...era el único pariente vivo del viejo. El único pariente vivo que mantenía contacto con él, y que quisiera mantenerlo. A los demás sobrinos los ahuyentó el años ha, con su misantropía, con su tozudez, con sus maneras de viejo cascarrabias enfadado con el mundo. Asi pues, al entierro sólo asistimos tres personas; los dos operarios de pompas funebres y yo, así que el entierro fue rápido, sin curas que dieran sermones, ni personas que dieran el pésame. Todo fue muy frío, muy solitario, tal y como a mi difunto y cascarrabias tío le habría gustado.
Siempre me produjo admiración. Era el hermano pequeño de mi padre, la oveja negra de la familia, que tras el servicio militar se había perdido por el mundo, se había ido, para disgusto, principalmente de su padre, mi abuelo, que palideció hasta el infarto cuando se enteró de que su hijo pequeño se había hecho comunista, y vivía en Rumania a cuenta del PCE, y del régimen de Caucescu. A mi abuelo, hombre de derechas de toda la vida, monárquico, ultracatólico y tradicionalista, aquello lo llevó a la tumba.
Pasó buena parte de la década de los sesenta y los setenta, viviendo en Rumania. De vez en cuando nos enterábamos de sus andanzas porque nos llegaba alguna carta suya, traída desde el otro lado del telón por algún excompañero suyo que había renunciado a la disciplina del partido y había decidido acogerse a las medidas de reinserción y perdón tan voceadas por la dictadura, cosa que mi tío jamás hizo, ni se le hubiera pasado por la cabeza. Él, tozudo como una mula hasta el final, era un hombre firme hasta la muerte, en mantener convicciones, contra viento y marea, aunque en su fuero interno supiera que los muros que sostenian esas convicciones, se tambaleaban.
A mediados de la década de los setenta se presentó en casa. Había decidido volver al país que le vio nacer. El nunca lo reconoció, pero mi padre se enteró por buenas fuentes que lo habían expulsado del partido por derrotista. Mi padre, sabiendo que jamás aceptaría su caridad, le ofreció un puesto en la empresa heredada de mi abuelo y así el tío Tomas, mi tío comunista, la oveja negra de la familia, empezó a trabajar por primera vez en su vida. Estuvo viviendo con nosotros un tiempo, hasta que se dio cuenta de que su misantropía le impedía vivir con nadie, así que se buscó un apartamento alquilado, barato, en un barrio obrero de la ciudad. Se acostumbró a una monotonía. Se afeitaba todos los días, se duchaba tres veces en semana, se iba de putas tres veces al mes, se bebía al día media botella de Chinchon seco, y se fumaba tres paquetes de Celtas largos. No tenía relación con nade de la familia, salvo con mi padre y conmigo. A mi padre le tenía gran afecto, y a mí, a decir de él, me quería cómo al hijo que nunca tuvo. A los dos, a mi padre y a mí, nos llamaba su única familia.
Me gustaba ir a visitarlo a su guarida, y respirar aquel aire viciado de humo de tabaco negro y suciedad acumulada. Nos sentábamos los dos, siempre que yo iba, en el salón, él en su sillón favorito, raído por el tiempo y la molicie, yo en una silla, viendo la tele, sin prestarle atención. Le gustaba hablar de política. Le gustaba mucho. Se podía tirar horas, días hablando de política. A mí me gustaba que me contara sus andanzas por la Europa del este. Me contó sus vivencias en Rumania. Habia conocido a Caucescu, el cual le regaló una vez una pitillera dorada, grabada con la hoz y el martillo, pitillera que empeñó no sé donde. Había estado en Moscú, en Berlin Oriental, en Tirana, en San Petersburgo. Decía seguir sintiéndose comunista, y una vez me confesó que se moriría siendo comunista. Yo trataba de rebatirle, le intentaba argumentar con lo de la caída del muro, lo de la inviabilidad del comunismo. El siempre zanjaba la cuestión diciéndome: te creía más inteligente sobrino. Decía que no era el comunismo, sino el capitalismo lo que había caído con la apertura de Telon de Acero, y terminaba con un, algun día te darás cuenta de esto, sobrino, algún día te daras cuenta y me darás la razón. Yo entonces no sabía a que podia referirse, y acababa siempre más confundido que cuando empezabamos la conversación. A raiz de la caída del muro, poco después, empezo a viajar otra vez. Se jubiló anticipadamente por enfermedad. Los tres paquetes diarios de Celtas y el Chinchón se estaban cobrando su vida, poco a poco. Desde 1989, cada 9 de noviembre viajaba a Berlin, ya reunificado, y depositaba unos claveles rojos y una vela frente a la Puerta de Brandenburgo. Mi padre se metía con él, diciendo que eso lo hacía en memoria del comunismo, felizmente caído. Él, entonces contestaba muy serio que lo hacía en memoria del capitalismo socialdemocrata occidental, que murió junto a las miles de personas que murieron en aquella ciudad, intentando cruzar a Occidente, huyendo del comunismo, total para nada, pues el comunismo al final se había impuesto en todas partes.
Aquello duró unos años, hasta que un buen día un vecino nos avisó de que hacía días que pasaba frente a la puerta de su piso y oía un leve gemido. Avisamos a la policía y a una ambulancia, y nos lo encontramos medio muerto, tirado en medio del salon. Un infarto al cerebro. Los medicos nos decían que tenia las venas totalmente obstruidas por los excesos. Tras aquel susto, del que, gracias a Dios no le quedaron secuelas importantes, decidimos ingresarlo en una residencia, y alli paso el resto de sus días. Yo lo visitaba tres veces en semana. Salíamos fuera del recinto de la residencia y nos íbamos a sentar a un banco en un parque cercano, para poder fumar su ración reducida diaria de Celtas, a pesar de la prescripción y la advertencia médica de que no lo hiciera. Me seguía contando sus viejas historias de militancia comunista subversiva, unas reales, otras inventadas. También hablábamos de política. Una vez le pedí que me explicara que quería decir con aquello de que el comunismo no había caído con el muro, sino que lo había hecho el capitalismo. Se encendió un Celta, y me miró largo rato. ¿Asi qué te pica la curiosidad?. Lo sabía, tu deberías haber sido hijo mio, y no del pamplinas de tu padre. Verás, esta muy claro. El mundo corre hacia una espiral de destrucción consumista. Consumimos más de lo que nos podemos permitir. Consumimos más petroleo, más gas, más agua, más comida de la que tenemos y de la que podemos producir. Unos consumimos más, y otros menos. Unos morimos de colesterol por exceso de comida, y otros de hambre por defecto. Por eso el comunismo se instala en el mundo como alternativa, y como solución. De no ser asi el mundo explotaría en pocos años. En los próximos años, sobrino, verás como todo se hace mediante planificación económica, planes quinquenales, ayudas al desarroyo, propaganda, tal y como se hacía en la Union Soviética. Se impondrá una especie de estajanovismo productivista que nos hará ir a más, a más producción, y lo más barato posible, pero sin resultados aparentes en cuanto al bienestar general. Pero ojo, no te engañes, sobrino, no será el estado el que se haga con los medios de producción, serán los medios de producción los que se hagan con el estado, se formara un clongomerado de empresas, de grandes empresas, de gigantescas empresas, que se hará con todo, industria, servicios, banca, agricultura, medios de comunicación, energia, sanidad, educación. Esos conglomerados se irán fusionando unos con otros hasta crear dos o tres megaestados que controlen la economía munidal. Esta, es la segunda fase de la instalación del comunismo a nivel mundial, la primera fue la creación y la consolidacion de la URSS, el primer estado comunista de la historia, y el banco de pruebas. Una vez que han comprobado que se puede controlar a la población, política, social y economicamente, se han lanzado a crear una gran Unión Sovietica a nivel planetario. Esto es necesario, pues de no ser así, depredariamos el planeta en pocos años, date cuenta de que ya pasamos de los seis mil millones de individuos, individuos que comen, consumen luz electrica, gas, petroleo, comida, todos recursos finitos, y no se les ha ocurrido ningún invento mejor que el comunismo para controlarlo. Debo confesar que, entonces, oyendo a mi tio hablar, a todas luces tan lucidamente, me quedé anodadado, y fui incapaz de comprender lo que me quería decir. Asi pues seguí unos años, todos los que el abuso del tabaco y el alcohol quisieron darle de margen, yendo a la residencia y paseando con él por las afueras, con su cigarrillo siempre encendido en los labios, e insitiendo siempre en la misma teoría orweliana, sobrerreal destino mundial. Un par de años después, mi padre murió de un infarto, y el hecho le sumió en una profunda depresión. Se dio entonces más aún al Chinchón y al tabaco, y otro ictus lo dejó postrado en una cama hecho practicamente un vegetal. Después de aquello apenas si me conocía, y alternaba momentos de lucidez, los menos, con momentos de demencia, los más. Un buen día me llamaron de la residencia; lo habían encontrado muerto en su cama, por la mañana. Los médicos me dijeron que era muy posible que hubiera muerto durante el sueño y ni siquiera se hubiera enterado. Seguí al pie de la letra sus instrucciones, dadas años antes, para el día de su muerte. Estas eran que debiamos enterrarlo en el cementerio civil de la ciudad, nada de panteón familiar, ni por supuesto de curas. Queria mantenerse como oveja negra oficial de la familia hasta el final. Así pues, procedimos, mejor dicho procedí, pues el resto de la familia se desentendió, a llevar a cabo sus deseos. A partir de entonces, cada 9 de noviembre, fecha de la caída del muro, me pasaba por el cementerio civil, con unos claveles rojos y una vela, que depositaba ante su tumba. Asi lo hago siempre desde que murió.
Este año, durante el mes de junio, estuve de viaje de trabajo en Berlin. Me acordé mucho de mi tío. Confieso que últimamente pienso mucho en él, y en lo que me decía. Pienso si no tendría algo de razón con aquello que decía de que el que había vencido era el comunismo y no el capitalismo. El mes de junio me pilló en Berlin, durante la crisis griega. Todos los medios de comunicacion no hacían otra cosa que hablar de lo mismo. Entonces entendí lo que mi tío quería decirme. Se oia hablar de privatizaciones, y de ceder poderes públicos y soberanía a manos privadas. Recordé que mi tío me dijo aquello de que ahora los medios de produccion se harían con el estado, y no al revés. Me pregunté si no sería eso lo que estaba pasando. Decidí comprar unas flores y una vela, y dejarlas en la Puerta de Brandenburgo. Una señora que me vio, creyendo quizá que era en memoria de las víctimas del muro, me apretó las manos, y me dio unos toquecitos en el codo, a modo de consuelo. Sin duda la buena mujer debió creerme hijo o nieto de algun fujitivo del Berlin Oriental, muerto allí mismo. Me alejé apesadumbrado por saber que tanto dolor quizá hubiera sido en vano, y reconocí en el aire un olor familiar. Un olor como a tabaco negro, como a Celtas largo, fuerte e intenso...
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martes, 18 de agosto de 2015
viernes, 6 de junio de 2014
Una mañana en el banco.
Se levantó aquella mañana con inusitada alegría. Era su día libre. No tendría que ir a trabajar. No le gustaba para nada el trabajo que tenía; mal pagado, mal mirado, en condiciones laborales ínfimas, Epifanio se sentía dominado por todos allí. La crisis, se decía. Él, mindundi profesional, sin un sitio donde caerse muerto, con años de experiencia, teniendo que bregar con los pedidos a domicilio de un supermercado, conduciendo todo el día de Dios la furgoneta en esta condenada ciudad y sus interminables atascos, acarreando cajas de color verde, para la señora Tal, que vive en el Quinto Infierno, o para la señora Cual, que vive un pelín más allá. Y el caso es que, todavía, tenía que dar gracias a su cuñado Jacinto, que lo había enchufado allí. Su cuñado era jefe de charcutería de la empresa, con muchos años de experiencia. Cuando Epifanio quedó en paro, y tras meses y meses de ardua búsqueda, sin dar el perfil deseado por las empresas de la ciudad, no tuvo más remedio que agarrarse a la oferta del cuñado, y entrar como mozo, reponedor, cajero y lo que se tercie, en los famosos supermercados, El Canelo, famosísimos, con una solera y una raigambre harto conocidas en la provincia.
El caso es, que era su día libre, y no trabajaba. Qué hacer. ¡Ah, si!; el dinero de las propinas. Los euros, los cincuenta céntimos, los veinte céntimos, que las señoras le iban dando como propina al llevarles la compra a casa, Epifanio las iba guardando en un enorme frasco de cristal, antaño utilizado para la guarda y conservación de aceitunas manzanilla, en su variedad con hueso. Tras lavar la taza y el plato del desayuno, afeitarse y ducharse, Epifanio abrió el bote y vertió su contenido sobre la mesa. Monedas y más monedas sobre el hule azul que cubría la mesa camilla, cubrieron la superficie, casi por completo. Allí estaba un año entero de propinas por el acarreo de cajas cargadas hasta arriba, de escaleras, de ascensores averiados, de perros ladradores y mordedores, de porteros tocahuevos, de aspersores en jardines comunitarios, de multas por aparcamiento en doble fila, de calor, de frío, de invierno, de verano, de trabajo duro y mal pagado, en definitiva. Allí lo menos habría mil o mil doscientos euros, se dijo a sí mismo. Sin dudarlo se puso a contar, a hacer montoncitos de monedas; las de euro en montones de diez, las de cincuenta céntimos, en montones de cinco, y así se le pasó hora y media, haciendo montones, y envolviendolos luego en papel de periódico, y anotando a bolígrafo la cantidad, para acabar guardando los montoncitos en una bolsa reciclable de Supermercados El Canelo. Al final resultaba que había menos de lo esperado, ochocientos vientitres euros, con treinta y tres céntimos, con olor a aceituna manzanilla, con hueso. MIró el reloj, las doce menos diez, casi medio día, todavía le daba tiempo a llegar al banco e ingresar los ochocientos euros en su cuenta, los veintitres con treintatres irían para tabaco, un par de cañas, el Marca, y para cuatro o cinco gastillos más. Así pues cogió la bolsa y se dirigió al banco
La mañana era calurosa, junio y el verano próximo, se hacían sentir. La sucursal bancaria donde Epifanio tenía sus escasos ahorros, no quedaba a más de tres manzanas, diez minutos andando. Llegó a la puerta, entró y se dispuso a acceder al interior de la sucurlsal por el arco de seguridad, pulsó el botón verde, la puerta de cristal del arco se abrió, entró dentro, una voz de locutora de radio nocturna le dijo que volviera a salir y depositara sus efectos personales metálicos en las taquillas que había en el pequeño recibidor de salida. Salvo las monedas, y unas minúsculas llaves, Epifanio no llevaba más objetos metálicos, y si salía y depositaba estas en la taquilla, cómo ingresarlas en su cuenta. Epifanio pegó unos golpecitos en el cristal, intentando llamar la atención de uno de los empleados, cuya mesa de trabajo más cerca estaba de la puerta. Ni caso. Volvió a dar unos golpecitos más, esta vez un poco más fuertes. El empleado levanta la cabeza, y mímicamente interroga a Epifanio, con un "¿Qué quiere?", inaudible desde dentro de aquella burbuja, pero perfectamente comprensible. Epifanio levanta la bolsa de las monedas con las dos manos y hace gestos, mímicos también, de que le es imprescindible pasar y no puede. El empleado baja la cabeza y sigue a la suyo sin hacerle caso. Alguien, desde atrás llama la atención a Epifanio; -Oiga, ¿va a entrar o no?. Entre de una vez, o salga y deje entrar a los demás-. El que le ha dirigido la palabra desde atrás, es un induviduo alto, bien parecido, trajeado, con gomina en el pelo y cara de pocos amigos. Epifanio le intenta explicar su situación; -El arco, las monedas, que tengo que entrar con ellas y no me deja este aparato...- El tipo le interrumpe bruscamente; -joder, salga, déjelas en la taquilla, vuelva a entrar y se lo cuenta alguien ahí dentro. No es tan difícil-. Epifanio opta por hacer caso al tipo, sale del aquella jaula de cristal, deposita sus monedas en la taquilla, la cierra, saca la llave numerada con el veintidos, los dos patitos, y vuelve al arco de seguridad de entrada. Esta vez si, hay vía libre.
Entra en la oficina. Todas las mesas comerciales están ocupadas con clientes del banco, y en los escasos asientos que hay frente a ellas, hay cola para acceder a las mismas. Epifanio no encuentra a quien dirigirse. Intenta dirigirse a una de las mesas, pero se encuentra con las protestas airadas de un señor que está siendo atendido en ese momento y por la mirada inquisitiva del empleado. -Espere su turno si no le importa-, le dicen. Epifanio dirige su mirada ante la puerta que reza; "Director". A ella se dirige, da dos toquecitos, "toc, toc", nadie le contesta. Opta por abrir levemente la puerta. Frente a la silla direccional, vacía, se sienta el tipo de la gomina, el traje y la cara de pocos amigos que se encontró en la puerta. -¿Usted otra vez? ¿Ahora quiere colarse? Espere su turno, hombre-. Epifanio se da la vuelta y se despide con un tímido, -perdón, perdón; yo...-. Cuando se da la vuelta casi se da de bruces con el director que lo interroga; -¿qué quiere?.
-Esto, yo, verá, traía un dinero, en monedas, ¿sabe usted?...el arco, no me deja pasar...y yo
-Pero si está usted dentro. Haga el favor de esperar su turno como los demás.
El caso es, que era su día libre, y no trabajaba. Qué hacer. ¡Ah, si!; el dinero de las propinas. Los euros, los cincuenta céntimos, los veinte céntimos, que las señoras le iban dando como propina al llevarles la compra a casa, Epifanio las iba guardando en un enorme frasco de cristal, antaño utilizado para la guarda y conservación de aceitunas manzanilla, en su variedad con hueso. Tras lavar la taza y el plato del desayuno, afeitarse y ducharse, Epifanio abrió el bote y vertió su contenido sobre la mesa. Monedas y más monedas sobre el hule azul que cubría la mesa camilla, cubrieron la superficie, casi por completo. Allí estaba un año entero de propinas por el acarreo de cajas cargadas hasta arriba, de escaleras, de ascensores averiados, de perros ladradores y mordedores, de porteros tocahuevos, de aspersores en jardines comunitarios, de multas por aparcamiento en doble fila, de calor, de frío, de invierno, de verano, de trabajo duro y mal pagado, en definitiva. Allí lo menos habría mil o mil doscientos euros, se dijo a sí mismo. Sin dudarlo se puso a contar, a hacer montoncitos de monedas; las de euro en montones de diez, las de cincuenta céntimos, en montones de cinco, y así se le pasó hora y media, haciendo montones, y envolviendolos luego en papel de periódico, y anotando a bolígrafo la cantidad, para acabar guardando los montoncitos en una bolsa reciclable de Supermercados El Canelo. Al final resultaba que había menos de lo esperado, ochocientos vientitres euros, con treinta y tres céntimos, con olor a aceituna manzanilla, con hueso. MIró el reloj, las doce menos diez, casi medio día, todavía le daba tiempo a llegar al banco e ingresar los ochocientos euros en su cuenta, los veintitres con treintatres irían para tabaco, un par de cañas, el Marca, y para cuatro o cinco gastillos más. Así pues cogió la bolsa y se dirigió al banco
La mañana era calurosa, junio y el verano próximo, se hacían sentir. La sucursal bancaria donde Epifanio tenía sus escasos ahorros, no quedaba a más de tres manzanas, diez minutos andando. Llegó a la puerta, entró y se dispuso a acceder al interior de la sucurlsal por el arco de seguridad, pulsó el botón verde, la puerta de cristal del arco se abrió, entró dentro, una voz de locutora de radio nocturna le dijo que volviera a salir y depositara sus efectos personales metálicos en las taquillas que había en el pequeño recibidor de salida. Salvo las monedas, y unas minúsculas llaves, Epifanio no llevaba más objetos metálicos, y si salía y depositaba estas en la taquilla, cómo ingresarlas en su cuenta. Epifanio pegó unos golpecitos en el cristal, intentando llamar la atención de uno de los empleados, cuya mesa de trabajo más cerca estaba de la puerta. Ni caso. Volvió a dar unos golpecitos más, esta vez un poco más fuertes. El empleado levanta la cabeza, y mímicamente interroga a Epifanio, con un "¿Qué quiere?", inaudible desde dentro de aquella burbuja, pero perfectamente comprensible. Epifanio levanta la bolsa de las monedas con las dos manos y hace gestos, mímicos también, de que le es imprescindible pasar y no puede. El empleado baja la cabeza y sigue a la suyo sin hacerle caso. Alguien, desde atrás llama la atención a Epifanio; -Oiga, ¿va a entrar o no?. Entre de una vez, o salga y deje entrar a los demás-. El que le ha dirigido la palabra desde atrás, es un induviduo alto, bien parecido, trajeado, con gomina en el pelo y cara de pocos amigos. Epifanio le intenta explicar su situación; -El arco, las monedas, que tengo que entrar con ellas y no me deja este aparato...- El tipo le interrumpe bruscamente; -joder, salga, déjelas en la taquilla, vuelva a entrar y se lo cuenta alguien ahí dentro. No es tan difícil-. Epifanio opta por hacer caso al tipo, sale del aquella jaula de cristal, deposita sus monedas en la taquilla, la cierra, saca la llave numerada con el veintidos, los dos patitos, y vuelve al arco de seguridad de entrada. Esta vez si, hay vía libre.
Entra en la oficina. Todas las mesas comerciales están ocupadas con clientes del banco, y en los escasos asientos que hay frente a ellas, hay cola para acceder a las mismas. Epifanio no encuentra a quien dirigirse. Intenta dirigirse a una de las mesas, pero se encuentra con las protestas airadas de un señor que está siendo atendido en ese momento y por la mirada inquisitiva del empleado. -Espere su turno si no le importa-, le dicen. Epifanio dirige su mirada ante la puerta que reza; "Director". A ella se dirige, da dos toquecitos, "toc, toc", nadie le contesta. Opta por abrir levemente la puerta. Frente a la silla direccional, vacía, se sienta el tipo de la gomina, el traje y la cara de pocos amigos que se encontró en la puerta. -¿Usted otra vez? ¿Ahora quiere colarse? Espere su turno, hombre-. Epifanio se da la vuelta y se despide con un tímido, -perdón, perdón; yo...-. Cuando se da la vuelta casi se da de bruces con el director que lo interroga; -¿qué quiere?.
