martes, 28 de agosto de 2012

Aquellos veranos.

Una tarde más me siento al pie del ventanal del salón de mi casa a disfrutar de la caída de la tarde. Miro el cielo azul y agradezco esa ligera brisa que invade la habitación y que mitiga el calor. Mi mente vuelve una vez más a mi infancia, a mi pueblo, a mis recuerdos, a aquellos veranos de cuando yo era niño, aquel calor intenso de mi tierra, aquella época de más privaciones y sin embargo, quizá por tratarse de la infancia de uno,  recordada como más feliz.
El verano empezaba realmente para mi cuando a finales de mayo o principios de junio, no recuerdo bien, en el colegio empezábamos con el horario continuo. Madrugábamos más que ningún mes del año, y al equipaje habitual de libros y libretas, uníamos una pequeña bolsa con un bocadillo de queso o de fiambre, envuelto en papel de plata para el recreo. Si, ya para entonces podríamos decir que había entrado el verano. Poco después, los exámenes finales, y a rendir cuentas frente a mi padre por las malas notas cosechadas. "No es que sea torpe, ni tonto; es que es muy vago", le decía el tutor a mi padre cando éste era llamado para informarle sobre mi marcha en los estudios. Sería un verano más de estudios, de recuperación, de prepararme para septiembre, de ir a alguna escuela de verano montada por algún estudiante universitario del pueblo en vacaciones, para sacarse un dinerillo extra durante el verano.
El caso es que el verano ya estaba en marcha, y eso se notaba en la vida cotidiana de mi pueblo. Las madres, las tías, las abuelas, las mujeres del pueblo, aprovechaban el estío para remozar las casas, para encalar sus fachadas, sus alcobas, sus cocinas, sus patios y corrales, para pintar sus puertas y ventanas, se llamaba a alguien para limpiar el tejado y "correr" las tejas, para prevenir las goteras de cara al invierno, y durante días, las casas del pueblo olían a cal, a pintura, a sosa, a lejía; a limpio. Y durante el resto del verano, uno se movía por la casa con sumo cuidado de no manchar una pared recién pintada, o una puerta, o una ventana. Era la época de hacer limpieza en las casas, y esos días, mientras duraba esa limpieza, todo andaba manga por hombro, todo andaba fuera de su sitio habitual. En esos días todo era remozado, los muebles de la abuela, heredados de sus padres, que pasarían a una de sus hijas o una de sus nietas, eran barnizados una vez más, y durante días recobraban una apariencia nueva ante nuestros ojos. Aquellas limpiezas veraniegas de la casa, eran llevadas a cabo por las madres, ayudadas por las hijas, ya estuvieran casadas o solteras, ya vivieran en su propia casa, o todavía en la paterna. A veces se sumaba alguna vecina, con lo cual la titular de la casa se veía en obligación de devolver el favor cuando esa vecina hiciera la limpieza en su propia casa, y a veces, las mujeres que no tenían hijas contrataban a una mujer por horas que iba durante esos días a hacer la limpieza en esa casa.
Porque el verano, en mi pueblo, era sinónimo de trabajo, de abundancia del mismo, de no pisar casi la plaza del pueblo a la caída de la tarde para que lo contrataran a uno para la siguiente jornada, porque y tenía el tajo asegurado. Con el verano empezaba la campaña del tomate en la comarca de La Vega, y las fábricas, entonces abundantes en la comarca, que transformaban el fruto rojo en tomate frito, en tomate triturado o en conserva, estaban a pleno rendimiento en la comarca, y necesitaban mucha mano de obra para la campaña, y a su vez, los agricultores, para recolectar esos tomates, necesitaban contratar ingentes cantidades de mano de obra, así que los niños y los jóvenes del pueblo, en esa época encontrábamos una estupenda oportunidad de ganarnos algún dinero, de cara a las fiestas de septiembre unos, y de cara a contribuir a la economía familiar, todos. Y a la campaña del tomate, le seguía la de la fruta, y la de la remolacha azucarera, y el pueblo era un ir y venir de gente ocupada, feliz de estarlo, aprovechando la circunstancia de esa abundancia veraniega, guardando para el duro y largo invierno.
