado el ingenio. Cuando llegó al edificio consistorial, éste, ya estaba abarrotado de gente que acudía a las distintas pruebas de selección. Los mimos se mezclaban con los músicos callejeros. Los hombres anuncios, y los reparte propaganda, hacían piña aparte. Ninguno de ellos se mezclaba con los mendigos. Todos miraban con lascivia a las prostitutas que iban llegando para pasar su prueba correspondiente.
Un ordenanza abrió la gran puerta metálica del edificio y anunció a los congregados que ya podían pasar, en orden y de uno en uno. Aníbal se dirigió a él para preguntarle por el lugar donde pasarían la prueba los mendigos, y el hombre, ligeramente molesto por el olor que desprendía y por la pinta tan desastrosa que llevaba, le indicó el piso de arriba con la mano. Llegó a la planta de arriba. Otro empleado municipal les indicó que tenían que hacer cola con su acreditación en la mano, pasar por una mesa y tomar uno a uno su número. Serían llamados uno a uno por ese número para pasar la prueba. La cosa demoró una hora, hasta que todos los mendigos habían obtenido el suyo. Solo entonces empezaron a pasar dentro. La prueba había comenzado.
Mientras esperaban e iban llamandolos, Aníbal se entretenía mirando alrededor a sus contendientes, muchos de ellos mendigos de larga experiencia, como él, tratados como deshechos de la sociedad desde hacía años, que habían ejercido ni se sabía desde cuando el oficio de mendigo, de pobre oficial, callejero, a los que los ciudadanos echaban las monedas sobrantes que no habían echado en tal o cual cepillo de tal o cual iglesia, los cincuenta centimos que extraían del carrito del supermercado, o lo sobrante de haber echado la primitiva o la quiniela. Luego estaban también los nuevos pobres, los nuevos afectados por la crisis, padres de familia, demasiado mayores para trabajar, demasiado jovénes para jubilarse, que cuando ya, desesperados, habían perdido el orgullo, y la vergüenza no era más que un mal recuerdo, no dudaban en arrodillarse en la vía pública a pedir limosna.
El ayuntamiento de la ciudad andaba preocupado. La cifra de mendigos, músicos callejeros, prostitutas, hombres anuncios, reparte propagandas, mimos y otros, no había hecho más que subir. Algo había que hacer para paliar esto. De cara al turista, sobre todo el extranjero, esto daba muy mala imagen. Así pues, el equipo de gobierno se sentó a deliberar, a meditar, a pensar seriamente en las medidas a tomar. Tras tomarse su tiempo, llegaron a la conclusión que había que legalizar estas practicas callejeras, y que los que las ejercieran deberían sacarse una licencia municipal para ejercer y pasar para ello una prueba. Los ciudadanos de bien aclamaron a sus gobernantes tras esta concienzuda medida. En los corrillos, en las tertulias de los cafés del centro, en las barberías, en los trabajos, la medida causó sensación. "Ya era hora de que los políticos se movieran", decían unos. "Esto ya era insostenible, tanto pobre por la calle", decían otros. El alcalde, ufano, quiso aprovechar el tirón mediático de la medida y se sacó de la manga una campaña promocional y todo, e incluso se hizo alguna que otra foto con algún mendigo, o repartiendo comida en algún comedor social, para que la oposición no lo pudiera acusar de aporófobo.
El número cuarenta y tres, dijo en alta voz en ujier de la puerta. Aníbal comprobó que era su número y fué hacia allá. Se sentía como cuando era niño ante los exámenes de recuperación de septiembre. Nunca había sido muy buen estudiante. El ujier le dio paso a una gran sala. Caminó unos pasos ante una gran mesa, ocupada por cinco personas, una especie de jurado. Uno de ellos pidió a Anibal su nombre y apellidos completos. Su DNI. Su domicilio actual. Se estado civil. Una vez comprobado estos datos, los integrantes de la mesa empezaron a deliberar, a cuenta de la apariencia de Aníbal. "Parece que este es un mendigo de verdad, no un aprovechado", dijo uno. "Si, se le ve. Mira que abrigo lleva. ¿Y la bufanda?. ¿Y esa barba? Además desprende un olor que tira para atrás", dijo el segundo. "No sé, no sé. Igual se ha estado preparando estos días. De esta gente uno no se puede fiar" dijo el tercero. "¿Tu crees? No, yo creo que este es un auténtico mendigo, si se le ve, coño. Mirad que porte. Ahora eso si, creo que no debemos darle la plaza en el centro. Este es más bien mendigo de periferia", dijo el cuarto. "Adjudicado entonces. A este lo mandamos de mendigo a la Plaza de San Romualdo, al lado de las palmeras, a la misma puerta de la iglesia. Es lo que nos faltaba en aquella plaza, un mendigo. Ya han colocado allí un músico y un mimo. Allí putas no quieren, y hombres anuncios tampoco. Así que nada; adjudicado", sentenció el quinto.
Aníbal salió de la prueba más contento que un niño con una piruleta. Cuando llegó al edificio precintado, se encontró que unos agentes de la Policía Municipal vigilaban el acceso al que había sido su hogar en los últimos meses. Se acercó a ellos. "Oiga, ¿qué ha pasado? Yo vivo ahí, con mi chica", les dijo a los agentes. "Aquí no se puede pasar, se va a proceder a la demolición del edificio, así que largo de aquí", le dijo uno de los agentes de manera hostil. "Si lo que buscas es a tu compañera, debe ser aquella de allí, la hemos tenido sacar a la fuerza porque no se quería ir", le indicó el otro agente, dirigiendo su mirada a Ana, que sollozaba entre sus escasas pertenencias, sentada en un banco  distante unos cincuenta metros, calle arriba.
Aníbal fue hacia ella. "¿Qué ha pasado?", le preguntó. "Que nos han echado esos hijos de puta. Otra vez en la puta calle", le dijo ella sin parar de llorar. "He pasado la prueba. No te preocupes, ya encontraremos otra cosa", le dijo él, rodeándola con sus brazos y enjugando sus lágrimas contra su pecho, contra su raído abrigo.