-Esto, yo, verá, traía un dinero, en monedas, ¿sabe usted?...el arco, no me deja pasar...y yo
-Pero si está usted dentro. Haga el favor de esperar su turno como los demás.
Epifanio opta por pedir la vez, y esperar ante las mesas comerciales. Reconoce a una señora que espera pacientemente a ser atendida, sentada, leyendo. -Señora Gálvez-, llama Epifanio la atención de la señora. Esta lo reconoce, se levanta, y sonriendo va hacia él. -Hombre, Epifanio, Epifanito. ¿Qué hase usted acá?. La señora, que habla con marcado acento sudamericano, es doña Gertrudis Gálvez Coronilla de los Infantes, viuda del ex cónsul de Colombia en la ciudad, rica, habitante de la Colonia San Saturnino, uno de los barrios exclusivos de la ciudad, clienta del supermercado donde trabaja Epifanio, a la que en infinidad de ocasiones, éste, ha llevado innumerables pedidos a su casa, labor correspondida por la señora, con suculentas propinas, por la criada caribeña, con insinuaciones morbosas referidas a su aparato genital, y por Fifí, el chiuaua de la casa, con mordiscos en las perneras de los pantalones. Epifanio le cuenta a la señora su odisea.
-¡Ay!, Epifanio, Epifanito. Si es que estos manes cada ves tienen menos personal. Yo se lo digo muchas veses al director, al señor Villansio; un día voy a venir y me va a atender un robot. Y todo lo hasen para ahorrar los muy güevones. Pero no se preocupe mijo, hágale, venga conmigo pues que yo hablo con Villansio y el le resuelve, pues. Sígame mijo-.
Doña Gertrudis se levanta y resuelta va a hacia la puerta de dirección, seguida de Epifanio. No llama, abre sin más, el director, y el de la gomina miran estupefactos. La señora entra.
-Disculpen la intromisión. Villansio, Villansito. Mire pues, este conosido mío que tiene un problema con esa puerta del demonio que han instalado ustedes fuera, y que no puede resolver, hágale mijo, que no son más que unos minutos, y al señor este de acá, no le importará-.
La estupefacción del principio del director se convierte en sumisión, y en peloterío.
-¡Ay!, Epifanio, Epifanito. Si es que estos manes cada ves tienen menos personal. Yo se lo digo muchas veses al director, al señor Villansio; un día voy a venir y me va a atender un robot. Y todo lo hasen para ahorrar los muy güevones. Pero no se preocupe mijo, hágale, venga conmigo pues que yo hablo con Villansio y el le resuelve, pues. Sígame mijo-.
Doña Gertrudis se levanta y resuelta va a hacia la puerta de dirección, seguida de Epifanio. No llama, abre sin más, el director, y el de la gomina miran estupefactos. La señora entra.
-Disculpen la intromisión. Villansio, Villansito. Mire pues, este conosido mío que tiene un problema con esa puerta del demonio que han instalado ustedes fuera, y que no puede resolver, hágale mijo, que no son más que unos minutos, y al señor este de acá, no le importará-.
La estupefacción del principio del director se convierte en sumisión, y en peloterío.
-Mi querida doña Gertrudis, ahora mismo, le resuelvo-, dirigiendose al de la gomina; -un momento, enseguida vuelvo-, y dirigiendose otra vez a la vieja dama, -¿qué le ocurre doña Gertrudis con la puerta?-.
La señora le mira divertida;
-A mi nada, mijo. Es a este buen señor, al cual conosco porque nos trae el pedido del supermercado a casa. Dígale, dígale mijo-, dice la señora dirigiendo la mirada sonriente a Epifanio.
-A mi nada, mijo. Es a este buen señor, al cual conosco porque nos trae el pedido del supermercado a casa. Dígale, dígale mijo-, dice la señora dirigiendo la mirada sonriente a Epifanio.
Epifanio vuelve una vez más a referir lo sucedido, viene a ingresar, monedas, el arco de seguridad, las monedas son de metal, no le deja pasarlas...El director se queda estupefacto, como si no supiera de que le están hablando, o le estuvieran hablando en chino.
-Venga conmigo, por favor-, dijo el director cogiendo a Epifanio por el brazo, dirigiéndose al recibidor, por la puerta, no por el arco detector de metales.
-¿Es usted tonto?, por cuantro monedas asquerosas la que está montando el tío. Porque le recomienda la señora, que si no-, le dijo el director a Epifanio.
Epifanio no protesta, quiere acabar cuanto antes, se limita a abrir la taquilla, coger las monedas y seguir al director al interior. El director le señala despectivamente la zona de caja. -Allí le atenderán-, le dice antes de dirijirse otra vez a su despacho, saludar con una reverencia a doña Gertrudis y tropezarse con un atril que contiene propaganda del banco.
-Bueno, mijo; ya le resolvieron. Nos vemos, Epifanio, Epifanito. Mañana seguro haremos algún pedido, y pediré que nos lo lleve usted, mijito. Chao-.
La señora se va, y Epifanio le da las gracias por su intervención. De no ser por ella, todavía estaría esperando. La cola en la caja es larga. Tras media hora, le llega el turno a Epifanio, que deposita la bolsa con las monedas encima del mostrador. La empleada de caja no comprende. Epifanio le aclara;
-Quería ingresar ochocientos euros en mi cuenta-, dice dejando encima del mostrador, al lado de la bolsa, la cartilla bancaria de la que es titular.
La empleada de caja abre la boca, dejando entrever una aparato corrector dental que le da un aspecto siniestro, y un chicle megamasticado.
-No, comprendo-. Dice.
-Qui e ro, in gre sar, ocho ci entos eu ros, en monedas. Vienen en es ta bol sa;- le explica Epifanio con voz pausada, melosa, resaltando cada sílaba, para que la empleada lo comprenda mejor-
Por fin la empleada de caja parece salir de sus ensimismamiento y reacciona. -Pero oiga, esto me va a llevar un rato, y tenemos mucha cola, y como habrá podido ver, estoy yo sola aquí-
-Vienen contados
-Los tengo que contar yo, por si usted se ha equivocado. Tiene que esperar, y al final...
-Ah, no. Esto es dinero, contante y sonante, tanto si lo traigo en billetes de cien, como si lo traigo en monedas de un euro, es mi turno, y usted tiene que atenderme.
La empleada de caja está desconcertada. Levanta el telefono, contacta con el director. Este se presenta ipso facto. -Coño, ¿otra vez usted?-, le suelta a Epifanio a modo de saludo. Entra en la zona de caja. Sale, agarra a Epifanio por el brazo, y muy cerquita, casi al oído, le espeta; -Pero hombre, pero hombre de Dios, ¿no se da usted cuenta de que nos está haciendo perder el tiempo? Llévese las moneditas de los cojones, cambielas en cualquier tienda, y luego, viene usted con los billetitos, y los ingresa o hace usted lo que quiera con ellos, pero no me haga perder más el tiempo, por sus muertos se lo pido-.
El director está empezando a ponerse rojo de ira. Pero Epifanio no está dispuesto a que se pisoteen más sus derechos, que los tiene, él lo sabe.
-No señor, ustedes tienen la obligación de aceptarme este dinero, e ingresármelo en mi cuenta-, dice lo más calmada mente que puede. -Si quiere usted, puedo llamar a doña Gertrudis, la señora sudamericana que se acaba de ir, y que tiene tanto dinero en su banco, para que lo convenza, tengo su teléfono-, sugiere Epifanio a modo de amenaza.
El director no puede más. Se alisa el pelo con las manos, da un golpecito en la madera del mostrador, y termina diciendo; -está bien. Ahora le cuento yo personalmente el dinero y le hago yo mismo el ingreso, coja la bolsa y la cartilla y venga conmigo, y deje libre la caja-.
Epifanio, no muy convencido le hace caso y le sigue. Van hacia el despacho del director, y este le indica una silla.-Deme cinco minutos que acabe con el señor que está en mi despacho- el de la gomina- y en seguida estoy con usted. Cinco minutos.
Los cinco minutos se convierten en media hora. Total ya casi es la hora de cerrar. Epifanio piensa que más le valdría haber aguantado en la caja, y que la de la ortodoncia le hubiera contado el dinero. Siempre le pasaba igual, como se creía sin personalidad, todo el mundo le pisoteaba y le pasaba por encima.
Al final, se abre la puerta de dirección. El de la gomina sale acompañado del direcctor, ve a Epifanio allí sentado esperando, le mira despectivamente y se despide del direcctor con un, -que te sea leve-, y tras una leve sonrisa dirigida a Epifanio, se va.
El director le invita a pasar, por fin. Cuenta el dinero y le hace el ingreso.
Ya es la hora de cerrar, cuando Epifanio sale, cierran las puertas de la oficina. No quedaba dentro ningún cliente más, él era el último. Epifanio reflexiona mientras va por la calle camino de su casa. Piensa que la gente, los clientes de los bancos en general, entre los que se incluyen, gozan del mal trato recibido en las oficinas bancarias, si no no se entiende. Son de algún modo algo así como masoquistas bancarios, dejan su dinero a quien los maltrata. Ha perdido medio día libre ingresando unas monedas en el banco. Piensa en una frase que le dijera hace tiempo su augusto padre, ya fallecido, pobre como él, y como él, sin un lugar en la Tierra donde caerse muerto: "Los bancos y los pobres son como el agua y el aceite".
-¿Es usted tonto?, por cuantro monedas asquerosas la que está montando el tío. Porque le recomienda la señora, que si no-, le dijo el director a Epifanio.
Epifanio no protesta, quiere acabar cuanto antes, se limita a abrir la taquilla, coger las monedas y seguir al director al interior. El director le señala despectivamente la zona de caja. -Allí le atenderán-, le dice antes de dirijirse otra vez a su despacho, saludar con una reverencia a doña Gertrudis y tropezarse con un atril que contiene propaganda del banco.
-Bueno, mijo; ya le resolvieron. Nos vemos, Epifanio, Epifanito. Mañana seguro haremos algún pedido, y pediré que nos lo lleve usted, mijito. Chao-.
La señora se va, y Epifanio le da las gracias por su intervención. De no ser por ella, todavía estaría esperando. La cola en la caja es larga. Tras media hora, le llega el turno a Epifanio, que deposita la bolsa con las monedas encima del mostrador. La empleada de caja no comprende. Epifanio le aclara;
-Quería ingresar ochocientos euros en mi cuenta-, dice dejando encima del mostrador, al lado de la bolsa, la cartilla bancaria de la que es titular.
La empleada de caja abre la boca, dejando entrever una aparato corrector dental que le da un aspecto siniestro, y un chicle megamasticado.
-No, comprendo-. Dice.
-Qui e ro, in gre sar, ocho ci entos eu ros, en monedas. Vienen en es ta bol sa;- le explica Epifanio con voz pausada, melosa, resaltando cada sílaba, para que la empleada lo comprenda mejor-
Por fin la empleada de caja parece salir de sus ensimismamiento y reacciona. -Pero oiga, esto me va a llevar un rato, y tenemos mucha cola, y como habrá podido ver, estoy yo sola aquí-
-Vienen contados
-Los tengo que contar yo, por si usted se ha equivocado. Tiene que esperar, y al final...
-Ah, no. Esto es dinero, contante y sonante, tanto si lo traigo en billetes de cien, como si lo traigo en monedas de un euro, es mi turno, y usted tiene que atenderme.
La empleada de caja está desconcertada. Levanta el telefono, contacta con el director. Este se presenta ipso facto. -Coño, ¿otra vez usted?-, le suelta a Epifanio a modo de saludo. Entra en la zona de caja. Sale, agarra a Epifanio por el brazo, y muy cerquita, casi al oído, le espeta; -Pero hombre, pero hombre de Dios, ¿no se da usted cuenta de que nos está haciendo perder el tiempo? Llévese las moneditas de los cojones, cambielas en cualquier tienda, y luego, viene usted con los billetitos, y los ingresa o hace usted lo que quiera con ellos, pero no me haga perder más el tiempo, por sus muertos se lo pido-.
El director está empezando a ponerse rojo de ira. Pero Epifanio no está dispuesto a que se pisoteen más sus derechos, que los tiene, él lo sabe.
-No señor, ustedes tienen la obligación de aceptarme este dinero, e ingresármelo en mi cuenta-, dice lo más calmada mente que puede. -Si quiere usted, puedo llamar a doña Gertrudis, la señora sudamericana que se acaba de ir, y que tiene tanto dinero en su banco, para que lo convenza, tengo su teléfono-, sugiere Epifanio a modo de amenaza.
El director no puede más. Se alisa el pelo con las manos, da un golpecito en la madera del mostrador, y termina diciendo; -está bien. Ahora le cuento yo personalmente el dinero y le hago yo mismo el ingreso, coja la bolsa y la cartilla y venga conmigo, y deje libre la caja-.
Epifanio, no muy convencido le hace caso y le sigue. Van hacia el despacho del director, y este le indica una silla.-Deme cinco minutos que acabe con el señor que está en mi despacho- el de la gomina- y en seguida estoy con usted. Cinco minutos.
Los cinco minutos se convierten en media hora. Total ya casi es la hora de cerrar. Epifanio piensa que más le valdría haber aguantado en la caja, y que la de la ortodoncia le hubiera contado el dinero. Siempre le pasaba igual, como se creía sin personalidad, todo el mundo le pisoteaba y le pasaba por encima.
Al final, se abre la puerta de dirección. El de la gomina sale acompañado del direcctor, ve a Epifanio allí sentado esperando, le mira despectivamente y se despide del direcctor con un, -que te sea leve-, y tras una leve sonrisa dirigida a Epifanio, se va.
El director le invita a pasar, por fin. Cuenta el dinero y le hace el ingreso.
Ya es la hora de cerrar, cuando Epifanio sale, cierran las puertas de la oficina. No quedaba dentro ningún cliente más, él era el último. Epifanio reflexiona mientras va por la calle camino de su casa. Piensa que la gente, los clientes de los bancos en general, entre los que se incluyen, gozan del mal trato recibido en las oficinas bancarias, si no no se entiende. Son de algún modo algo así como masoquistas bancarios, dejan su dinero a quien los maltrata. Ha perdido medio día libre ingresando unas monedas en el banco. Piensa en una frase que le dijera hace tiempo su augusto padre, ya fallecido, pobre como él, y como él, sin un lugar en la Tierra donde caerse muerto: "Los bancos y los pobres son como el agua y el aceite".
lunes, 14 de abril de 2014
Un conjunto de lencería rojo, con puntilla.
El comisario Ahmed K. no salía de su asombro. Aquel día caluroso, parecía que iba a ser tranquilo. No lo fue. El primer caso con el que se topaba en aquella mañana en la comisaría, era uno de inmoralidad y escándalo público. Un tipo, un depravado sin duda, había sido detenido a primera hora de aquella mañana tan calurosa, vestido con ropa interior femenina; bragas, sostén y salto de cama, con puntilla. Bien es verdad que el tipo llevaba aquellas prendas encima de sus ropas de masculinas, pero no dejaba de ser una inmoralidad y un escándalo.
El detenido parecía completamente ido. Se descartó la intoxicación alcohólica y la intoxicación por algún otro tipo de droga, tras los análisis pertinentes. Los agentes Mahmud A. y Sulaimán R, estaban en este momento interrogando al detenido, sin haber podido lograr resultado positivo alguno, en lo que a la aclaración de los hechos se refiere. Ahmed K, solo sabía que en la mañana de aquel día, en sus primeras horas, alguien había llamado a la comisaría denunciando a un tipo, Rajiv V., que iba por la calle voceando palabras inteligibles y vestido con ropa interior femenina.
El Asunto sería enviado al juzgado por la vía rápida. Era lo preceptivo en casos de inmoralidad y escándalo público. Hurtos, robos, violaciones, asesinatos y demás delitos contra la propiedad y contra la vida de las personas, eran enviados por la vía lenta. Los acusados podían estar años en prisión preventiva a la espera de juicio. Así pues, Rajiv V, dentro de su desgracia, tendría suerte y recibiría los beneficios que podría otorgar la justicia rápida. Ahmed K. se dispuso a rellenar los formularios para trasladar el caso al juez, pero antes tendría que investigar el asunto. Mandó llamar a algún familiar de Rajiv V. Se presentaron sus padres, ya mayores, y sus hermanos. Estos informaron al comisario, sobre la situación que había llevado a Rajiv V, a salir a la calle vestido de aquella manera. Le dijeron que la mujer y los dos hijos mayores de Rajiv V, trabajaban como quien dice, de sol a sol, en una fábrica textil de las afueras de la ciudad, confeccionando ropa para una conocidísima marca de ropa extranjera. Sus salarios eran ínfimos. Pasaban calor. Pasaban hambre. Pasaban sed. Los familiares de Rajiv V, dijeron que la mujer y los dos hijos mayores de Rajiv V, murieron hace tres días, por causa de un incendio en la fábrica de ropa en la que trabajaban. La dirección de la compañía había ofrecido a Rajiv V, una indemnización de 400 dólares por la madre y 200 por cada uno de los hijos, muertos en el accidente. En total, 800 dólares. Rajiv V, se había enterado que 800 dólares era lo que valía un conjunto de lencería femenina fina en Occidente. Para la compañía, una persona adulta y dos niños, la familia de Rajiv V, valía lo que una mujer occidental pagaba por un conjunto de lencería fina, roja, con puntilla, para impresionar a su hombre en la noche de fin de año. Según sus familiares, esto impresionó mucho a Rajiv V, lo volvió loco, fue al edificio de la fábrica, ahora en ruinas, agarró un conjunto de lencería fina, roja, con puntilla, que encontró entre los escombros calcinados, se lo puso encima de sus ropas y salió a la calle con él puesto, diciendo a voz en grito "Esto es lo que vale mi familia para la compañía".
La madre de Rajiv V, implora clemencia al comisario Ahmed K, para su hijo. Le dice que tenga en cuenta que han muerto en el accidente la mujer de su hijo y dos de sus nietos, y que aún quedan dos hijos más pequeños, vivos, los cuales, al faltar Rajiv, su hijo, se tendrá que hacer ella cargo de ellos, y aún sin faltar su hijo, también. El comisario trata de consolar a la mujer. Le dice que se hace cargo, pero le informa que no puede hacer nada; su hijo ha sido detenido por escándalo público, por vestir ropa interior femenina en público. Él no entra en lo justo o en lo injusto de la situación. Él sólo sabe que tiene que mirar por la moralidad y las buenas costumbres. La mujer llora desconsolada. Su hijo está perdido.
El caso pasa al juez Nasrudín F. Alguien recomienda a los padres de Rajiv V, que se busquen un abogado. Le recomiendan uno, pero los padres de Rajiv V, son pobres de solemnidad. En el barrio donde viven se hace una colecta y se recauda un buen dinero para contratar un buen abogado. Los pobres socorren a los pobres. Los padres de Rajiv V, recurren a Karim K, un joven abogado recién licenciado. No pueden permitirse otra cosa. Éste se muestra muy escéptico: Hay una compañía extranjera de por medio, que puede gastar en abogados algo más que lo que vale un conjunto de lencería roja con puntilla, y hay que demostrar a toda costa que Rajiv V, no era consciente de lo que hacía. Hay que involucrar todo lo posible a la compañía extranjera en el caso, hay que buscar un buen psiquiatra que realice una exploración a Rajiv V y declare, y demuestre, la locura del mismo. Eso costará dinero, mucho dinero. Quizá si pudieran sacar algo a la compañía extranjera...
Comienza el juicio. El fiscal presenta al comisario Ahmed K, a los policías Mahmud A y Sulaimán R y a varios transeúntes como testigos de la acusación. La defensa presenta a los padres de Rajiv V, al psiquiatra Mansur N y a varios vecinos y trabajadores de la fábrica incendiada, supervivientes del accidente que acabó con la difunta mujer de Rajiv V. Los policías trasmiten al jurado y al juez lo que vieron al detener a Rajiv V; un hombre completamente ido, con un conjunto de lencería fina, roja, con puntilla, encima de sus ropas de calle, masculinas. Los policías dicen que no consiguieron sacar nada a Rajiv V en su interrogatorio, siempre realizado bajo la perspectiva del respeto a los derechos del detenido, como no podía ser de otra forma. Nada saben del ojo morado que porta Rajiv V. Debió golpearse él mismo con algo, al forcejear con nosotros en el momento de la detención, informan. Los transeúntes que son requeridos a testificar tras los policías, poco aportan. Solamente que vieron al interfecto, el día de autos, totalmente ido, gritando cosas incoherentes contra una compañía extranjera, vestido con ropa interior femenina. La cosa les pareció escandalosa, así que llamaron a la policía, la cual se llevó detenido a Rajiv V. Nada más sabían.
Tras ellos, pasan a declarar los testigos de la defensa. Los primeros, los padres de Rajiv V, repiten su imploración de piedad por su hijo, el cual, está así, fruto de la impresión que le produjo la pérdida de su mujer en el accidente de la fábrica. El psiquiatra Mansur N, declara el estado de trauma mental del acusado, provocado sin duda por la pérdida de su mujer y de sus dos hijos mayores en el accidente de la fábrica, y más aún, por la ridícula indemnización ofrecida por la compañía al viudo, Rajiv V, aquí presente. El fiscal intenta desacreditar al psiquiatra Mansur N, presentado por la defensa. El fiscal, dice dirigiéndose al jurado, que aquí se juzga a Rajiv V por escándalo público e inmoralidad, y no a la compañía occidental para la que trabajaba la esposa de Rajiv V. Ese era otro juicio totalmente distinto a este. El abogado defensor; Karim K, protesta y dice que precisamente la inmoralidad de Rajiv K no sobreviene porque si, porque él fuera simplemente un depravado, sino por la impresión que le produjo la muerte de su mujer y sus hijos, y la posterior injusticia de la compañía para con ellos. Los dos, fiscal y abogado, se enfrascan en una larga y acalorada discusión, que es cortada por el juez, Nasrudín F. Suben al estrado los últimos testigos de la defensa, vecinos, amigos del acusado y ex compañeros de trabajo de su difunta mujer. Todos coinciden en que Rajiv V era un padre y un marido ejemplar, trabajador y buena persona, y que nunca antes le había dado por vestir ropas femeninas, ni por conducirse de forma tan poco decorosa.