Esa abundancia alegraba a las gentes, y a la caída de la noche, cansados de bregar en el campo, pero contentos de poder hacerlo, la gente llenaba la terraza del bar de José Cabra, o la del bar Avenida, en el paseo, o los veladores del casino, o alguna de las terrazas de alguno de los bares de los barrios nuevos en el camino viejo de El Monte, o la discoteca de verano, montada en el antiguo patio que servía para los bailes de verano en el casino. Las calles estaban siempre a reventar de gente en verano y la gente que no acudía a los bares ni a las terrazas, sacaba sus sillas a las puertas de sus casas y las juntaban con las del vecino y unos y otrosformaban corro y tertulia y tomaban el fresco sentados a sus puertas, mitigando el calor de agosto, hablando de lo divino y lo humano después de cenar, los hombres a un lado, con su cuenco lleno de sangría fresca, y las mujeres a otro, sentadas en sus sillas, con el abanico siempre a mano.
Era el verano la época en la que volvían los emigrantes, los que salieron del pueblo en las décadas de los sesenta y los setenta, camino de Cataluña, del País Vasco, de Madrid, de Suiza, de Alemania, de Holanda. Cada año, como las cigüeñas volvían al pueblo y llenaban el ambiente con los acentos que habían adquirido. Volvían con sus hijos, que jugaban con nosotros y nos contaban cosas de Barcelona, y de Madrid, y de Bilbao, y nosotros de mayores, quizá, soñábamos con emigrar a esos sitios, y venir en verano de vacaciones al pueblo, con un coche como el que traían los padres de estos chicos. Mientras jugábamos con ellos, a nosotros también se nos pegaban sus acentos y sus modos de hablar, y empezábamos a decir que nos molaba algo, cuando algo nos gustaba, o decíamos chachi, cuando algo nos parecía superior, y para despedirnos cuando estábamos con ellos, decíamos deu, o abur. En aquellos veranos, el pueblo se llenaba de coches con matrículas de San Sebastián, o de Barcelona, o de Madrid, o de Suiza, Alemania u Holanda, y los conductores de esos coches, llenaban los bares y las terrazas en verano, y cada verano volvían y veían envejecer a sus padres o a los hermanos que habían dejado allí, e imagino que rememorarían cuando ellos eran niños y corrían por las calles de aquel pueblo y soñaban con marcharse a donde luego, con el tiempo se marcharon, y se preguntarían qué hubiera sido de sus vidas de haberse quedado, mientras veían a sus hijos pequeños jugar con nosotros, los chicos del pueblo, y a los mayores, a sus hijos e hijas, enamorarse de algún chico o chica del pueblo, en algunos casos, un amor pasajero, de verano, en otros, un amor para toda la vida.
El verano en mi pueblo no terminaba cuando llegaba el 1 de septiembre y la mayoría de los de fuera, de los emigrantes volvía a su lugar de emigración. El verano concluía con las fiestas. Para entonces casi todo el trabajo en el campo estaba concluído, y la incertidumbre volvía a los padres de familia, la mayoría jornaleros que no conocían otra cosa que el campo para dar de comer a sus hijos, ni el pueblo les podía ofrecer otra cosa para ello. Unos días antes de las fiestas, la gente peregrinaba a El Monte, el pueblo vecino, más grande, con tiendas de ropa, con tiendas de todo, donde uno podía ir y comprar ropa para toda la familia, para las fiestas, y así hacían todos en El Llano. Llegaba el día de la víspera de fiesta  y se tiraban los fuegos artificiales, y el día grande se sacaba al Cristo en procesión, y la gente salía y se divertía, paradójicamente con algo de tristeza en sus rostros, pues las fiestas eran el colofón al verano y a la abundancia.