El juicio queda visto para sentencia. El jurado se retira para deliberar. Cuando lo han hecho, tras varias horas, el portavoz del mismo sube al estrado y declara a Rajiv V culpable de escándalo público e inmoralidad, aunque tiene en cuenta los atenuantes de locura transitoria producida por la pérdida de su mujer y por lo pírrico de la indemnización recibida de la compañía donde trabajaba su difunta esposa. El juez, Nasrudín F, ratifica la sentencia y recomienda internar a Rajiv V en un manicomio hasta su recuperación.
Poco a poco, a medida que transcurría el juicio, los medios de comunicación, al principio locales, luego nacionales y después internacionales, se han ido interesando por el tema. La revolución se ha extendido como la pólvora por la ciudad y por el país. Miles de personas salen a la calle, ataviados con ropa interior femenina, principalmente conjuntos de lencería roja, con puntilla, iguales al que llevó puesto Rajiv V, tras su enajenación mental y a los fabricados por su difunta esposa, de sol a sol, en condiciones penosas, en aquella fábrica. La policía apenas puede contener a la masa. Es imposible. Tendrían que detener a todo el país por escándalo público e inmoralidad. No habría comisarías, ni cárceles, ni tribunales, para tanta gente. El gobierno se asusta y ordena al tribunal supremo del país, que desdiga al tribunal local que ha condenado a Rajiv V y le declare inocente. La compañía textil, salpicada por el caso y en vista de la mala publicidad que se le está haciendo, decide indemnizar a Rajiv V y su familia con 8.000 dólares, el valor de 10 conjuntos de lencería rojos, con puntilla. Rajiv V, sale del manicomio donde lo habían internado. No dice nada. No piensa nada. Solo quiere volver a su casa, con su familia.
A la hora de la comida, el juez Nasrudín F, ve todo esto en el noticiero del medio día. Le molesta mucho que hayan desautorizado así una de sus sentencias.
A la misma hora, en su despacho de la comisaría, el comisario Ahmed K, también se dispone a comer, mientras ve las noticias por la tele. Piensa que una ola de inmoralidad se ha extendido por el país. Toda esa gente, protestando, portando conjuntos de lencería rojos, con puntilla. Donde se ha visto eso. La culpa la tienen esos malditos occidentales, y sus caprichosas mujeres. A quién se le ocurre, gastarse lo que él ganaría de comisario, aquí, en un año, en unas bragas, un sostén y un salto de cama, rojos, con puntilla. Están locos.
(Este relato pretende ser un homenaje a Franz Kafka. Solo lo pretende, espero que lo sea)
(A los que buscan la justicia en el mundo)
domingo, 5 de enero de 2014
La Prueba.
Hacía frío. Un frío glacial, gélido; de los que le dejan a uno parado todo el día, sin podérselo quitar de encima, ni con mantas, ni con ropa de abrigo. Era el enemigo de cada año, para Aníbal y para Ana. Un enemigo duro y difícil de combatir, tozudo, persistente, sobre todo cuando eres pobre de solemnidad, un desheredado que no tiene donde caerse muerto.
Ese era el caso de los dos. Se habían conocido en la calle, en el ir y venir cotidiano, en la lucha por la supervivencia. Decidieron que se gustaban, así sin más, y se fueron a vivir juntos, al principio compartiendo cajero automático, luego albergue, actualmente, edificio abandonado en el centro de la ciudad, precintado por el gobierno municipal porque amenazaba ruína, y futura víctima de la especulación inmobiliaria.
Aníbal se levantó primero y desayunó algo de lo que había sobrado de la supervisión de los cubos de basura de la noche anterior. Ana se levantó después. Él no hizo ademán de lavarse. Ella se lo aconsejó así. "A este "casting" cuanto peor pinta lleves, mejor", le dijo. El asintió dándole la razón. Se besaron. Él salió de la casa, masticando aún un trozo de pan rancio. La ciudad empezaba a despertarse, despacio, pausadamente, como un inmenso ogro. Como cada día se coló en el tranvía. Tenía habilidad para ello. Las puñaladas cotidianas de la vida le habían afilado el ingenio. Cuando llegó al edificio consistorial, éste, ya estaba abarrotado de gente que acudía a las distintas pruebas de selección. Los mimos se mezclaban con los músicos callejeros. Los hombres anuncios, y los reparte propaganda, hacían piña aparte. Ninguno de ellos se mezclaba con los mendigos. Todos miraban con lascivia a las prostitutas que iban llegando para pasar su prueba correspondiente.
Un ordenanza abrió la gran puerta metálica del edificio y anunció a los congregados que ya podían pasar, en orden y de uno en uno. Aníbal se dirigió a él para preguntarle por el lugar donde pasarían la prueba los mendigos, y el hombre, ligeramente molesto por el olor que desprendía y por la pinta tan desastrosa que llevaba, le indicó el piso de arriba con la mano. Llegó a la planta de arriba. Otro empleado municipal les indicó que tenían que hacer cola con su acreditación en la mano, pasar por una mesa y tomar uno a uno su número. Serían llamados uno a uno por ese número para pasar la prueba. La cosa demoró una hora, hasta que todos los mendigos habían obtenido el suyo. Solo entonces empezaron a pasar dentro. La prueba había comenzado.
Mientras esperaban e iban llamandolos, Aníbal se entretenía mirando alrededor a sus contendientes, muchos de ellos mendigos de larga experiencia, como él, tratados como deshechos de la sociedad desde hacía años, que habían ejercido ni se sabía desde cuando el oficio de mendigo, de pobre oficial, callejero, a los que los ciudadanos echaban las monedas sobrantes que no habían echado en tal o cual cepillo de tal o cual iglesia, los cincuenta centimos que extraían del carrito del supermercado, o lo sobrante de haber echado la primitiva o la quiniela. Luego estaban también los nuevos pobres, los nuevos afectados por la crisis, padres de familia, demasiado mayores para trabajar, demasiado jovénes para jubilarse, que cuando ya, desesperados, habían perdido el orgullo, y la vergüenza no era más que un mal recuerdo, no dudaban en arrodillarse en la vía pública a pedir limosna.
El ayuntamiento de la ciudad andaba preocupado. La cifra de mendigos, músicos callejeros, prostitutas, hombres anuncios, reparte propagandas, mimos y otros, no había hecho más que subir. Algo había que hacer para paliar esto. De cara al turista, sobre todo el extranjero, esto daba muy mala imagen. Así pues, el equipo de gobierno se sentó a deliberar, a meditar, a pensar seriamente en las medidas a tomar. Tras tomarse su tiempo, llegaron a la conclusión que había que legalizar estas practicas callejeras, y que los que las ejercieran deberían sacarse una licencia municipal para ejercer y pasar para ello una prueba. Los ciudadanos de bien aclamaron a sus gobernantes tras esta concienzuda medida. En los corrillos, en las tertulias de los cafés del centro, en las barberías, en los trabajos, la medida causó sensación. "Ya era hora de que los políticos se movieran", decían unos. "Esto ya era insostenible, tanto pobre por la calle", decían otros. El alcalde, ufano, quiso aprovechar el tirón mediático de la medida y se sacó de la manga una campaña promocional y todo, e incluso se hizo alguna que otra foto con algún mendigo, o repartiendo comida en algún comedor social, para que la oposición no lo pudiera acusar de aporófobo.
El número cuarenta y tres, dijo en alta voz en ujier de la puerta. Aníbal comprobó que era su número y fué hacia allá. Se sentía como cuando era niño ante los exámenes de recuperación de septiembre. Nunca había sido muy buen estudiante. El ujier le dio paso a una gran sala. Caminó unos pasos ante una gran mesa, ocupada por cinco personas, una especie de jurado. Uno de ellos pidió a Anibal su nombre y apellidos completos. Su DNI. Su domicilio actual. Se estado civil. Una vez comprobado estos datos, los integrantes de la mesa empezaron a deliberar, a cuenta de la apariencia de Aníbal. "Parece que este es un mendigo de verdad, no un aprovechado", dijo uno. "Si, se le ve. Mira que abrigo lleva. ¿Y la bufanda?. ¿Y esa barba? Además desprende un olor que tira para atrás", dijo el segundo. "No sé, no sé. Igual se ha estado preparando estos días. De esta gente uno no se puede fiar" dijo el tercero. "¿Tu crees? No, yo creo que este es un auténtico mendigo, si se le ve, coño. Mirad que porte. Ahora eso si, creo que no debemos darle la plaza en el centro. Este es más bien mendigo de periferia", dijo el cuarto. "Adjudicado entonces. A este lo mandamos de mendigo a la Plaza de San Romualdo, al lado de las palmeras, a la misma puerta de la iglesia. Es lo que nos faltaba en aquella plaza, un mendigo. Ya han colocado allí un músico y un mimo. Allí putas no quieren, y hombres anuncios tampoco. Así que nada; adjudicado", sentenció el quinto.
Aníbal salió de la prueba más contento que un niño con una piruleta. Cuando llegó al edificio precintado, se encontró que unos agentes de la Policía Municipal vigilaban el acceso al que había sido su hogar en los últimos meses. Se acercó a ellos. "Oiga, ¿qué ha pasado? Yo vivo ahí, con mi chica", les dijo a los agentes. "Aquí no se puede pasar, se va a proceder a la demolición del edificio, así que largo de aquí", le dijo uno de los agentes de manera hostil. "Si lo que buscas es a tu compañera, debe ser aquella de allí, la hemos tenido sacar a la fuerza porque no se quería ir", le indicó el otro agente, dirigiendo su mirada a Ana, que sollozaba entre sus escasas pertenencias, sentada en un banco distante unos cincuenta metros, calle arriba.
Aníbal fue hacia ella. "¿Qué ha pasado?", le preguntó. "Que nos han echado esos hijos de puta. Otra vez en la puta calle", le dijo ella sin parar de llorar. "He pasado la prueba. No te preocupes, ya encontraremos otra cosa", le dijo él, rodeándola con sus brazos y enjugando sus lágrimas contra su pecho, contra su raído abrigo.
Ese era el caso de los dos. Se habían conocido en la calle, en el ir y venir cotidiano, en la lucha por la supervivencia. Decidieron que se gustaban, así sin más, y se fueron a vivir juntos, al principio compartiendo cajero automático, luego albergue, actualmente, edificio abandonado en el centro de la ciudad, precintado por el gobierno municipal porque amenazaba ruína, y futura víctima de la especulación inmobiliaria.
Aníbal se levantó primero y desayunó algo de lo que había sobrado de la supervisión de los cubos de basura de la noche anterior. Ana se levantó después. Él no hizo ademán de lavarse. Ella se lo aconsejó así. "A este "casting" cuanto peor pinta lleves, mejor", le dijo. El asintió dándole la razón. Se besaron. Él salió de la casa, masticando aún un trozo de pan rancio. La ciudad empezaba a despertarse, despacio, pausadamente, como un inmenso ogro. Como cada día se coló en el tranvía. Tenía habilidad para ello. Las puñaladas cotidianas de la vida le habían afilado el ingenio. Cuando llegó al edificio consistorial, éste, ya estaba abarrotado de gente que acudía a las distintas pruebas de selección. Los mimos se mezclaban con los músicos callejeros. Los hombres anuncios, y los reparte propaganda, hacían piña aparte. Ninguno de ellos se mezclaba con los mendigos. Todos miraban con lascivia a las prostitutas que iban llegando para pasar su prueba correspondiente.
Un ordenanza abrió la gran puerta metálica del edificio y anunció a los congregados que ya podían pasar, en orden y de uno en uno. Aníbal se dirigió a él para preguntarle por el lugar donde pasarían la prueba los mendigos, y el hombre, ligeramente molesto por el olor que desprendía y por la pinta tan desastrosa que llevaba, le indicó el piso de arriba con la mano. Llegó a la planta de arriba. Otro empleado municipal les indicó que tenían que hacer cola con su acreditación en la mano, pasar por una mesa y tomar uno a uno su número. Serían llamados uno a uno por ese número para pasar la prueba. La cosa demoró una hora, hasta que todos los mendigos habían obtenido el suyo. Solo entonces empezaron a pasar dentro. La prueba había comenzado.
Mientras esperaban e iban llamandolos, Aníbal se entretenía mirando alrededor a sus contendientes, muchos de ellos mendigos de larga experiencia, como él, tratados como deshechos de la sociedad desde hacía años, que habían ejercido ni se sabía desde cuando el oficio de mendigo, de pobre oficial, callejero, a los que los ciudadanos echaban las monedas sobrantes que no habían echado en tal o cual cepillo de tal o cual iglesia, los cincuenta centimos que extraían del carrito del supermercado, o lo sobrante de haber echado la primitiva o la quiniela. Luego estaban también los nuevos pobres, los nuevos afectados por la crisis, padres de familia, demasiado mayores para trabajar, demasiado jovénes para jubilarse, que cuando ya, desesperados, habían perdido el orgullo, y la vergüenza no era más que un mal recuerdo, no dudaban en arrodillarse en la vía pública a pedir limosna.
El ayuntamiento de la ciudad andaba preocupado. La cifra de mendigos, músicos callejeros, prostitutas, hombres anuncios, reparte propagandas, mimos y otros, no había hecho más que subir. Algo había que hacer para paliar esto. De cara al turista, sobre todo el extranjero, esto daba muy mala imagen. Así pues, el equipo de gobierno se sentó a deliberar, a meditar, a pensar seriamente en las medidas a tomar. Tras tomarse su tiempo, llegaron a la conclusión que había que legalizar estas practicas callejeras, y que los que las ejercieran deberían sacarse una licencia municipal para ejercer y pasar para ello una prueba. Los ciudadanos de bien aclamaron a sus gobernantes tras esta concienzuda medida. En los corrillos, en las tertulias de los cafés del centro, en las barberías, en los trabajos, la medida causó sensación. "Ya era hora de que los políticos se movieran", decían unos. "Esto ya era insostenible, tanto pobre por la calle", decían otros. El alcalde, ufano, quiso aprovechar el tirón mediático de la medida y se sacó de la manga una campaña promocional y todo, e incluso se hizo alguna que otra foto con algún mendigo, o repartiendo comida en algún comedor social, para que la oposición no lo pudiera acusar de aporófobo.
El número cuarenta y tres, dijo en alta voz en ujier de la puerta. Aníbal comprobó que era su número y fué hacia allá. Se sentía como cuando era niño ante los exámenes de recuperación de septiembre. Nunca había sido muy buen estudiante. El ujier le dio paso a una gran sala. Caminó unos pasos ante una gran mesa, ocupada por cinco personas, una especie de jurado. Uno de ellos pidió a Anibal su nombre y apellidos completos. Su DNI. Su domicilio actual. Se estado civil. Una vez comprobado estos datos, los integrantes de la mesa empezaron a deliberar, a cuenta de la apariencia de Aníbal. "Parece que este es un mendigo de verdad, no un aprovechado", dijo uno. "Si, se le ve. Mira que abrigo lleva. ¿Y la bufanda?. ¿Y esa barba? Además desprende un olor que tira para atrás", dijo el segundo. "No sé, no sé. Igual se ha estado preparando estos días. De esta gente uno no se puede fiar" dijo el tercero. "¿Tu crees? No, yo creo que este es un auténtico mendigo, si se le ve, coño. Mirad que porte. Ahora eso si, creo que no debemos darle la plaza en el centro. Este es más bien mendigo de periferia", dijo el cuarto. "Adjudicado entonces. A este lo mandamos de mendigo a la Plaza de San Romualdo, al lado de las palmeras, a la misma puerta de la iglesia. Es lo que nos faltaba en aquella plaza, un mendigo. Ya han colocado allí un músico y un mimo. Allí putas no quieren, y hombres anuncios tampoco. Así que nada; adjudicado", sentenció el quinto.
Aníbal salió de la prueba más contento que un niño con una piruleta. Cuando llegó al edificio precintado, se encontró que unos agentes de la Policía Municipal vigilaban el acceso al que había sido su hogar en los últimos meses. Se acercó a ellos. "Oiga, ¿qué ha pasado? Yo vivo ahí, con mi chica", les dijo a los agentes. "Aquí no se puede pasar, se va a proceder a la demolición del edificio, así que largo de aquí", le dijo uno de los agentes de manera hostil. "Si lo que buscas es a tu compañera, debe ser aquella de allí, la hemos tenido sacar a la fuerza porque no se quería ir", le indicó el otro agente, dirigiendo su mirada a Ana, que sollozaba entre sus escasas pertenencias, sentada en un banco distante unos cincuenta metros, calle arriba.
Aníbal fue hacia ella. "¿Qué ha pasado?", le preguntó. "Que nos han echado esos hijos de puta. Otra vez en la puta calle", le dijo ella sin parar de llorar. "He pasado la prueba. No te preocupes, ya encontraremos otra cosa", le dijo él, rodeándola con sus brazos y enjugando sus lágrimas contra su pecho, contra su raído abrigo.
domingo, 8 de diciembre de 2013
El negro.
El sepelio ha terminado. Los familiares del finado han pasado, uno a uno, junto a la tumba abierta, han cogido un puñado de tierra y la han echado dentro, sobre el ataud del finado. Tras pasar el último, los operarios han empezado a tirar paladas de tierra dentro de la tumba para cubrir el féretro. La viuda, visíblemente conmocionada se ha vuelto, voz en grito, hacia la tumba.
"¡Ay, madre! Mi Paco, mi Paco"; ha empezado a gritar. Dos chicos jóvenes la han sujetado y ella se ha dejado caer entre sus brazos. En un aparte, toda la familia, la viuda también, se ha situado juntó a unos nichos, para recibir el pésame de los asistentes, que van pasando uno a uno, dando la mano a familiares y amigos del doliente. Los "no somos nadie", se entremezclan con los "valor", o con los "resignación" de los asistentes. Leandro de la Corte, el famoso novelista se ha puesto el último en la cola para dar el pésame. Al llegar a la viuda esta se le ha echado a los brazos, sin esperar ni siquiera al pésame de Leandro.
"Don Leandro. Qué honor que haya venido usted. Mi Paco le quería a usted mucho, muchísimo. Qué honor, que honor. Es el señor De la Corte, el escritor. Mi Paco era el portero de la finca donde él vive", ha dicho la viuda a la concurrencia más cercana a ella, con cierto orgullo, con ciertos aires de grandeza.
Poco a poco, termina el último acto del pésame. Los hijos y la viuda del finado se quedan un momento más, recibiendo los apretones de manos, los abrazos y los besos de los más allegados. Leandro se despide de la viuda, a la que promete ir a ver en breve, pues el difunto, Paco, que en gloria esté, le firmó una póliza de seguros, nada, una nimiedad, un complemento a la exigua pensión de viudedad que le va quedar, y que él, Leandro De la Corte, residente habitual de la céntrica casa donde Paco, su marido, trabajó como portero durante cuarenta años, recomendó al difunto firmar esa póliza, para quedar a su familia con un sueldo decente, si la cosa se torcía y Dios llamaba al portero junto a él, como así a sucedido. Esta noticia ha sido el detonante de otra de las llantinas de la viuda, que se ha vuelto a tirar, literalmente, en brazos de Leandro, al que ha empezado a dar las gracias, una y mil veces, y ha calificado de santo.
La gente se ha ido. La familia del muerto también. Sólo se ha quedado allí Leandro y los enterradores, que siguen tirando paladas de tierra dentro del agujero donde yace , ya para la eternidad, el portero, en medio del silencio que envuelve el camposanto, en la tibia mañana.
Leandro piensa, que ahora que Paco ha muerto, seguramente deje la pluma en el tintero, y se dedique a vivir de las rentas. El verdadero escritor era el portero, él solamente puso su nombre, su ilustre apellido de hijo de un importante abogado y político del país que un buen día se le ocurre hacerse escritor. Ahí es nada. Así lo vendieron Paco y él. Pero todo es mentira. Todo: Su fama, sus premios. Todo. El verdadero literato era Paco.
¿Cómo empezó todo?. Leandro lo recuerda como si fuera hoy mismo. Veinticinco años atrás, él, recién terminada la carrera de derecho, se para como tantas veces a echar un cigarrillo con el portero. "¿Cómo te va, Paco?. Ahí, tirando, don Leandro". Encima de la mesa del mostrador de la portería hay un manuscrito. Leandro se interesa por él. "¿Estás haciendo oposiciones o algo así, Paco?. Nada de eso, don Leandro. Escribo. Ya ve; para matar los ratos que paso aquí sentado, una vez que he terminado de limpiar la escalera y los pasillos, me puse hace tiempo a escribir, una afición como otra cualquiera, don Leandro, figúrese, y hoy he acabado una novela. Qué interesante, Paco. ¿La vas a publicar? No. Para nada, don Leandro. He estado en varias editoriales a ver si hay suerte, pero nada. No la hay. A nadie le interesa. Así que me he cansado y bueno, la tendré en mi casa para mi. A lo mejor algún día cambia mi suerte y me la publican. Quién sabe. Vaya, vaya, con el bueno de Paco. No sabía nada de tu afición a la literatura. A lo mejor, si me dejaras leerla, yo te podría ayudar. Bueno, por dejársela leer no es, don Leandro, que usted es de confianza, pero yo había pensado en asociarnos. La verdad que ha venido que ni pintado que se interese usted por la novela, porque no sabía como decírselo. ¿Cómo asociarnos?, Paco; no te entiendo. Pues es bien fácil, don Leandro; usted sólo tendría que poner su nombre, y yo escribiría. Verá, don Leandro, este país es así. Aquí, mucha democracia, mucha igualdad, pero si no tienes un nombre, o un enchufe, no vas ni a la vuelta de la esquina, y perdóneme el atrevimiento. Tú me estás proponiendo que haga pasar esta novela por mía, y que la presentemos así al editor. Eso es, don Leandro, lo ha captado usted. Pero Paco, eso es un fraude. Hombre, fraude, fraude, tampoco. Una pequeña engañifa para tirar algunos muros y que cambien algunas voluntades. Es sabido que don Alejandro Dumas tenía varios "negros" a su servicio, e incluso se dice que los literatos españoles del Siglo de Oro, también. Usted podría ser el nuevo Dumas, don Leandro. Usted leala, y si le gusta, ya hablamos"
Y Leandro la leyó. Y le gustó, vaya si le gustó. Paco escribía como los ángeles, divinamente. Así que decidió ayudarle y aceptar. A primeros del mes siguiente, Leandro, haciendo uso de las influencias de su padre, se presentó en el despacho de Casimiro Gelmírez, uno de los peces gordos de la edición en el país. El editor lo recibió con los brazos abiertos, y prometió ponerse él mismo, personalmnte, manos a la obra en la lectura de la novela. "No sabía de su afición por la literatura, amigo De la Corte", le dijo el editor a Leandro no bien hubo acabado de echar el primer vistazo al libro. "Pues ya ve usted, amigo Gelmírez. Lo que es la vida, ¿verdad?.
Por supuesto el libro se publicó, y se empezó a vender como rosquillas. Al principio, por la novedad de ver como escribía el hijo de uno de los políticos potentados del país. Pero luego, una vez la gente empezaba a leer la novela, se daba cuenta de que De la Corte Jr, escribía además maravillosamente.
Paco, el portero, el verdadero artífice de la novela, estaba encantado, tanto que olvidó que un libro genera beneficios, por venta, por derechos de autor y demás. Fue Leandro el encargado de recordárselo. "Oye Paco, ¿cómo vamos a hacer lo del dinero por la venta del libro, y por los derechosde autor?. Te tendré que hacer una cesión o algo así, ¿no?. Pero, don Lendro, si hace eso podrían descubrir el pastel. Verá; a mí el dinero me da igual. De verdad. Yo disfruto ahí sentado, en la portería, tarde tras tarde, escribiendo, pensando. Pero hombre, Paco. El libro se está vendiendo bien, y lo que genere te puede cambiar la vida a ti, a tu familia. Dejarías de ser portero, te podrías dedicar por entero a escribir. Vamos, ande ya, don Leandro. ¿No se da cuenta de que si lo hiciera así, la gente descubriría que el libro es mío y no suyo?. Pues tienes razón Paco. No había caído. Claro, hombre. Usted cobre los derechos, y póngame un sueldo, decente. Yo no quiero más. Y si algún día yo falto, pues le ingresa usted todos los meses a mi familia un dinero. No quiero más don Leandro, de verdad. Yo con escribir, ya me contento. Además, lo van a llamar a usted a dar conferencias, simposios y cosas así. ¿Usted se imagina a mí, un simple portero dando una conferencia a nadie? No, don Leandro. Usted siga la comedia, gane lo que tenga que ganar, deme a mi algo, y aquí paz y después gloria".
Y así lo hicieron. Porque después vino otra novela, y otra, y otra más, y premios, muchos premios, y conferencias, y firmas en la feria del libro, y actos, y así, Leandro se fue amoldando a su nueva situación. Su soltura y su don de gentes hicieron el resto.
Hasta que ayer por la mañana, a eso de las doce, Paco, el portero que hacía de "negro" para el famoso y reconocido escritor Leandro De la Corte, murió de un ataque al corazón, cuando hacía la pausa de todos los días para comerse un bocata de chorizo, hecho por su santa, y ahora, desconsolada esposa.
Se está haciendo tarde, piensa Leandro, que mira su reloj y se dispone a marchar a su casa. Los enterradores han terminado ya. Se agacha, coge un puñadito de tierra del suelo y lo tira sobre sobre la tierra que cubre ya al pobre Paco. "Eras tú el que hacía de negro para mí, o era yo el que lo hacía para ti, prestándole mi nombre a tu genio", ha dicho Leandro en apenas un susurro. Los enterradores, que están encendiendo un pitillo lo miran sin entender nada, mientras Leandro les da la espalda buscando la salida de la necrópolis.
"¡Ay, madre! Mi Paco, mi Paco"; ha empezado a gritar. Dos chicos jóvenes la han sujetado y ella se ha dejado caer entre sus brazos. En un aparte, toda la familia, la viuda también, se ha situado juntó a unos nichos, para recibir el pésame de los asistentes, que van pasando uno a uno, dando la mano a familiares y amigos del doliente. Los "no somos nadie", se entremezclan con los "valor", o con los "resignación" de los asistentes. Leandro de la Corte, el famoso novelista se ha puesto el último en la cola para dar el pésame. Al llegar a la viuda esta se le ha echado a los brazos, sin esperar ni siquiera al pésame de Leandro.
"Don Leandro. Qué honor que haya venido usted. Mi Paco le quería a usted mucho, muchísimo. Qué honor, que honor. Es el señor De la Corte, el escritor. Mi Paco era el portero de la finca donde él vive", ha dicho la viuda a la concurrencia más cercana a ella, con cierto orgullo, con ciertos aires de grandeza.
Poco a poco, termina el último acto del pésame. Los hijos y la viuda del finado se quedan un momento más, recibiendo los apretones de manos, los abrazos y los besos de los más allegados. Leandro se despide de la viuda, a la que promete ir a ver en breve, pues el difunto, Paco, que en gloria esté, le firmó una póliza de seguros, nada, una nimiedad, un complemento a la exigua pensión de viudedad que le va quedar, y que él, Leandro De la Corte, residente habitual de la céntrica casa donde Paco, su marido, trabajó como portero durante cuarenta años, recomendó al difunto firmar esa póliza, para quedar a su familia con un sueldo decente, si la cosa se torcía y Dios llamaba al portero junto a él, como así a sucedido. Esta noticia ha sido el detonante de otra de las llantinas de la viuda, que se ha vuelto a tirar, literalmente, en brazos de Leandro, al que ha empezado a dar las gracias, una y mil veces, y ha calificado de santo.
La gente se ha ido. La familia del muerto también. Sólo se ha quedado allí Leandro y los enterradores, que siguen tirando paladas de tierra dentro del agujero donde yace , ya para la eternidad, el portero, en medio del silencio que envuelve el camposanto, en la tibia mañana.
Leandro piensa, que ahora que Paco ha muerto, seguramente deje la pluma en el tintero, y se dedique a vivir de las rentas. El verdadero escritor era el portero, él solamente puso su nombre, su ilustre apellido de hijo de un importante abogado y político del país que un buen día se le ocurre hacerse escritor. Ahí es nada. Así lo vendieron Paco y él. Pero todo es mentira. Todo: Su fama, sus premios. Todo. El verdadero literato era Paco.
¿Cómo empezó todo?. Leandro lo recuerda como si fuera hoy mismo. Veinticinco años atrás, él, recién terminada la carrera de derecho, se para como tantas veces a echar un cigarrillo con el portero. "¿Cómo te va, Paco?. Ahí, tirando, don Leandro". Encima de la mesa del mostrador de la portería hay un manuscrito. Leandro se interesa por él. "¿Estás haciendo oposiciones o algo así, Paco?. Nada de eso, don Leandro. Escribo. Ya ve; para matar los ratos que paso aquí sentado, una vez que he terminado de limpiar la escalera y los pasillos, me puse hace tiempo a escribir, una afición como otra cualquiera, don Leandro, figúrese, y hoy he acabado una novela. Qué interesante, Paco. ¿La vas a publicar? No. Para nada, don Leandro. He estado en varias editoriales a ver si hay suerte, pero nada. No la hay. A nadie le interesa. Así que me he cansado y bueno, la tendré en mi casa para mi. A lo mejor algún día cambia mi suerte y me la publican. Quién sabe. Vaya, vaya, con el bueno de Paco. No sabía nada de tu afición a la literatura. A lo mejor, si me dejaras leerla, yo te podría ayudar. Bueno, por dejársela leer no es, don Leandro, que usted es de confianza, pero yo había pensado en asociarnos. La verdad que ha venido que ni pintado que se interese usted por la novela, porque no sabía como decírselo. ¿Cómo asociarnos?, Paco; no te entiendo. Pues es bien fácil, don Leandro; usted sólo tendría que poner su nombre, y yo escribiría. Verá, don Leandro, este país es así. Aquí, mucha democracia, mucha igualdad, pero si no tienes un nombre, o un enchufe, no vas ni a la vuelta de la esquina, y perdóneme el atrevimiento. Tú me estás proponiendo que haga pasar esta novela por mía, y que la presentemos así al editor. Eso es, don Leandro, lo ha captado usted. Pero Paco, eso es un fraude. Hombre, fraude, fraude, tampoco. Una pequeña engañifa para tirar algunos muros y que cambien algunas voluntades. Es sabido que don Alejandro Dumas tenía varios "negros" a su servicio, e incluso se dice que los literatos españoles del Siglo de Oro, también. Usted podría ser el nuevo Dumas, don Leandro. Usted leala, y si le gusta, ya hablamos"
Y Leandro la leyó. Y le gustó, vaya si le gustó. Paco escribía como los ángeles, divinamente. Así que decidió ayudarle y aceptar. A primeros del mes siguiente, Leandro, haciendo uso de las influencias de su padre, se presentó en el despacho de Casimiro Gelmírez, uno de los peces gordos de la edición en el país. El editor lo recibió con los brazos abiertos, y prometió ponerse él mismo, personalmnte, manos a la obra en la lectura de la novela. "No sabía de su afición por la literatura, amigo De la Corte", le dijo el editor a Leandro no bien hubo acabado de echar el primer vistazo al libro. "Pues ya ve usted, amigo Gelmírez. Lo que es la vida, ¿verdad?.
Por supuesto el libro se publicó, y se empezó a vender como rosquillas. Al principio, por la novedad de ver como escribía el hijo de uno de los políticos potentados del país. Pero luego, una vez la gente empezaba a leer la novela, se daba cuenta de que De la Corte Jr, escribía además maravillosamente.
Paco, el portero, el verdadero artífice de la novela, estaba encantado, tanto que olvidó que un libro genera beneficios, por venta, por derechos de autor y demás. Fue Leandro el encargado de recordárselo. "Oye Paco, ¿cómo vamos a hacer lo del dinero por la venta del libro, y por los derechosde autor?. Te tendré que hacer una cesión o algo así, ¿no?. Pero, don Lendro, si hace eso podrían descubrir el pastel. Verá; a mí el dinero me da igual. De verdad. Yo disfruto ahí sentado, en la portería, tarde tras tarde, escribiendo, pensando. Pero hombre, Paco. El libro se está vendiendo bien, y lo que genere te puede cambiar la vida a ti, a tu familia. Dejarías de ser portero, te podrías dedicar por entero a escribir. Vamos, ande ya, don Leandro. ¿No se da cuenta de que si lo hiciera así, la gente descubriría que el libro es mío y no suyo?. Pues tienes razón Paco. No había caído. Claro, hombre. Usted cobre los derechos, y póngame un sueldo, decente. Yo no quiero más. Y si algún día yo falto, pues le ingresa usted todos los meses a mi familia un dinero. No quiero más don Leandro, de verdad. Yo con escribir, ya me contento. Además, lo van a llamar a usted a dar conferencias, simposios y cosas así. ¿Usted se imagina a mí, un simple portero dando una conferencia a nadie? No, don Leandro. Usted siga la comedia, gane lo que tenga que ganar, deme a mi algo, y aquí paz y después gloria".
Y así lo hicieron. Porque después vino otra novela, y otra, y otra más, y premios, muchos premios, y conferencias, y firmas en la feria del libro, y actos, y así, Leandro se fue amoldando a su nueva situación. Su soltura y su don de gentes hicieron el resto.
Hasta que ayer por la mañana, a eso de las doce, Paco, el portero que hacía de "negro" para el famoso y reconocido escritor Leandro De la Corte, murió de un ataque al corazón, cuando hacía la pausa de todos los días para comerse un bocata de chorizo, hecho por su santa, y ahora, desconsolada esposa.
Se está haciendo tarde, piensa Leandro, que mira su reloj y se dispone a marchar a su casa. Los enterradores han terminado ya. Se agacha, coge un puñadito de tierra del suelo y lo tira sobre sobre la tierra que cubre ya al pobre Paco. "Eras tú el que hacía de negro para mí, o era yo el que lo hacía para ti, prestándole mi nombre a tu genio", ha dicho Leandro en apenas un susurro. Los enterradores, que están encendiendo un pitillo lo miran sin entender nada, mientras Leandro les da la espalda buscando la salida de la necrópolis.
domingo, 24 de noviembre de 2013
Frio.
Llega la noche. Ella saca unas mantas y las pone encima del sofá. "La calefacción", anuncia bromeando a la niña que apura el filete de pollo empanado de la cena. La niña le pregunta un día más por qué no encienden la calefacción, que en casa de su amiga Martita la tienen encendida todo el día, y no veas lo calentito que se está. Ella le repite la misma respuesta de siempre: "Porque papá y mamá son pobres, estamos pasando una mala racha y no hay dinero para pagar la calefacción". Hace tiempo que decidió ser lo más clara posible con la niña, que aprendiera a valorar las cosas desde pequeña, y al mismo tiempo, que fuera partícipe de la realidad que hay en casa. Nada de algodones. Nada de paños calientes. Como postre le ha preparado un gran vaso de leche con cacao soluble, que la niña termina ávidamente. Después ella la acompañará a su dormitorio y le contará un cuento mientras la niña, poco a poco, va cogiendo el sueño.
Al rato suena el abrir y cerrar de la puerta de la entrada de la casa. Es el abuelo, su padre, que llega. Gracias a su padre, y a su exigua pensión, se mantienen los cuatro. Ella, él, la niña y el abuelo. La niña ya se ha dormido. Ella sale a la sala de estar. "¿De donde vienes a estas horas? Me tenías preocupada. Tú, por ahí como perro sin amo, con el frío que hace". El abuelo no dice nada. Se limita a sentarse a la mesa y alegar al final un: "Bueno, bueno. Ya estamos. Ni salir puede uno. Lo mismo de todas las noches. Hace más frío aquí que en la calle". Ella entra y sale de la cocina y pone frente al viejo, en la mesa, unos cubiertos, una servilleta, pan, y por fin, un plato con una pequeña pechuga de pollo fileteada, a la plancha. "¿Otra vez pollo? Nos van a salir plumas", comenta el viejo. "Es lo que hay. Ya sabes como estamos", dice ella, entre resignada y resuelta.
Mientras el viejo cena, ella se va a la sala de estar y enciende el televisor. Tiene frío. Siempre tiene frío. Por la mañana. Por la tarde. Por la noche. A veces se queda mirando la caldera y le entran unas ganas locas de encenderla, de darle vida, de que el agua caliente corra por las tuberías y por los radiadores de hierro adosados a la pared, los cuales no sienten el agua caliente por sus venas desde hace tres años, desde que él se quedo en el paro, desde que a ella la echaron de la tienda por el cese del negocio, desde que la crisis se cruzara en sus vidas. Se tapa con la manta, se frota las manos frías. Las tiene ásperas y estropeadas, llenas de sabañones. El frío, siempre el frío. Agua fría para lavar los platos, la ropa de él, la de ella, la de la niña, la del viejo. Frío. Frío. Frío.Se oye al abuelo trasegar por la cocina fregando su plato. Viene. Se sienta en su sillón. Se tapa con su manta y mira la tele. Se cansa. Agarra una revista y empieza a ojearla.
Suena el abrir y cerrar de la puerta. Es él. "Hola", saluda. "Hola", responden padre e hija. "Tienes la cena en al cocina. Encima del cazo con agua cliente. Él entra en la cocina. Se sienta a la mesa. Cena. Deja su plato y sus cubiertos en la pila. Los lava. Va a la sala de estar. Se sienta al lado de ella. Ella le ofrece un trozo de manta. Se tapa como ella hasta el cuello, mientras miran la tele. La misma historia de todas las noches. "¿Qué tal ha ido hoy?", pregunta ella. "Regular", he sacado veinte euros con la chatarra. Encontramos una lavadora vieja y algunos hierros más. Eso no lo pagan mal", contesta él.
Se quedan callados. Ven la tele. No tienen nada más de que hablar.
Llega la hora de irse a la cama. El abuelo se queda todavía algo más. Él, dice que viendo el último telediario de la noche, pero ella sabe que se queda viendo la chicas que hacen estriptis en los canales info comerciales. Ella no le dice nunca nada al respecto. Se van los dos a la cama. Ella y él. Se acuestan bajo una montaña de mantas y algún edredón. Los dos se encogen y se tocan uno al otro los pies helados. Frío, siempre frío. Se acarician con las manos. Se dan un beso de buenas noches. No hacen el amor. Ya solamente lo hacen esporádicamente. El enciende el transistor y escucha el eco de un programa deportivo. Ella piensa. Tiene frío, mucho frío. De niña le encantaba el invierno, el frío, la nieve. Ahora los odia. Poco a poco el sueño la va venciendo. Se duerme.
Fuera el frío cae. Hace frío, mucho frío.
Al rato suena el abrir y cerrar de la puerta de la entrada de la casa. Es el abuelo, su padre, que llega. Gracias a su padre, y a su exigua pensión, se mantienen los cuatro. Ella, él, la niña y el abuelo. La niña ya se ha dormido. Ella sale a la sala de estar. "¿De donde vienes a estas horas? Me tenías preocupada. Tú, por ahí como perro sin amo, con el frío que hace". El abuelo no dice nada. Se limita a sentarse a la mesa y alegar al final un: "Bueno, bueno. Ya estamos. Ni salir puede uno. Lo mismo de todas las noches. Hace más frío aquí que en la calle". Ella entra y sale de la cocina y pone frente al viejo, en la mesa, unos cubiertos, una servilleta, pan, y por fin, un plato con una pequeña pechuga de pollo fileteada, a la plancha. "¿Otra vez pollo? Nos van a salir plumas", comenta el viejo. "Es lo que hay. Ya sabes como estamos", dice ella, entre resignada y resuelta.
Mientras el viejo cena, ella se va a la sala de estar y enciende el televisor. Tiene frío. Siempre tiene frío. Por la mañana. Por la tarde. Por la noche. A veces se queda mirando la caldera y le entran unas ganas locas de encenderla, de darle vida, de que el agua caliente corra por las tuberías y por los radiadores de hierro adosados a la pared, los cuales no sienten el agua caliente por sus venas desde hace tres años, desde que él se quedo en el paro, desde que a ella la echaron de la tienda por el cese del negocio, desde que la crisis se cruzara en sus vidas. Se tapa con la manta, se frota las manos frías. Las tiene ásperas y estropeadas, llenas de sabañones. El frío, siempre el frío. Agua fría para lavar los platos, la ropa de él, la de ella, la de la niña, la del viejo. Frío. Frío. Frío.Se oye al abuelo trasegar por la cocina fregando su plato. Viene. Se sienta en su sillón. Se tapa con su manta y mira la tele. Se cansa. Agarra una revista y empieza a ojearla.
Suena el abrir y cerrar de la puerta. Es él. "Hola", saluda. "Hola", responden padre e hija. "Tienes la cena en al cocina. Encima del cazo con agua cliente. Él entra en la cocina. Se sienta a la mesa. Cena. Deja su plato y sus cubiertos en la pila. Los lava. Va a la sala de estar. Se sienta al lado de ella. Ella le ofrece un trozo de manta. Se tapa como ella hasta el cuello, mientras miran la tele. La misma historia de todas las noches. "¿Qué tal ha ido hoy?", pregunta ella. "Regular", he sacado veinte euros con la chatarra. Encontramos una lavadora vieja y algunos hierros más. Eso no lo pagan mal", contesta él.
Se quedan callados. Ven la tele. No tienen nada más de que hablar.
Llega la hora de irse a la cama. El abuelo se queda todavía algo más. Él, dice que viendo el último telediario de la noche, pero ella sabe que se queda viendo la chicas que hacen estriptis en los canales info comerciales. Ella no le dice nunca nada al respecto. Se van los dos a la cama. Ella y él. Se acuestan bajo una montaña de mantas y algún edredón. Los dos se encogen y se tocan uno al otro los pies helados. Frío, siempre frío. Se acarician con las manos. Se dan un beso de buenas noches. No hacen el amor. Ya solamente lo hacen esporádicamente. El enciende el transistor y escucha el eco de un programa deportivo. Ella piensa. Tiene frío, mucho frío. De niña le encantaba el invierno, el frío, la nieve. Ahora los odia. Poco a poco el sueño la va venciendo. Se duerme.
Fuera el frío cae. Hace frío, mucho frío.
jueves, 9 de mayo de 2013
La Entrevista.
Hacía tiempo que Prudencio no madrugaba tanto. Aquella noche no había dormido bien. Los nervios por la entrevista, se dijo. Nada más salir de la cama, se metió en el baño, se afeitó y se duchó. Cuando salió, su mujer le tenía preparada la ropa, perfectamente doblada encima de una silla para que no se arrugara; traje y corbata, la ropa que usaba siempre que iban a alguna boda, o algún evento familiar importante.
-¿No querrás que me ponga eso para ir a la entrevista?-, dijo Prudencio nada más ver el traje doblado sobre la silla.
-¿No querrás ir en vaqueros?-, respondió su mujer.
La discusión por causa de la ropa que Prudencio iba a llevar a la entrevista de trabajo se prolongó por espacio de veinte minutos. Al final llegaron a un acuerdo; llevaría el traje de las bodas, bautizos y comuniones, pero sin corbata, de manera informal. Después desayunaron juntos, él se lavó los dientes y se fue.
-Suerte-; le dijo ella a modo de despedida desde la puerta entreabierta de la casa.
Él bajó las escaleras con vigor, con fuerzas renovadas, contento, era la primera entrevista de trabajo a la que acudía en un año. Bien es verdad que para que le concedieran esa entrevista había tenido que mediar su cuñado Oswaldo, el marido de la hermana de su mujer, que era encargado de la frutería en Almacenes La Pandereta desde hacía treinta años.
Oswaldo no le había caído bien nunca, pero dos años sin trabajar empezaban a parecerle mucho tiempo, y a su edad, 54 años recién cumplidos, era difícil, por no decir imposible, que nadie lo contratara de no mediar un "padrino" en el negocio. El tener en casa tres bocas que alimentar, aparte de la suya, sin dar un palo al agua y sin oficio ni beneficio, también hicieron peso para aceptar la oferta de su cuñado, cuando se ofreció a hablar con la dirección de los almacenes para ver que se podía hacer por él.
Maldita la gracia que le hacía el ponerse, a sus años, a despachar berzas a troche y moche, siendo como era él un oficial electricista de primer orden, con treinta años de experiencia en el sector y habiendo trabajado en empresas de medio país, todo ello demostrable, pero siempre se encontraba con el mismo problema; la edad. Era demasiado mayor para que lo contrataran, y sin embargo era demasiado joven par jubilarse. Se imponía pues el despachar berzas hasta la jubilación. Se iba haciendo a la idea.
Era hora punta y el metro iba abarrotado de gente. Hacía tiempo que Prudencio no hacía esto, tomar el metro tan de mañana, sentir el aliento alitoso del despistado del sudoku, o el empujón de la chica de los auriculares que a esa temprana hora ya iba chateando en el tuiter, o watspeando. Hacía tiempo que nadie le clavaba en las costillas, sin nisiquiera pedirle perdón por ello, la vigésimoquinta edición en pasta dura de Los Pilares de la Tierra, que alguien iba leyendo detrás suya, tan metido en la lectura que ni siquiera miraba donde iba pisando. Se sentía feliz en aquella mañana de primavera, y estaba dispuesto a perdonarlo todo. Ya no estaba enfadado con el mundo. Ya no le parecía todo mal. Tenía una ooportunidad de ser útil todavía y la iba a aprovechar.
Llegó a la sede central de Almacenes La Pandereta. En el mostrador de recepción una chica con cara de azafata del Un, Dos, Tres le indicó el lugar de la entrevista; la quinta planta, puerta tercera. Mientras iba en el ascensor, Prudencio empezó a notar el miedo escénico y le empezaron a sudar las manos copiosamente y empezó a sentir una ganas terribles de ir al servicio, porque se empezaba a cagar por las patas abajo.
Llegó a la sala de espera de la quinta planta, puerta tercera. Allí había unas quince personas, todas jovencísimas. El más mayor tendría unos 25 años. Mala señal, pensó Prudencio. Menos más que él iba recomendado por su cuñado. Todo el mundo allí estaba chateando por el móvil, o escuchando música por unos auriculares inmensos, muy de moda ahora, o haciendo ambas cosas a la vez. Sólo Prudencio no sabía que hacer, o hacia donde mirar, así que optó por contar el número de paneles de los que constaba el falso techo de escayola. Cuando termino de contar los paneles, su atención se fue hacia una planta puesta en un tiesto, a todas vistas demasiado pequeño, y que pedía a gritos un poco de agua.
-¿Prudencio Cavero?; gritó por fin una voz chillona, proveniente de una secretaria con la misma cara de azafata del Un, Dos, Tres que su compañera de la recepción de la planta baja.
-Pase por aquí, por favor. Puerta derecha.
Prudencio fue conducido hasta un despacho convencional, sin demasiados alardes, muebles funcionales de metal y aglomerado, mesa metálica verde y sillas forradas de paño caqui. Detrás de la gran mesa de escritorio, estaba sentado un tipo con cara de pocos amigos, que escribía algo en unas cuartillas, que no despegó la vista de ellas, a pesar de la presencia de Prudencio allí.
-Siéntese por favor.
Prudencio se sentó y permaneció por espacio de un par de minutos observando como el tipo escribía. De pronto, la escritura cesó, y el tipo levantó la cabeza y miró fijamente a Prudencio. Esta hubiera preferido que continuara escribiendo dada la cara de mala leche del individuo. El entrevistador sacó de una carpeta de cartulina blanca, unos folios escritos a ordenador, entre los que se encontraban el currículum con foto de Prudencio. Lo extendió todo sobre la mesa, como hubiera hecho un policía con las fotos de un delito grave.
-Se llama usted Prudencio Cavero Gómez.
-Si señor.
-54 años, electricista de profesión, casado, con dos hijos.
-Si; si señor.
-¿Cuanto tiempo lleva parado, Prudencio?
-Para el mes que viene hará dos años.
-¿Qué pasa? ¿No encuentra nada?
-Pues no.
-Pero tiene usted muchísima experiencia según pone aquí.
-Si pero....
-Ya, la edad.
-Si. La edad.
-Hmmm, hmmm. El entrevistador al decir; la edad, esbozó una pequeña sonrisa de triunfo que a Prudencio no le sentó del todo bien. "Si la edad, ¿y que pasa?. Todo el mundo piensa que soy un viejo que no vale para nada, pero no es así", pensó.
-Bien señor Cavero. ¿Y para que labor cree que estaría usted preparado para llevar a cabo en nuestra compañía?
-Hombre, yo. Para mantenimiento. Es lo mío.
-Si pero usted viene aquí por recomendación del señor Oswaldo Centella, que es jefe de frutería en nuestro centro de la Gran Vía. Iría usted a la sección de frutería, nosotros no buscamos a nadie para mantenimiento, esos puestos están ya copados.
"Por gente más joven, te ha faltado decir", pensó Prudencio.
-Ya hombre, yo de lo que sea. Soy buen trabajador y estoy dispuesto a aprender.
-¡Ajá!. Eso está muy bien.
El tipo volvió a escribir algo en los papeles que tenía delante.
-Una última pregunta, señor Cavero. ¿Pertenece usted a algún sindicato u organización política?
Prudencio no daba crédito a que en una entrevista de trabajo se le hiciera semejante pregunta. Pasaba porque le rechazaran en todos lados por viejo, pasaba por tener que deberle el resto de su vida a su cuñado, al que odiaba, el haberlo enchufado como vendeberzas en sus Almacenes La Pandereta de mierda, pasaba con tener que comparecer ante ese tipo con cara de amargado que le estaba haciendo la entrevista, pero aquello...Por supuesto, si, pertenecía a un sindicato, a la Ugt, desde joven, desde la transición, pero para lo que servía. La pregunta era muy sencilla; ¿Le mentía a aquel comisario político metido a entrevistador, o no lo hacía? La respuesta era difícil. "Tranquilo, Pruden. Tranquilo. Piensa, piensa, no la cagues ahora", se decía a sí mismo.
-Yo si. A la Ugt. ¿Y usted?.
Ya está, ya lo había hecho. La había cagado.
-¿Cómo dice usted?
-Qué si usted pertenece a algun sindicato.
-Oiga no se pase. Aquí el que hace las preguntas soy yo.
-Y yo el que las contesta, pero vaya preguntas que hace usted. ¿Qué es usted de la secreta o qué?
-Oiga, pero.
-Ni peros, ni peras. ¿Pero que cojones se ha creído?
-Oiga, pero no querrá que en estas condiciones le contratemos.
-Ni yo quiero acabar aquí, hombre. Como el comemierdas de mi cuñado. Ahora ya me lo explico todo.
-Le pido que salga de aquí inmediatamente, no ha pasado usted la prueba...
-Váyase a la mierda.
Prudencio salió del despacho, pegando el consiguiente portazo. En la sala de espera, todos se habían enterado, pues tanto Prudencio como el entrevistador habían ido ascendiendo el tono de voz hasta que esta fue traspasando las delgadas paredes de tan funcional edificio. Según iba saliendo, los presentes puestos en pie, en la sala de espera, empezaron a aplaudir a Prudencio, que salió como alma que lleva el diablo hacia el ascensor, sin mirar atrás. Bajó a la planta baja, pasó por delante del mostrador de recepción donde la chica con cara de azafata del Un, Dos, Tres se acababa de pintar las uñas e intentaba coger el teléfono que no paraba de sonar con los dedos pulgar e índice, gesto que hizo que el teléfono saliera despedido hacia el suelo.
Fue hacia el metro. A esa hora iba casi vacío. Iban los mismos colgados de siempre; el del aliento alitoso que echaba para atrás, el de la música, la del chat del móvil, el de Los Pilares de la Tierra, vigésimo quinta edición en tapa dura. A Prudencio todos le parecían unos gilipollas. Volvía a estar enfadado con el mundo.
Una vez en casa su mujer le preguntó.
-¿Qué tal la entrevista?¿Había mucha gente? Bueno, da igual la gente que hubiera, tu llevas padrino...
Prudencio a todo contestaba con un si, o un no, todo lo más un "psss".
Pasaron los días, las semanas. Llegó la comunión de la sobrina de su mujer, de la hija de Oswaldo, el cuñado que iba a enchufar a Prudencio en la frutería de La Pandereta. Acudieron Prudencio, su esposa, sus dos hijos, abuelos, tíos, primos, amigos del verdulero, vecinos. Prudencio llevaba el traje de las bodas,el mismo del día de la entrevista, esta vez con corbata. Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su cuñado Oswaldo, este sonreía. "Nada, este no sabe nada de lo de la entrevista", se decía Prudencio a sí mismo. Pasado el banquete propiamente dicho, llegó el momento en que los padres y familiares del comulgante hacen un brindis solemne con todos los invitados, después de haber dado cuenta de la tarta, de nata, crema, chocolate y almendras, empalagosa como ella sola, cuando todos y todas empiezan a dar cuenta de los licores y los cubatas de garrafón servidos a cuenta de la barra libre que ofrece la casa; en un aparte, Oswaldo se acerca a Prudencio, vaso de güisqui con cola en una mano, cigarrillo rubio en la otra, y le suelta a su cuñado delante de su santa esposa:
-Anda, que buena me la has liado, macho. Me has hecho quedar en ridículo con mis jefes. Si no querías que te ayudara, haberlo dicho. Luego te quejarás de que no encuentras nada.
Ya está. Ya lo ha hecho. ¡Hijo de puta!. La mujer de Prudencio pide explicaciones. Oswaldo le cuenta el número que montó su marido en la sede central de Almacenes la Pandereta el día de la entrevista. Prudencio, envalentonado por el alcohol, hastiado por el calor, los dueños del local han quitado el aire acondicionado a ver si la gente deja de bailar la Conga del Calixto y se larga a su santa casa, que estamos cansados, coño; se levanta y le intenta estampar el plato con la tarta de nata, crema, chocolate y almendras a su cuñado en plena cara. El cuñado que tiene los reflejos de un lince se aparta y el plato con la tarta va a parar al vestido de la suegra, la madre de la mujer de Prudencio y de la de Oswaldo y abuela del comulgante, y se forma la de San Quintín.
Desde entonces, Prudencio vive solo, su mujer ha pedido el divorcio. Vive gracias a las chapuzas, trabajo en negro, cobrado en B. Como casi medio país. ¡A ver!. El cuñado sigue de encargado de frutería de Almacenes La Pandereta, más acojonado que un pavo el día de Nochebuena, porque las cosas no andan bien y la empresa ha dejado de contratar gente, así que el entrevistador con cara de pocos amigos, el comisario político que hace preguntas a la gente sobre su filiación sindical, está ahora ocupando la plaza que le hubiera correspondido a Prudencio, y está bajo las órdenes de Oswaldo, el cuñado odioso que tiene los reflejos de un lince, vendiendo berzas a troche y moche.
A ver; hay que sobrevivir.
-¿No querrás que me ponga eso para ir a la entrevista?-, dijo Prudencio nada más ver el traje doblado sobre la silla.
-¿No querrás ir en vaqueros?-, respondió su mujer.
La discusión por causa de la ropa que Prudencio iba a llevar a la entrevista de trabajo se prolongó por espacio de veinte minutos. Al final llegaron a un acuerdo; llevaría el traje de las bodas, bautizos y comuniones, pero sin corbata, de manera informal. Después desayunaron juntos, él se lavó los dientes y se fue.
-Suerte-; le dijo ella a modo de despedida desde la puerta entreabierta de la casa.
Él bajó las escaleras con vigor, con fuerzas renovadas, contento, era la primera entrevista de trabajo a la que acudía en un año. Bien es verdad que para que le concedieran esa entrevista había tenido que mediar su cuñado Oswaldo, el marido de la hermana de su mujer, que era encargado de la frutería en Almacenes La Pandereta desde hacía treinta años.
Oswaldo no le había caído bien nunca, pero dos años sin trabajar empezaban a parecerle mucho tiempo, y a su edad, 54 años recién cumplidos, era difícil, por no decir imposible, que nadie lo contratara de no mediar un "padrino" en el negocio. El tener en casa tres bocas que alimentar, aparte de la suya, sin dar un palo al agua y sin oficio ni beneficio, también hicieron peso para aceptar la oferta de su cuñado, cuando se ofreció a hablar con la dirección de los almacenes para ver que se podía hacer por él.
Maldita la gracia que le hacía el ponerse, a sus años, a despachar berzas a troche y moche, siendo como era él un oficial electricista de primer orden, con treinta años de experiencia en el sector y habiendo trabajado en empresas de medio país, todo ello demostrable, pero siempre se encontraba con el mismo problema; la edad. Era demasiado mayor para que lo contrataran, y sin embargo era demasiado joven par jubilarse. Se imponía pues el despachar berzas hasta la jubilación. Se iba haciendo a la idea.
Era hora punta y el metro iba abarrotado de gente. Hacía tiempo que Prudencio no hacía esto, tomar el metro tan de mañana, sentir el aliento alitoso del despistado del sudoku, o el empujón de la chica de los auriculares que a esa temprana hora ya iba chateando en el tuiter, o watspeando. Hacía tiempo que nadie le clavaba en las costillas, sin nisiquiera pedirle perdón por ello, la vigésimoquinta edición en pasta dura de Los Pilares de la Tierra, que alguien iba leyendo detrás suya, tan metido en la lectura que ni siquiera miraba donde iba pisando. Se sentía feliz en aquella mañana de primavera, y estaba dispuesto a perdonarlo todo. Ya no estaba enfadado con el mundo. Ya no le parecía todo mal. Tenía una ooportunidad de ser útil todavía y la iba a aprovechar.
Llegó a la sede central de Almacenes La Pandereta. En el mostrador de recepción una chica con cara de azafata del Un, Dos, Tres le indicó el lugar de la entrevista; la quinta planta, puerta tercera. Mientras iba en el ascensor, Prudencio empezó a notar el miedo escénico y le empezaron a sudar las manos copiosamente y empezó a sentir una ganas terribles de ir al servicio, porque se empezaba a cagar por las patas abajo.
Llegó a la sala de espera de la quinta planta, puerta tercera. Allí había unas quince personas, todas jovencísimas. El más mayor tendría unos 25 años. Mala señal, pensó Prudencio. Menos más que él iba recomendado por su cuñado. Todo el mundo allí estaba chateando por el móvil, o escuchando música por unos auriculares inmensos, muy de moda ahora, o haciendo ambas cosas a la vez. Sólo Prudencio no sabía que hacer, o hacia donde mirar, así que optó por contar el número de paneles de los que constaba el falso techo de escayola. Cuando termino de contar los paneles, su atención se fue hacia una planta puesta en un tiesto, a todas vistas demasiado pequeño, y que pedía a gritos un poco de agua.
-¿Prudencio Cavero?; gritó por fin una voz chillona, proveniente de una secretaria con la misma cara de azafata del Un, Dos, Tres que su compañera de la recepción de la planta baja.
-Pase por aquí, por favor. Puerta derecha.
Prudencio fue conducido hasta un despacho convencional, sin demasiados alardes, muebles funcionales de metal y aglomerado, mesa metálica verde y sillas forradas de paño caqui. Detrás de la gran mesa de escritorio, estaba sentado un tipo con cara de pocos amigos, que escribía algo en unas cuartillas, que no despegó la vista de ellas, a pesar de la presencia de Prudencio allí.
-Siéntese por favor.
Prudencio se sentó y permaneció por espacio de un par de minutos observando como el tipo escribía. De pronto, la escritura cesó, y el tipo levantó la cabeza y miró fijamente a Prudencio. Esta hubiera preferido que continuara escribiendo dada la cara de mala leche del individuo. El entrevistador sacó de una carpeta de cartulina blanca, unos folios escritos a ordenador, entre los que se encontraban el currículum con foto de Prudencio. Lo extendió todo sobre la mesa, como hubiera hecho un policía con las fotos de un delito grave.
-Se llama usted Prudencio Cavero Gómez.
-Si señor.
-54 años, electricista de profesión, casado, con dos hijos.
-Si; si señor.
-¿Cuanto tiempo lleva parado, Prudencio?
-Para el mes que viene hará dos años.
-¿Qué pasa? ¿No encuentra nada?
-Pues no.
-Pero tiene usted muchísima experiencia según pone aquí.
-Si pero....
-Ya, la edad.
-Si. La edad.
-Hmmm, hmmm. El entrevistador al decir; la edad, esbozó una pequeña sonrisa de triunfo que a Prudencio no le sentó del todo bien. "Si la edad, ¿y que pasa?. Todo el mundo piensa que soy un viejo que no vale para nada, pero no es así", pensó.
-Bien señor Cavero. ¿Y para que labor cree que estaría usted preparado para llevar a cabo en nuestra compañía?
-Hombre, yo. Para mantenimiento. Es lo mío.
-Si pero usted viene aquí por recomendación del señor Oswaldo Centella, que es jefe de frutería en nuestro centro de la Gran Vía. Iría usted a la sección de frutería, nosotros no buscamos a nadie para mantenimiento, esos puestos están ya copados.
"Por gente más joven, te ha faltado decir", pensó Prudencio.
-Ya hombre, yo de lo que sea. Soy buen trabajador y estoy dispuesto a aprender.
-¡Ajá!. Eso está muy bien.
El tipo volvió a escribir algo en los papeles que tenía delante.
-Una última pregunta, señor Cavero. ¿Pertenece usted a algún sindicato u organización política?
Prudencio no daba crédito a que en una entrevista de trabajo se le hiciera semejante pregunta. Pasaba porque le rechazaran en todos lados por viejo, pasaba por tener que deberle el resto de su vida a su cuñado, al que odiaba, el haberlo enchufado como vendeberzas en sus Almacenes La Pandereta de mierda, pasaba con tener que comparecer ante ese tipo con cara de amargado que le estaba haciendo la entrevista, pero aquello...Por supuesto, si, pertenecía a un sindicato, a la Ugt, desde joven, desde la transición, pero para lo que servía. La pregunta era muy sencilla; ¿Le mentía a aquel comisario político metido a entrevistador, o no lo hacía? La respuesta era difícil. "Tranquilo, Pruden. Tranquilo. Piensa, piensa, no la cagues ahora", se decía a sí mismo.
-Yo si. A la Ugt. ¿Y usted?.
Ya está, ya lo había hecho. La había cagado.
-¿Cómo dice usted?
-Qué si usted pertenece a algun sindicato.
-Oiga no se pase. Aquí el que hace las preguntas soy yo.
-Y yo el que las contesta, pero vaya preguntas que hace usted. ¿Qué es usted de la secreta o qué?
-Oiga, pero.
-Ni peros, ni peras. ¿Pero que cojones se ha creído?
-Oiga, pero no querrá que en estas condiciones le contratemos.
-Ni yo quiero acabar aquí, hombre. Como el comemierdas de mi cuñado. Ahora ya me lo explico todo.
-Le pido que salga de aquí inmediatamente, no ha pasado usted la prueba...
-Váyase a la mierda.
Prudencio salió del despacho, pegando el consiguiente portazo. En la sala de espera, todos se habían enterado, pues tanto Prudencio como el entrevistador habían ido ascendiendo el tono de voz hasta que esta fue traspasando las delgadas paredes de tan funcional edificio. Según iba saliendo, los presentes puestos en pie, en la sala de espera, empezaron a aplaudir a Prudencio, que salió como alma que lleva el diablo hacia el ascensor, sin mirar atrás. Bajó a la planta baja, pasó por delante del mostrador de recepción donde la chica con cara de azafata del Un, Dos, Tres se acababa de pintar las uñas e intentaba coger el teléfono que no paraba de sonar con los dedos pulgar e índice, gesto que hizo que el teléfono saliera despedido hacia el suelo.
Fue hacia el metro. A esa hora iba casi vacío. Iban los mismos colgados de siempre; el del aliento alitoso que echaba para atrás, el de la música, la del chat del móvil, el de Los Pilares de la Tierra, vigésimo quinta edición en tapa dura. A Prudencio todos le parecían unos gilipollas. Volvía a estar enfadado con el mundo.
Una vez en casa su mujer le preguntó.
-¿Qué tal la entrevista?¿Había mucha gente? Bueno, da igual la gente que hubiera, tu llevas padrino...
Prudencio a todo contestaba con un si, o un no, todo lo más un "psss".
Pasaron los días, las semanas. Llegó la comunión de la sobrina de su mujer, de la hija de Oswaldo, el cuñado que iba a enchufar a Prudencio en la frutería de La Pandereta. Acudieron Prudencio, su esposa, sus dos hijos, abuelos, tíos, primos, amigos del verdulero, vecinos. Prudencio llevaba el traje de las bodas,el mismo del día de la entrevista, esta vez con corbata. Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su cuñado Oswaldo, este sonreía. "Nada, este no sabe nada de lo de la entrevista", se decía Prudencio a sí mismo. Pasado el banquete propiamente dicho, llegó el momento en que los padres y familiares del comulgante hacen un brindis solemne con todos los invitados, después de haber dado cuenta de la tarta, de nata, crema, chocolate y almendras, empalagosa como ella sola, cuando todos y todas empiezan a dar cuenta de los licores y los cubatas de garrafón servidos a cuenta de la barra libre que ofrece la casa; en un aparte, Oswaldo se acerca a Prudencio, vaso de güisqui con cola en una mano, cigarrillo rubio en la otra, y le suelta a su cuñado delante de su santa esposa:
-Anda, que buena me la has liado, macho. Me has hecho quedar en ridículo con mis jefes. Si no querías que te ayudara, haberlo dicho. Luego te quejarás de que no encuentras nada.
Ya está. Ya lo ha hecho. ¡Hijo de puta!. La mujer de Prudencio pide explicaciones. Oswaldo le cuenta el número que montó su marido en la sede central de Almacenes la Pandereta el día de la entrevista. Prudencio, envalentonado por el alcohol, hastiado por el calor, los dueños del local han quitado el aire acondicionado a ver si la gente deja de bailar la Conga del Calixto y se larga a su santa casa, que estamos cansados, coño; se levanta y le intenta estampar el plato con la tarta de nata, crema, chocolate y almendras a su cuñado en plena cara. El cuñado que tiene los reflejos de un lince se aparta y el plato con la tarta va a parar al vestido de la suegra, la madre de la mujer de Prudencio y de la de Oswaldo y abuela del comulgante, y se forma la de San Quintín.
Desde entonces, Prudencio vive solo, su mujer ha pedido el divorcio. Vive gracias a las chapuzas, trabajo en negro, cobrado en B. Como casi medio país. ¡A ver!. El cuñado sigue de encargado de frutería de Almacenes La Pandereta, más acojonado que un pavo el día de Nochebuena, porque las cosas no andan bien y la empresa ha dejado de contratar gente, así que el entrevistador con cara de pocos amigos, el comisario político que hace preguntas a la gente sobre su filiación sindical, está ahora ocupando la plaza que le hubiera correspondido a Prudencio, y está bajo las órdenes de Oswaldo, el cuñado odioso que tiene los reflejos de un lince, vendiendo berzas a troche y moche.
A ver; hay que sobrevivir.
lunes, 8 de abril de 2013
Un domingo más.
Domingo. Invierno. Frio. Lluvia.
Como todos los domingos, los niños se levantaron antes que nadie en la casa. "Me levanto yo", dijo él, mientras peleaba contra el calor de la cama y la pereza y se ponía en pie. Ella dijo un tímido "vale", y siguió durmiendo.
Él fue a la habitación de los niños, se tiró en la cama con ellos, les hizo cosquillas y les riñó amistosa y falsamente. "Venga, venga; a levantarse" les ordenó. Les encendió la tele y les puso el canal de dibujos animados, ese al que los niños no hacían ni caso. Fue a la cocina y empezó a calentar el café y la leche, y se puso a preparar dos cuencos con los cereales de los niños.
Ella apareció al rato, despeinada, ojerosa, malhumorada. Tenía unos despertares difíciles. No hablaba, a todo contestaba con monosílabos. Ultimamente ese estado le duraba todo el día. El sólo lo percibía los fines de semana, cuando coincidían.
El estaba feliz con esa vida. Dos niños, un piso en una urbanización de las afueras, con piscina y portero físico, un coche, eso si, hipotecado hasta las cejas. Tanto él como ella tenían dos buenos trabajos, se ganaban bien la vida, eso si, no llegaban a fin de mes. Pero eran felices. Eso al menos creía él.
Un año atrás había empezado el mal humor de ella. Él quería creer que no había otro hombre. No; se hubiera dado cuenta. Se veían poco. Media hora antes de ir a dormir. Él apenas veía a los niños. Cuando llegaba a casa ellos dormían y por la mañana se iba antes de que ellos despertaran. Aún así, él aparentaba felicidad. Era la felicidad soñada por la clase media-alta. Aunque ella no estuviera del todo de acuerdo con esa tipo de felicidad.
Tanto ella como él, se habían criado en familias de clase obrera. Sus madres habían estado en casa, los había llevado al colegio, los había tapado por las noches, había velado con ellos cuando estaban enfermos. Ese trabajo lo hacía ahora Lucía, una inmigrante sudamericana que venía cinco días a la semana, llevaba a los niños al colegio, los recogía, cocinaba para todos y limpiaba, todo por diez euros la hora.
A veces ella envidiaba a Lucía, no su pobreza, claro, pero sentía que le estaba robando la ternura y el calor de sus hijos. Cuando ellos estaban enfermos, llamaban a Lucia, no a ella.
Desayunaron todos. Hoy era domingo y no estaba Lucía, que los fines de semana libraba. A ella no le apetecía meterse en la cocina. A él tampoco. De todos modos no sabrían que hacer. Un domingo más se imponía agarrar el coche e ir al centro comercial más cercano. Los niños se ponían muy pesados, inaguantables si no los sacaban de casa. El caso es que Lucía lo más que los sacaba era al parque cada tarde y a ella la adoraban. La envidia le volvía a dar punzadas.
Hacia el mediodía, el sacó el mono volumen del garage y se fueron todos al centro comercial. Era una bendición el que las tiendas abrieran los domingos, allí los niños podían ir a su aire, saltar, correr, sentarse, cansarse, comer, beber. Habían intentado quedarse en casa algún que otro domingo, pero era imposible, los niños se ponían violentos. Llegaron al parking del centro comercial y se dirigieron a la zona de los restaurantes. Hoy un italiano. Ensalada, pasta, pizza y dos menus infantiles. El encargado trajo dos globos y unos lapiceros de colores con unas cartulinas con dibujos, para que los niños se entretuvieran mientras la comida llegaba. Por si aquello no funcionaba, él se había llevado el DVD portátil de casa y con toda una selección de dibujos animados dentro. Ella sacó su smartphone y se puso a chatear con alguien. Él la imitó. Nadie hablaba. Les interrumpió un chico alto y negro, el camarero, que traía la comida de los nenes. Tanto ella como él le miraron mal humorados y con hostilidad por la interrupción. Cada vez que el chico alto y negro, el camarero, se presentaba allí y les interrumpía su chat con un "Hola, la bebida. Hola, la ensalada. Hola los postres", ellos le miraban mal humorados.
Terminaron de comer, pagaron. Dieron varias vueltas al recinto. Hubo que comprar algo a los niños para que se callaran y no dieran el coñazo. Fueron otra vez a la planta de los restaurantes. Hora de merendar. Batidos, tortitas, sandwiches, hamburguesas. Otro globo, también pinturas y cartulina para entretener a los niños. Ella sigue de mal humor, contesta con monosílabos y se muestra agresiva con los niños. Él la reprende. Discuten. "Mejor nos vamos a casa, es ya hora" sentencia él. Vuelven a casa. El piso de la carretera esta mojado. Debe de haber estado lloviendo todo el día, no saben, han estado siete horas en el centro comercial. Llegan a casa. Los niños se caen de sueño. Él los lleva a la cama, ella se queda en el sofá, chateando. Él vuelve. Intenta mostrarse cariñoso, ella persiste en su hostilidad, hacia él, hacia ella misma, hacia los niños, hacia Lucía. En el fondo no sabe como decirle que no le gusta este tipo de vida, que sus padres eran más pobres que ellos pero más felices. Qué le gustaría que los niños la quisieran a ella como a Lucía, pero que ella no es Lucía, y que no sería capaz de sacrificarse y tener la paciencia que tiene ella. Intenta sopesar, matizar, equilibrar la balanza, pero las palabras no le salen. Discuten. Se van a la cama. Total, mañana es lunes, no se verán durante cinco días hasta la noche. No se aguantarán todos, unos a otros, hasta el fin de semana siguiente. El próximo domingo será un domingo más.
Como todos los domingos, los niños se levantaron antes que nadie en la casa. "Me levanto yo", dijo él, mientras peleaba contra el calor de la cama y la pereza y se ponía en pie. Ella dijo un tímido "vale", y siguió durmiendo.
Él fue a la habitación de los niños, se tiró en la cama con ellos, les hizo cosquillas y les riñó amistosa y falsamente. "Venga, venga; a levantarse" les ordenó. Les encendió la tele y les puso el canal de dibujos animados, ese al que los niños no hacían ni caso. Fue a la cocina y empezó a calentar el café y la leche, y se puso a preparar dos cuencos con los cereales de los niños.
Ella apareció al rato, despeinada, ojerosa, malhumorada. Tenía unos despertares difíciles. No hablaba, a todo contestaba con monosílabos. Ultimamente ese estado le duraba todo el día. El sólo lo percibía los fines de semana, cuando coincidían.
El estaba feliz con esa vida. Dos niños, un piso en una urbanización de las afueras, con piscina y portero físico, un coche, eso si, hipotecado hasta las cejas. Tanto él como ella tenían dos buenos trabajos, se ganaban bien la vida, eso si, no llegaban a fin de mes. Pero eran felices. Eso al menos creía él.
Un año atrás había empezado el mal humor de ella. Él quería creer que no había otro hombre. No; se hubiera dado cuenta. Se veían poco. Media hora antes de ir a dormir. Él apenas veía a los niños. Cuando llegaba a casa ellos dormían y por la mañana se iba antes de que ellos despertaran. Aún así, él aparentaba felicidad. Era la felicidad soñada por la clase media-alta. Aunque ella no estuviera del todo de acuerdo con esa tipo de felicidad.
Tanto ella como él, se habían criado en familias de clase obrera. Sus madres habían estado en casa, los había llevado al colegio, los había tapado por las noches, había velado con ellos cuando estaban enfermos. Ese trabajo lo hacía ahora Lucía, una inmigrante sudamericana que venía cinco días a la semana, llevaba a los niños al colegio, los recogía, cocinaba para todos y limpiaba, todo por diez euros la hora.
A veces ella envidiaba a Lucía, no su pobreza, claro, pero sentía que le estaba robando la ternura y el calor de sus hijos. Cuando ellos estaban enfermos, llamaban a Lucia, no a ella.
Desayunaron todos. Hoy era domingo y no estaba Lucía, que los fines de semana libraba. A ella no le apetecía meterse en la cocina. A él tampoco. De todos modos no sabrían que hacer. Un domingo más se imponía agarrar el coche e ir al centro comercial más cercano. Los niños se ponían muy pesados, inaguantables si no los sacaban de casa. El caso es que Lucía lo más que los sacaba era al parque cada tarde y a ella la adoraban. La envidia le volvía a dar punzadas.
Hacia el mediodía, el sacó el mono volumen del garage y se fueron todos al centro comercial. Era una bendición el que las tiendas abrieran los domingos, allí los niños podían ir a su aire, saltar, correr, sentarse, cansarse, comer, beber. Habían intentado quedarse en casa algún que otro domingo, pero era imposible, los niños se ponían violentos. Llegaron al parking del centro comercial y se dirigieron a la zona de los restaurantes. Hoy un italiano. Ensalada, pasta, pizza y dos menus infantiles. El encargado trajo dos globos y unos lapiceros de colores con unas cartulinas con dibujos, para que los niños se entretuvieran mientras la comida llegaba. Por si aquello no funcionaba, él se había llevado el DVD portátil de casa y con toda una selección de dibujos animados dentro. Ella sacó su smartphone y se puso a chatear con alguien. Él la imitó. Nadie hablaba. Les interrumpió un chico alto y negro, el camarero, que traía la comida de los nenes. Tanto ella como él le miraron mal humorados y con hostilidad por la interrupción. Cada vez que el chico alto y negro, el camarero, se presentaba allí y les interrumpía su chat con un "Hola, la bebida. Hola, la ensalada. Hola los postres", ellos le miraban mal humorados.
Terminaron de comer, pagaron. Dieron varias vueltas al recinto. Hubo que comprar algo a los niños para que se callaran y no dieran el coñazo. Fueron otra vez a la planta de los restaurantes. Hora de merendar. Batidos, tortitas, sandwiches, hamburguesas. Otro globo, también pinturas y cartulina para entretener a los niños. Ella sigue de mal humor, contesta con monosílabos y se muestra agresiva con los niños. Él la reprende. Discuten. "Mejor nos vamos a casa, es ya hora" sentencia él. Vuelven a casa. El piso de la carretera esta mojado. Debe de haber estado lloviendo todo el día, no saben, han estado siete horas en el centro comercial. Llegan a casa. Los niños se caen de sueño. Él los lleva a la cama, ella se queda en el sofá, chateando. Él vuelve. Intenta mostrarse cariñoso, ella persiste en su hostilidad, hacia él, hacia ella misma, hacia los niños, hacia Lucía. En el fondo no sabe como decirle que no le gusta este tipo de vida, que sus padres eran más pobres que ellos pero más felices. Qué le gustaría que los niños la quisieran a ella como a Lucía, pero que ella no es Lucía, y que no sería capaz de sacrificarse y tener la paciencia que tiene ella. Intenta sopesar, matizar, equilibrar la balanza, pero las palabras no le salen. Discuten. Se van a la cama. Total, mañana es lunes, no se verán durante cinco días hasta la noche. No se aguantarán todos, unos a otros, hasta el fin de semana siguiente. El próximo domingo será un domingo más.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Una profesión de riesgo.
Márquez abrió los ojos. Su vista pronto se fue acostumbrando a la claridad que desprendía e fluorescente que tenía encima de él. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué? Poco a poco se fue dando cuenta de que estaba en la sala de urgencias de un hospital. Empezaba a recordar, si, todo había empezado por la mañana. La rutina de siempre. Hoy tocaban dos desahucios. Márquez se dirigió al coche en compañía del juez y de la procuradora. El cerrajero los esperaba en el piso, con la pareja de la policía y el representante de la entidad bancaria. Todo según el reglamento. Llegaron al portal, tocaron el botón del 1º C del portero automático. Nadie contesta. Tocaron el botón del 1ª A. Contesta una voz de mujer. "Buenos días señora, somos del juzgado número....Veníamos por....bueno necesitamos ver a la persona que vive en el 1º C....estamos llamando....nadie contesta....¿Tendría la bondad de abrirnos?...Gracias...Buenos días"
Márquez, la procuradora y el juez suben en el ascensor. Los policías y el director del banco por las escaleras. El juez toca el timbre del 1º C, una, dos, tres veces. Nada. Nadie responde. "El cerrajero, ¿Donde está el cerrajero?" Nadie lo sabe. "Márquez, llame al cerrajero, que me huelo que el pájaro no está en el nido y va a tener que abrirnos él" Márquez,diligente, llama al cerrajero, habla con él e informa; "Qué viene de camino, Señoría. El tráfico, ya sabe" Pasan diez minutos, veinte. Llega el cerrajero. "Perdonen la tardanza, el tráfico, ya saben" "Si, si; ya sabemos. Proceda a abrir la puerta". El cerrajero abre la puerta, la operación lleva su tiempo. "Es una buena puerta esta, a prueba de cacos, pero no de desahucios" comenta el cerrajero divertido. Nadie le ríe la gracia y el juez lo mira molesto. Pasan cinco minutos, diez. Por fin la puerta cede, se abre. El cerrajero se aparta, el primero que entra es el juez, seguido de Márquez. "Dios, no, otra vez no" exclama Márquez al que le entran arcadas, tiene ganas de vomitar, pero no puede. Van entrando todos al piso. Todos quedan impresionados ante la imagen del hombre, pendiendo de una soga atada a la biga del techo, colgado. Hay una silla tirada en el suelo, una silla que ha servido de plataforma mortal al hombre. Debajo de la figura colgada el suelo esta húmedo, hay un pequeño charco, es pis. Márquez se lleva las manos al pecho, no puede respirar, se ahoga. Unos de los policías le afloja el nudo de la corbata. "Es un infarto, Dios mío", grita la procuradora. "No, es un ataque de ansiedad", informa el juez, "Es el segundo desahucio al que vamos con un suicida de por medio. El mes pasado fuimos a uno, cerca de aquí, y el desahuciado se tiró por la ventana, en el momento en que llamábamos al timbre del portero. Un poco más y nos cae encima. Al señor Márquez le dio entonces un ataque de ansiedad, como ahora". El juez se agachó y tocó la el cuello de Márquez, mientras este quedaba inconsciente. "Llame a una ambulancia", ordenó a uno de los agentes de la policía. Pasaron diez, quince minutos. Márquez alterna momentos de quietud con momentos de nerviosismo, momentos de inconsciencia con momentos de lucidez. A veces se intenta incorporar mediante espasmos y los dos policías tienen que hacer grandes esfuerzos para sujetarlo. Dos miembros del SAMUR hacen acto de presencia. Le inyectan algo, un tranquilizante, cuando empieza a sufrir los efectos de un nuevo ataque de nervios. Poco a poco el cuerpo de Márquez empieza a quedar quieto, tranquilo. "Ahora dormirá", informa el médico. Sacaron a Márquez de allí en una camilla y lo montaron en una ambulancia, mientras el otro juez, hacía acto de presencia en el 1º C, para levantar el cadáver del suicida que se había colgado de la viga del salón de la que había sido su casa, hasta esta misma mañana.
Alguien toca el hombro de Márquez; este se sobresalta. Es la procuradora. "Te han estado haciendo unas pruebas. La doctora dice que has sufrido un ataque agudo de ansiedad; nada grave, pero que necesitas descansar. He llamado a tu mujer. Está de camino" Márquez intenta incorporarse, pero todo le da vueltas, así que desiste. "Tranquilo; toma, bebe un poco de agua, te hará bien". La mujer le sirve agua en un vaso de plástico, de los de usar y tirar. Márquez bebe, tiene mucha sed. "Tranquilo, ya pasó todo". Márquez la mira e intenta esbozar una sonrisa. Márquez piensa en la vez que aprobó las oposiciones para secretario del juzgado, en los proyectos que hizo con la que entonces era su novia. El trabajar en un juzgado de lo civil le daba tranquilidad, o al menos eso era lo que pensaba antes. Ahora había gente que se suicidaba cuando le notificaban que le iban a embargar su casa por impago. Márquez no comprendía como la gente podía afectarle tanto aquello, hasta llegar al punto de quitarse la vida. Ahora lo comprendía todo, comprendía que a aquella gente le había costado mucho pagar aquellas cuatro paredes, tanto, que estaban dispuestos a morir en el empeño. "Duerma, Márquez. Descanse. Ya pasó todo", insistió la mujer. "No; ahora es cuando la pesadilla acaba de empezar para mí", contestó él, cerrando los ojos e intentando dejar la mente en blanco.
Márquez, la procuradora y el juez suben en el ascensor. Los policías y el director del banco por las escaleras. El juez toca el timbre del 1º C, una, dos, tres veces. Nada. Nadie responde. "El cerrajero, ¿Donde está el cerrajero?" Nadie lo sabe. "Márquez, llame al cerrajero, que me huelo que el pájaro no está en el nido y va a tener que abrirnos él" Márquez,diligente, llama al cerrajero, habla con él e informa; "Qué viene de camino, Señoría. El tráfico, ya sabe" Pasan diez minutos, veinte. Llega el cerrajero. "Perdonen la tardanza, el tráfico, ya saben" "Si, si; ya sabemos. Proceda a abrir la puerta". El cerrajero abre la puerta, la operación lleva su tiempo. "Es una buena puerta esta, a prueba de cacos, pero no de desahucios" comenta el cerrajero divertido. Nadie le ríe la gracia y el juez lo mira molesto. Pasan cinco minutos, diez. Por fin la puerta cede, se abre. El cerrajero se aparta, el primero que entra es el juez, seguido de Márquez. "Dios, no, otra vez no" exclama Márquez al que le entran arcadas, tiene ganas de vomitar, pero no puede. Van entrando todos al piso. Todos quedan impresionados ante la imagen del hombre, pendiendo de una soga atada a la biga del techo, colgado. Hay una silla tirada en el suelo, una silla que ha servido de plataforma mortal al hombre. Debajo de la figura colgada el suelo esta húmedo, hay un pequeño charco, es pis. Márquez se lleva las manos al pecho, no puede respirar, se ahoga. Unos de los policías le afloja el nudo de la corbata. "Es un infarto, Dios mío", grita la procuradora. "No, es un ataque de ansiedad", informa el juez, "Es el segundo desahucio al que vamos con un suicida de por medio. El mes pasado fuimos a uno, cerca de aquí, y el desahuciado se tiró por la ventana, en el momento en que llamábamos al timbre del portero. Un poco más y nos cae encima. Al señor Márquez le dio entonces un ataque de ansiedad, como ahora". El juez se agachó y tocó la el cuello de Márquez, mientras este quedaba inconsciente. "Llame a una ambulancia", ordenó a uno de los agentes de la policía. Pasaron diez, quince minutos. Márquez alterna momentos de quietud con momentos de nerviosismo, momentos de inconsciencia con momentos de lucidez. A veces se intenta incorporar mediante espasmos y los dos policías tienen que hacer grandes esfuerzos para sujetarlo. Dos miembros del SAMUR hacen acto de presencia. Le inyectan algo, un tranquilizante, cuando empieza a sufrir los efectos de un nuevo ataque de nervios. Poco a poco el cuerpo de Márquez empieza a quedar quieto, tranquilo. "Ahora dormirá", informa el médico. Sacaron a Márquez de allí en una camilla y lo montaron en una ambulancia, mientras el otro juez, hacía acto de presencia en el 1º C, para levantar el cadáver del suicida que se había colgado de la viga del salón de la que había sido su casa, hasta esta misma mañana.
Alguien toca el hombro de Márquez; este se sobresalta. Es la procuradora. "Te han estado haciendo unas pruebas. La doctora dice que has sufrido un ataque agudo de ansiedad; nada grave, pero que necesitas descansar. He llamado a tu mujer. Está de camino" Márquez intenta incorporarse, pero todo le da vueltas, así que desiste. "Tranquilo; toma, bebe un poco de agua, te hará bien". La mujer le sirve agua en un vaso de plástico, de los de usar y tirar. Márquez bebe, tiene mucha sed. "Tranquilo, ya pasó todo". Márquez la mira e intenta esbozar una sonrisa. Márquez piensa en la vez que aprobó las oposiciones para secretario del juzgado, en los proyectos que hizo con la que entonces era su novia. El trabajar en un juzgado de lo civil le daba tranquilidad, o al menos eso era lo que pensaba antes. Ahora había gente que se suicidaba cuando le notificaban que le iban a embargar su casa por impago. Márquez no comprendía como la gente podía afectarle tanto aquello, hasta llegar al punto de quitarse la vida. Ahora lo comprendía todo, comprendía que a aquella gente le había costado mucho pagar aquellas cuatro paredes, tanto, que estaban dispuestos a morir en el empeño. "Duerma, Márquez. Descanse. Ya pasó todo", insistió la mujer. "No; ahora es cuando la pesadilla acaba de empezar para mí", contestó él, cerrando los ojos e intentando dejar la mente en blanco.
sábado, 23 de febrero de 2013
Un acceso de rabia.
"Eh; tú. Estás libre", le dice el oficial joven, malencarado, desde la puerta abierta de la celda. A Lino le cuesta levantarse del suelo, donde ha pasado la noche, durmiendo la mona. La resaca y los tranquilizantes que le han dado hace que la cabeza le duela hasta reventarle. La edad y los palos que se llevó la noche anterior, hacen que le cueste ponerse de pie. "Has tenido suerte, cabrón. La señora a la que quisiste agredir anoche no ha querido denunciarte", le informa el oficial mientras lo acompaña hacia la salida de la comisaría.
"¡Ostras, chaval!. ¿Pero que te pasó anoche pa'que te volvieras tan loco, tron? , le espeta la Coja nada más verlo. Lino no contesta, no está de humor, le duele todo, tiene sed, hambre. Con la Coja, le están esperando, el Pedo y el Ruso. Los cuatro se dirigen al parque. Lino bebe agua de una fuente pública, con la avidez de un superviviente de un naufragio, o de un turista perdido en el desierto. La Coja saca del bolso un bocata de salchichón envuelto en papel de periódico y se lo pasa a Lino. "Toma, la cena que te perdiste anoche", le dice.
Los cuatro forman un cuadro curioso, aunque para los habituales del parque, ya pasan inadvertidos. En el barrio, la pobreza y la desesperación empiezan a pasar cada día más inadvertidas, y han convertido a muchas personas en espectros, han arruinado muchas vidas, y han llevado cada vez a más gente a la marginalidad. Allí se sientan cuatro mendigos más, en un micromundo cada vez más poblado de mendigos.
Uno de ellos es Lino Castro, excamionero en paro, de cincuenta y cuatro años, divorciado, con dos hijas de veinte y vienticinco años, con un nieto de dos, con domicilio habitual en la calle. Mientras se come el bocadillo de salchichón pasado de fecha, hecho con pan, no duro como piedra, sino como chicle, rescatado todo ello de un contenedor de basuras de un supermercado.
Trinidad, la Coja, exdrogadicta, prostituta a tiempo parcial, de cuarenta años, con un hijo de veintitres al que hace tiempo que no ve. En secreto, la Coja está enamorada de Lino, al que de vez en cuando deja entrar en su cama. El suyo es un enamoramiento sin plazos fijos, sin vistas puestas en el futuro, es un aquí te pillo, aquí te mato, hoy aquí y mañana ya veremos.
El Ruso, se llama Nicolay Eremenko y, como su propio nombre indica, es ruso. Cuando cayó el muro y la Unión Soviética, Nicolay se vino a España. Estaba harto de la burocracia estatal, del frío, de hacer cola para todo y de vivir en una habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Hoy, veinte años después, a sus cincuenta y cinco años, una vez instalado aquí en el paraíso occidental, Nicolay sigue padeciendo el frío, la burocracia, sigue haciendo colas para todo y sigue viviendo en un habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Tiene dos hijos, chico y chica, Nicolay junior e Irina. Nacieron aquí y han tenido que emigrar al acabar sus estudios. Viven en Berlín en un piso compartido, con otros jóvenes inmigrantes provenientes del sur de Europa. Comparten baño y cocina con ellos. Nicolay piensa que lo de compartir baño y cocina con gente extraña es una maldición de familia.
El Pedo, realmente se llama Demetrio Jémez. Le dicen el Pedo, porque siempre está pedo. Él dice que es la mejor manera de anestesiarse frente al realidad. Si estás siempre borracho no te enteras de que tu mujer se ha ido con otro, de que tu hijo se muere de una sobre dosis y de que tu otro hijo muere en un accidente laboral, al precipitarse al vacío desde un andamio. Todo eso ha llevado al Pedo anestesiarse con el alcohol.
Los tres miran pacientemente como Lino Castro se zampa el bocata de salchichón. Lino entre mordisco y mordisco, intenta recordar lo que pasó la noche anterior. Habían estado los cuatro bebiéndose una botella de ginebra de marca blanca que la Coja se había agenciado en un supermercado. Recuerda que los demás dieron por terminada la juerga y que, a él, como siempre, se le caldeó el labio y siguió. Le entró hambre y fue al contenedor de basura de una frutería conocida a buscar un poco de fruta. Cuando llegó había una pareja con un niño pequeño en un cochecito de bebé. El niño lloraba mientras sus padres rebuscaban en los cubos algo de fruta. Lino llegó y pidió permiso para buscar también. "Hay para todos. Hoy han tirado mucho, y bueno", le dijo el chico. Se puso a rebuscar con ellos, mientras los vapores de la ginebra empezaban a hacer efecto. Entonces se presentó ella, la señora, muy arreglada, con un moño tamaño XXL confeccionado en alta peluquería, con un abrigo de piel, a pesar del calorcillo que la primavera había traído, con un perrillo faldero en los brazos, que no paraba de ladrar. Entonces, ella, la señora, les llamó la atención. La madre del niño, que no paraba de llorar se volvió, y también el padre, y Lino, a pesar de la cogorza que llevaba, también. "Oye, espero que luego lo dejéis todo recogidito; que todas las noches pasa lo mismo, que lo dejáis todo hecho un asco". Lino monta en cólera y empieza a insultar a la mujer; "Puta", le dice, "guarra", le vuelve a decir. La mujer se echa para atrás, y el perro faldero no deja de ladrar asustado, y el niño en el cochecito no para de llorar. Entonces, sin saber como, Lino reune la suficiente fuerza y coge el contenedor de basuras con las dos manos, y lo sube en alto, por encima de su cabeza, y lo tira en dirección a la mujer. No le da. El contenedor cae a uno cinco o seis metros de la señora, pero a la mujer le da la sensación de que casi le cae encima y empieza a gritar. Algún vecino llama a la policía, y la pareja joven agarra el carrito con el niño y se va echando leches, no quieren problemas. La policía llega, intentan esposar a Lino y llevárselo, y este se resiste. Seis agentes se tienen que emplear a fondo, para hacerlo. En el forcejeo se les escapa algún que otro golpe y alguna hostia de más. Al final tienen que sedarlo, porque a Lino le ha dado un ataque de nervios. Pasa la noche en los calabozos de la comisaría, entre borracho y sedado, y ahora está aquí, otra vez en la calle, con la Coja, el Ruso y el Pedo, comiéndose un bocata de salchichón, y de paso, comiéndose el tarro.
"Pero tron, ¿cómo se te ocurre tirarle el contenedor a la vieja?, le vuelve a preguntar la Coja. "Se me fue la pelota", contesta Lino. A pesar de los palos que la policía le ha dado, a pesar de la resaca y del dolor de cabeza, Lino se encuentra muy bien. Siente que ha expulsado fuera un peso grandísimo. Estaba cansado de agachar la cabeza frente a los palos de la vida. Estaba cansado de que la gente lo mirara raro, como a un apestado, como a un montón de mierda que molesta a todo el mundo. Lino piensa que el acceso de rabia le ha limpiado por dentro, ha echado fuera toda la mierda. Si, se siente bien, a pesar de todo.
"¡Ostras, chaval!. ¿Pero que te pasó anoche pa'que te volvieras tan loco, tron? , le espeta la Coja nada más verlo. Lino no contesta, no está de humor, le duele todo, tiene sed, hambre. Con la Coja, le están esperando, el Pedo y el Ruso. Los cuatro se dirigen al parque. Lino bebe agua de una fuente pública, con la avidez de un superviviente de un naufragio, o de un turista perdido en el desierto. La Coja saca del bolso un bocata de salchichón envuelto en papel de periódico y se lo pasa a Lino. "Toma, la cena que te perdiste anoche", le dice.
Los cuatro forman un cuadro curioso, aunque para los habituales del parque, ya pasan inadvertidos. En el barrio, la pobreza y la desesperación empiezan a pasar cada día más inadvertidas, y han convertido a muchas personas en espectros, han arruinado muchas vidas, y han llevado cada vez a más gente a la marginalidad. Allí se sientan cuatro mendigos más, en un micromundo cada vez más poblado de mendigos.
Uno de ellos es Lino Castro, excamionero en paro, de cincuenta y cuatro años, divorciado, con dos hijas de veinte y vienticinco años, con un nieto de dos, con domicilio habitual en la calle. Mientras se come el bocadillo de salchichón pasado de fecha, hecho con pan, no duro como piedra, sino como chicle, rescatado todo ello de un contenedor de basuras de un supermercado.
Trinidad, la Coja, exdrogadicta, prostituta a tiempo parcial, de cuarenta años, con un hijo de veintitres al que hace tiempo que no ve. En secreto, la Coja está enamorada de Lino, al que de vez en cuando deja entrar en su cama. El suyo es un enamoramiento sin plazos fijos, sin vistas puestas en el futuro, es un aquí te pillo, aquí te mato, hoy aquí y mañana ya veremos.
El Ruso, se llama Nicolay Eremenko y, como su propio nombre indica, es ruso. Cuando cayó el muro y la Unión Soviética, Nicolay se vino a España. Estaba harto de la burocracia estatal, del frío, de hacer cola para todo y de vivir en una habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Hoy, veinte años después, a sus cincuenta y cinco años, una vez instalado aquí en el paraíso occidental, Nicolay sigue padeciendo el frío, la burocracia, sigue haciendo colas para todo y sigue viviendo en un habitáculo de veinte metros cuadrados, compartiendo baño y cocina con otras diez personas. Tiene dos hijos, chico y chica, Nicolay junior e Irina. Nacieron aquí y han tenido que emigrar al acabar sus estudios. Viven en Berlín en un piso compartido, con otros jóvenes inmigrantes provenientes del sur de Europa. Comparten baño y cocina con ellos. Nicolay piensa que lo de compartir baño y cocina con gente extraña es una maldición de familia.
El Pedo, realmente se llama Demetrio Jémez. Le dicen el Pedo, porque siempre está pedo. Él dice que es la mejor manera de anestesiarse frente al realidad. Si estás siempre borracho no te enteras de que tu mujer se ha ido con otro, de que tu hijo se muere de una sobre dosis y de que tu otro hijo muere en un accidente laboral, al precipitarse al vacío desde un andamio. Todo eso ha llevado al Pedo anestesiarse con el alcohol.
Los tres miran pacientemente como Lino Castro se zampa el bocata de salchichón. Lino entre mordisco y mordisco, intenta recordar lo que pasó la noche anterior. Habían estado los cuatro bebiéndose una botella de ginebra de marca blanca que la Coja se había agenciado en un supermercado. Recuerda que los demás dieron por terminada la juerga y que, a él, como siempre, se le caldeó el labio y siguió. Le entró hambre y fue al contenedor de basura de una frutería conocida a buscar un poco de fruta. Cuando llegó había una pareja con un niño pequeño en un cochecito de bebé. El niño lloraba mientras sus padres rebuscaban en los cubos algo de fruta. Lino llegó y pidió permiso para buscar también. "Hay para todos. Hoy han tirado mucho, y bueno", le dijo el chico. Se puso a rebuscar con ellos, mientras los vapores de la ginebra empezaban a hacer efecto. Entonces se presentó ella, la señora, muy arreglada, con un moño tamaño XXL confeccionado en alta peluquería, con un abrigo de piel, a pesar del calorcillo que la primavera había traído, con un perrillo faldero en los brazos, que no paraba de ladrar. Entonces, ella, la señora, les llamó la atención. La madre del niño, que no paraba de llorar se volvió, y también el padre, y Lino, a pesar de la cogorza que llevaba, también. "Oye, espero que luego lo dejéis todo recogidito; que todas las noches pasa lo mismo, que lo dejáis todo hecho un asco". Lino monta en cólera y empieza a insultar a la mujer; "Puta", le dice, "guarra", le vuelve a decir. La mujer se echa para atrás, y el perro faldero no deja de ladrar asustado, y el niño en el cochecito no para de llorar. Entonces, sin saber como, Lino reune la suficiente fuerza y coge el contenedor de basuras con las dos manos, y lo sube en alto, por encima de su cabeza, y lo tira en dirección a la mujer. No le da. El contenedor cae a uno cinco o seis metros de la señora, pero a la mujer le da la sensación de que casi le cae encima y empieza a gritar. Algún vecino llama a la policía, y la pareja joven agarra el carrito con el niño y se va echando leches, no quieren problemas. La policía llega, intentan esposar a Lino y llevárselo, y este se resiste. Seis agentes se tienen que emplear a fondo, para hacerlo. En el forcejeo se les escapa algún que otro golpe y alguna hostia de más. Al final tienen que sedarlo, porque a Lino le ha dado un ataque de nervios. Pasa la noche en los calabozos de la comisaría, entre borracho y sedado, y ahora está aquí, otra vez en la calle, con la Coja, el Ruso y el Pedo, comiéndose un bocata de salchichón, y de paso, comiéndose el tarro.
"Pero tron, ¿cómo se te ocurre tirarle el contenedor a la vieja?, le vuelve a preguntar la Coja. "Se me fue la pelota", contesta Lino. A pesar de los palos que la policía le ha dado, a pesar de la resaca y del dolor de cabeza, Lino se encuentra muy bien. Siente que ha expulsado fuera un peso grandísimo. Estaba cansado de agachar la cabeza frente a los palos de la vida. Estaba cansado de que la gente lo mirara raro, como a un apestado, como a un montón de mierda que molesta a todo el mundo. Lino piensa que el acceso de rabia le ha limpiado por dentro, ha echado fuera toda la mierda. Si, se siente bien, a pesar de todo.
lunes, 21 de enero de 2013
El hombre del cartelón en blanco.
El hombre iba a la gran plaza cada día. Allí se sentaba junto a la gran fuente, frente al ayuntamiento, se sacaba su cartuchito de papel lleno de migas de pan y enseguida una multitud de palomas y de gorrioncillos se presentaban y comían a su vera las migas que él les iba echando en el suelo. Así lo hacía a diario desde que se jubilara, iba a hacer ahora dos años.
Últimamente no le gustaba nada lo que veía en la gran plaza. Hombres, mujeres, niños y ancianos, manifestándose. Por una sanidad pública, por un transporte público de calidad, por una enseñanza para todos. También lo hacían las víctimas de expedientes de regulación de empleo, los desahuciados de sus viviendas por los bancos, los estafados en participaciones preferentes. o simplementes los parados.
Camino de su casa, cuando empezaba a caer la noche, el hombre pasaba por la puerta de un comedor social y veía allí esperando una considerable cola de gente, esperando para cenar. La crisis había golpeado fuerte a los más débiles. El hombre pensaba que aquellos eran los derrotados que no protestaban. Pensaba que quizás hace uno o dos años, esa misma gente había estado protestando en la gran plaza, y que ahora, derrotados, dejaban llevar sus cuerpos hasta aquella institución benéfica para recoger el sustento diario de sus cuerpos, ya que el de sus almas lo habían dejado en la gran plaza, junto a las protestas.
Al hombre no le gustaba nada vivir en una ciudad así, y pensó que debería hacer algo para remediarlo, pero; ¿qué?. El no había protestado por nada en su vida. Nunca había asistido a una manifestación, ni a una huelga. Por no ir, no había ido nunca a votar. ¿Para qué?, se decía. Pensaba que los que si lo hacían, tampoco sacaban nada, ni bueno ni malo, de ello. Pero al hombre le daba mucha pena ver su ciudad en aquellas condiciones, la gente protestando en la gran plaza, y haciendo cola frente a los comedores sociales.
Cuando llegó a su casa, subió a su viejo desván y allí encontró un viejo bombín, una gabardina raída y unas gafas de plástico negro pegadas a una gran nariz de goma y un enorme mostacho. Se lo probó todo y se miró en el espejo. Estaba ridículo, pero serviría, porque ridícula también era la situación de la ciudad y del país, y a nadie parecía extrañarle.
Al día siguiente se presentó en la gran plaza vestido con el viejo bombín, la gabardina raída y la nariz y las gafas de mentira.También llevaba un enorme cartelón blanco en el que no ponía nada. Fue hacia la fachada del ayuntamiento y de esa guisa allí se quedó, inmóvil, con su extraño atuendo. Al principio la gente lo tomó por un mimo y algunos intentarón tirarle alguna moneda a ver que hacía. Pero el hombre no hacía nada, solo se quedaba inmóvil, con su cartelón blanco sin ningún tipo de reivindicación puesto en él. Cuando oscureció se fue a su casa.
Al día siguiente, por la tarde volvió a colocarse en el mismo sitio y vestido igual que el día anterior. Y al otro. Y al otro. Poco a poco la gente empezó a preguntarse que pediría aquel individuo, así vestido, que no era un mimo, que llevaba un enorme cartel como para reivindicar algo, pero en el que no ponía nada, y que cada tarde se ponía de aquella guisa en la fachada del ayuntamiento hasta que oscurecía.
Un día llegaron a la gran plaza los afectados por los desahucios y se pusieron a su lado y le imitaron. Se colocaron todos junto a él y estuvieron así toda la tarde hasta que al anochecer se fue, como hacía todos los días. Al día siguiente se presentaron todos vestidos igual que él. Con bombín, gabardina y gafas, nariz y bigote de broma. Y así la fachada del ayuntamiento, cada tarde se empezó a llenar de gente así vestida, como el hombre del cartelón en blanco.
A la siguiente semana se les unieron los los empleados del transporte público. Y a la siguiente los barrenderos. A la siguiente semana le tocó el turno a los empleados de la funerario municipal. Y al mes siguiente a los afectados por las preferentes. Y en los siguientes tres meses se les unieron los empleados del gran teatro, los profesores, y diversos colectivos provenientes de la empresa privada. Y hubo un momento que cada tarde la gran plaza se llenaba de gente, ataviada con una gabardina, un bombín y gafas, bigote y nariz de broma. Todos siguiendo al hombre del cartelón en blanco, todos callados, como él, hasta que anochecía y el hombre se iba a su casa.
El alcalde de la villa se empezó a preocupar y mandó a sus esbirros indagar que estaba pasando en esas concentraciones de la gran plaza. Gentes próximas al alcalde se intentaron infiltrar entre los asistentes cada tarde al lado del hombre, pero no consiguieron sacarle nada a nadie. El mutismo y el silencio era la tónica dominante. Así que el alcalde, una tarde, decidió ir el mismo a entrevistarse con el hombre a ver que era lo que quería, y allí se presentó, seguido por un grupo de concejales de su partido y del partido de la oposición.
El alcalde se presentó al hombre cortesmente e intentó sonsacarle, pero solo recibió de éste el silencio como respuesta. Cada tarde el alcalde bajaba de la casa consistorial e intentaba hablar con él, pero nada. El hombre se limitaba a mirarle fijamente sonriendo.
El alcalde había oído en algún sitio aquello de, divide y vencerás, y decidió dividir a la multitud que se reunía a diario frente al ayuntamiento, y una tarde bajó y anunció a bombo y platillo que aumentaba el salario todos los empleados municipales, esperando que todos aquellos que fueran empleados municipales y estuvieran allí junto al hombre, dejaran inmediatamente de estar allí. Pero los empleados municipales siguieron asistiendo. Otra tarde anunció medidas contra los desahucios, y otra medidas contra las estafas bancarias, y otra instauró un salario justo para todos en la ciudad, y así cada tarde, el alcalde fue bajando a anunciar alguna medida nueva. Poco a poco, medida a medida, la vida de la gente fue volviendo a ser igual de buena que lo era antes de la crisis, gracias a las nuevas leyes que el alcalde anunciaba para que la gente dejara de ir a la gran plaza junto al hombre del cartelón en blanco. Pero la gente continuó asistiendo. Muchos no sabían bien por qué lo hacían. La mayoría sentían que estaban siendo parte de algo bueno, no sabían el que, pero algo.
Un día, el alcalde anunció que iba a promulgar una ley por la que ningún alcalde pudiera cambiar todas las leyes de mejora que había promulgado en las últimas semanas, y así lo hizo. Hizo que aquellas leyes fueran leyes perpetuas e intransformables.
El hombre, vio como cerraban los comedores sociales. Y vio como no había necesidad de seguir cada tarde bajando a la plaza, y una tarde sin avisar, no se presentó a la cita. La gente se preguntaba si estará enfermo y siguieron llendo a la gran plaza, vestidos como el hombre del cartelón, durante algunas semanas más. Hasta que poco a poco, comprendieron que el hombre no se presentaría más y dejarón de ir. Había desaparecido. Nadie sabía nada de él. No sabían quien era, por lo menos para darle las gracias.
Los poderes fácticos de la ciudad echaron en cara al alcalde su cesión ante la gente y le exigieron que cancelara todas las medidas que había tomado. Él alcalde, que se sentía respaldado, les dijo que no. A a renglón seguido abrió una subscripción popular para erigir una estatua en el centro de la gran plaza, frente al ayuntamiento, del hombre del cartelón en blanco. Fue tanto el dinero que la gente donó que se encargó y se hizo la estatua más grande que persona alguna hubiera visto y se colocó en el medio de la plaza.
Una tarde, el hombre, fue a ver la estatua que la ciudad había erigido en su honor. Iba vestido de persona normal, sin disfraz alguno, así que no había miedo de que nadie lo reconociera. Se quedó embelesado mirando la estatua. Había que reconocer que el artista había trabajado bien. Alguien que estaba a su lado, con lágrimas en los ojos comentó con el hombre; "que bonita la estatua de nuestro heroe". El hombre asintió y tranquilamente se fue hacia los bancos cercanos a la gran fuente con su bolsa llena de migas para echar de comer a las palomas y a los gorriones, que en seguida empezaron a acudir en torno a él. Los pájaros parecían la mar de contentos de volver a verle. "Ahora da gusto estar en esta plaza", se dijo.
Últimamente no le gustaba nada lo que veía en la gran plaza. Hombres, mujeres, niños y ancianos, manifestándose. Por una sanidad pública, por un transporte público de calidad, por una enseñanza para todos. También lo hacían las víctimas de expedientes de regulación de empleo, los desahuciados de sus viviendas por los bancos, los estafados en participaciones preferentes. o simplementes los parados.
Camino de su casa, cuando empezaba a caer la noche, el hombre pasaba por la puerta de un comedor social y veía allí esperando una considerable cola de gente, esperando para cenar. La crisis había golpeado fuerte a los más débiles. El hombre pensaba que aquellos eran los derrotados que no protestaban. Pensaba que quizás hace uno o dos años, esa misma gente había estado protestando en la gran plaza, y que ahora, derrotados, dejaban llevar sus cuerpos hasta aquella institución benéfica para recoger el sustento diario de sus cuerpos, ya que el de sus almas lo habían dejado en la gran plaza, junto a las protestas.
Al hombre no le gustaba nada vivir en una ciudad así, y pensó que debería hacer algo para remediarlo, pero; ¿qué?. El no había protestado por nada en su vida. Nunca había asistido a una manifestación, ni a una huelga. Por no ir, no había ido nunca a votar. ¿Para qué?, se decía. Pensaba que los que si lo hacían, tampoco sacaban nada, ni bueno ni malo, de ello. Pero al hombre le daba mucha pena ver su ciudad en aquellas condiciones, la gente protestando en la gran plaza, y haciendo cola frente a los comedores sociales.
Cuando llegó a su casa, subió a su viejo desván y allí encontró un viejo bombín, una gabardina raída y unas gafas de plástico negro pegadas a una gran nariz de goma y un enorme mostacho. Se lo probó todo y se miró en el espejo. Estaba ridículo, pero serviría, porque ridícula también era la situación de la ciudad y del país, y a nadie parecía extrañarle.
Al día siguiente se presentó en la gran plaza vestido con el viejo bombín, la gabardina raída y la nariz y las gafas de mentira.También llevaba un enorme cartelón blanco en el que no ponía nada. Fue hacia la fachada del ayuntamiento y de esa guisa allí se quedó, inmóvil, con su extraño atuendo. Al principio la gente lo tomó por un mimo y algunos intentarón tirarle alguna moneda a ver que hacía. Pero el hombre no hacía nada, solo se quedaba inmóvil, con su cartelón blanco sin ningún tipo de reivindicación puesto en él. Cuando oscureció se fue a su casa.
Al día siguiente, por la tarde volvió a colocarse en el mismo sitio y vestido igual que el día anterior. Y al otro. Y al otro. Poco a poco la gente empezó a preguntarse que pediría aquel individuo, así vestido, que no era un mimo, que llevaba un enorme cartel como para reivindicar algo, pero en el que no ponía nada, y que cada tarde se ponía de aquella guisa en la fachada del ayuntamiento hasta que oscurecía.
Un día llegaron a la gran plaza los afectados por los desahucios y se pusieron a su lado y le imitaron. Se colocaron todos junto a él y estuvieron así toda la tarde hasta que al anochecer se fue, como hacía todos los días. Al día siguiente se presentaron todos vestidos igual que él. Con bombín, gabardina y gafas, nariz y bigote de broma. Y así la fachada del ayuntamiento, cada tarde se empezó a llenar de gente así vestida, como el hombre del cartelón en blanco.
A la siguiente semana se les unieron los los empleados del transporte público. Y a la siguiente los barrenderos. A la siguiente semana le tocó el turno a los empleados de la funerario municipal. Y al mes siguiente a los afectados por las preferentes. Y en los siguientes tres meses se les unieron los empleados del gran teatro, los profesores, y diversos colectivos provenientes de la empresa privada. Y hubo un momento que cada tarde la gran plaza se llenaba de gente, ataviada con una gabardina, un bombín y gafas, bigote y nariz de broma. Todos siguiendo al hombre del cartelón en blanco, todos callados, como él, hasta que anochecía y el hombre se iba a su casa.
El alcalde de la villa se empezó a preocupar y mandó a sus esbirros indagar que estaba pasando en esas concentraciones de la gran plaza. Gentes próximas al alcalde se intentaron infiltrar entre los asistentes cada tarde al lado del hombre, pero no consiguieron sacarle nada a nadie. El mutismo y el silencio era la tónica dominante. Así que el alcalde, una tarde, decidió ir el mismo a entrevistarse con el hombre a ver que era lo que quería, y allí se presentó, seguido por un grupo de concejales de su partido y del partido de la oposición.
El alcalde se presentó al hombre cortesmente e intentó sonsacarle, pero solo recibió de éste el silencio como respuesta. Cada tarde el alcalde bajaba de la casa consistorial e intentaba hablar con él, pero nada. El hombre se limitaba a mirarle fijamente sonriendo.
El alcalde había oído en algún sitio aquello de, divide y vencerás, y decidió dividir a la multitud que se reunía a diario frente al ayuntamiento, y una tarde bajó y anunció a bombo y platillo que aumentaba el salario todos los empleados municipales, esperando que todos aquellos que fueran empleados municipales y estuvieran allí junto al hombre, dejaran inmediatamente de estar allí. Pero los empleados municipales siguieron asistiendo. Otra tarde anunció medidas contra los desahucios, y otra medidas contra las estafas bancarias, y otra instauró un salario justo para todos en la ciudad, y así cada tarde, el alcalde fue bajando a anunciar alguna medida nueva. Poco a poco, medida a medida, la vida de la gente fue volviendo a ser igual de buena que lo era antes de la crisis, gracias a las nuevas leyes que el alcalde anunciaba para que la gente dejara de ir a la gran plaza junto al hombre del cartelón en blanco. Pero la gente continuó asistiendo. Muchos no sabían bien por qué lo hacían. La mayoría sentían que estaban siendo parte de algo bueno, no sabían el que, pero algo.
Un día, el alcalde anunció que iba a promulgar una ley por la que ningún alcalde pudiera cambiar todas las leyes de mejora que había promulgado en las últimas semanas, y así lo hizo. Hizo que aquellas leyes fueran leyes perpetuas e intransformables.
El hombre, vio como cerraban los comedores sociales. Y vio como no había necesidad de seguir cada tarde bajando a la plaza, y una tarde sin avisar, no se presentó a la cita. La gente se preguntaba si estará enfermo y siguieron llendo a la gran plaza, vestidos como el hombre del cartelón, durante algunas semanas más. Hasta que poco a poco, comprendieron que el hombre no se presentaría más y dejarón de ir. Había desaparecido. Nadie sabía nada de él. No sabían quien era, por lo menos para darle las gracias.
Los poderes fácticos de la ciudad echaron en cara al alcalde su cesión ante la gente y le exigieron que cancelara todas las medidas que había tomado. Él alcalde, que se sentía respaldado, les dijo que no. A a renglón seguido abrió una subscripción popular para erigir una estatua en el centro de la gran plaza, frente al ayuntamiento, del hombre del cartelón en blanco. Fue tanto el dinero que la gente donó que se encargó y se hizo la estatua más grande que persona alguna hubiera visto y se colocó en el medio de la plaza.
Una tarde, el hombre, fue a ver la estatua que la ciudad había erigido en su honor. Iba vestido de persona normal, sin disfraz alguno, así que no había miedo de que nadie lo reconociera. Se quedó embelesado mirando la estatua. Había que reconocer que el artista había trabajado bien. Alguien que estaba a su lado, con lágrimas en los ojos comentó con el hombre; "que bonita la estatua de nuestro heroe". El hombre asintió y tranquilamente se fue hacia los bancos cercanos a la gran fuente con su bolsa llena de migas para echar de comer a las palomas y a los gorriones, que en seguida empezaron a acudir en torno a él. Los pájaros parecían la mar de contentos de volver a verle. "Ahora da gusto estar en esta plaza", se dijo.
sábado, 5 de enero de 2013
La Conciencia.
Se arcaba el momento de la muerte y don Edelmiro Tárrega IV, el cuarto de una sucesión de Edelmiros Tarregas que desde hacía más de doscientos años se dedicaban a fabricar armas, agonizaba sin haber conseguido que su único hijo, Edelmiro Tárrega V, se dedicara en cuerpo y alma, como había hecho él, al negocio familiar.
La agonía y los avisos de la muerte próxima habían comenzado de madrugada y don Edelmiro Tárrega había mandado llamar a su hijo, para intentar hablar con él antes de morir, en un último intento de convencerlo para que se hiciera cargo de la empresa.
Pero tal cosa iba a ser imposible, aunque Tárrega IV se empeñara en lo contrario. Edelmirín no era como su padre, ni como su abuelo, ni como su bisabuelo, ni aún como su tatarabuelo, el iniciador de la saga. Todos ellos se llamaban Edelmiro y se apellidaban Tárrega. Todos ellos dirigieron hasta la muerte un negocio familiar de fabricación de cañones, fusiles, bombas y otros parterres para la guerra. Todos ellos participaron en las guerras en las que el país se vio envuelto en 200 años, aunque no en el campo de batalla, sino suministrando armas al ejército propio, y a veces al del enemigo puntual, haciendo esta circunstancia crecer el negocio, la riqueza y la prosperidad de la familia.
La cosa fue así, como quien dice, hasta antes de ayer por la mañana. Cuando Edelmiro Tárrega V, hijo de Edelmiro Tárrega IV y nieto de Edelmiro Tárrega III y más que probable continuador de la saga, vino al mundo.
Edelmiro V era distinto de sus ancestros. Tenía conciencia. Se dio cuenta a la tierna edad de ocho años, en una fría noche de invierno en la que se despertó de un sueño y vio en su habitación ante él a cinco tipos ataviados con frac y chistera blancos. Uno de ellos se adelantó y dijo a Edelmirín; "soy tu conciencia, y estos señores que ves aquí conmigo son las conciencias de tus antepasados, partiendo de tu tatarabuelo, Edelmiro Tárrega I".
Desde entonces, Edelmiro Tárrega V empezó a mostrar interés por el arte, por la música, por la literatura, por el teatro, por el cine, y empezó a mostrar un más que notable desinterés por los balances, los números y por la fabricación de armas, para disgusto de Tárrega IV. Esta circunstancia llevó a Tárrega V a entrar en el conservatorio nacional y hacerse músico. Compuso innumerables obras y se hizo famoso como violonchelista. Sus conciertos, en los mejores teatros del mundo, delante de personalidades de lo más distinguidas, fueron de lo más sonados. Y pronto, acompañado de sus cinco conciencias, la suya y la de sus ancestros, que le acompañaban a todas partes, empezó a ofrecer conciertos benéficos por las víctimas de las armas que su padre fabricaba y vendía a ejércitos de medio mundo.
Esto irritó de sobremanera a Tárrega IV, que lo desheredó y que se volvió a casar con una joven y bella modelo, tras haber enviudado de la madre de Tárrega V, en busca de otro heredero que continuara con la saga familiar, un Edelmiro Tárrega VI, que enmendara el error de su hermano. Pero todo fue en vano. Tárrega VI no llegó. Y no fue porque Tárrega IV no lo intentara, ya que estaba todo el día, dale que te pego, copulando con la joven y bella modelo, su nueva esposa. Como dice el sabio refrán; "barca vieja no aguanta vela nueva", y así, de tanto trajín sexual que se traía con su nueva, joven compañera a tan avanzada edad, en busca del heredero deseado, Tárrega IV enfermó gravemente y se puso para morir. Intuyó que la muerte lo acechaba y mandó llamar a su hijo, para hablar con él por última vez, a ver si su imagen moribunda lo hacía cambiar de parecer y se ponía a los mandos de la nave.
Su hijo se presentó a los pies de su lecho de muerte, acompañado de cinco señores vestidos de blanco, con frac y chistera. "Papá; esto señores son las conciencias de la familia desde el tatarabuelo hasta mí. Desde que nuestra familia se dedica a fabricar armas y muerte". Informó Tárrega V a su padre moribundo. "Te van a acompañar en tu camino hacia la muerte", continuó informando a su padre, que comprendió que no había solución, y que se iría de este mundo sabiendo que sus esfuerzos por mantener en pie el legado de su familia se marcharía con él y con aquellos cinco tipos vestidos de blanco, las conciencias a las que ni él ni sus ancestros, desde cuatro generaciones antes de él, habían ignorado por completo.
Antes de marchar, la conciencia de Tárrega V dio un abrazo a su pupilo. "Portate bien. Has elegido tu camino muy bien, haciendo el bien y no el mal, como tus ancestros. Yo ahora me voy a acompañar a mis compañeros, las conciencias de tus ancestros, a llevar el alma de tu padre hasta la muerte, pero volveré.", dijo la conciencia a Tárrega antes de desaparecer e irse.
Pasaron unos días y Edelmiro Tárrega V empezó a mirar con otros ojos a su joven y bella madrastra, la mujer que su padre había tomado para traer al mundo a otro Edelmiro que siguiera sus postulados y no el de su conciencia como había hecho él. Pero su conciencia se había ido y no estaba allí para aconsejarle, así que´Tárrega V se dejó llevar y acabó en la cama con la joven y bella viuda de su padre y acabó casándose con ella. "Total", se dijo, "ella ahora es viuda y está sola". De la relación, a los nueve meses nació un Tárrega VI. "Qué orgulloso estaría papá si viviera", pensó Tárrega V.
Pronto empezó a revisar los cuentas de la empresa familiar que había heredado de su padre, y se dio cuenta de que el negocio de las armas era interesante y dejaba pingües beneficios, porque guerra había siempre. Empezó a ver con buenos ojos todo esto, y la cosa le empezó a gustar, incluso pensó en poner a Tárrega VI el nombre de Edelmiro, como le hubiera gustado a su difunto padre, hasta que un día que estaba dormido, su conciencia lo despertó abruptamente. "Si me demoro un poco más, sigues la estela de tu padre", le dijo. Allí estaba una vez más su conciencia, vestido de blanco, como siempre, con su frac y su chistera. Iba acompañado de un individuo de la misma facha, el cual le informó que era la conciencia de su hijo recién nacido, Tárrega VI, y que si no desistía de su actitud y volvía por el buen camino, lo pondrían en su contra como lo habían puesto a él en contra de su padre, años antes. "No se que me ha podido suceder. De pronto, los números y los negocios de mi padre me empezaron a atraer", dijo Tárrega V para justificarse.
Asesorado de nuevo por su conciencia y por la de su hijo, Tárrega V no puso al chico el nombre de Edelmiro y le llamó Antonio. Tárrega V murió a la avanzada edad de cien años, habiendo alcanzado la proeza de llevar a la ruina la bollante fábrica de armas de su familia y habiendo tenido siete hijos, todos artistas, dedicándose cada uno de ellos a un arte diferente. El nombre de Edelmiro desapareció para siempre de la familia.
La agonía y los avisos de la muerte próxima habían comenzado de madrugada y don Edelmiro Tárrega había mandado llamar a su hijo, para intentar hablar con él antes de morir, en un último intento de convencerlo para que se hiciera cargo de la empresa.
Pero tal cosa iba a ser imposible, aunque Tárrega IV se empeñara en lo contrario. Edelmirín no era como su padre, ni como su abuelo, ni como su bisabuelo, ni aún como su tatarabuelo, el iniciador de la saga. Todos ellos se llamaban Edelmiro y se apellidaban Tárrega. Todos ellos dirigieron hasta la muerte un negocio familiar de fabricación de cañones, fusiles, bombas y otros parterres para la guerra. Todos ellos participaron en las guerras en las que el país se vio envuelto en 200 años, aunque no en el campo de batalla, sino suministrando armas al ejército propio, y a veces al del enemigo puntual, haciendo esta circunstancia crecer el negocio, la riqueza y la prosperidad de la familia.
La cosa fue así, como quien dice, hasta antes de ayer por la mañana. Cuando Edelmiro Tárrega V, hijo de Edelmiro Tárrega IV y nieto de Edelmiro Tárrega III y más que probable continuador de la saga, vino al mundo.
Edelmiro V era distinto de sus ancestros. Tenía conciencia. Se dio cuenta a la tierna edad de ocho años, en una fría noche de invierno en la que se despertó de un sueño y vio en su habitación ante él a cinco tipos ataviados con frac y chistera blancos. Uno de ellos se adelantó y dijo a Edelmirín; "soy tu conciencia, y estos señores que ves aquí conmigo son las conciencias de tus antepasados, partiendo de tu tatarabuelo, Edelmiro Tárrega I".
Desde entonces, Edelmiro Tárrega V empezó a mostrar interés por el arte, por la música, por la literatura, por el teatro, por el cine, y empezó a mostrar un más que notable desinterés por los balances, los números y por la fabricación de armas, para disgusto de Tárrega IV. Esta circunstancia llevó a Tárrega V a entrar en el conservatorio nacional y hacerse músico. Compuso innumerables obras y se hizo famoso como violonchelista. Sus conciertos, en los mejores teatros del mundo, delante de personalidades de lo más distinguidas, fueron de lo más sonados. Y pronto, acompañado de sus cinco conciencias, la suya y la de sus ancestros, que le acompañaban a todas partes, empezó a ofrecer conciertos benéficos por las víctimas de las armas que su padre fabricaba y vendía a ejércitos de medio mundo.
Esto irritó de sobremanera a Tárrega IV, que lo desheredó y que se volvió a casar con una joven y bella modelo, tras haber enviudado de la madre de Tárrega V, en busca de otro heredero que continuara con la saga familiar, un Edelmiro Tárrega VI, que enmendara el error de su hermano. Pero todo fue en vano. Tárrega VI no llegó. Y no fue porque Tárrega IV no lo intentara, ya que estaba todo el día, dale que te pego, copulando con la joven y bella modelo, su nueva esposa. Como dice el sabio refrán; "barca vieja no aguanta vela nueva", y así, de tanto trajín sexual que se traía con su nueva, joven compañera a tan avanzada edad, en busca del heredero deseado, Tárrega IV enfermó gravemente y se puso para morir. Intuyó que la muerte lo acechaba y mandó llamar a su hijo, para hablar con él por última vez, a ver si su imagen moribunda lo hacía cambiar de parecer y se ponía a los mandos de la nave.
Su hijo se presentó a los pies de su lecho de muerte, acompañado de cinco señores vestidos de blanco, con frac y chistera. "Papá; esto señores son las conciencias de la familia desde el tatarabuelo hasta mí. Desde que nuestra familia se dedica a fabricar armas y muerte". Informó Tárrega V a su padre moribundo. "Te van a acompañar en tu camino hacia la muerte", continuó informando a su padre, que comprendió que no había solución, y que se iría de este mundo sabiendo que sus esfuerzos por mantener en pie el legado de su familia se marcharía con él y con aquellos cinco tipos vestidos de blanco, las conciencias a las que ni él ni sus ancestros, desde cuatro generaciones antes de él, habían ignorado por completo.
Antes de marchar, la conciencia de Tárrega V dio un abrazo a su pupilo. "Portate bien. Has elegido tu camino muy bien, haciendo el bien y no el mal, como tus ancestros. Yo ahora me voy a acompañar a mis compañeros, las conciencias de tus ancestros, a llevar el alma de tu padre hasta la muerte, pero volveré.", dijo la conciencia a Tárrega antes de desaparecer e irse.
Pasaron unos días y Edelmiro Tárrega V empezó a mirar con otros ojos a su joven y bella madrastra, la mujer que su padre había tomado para traer al mundo a otro Edelmiro que siguiera sus postulados y no el de su conciencia como había hecho él. Pero su conciencia se había ido y no estaba allí para aconsejarle, así que´Tárrega V se dejó llevar y acabó en la cama con la joven y bella viuda de su padre y acabó casándose con ella. "Total", se dijo, "ella ahora es viuda y está sola". De la relación, a los nueve meses nació un Tárrega VI. "Qué orgulloso estaría papá si viviera", pensó Tárrega V.
Pronto empezó a revisar los cuentas de la empresa familiar que había heredado de su padre, y se dio cuenta de que el negocio de las armas era interesante y dejaba pingües beneficios, porque guerra había siempre. Empezó a ver con buenos ojos todo esto, y la cosa le empezó a gustar, incluso pensó en poner a Tárrega VI el nombre de Edelmiro, como le hubiera gustado a su difunto padre, hasta que un día que estaba dormido, su conciencia lo despertó abruptamente. "Si me demoro un poco más, sigues la estela de tu padre", le dijo. Allí estaba una vez más su conciencia, vestido de blanco, como siempre, con su frac y su chistera. Iba acompañado de un individuo de la misma facha, el cual le informó que era la conciencia de su hijo recién nacido, Tárrega VI, y que si no desistía de su actitud y volvía por el buen camino, lo pondrían en su contra como lo habían puesto a él en contra de su padre, años antes. "No se que me ha podido suceder. De pronto, los números y los negocios de mi padre me empezaron a atraer", dijo Tárrega V para justificarse.
Asesorado de nuevo por su conciencia y por la de su hijo, Tárrega V no puso al chico el nombre de Edelmiro y le llamó Antonio. Tárrega V murió a la avanzada edad de cien años, habiendo alcanzado la proeza de llevar a la ruina la bollante fábrica de armas de su familia y habiendo tenido siete hijos, todos artistas, dedicándose cada uno de ellos a un arte diferente. El nombre de Edelmiro desapareció para siempre de la familia.
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