jueves, 23 de agosto de 2012

La Danza.

Ese día hacía calor, mucho calor. Bugallo llevaba mal el calor mesetario de Madrid, tan seco, tan rotundo, tan agobiante. Él, un gallego de la Costa da Morte, estaba acostrumbrado a la suavidad del verano norteño, a la brisa del mar, a llevar en el mes de agosto un jersey anudado al cuello por si acaso refrescaba, a los días de lluvia que mantenían el campo circundante a su aldea tan verde. Llevaba veinte años en la meseta, pero jamás se acostumbraría a un clima tan seco.
Bugallo se paró, como hacía cada hora más o menos, y buscó un sitio a la sombra para encenderse un cigarrillo. Allí, entre calada y calada, veía trabajar a los compañeros, la mayoría africanos. Gente dura, pensó. Los negros le daban lástima; trabajando de sol a sol, sin contrato, las horas que le diera la gana al encargado y a cuatro euros la hora. Así funcionaba la cosa en las subcontratas. Llevaba más de tres meses con ellos, y jamás los veía quejarse, poner un mal gesto, una mala cara. A saber de que sitios no vendrían para aceptar aquel trabajo de mierda y en esas condiciones, pensaba Bugallo mientras consumía el cigarrillo entre calada y calada. Entonces oyó la voz rotunda y chillona del encargado, Cifuentes, el tipo mal encarado y grosero que dirigía la obra.
-¡Me cago en san pito pato!, ya habéis roto el pisón, cago en diez. ¿Como terminamos ahora las dos zonas esas que nos quedan?
Cifuentes le daba voces a Ceferino, un guineano que era como el jefe de los obreros africanos. Ceferino sabía hablar español, pues venía de Guinea Ecuatorial y a diferencia de los otros africanos, él si tenía papeles y estaba dado de alta en la empresa.
-No se, jefe, yo no he tocado la máquina.
-Eh, tu, gallego, ven aquí.
Cifuentes se dirigió a Bugallo que tiró el cigarrillo al suelo y con gesto cansado fue al encuentro del encargado.
-¿Quién cojones se ha cargado el pisón?
-Me parece que fuiste tú el último que lo utilizó ayer, contestó Bugallo.
Bugallo y Cifuentes no se llevaban demasiado bien. Los dos siempre estaban enganchándose por cualquier cuestión, por temas sin importancia como el fútbol o la política, o por temas laborales, por ejemplo por el trato que daba a sus subordinados Cifuentes, que en opinión de Bugallo era un auténtico cabrón.
-No me toques los cojones, gallego; gritó Cifuentes mirando fijamente a Bugallo.
-A lo mejor es que está sin gasolina; terció Ceferino.
-¿Sin gasolina?, no digas tonterías. Si estuviera sin gasolina haría algún ruído al arrancar, y esa máquina no hace nada.¡Me cago en la puta!, pues esto hay que acabarlo hoy, que mañana tenemos que ir al otro lado, así que ya me diréis vosotros que hacemos; dijo Cifuentes mientas nerviosamente sacaba el paquete de tabaco del bolsillo de su camisa.
-Es fácil, llama al almacén y que traigan otro pisón; dijo Bugallo.
-Claro; facilísimo. No hay otro pisón, señoritingo; replicó Cifuentes encendiéndose el cigarrillo.
Mientras discutían, los africanos se habían sentado a observarles, a la espera de nuevas órdenes, pues sin la máquina no se podía terminar el trabajo. De pronto, Cifuentes se fue hacia ellos.
-Ya se lo que vamos a hacer. A ver, vosotros, ¿cuántos soys?. Un, dos, tres, cuatro, cinco, séis, siete; suficiente, venga seguidme.
Los negros sigueron al encargado espectantes por lo que les fuera a ordenar. Cifuentes se fue a la zona del acerado que estaban asfaltando y que había que apisonar con la máquina y empezó a zapatear en al tierra.
-Así, así, ¿véis como lo hago yo?. Así, venga, hacedlo vosotros, venga que entre todos lo apisonáis y no hace falta máquina, vamos.
Cifuentes paró y fue empujando a los negros hacia la zona que había que apisonar.
-Vamos, así, así; como si estuvierais bailando; les gritaba.
Los negros empezaron patear la tierra, a saltar sobre ella, mientras Cifuentes se apartaba, y sonreía, viendolos patalear.
-¿Ves gallego como lo he arreglado?; ya no tenemos que llamar a la oficina para decirles que no tenemos pisón y así nos ahorramos la bronca. Estos van a hacer el trabajo a mano. Bueno, mejor dicho a pata. Cifuentes empezó a reirse de su propia ocurrencia.
El espectáculo no pasaba desapercibido a los viandantes que se paraban a ver a un montón de hombres negros danzando, apisonando la arena con sus pies, y a los obreros de otras obras de alrededor, a los que esta circunstancia les servía de excusa para parar el trabajo unos minutos y sonreían mientras observaban la acción.
-Pero hombre, ¿estás loco?. Eso no va a quedar bien apisonado y el firme no quedará bien; dijo Bugallo al encargado.
-¡Qué sabrás tu! Si no queda bien que le den, pero esto hay que terminarlo hoy, que luego cualquiera oye a los de arriba.
Los africanos saltaban sobre la tierra, cada vez con más ímpetu, como si estuvieran interpretando alguna danza triba proveniente de sus países. Ceferíno y Bugallo los miraban tristes, mientras un montón de gente se paraba  a curiosear. Entonces Bugallo cruzó la calle y fue a la obra de un edificio recién levantado que había en frente, pasó por delante de los obreros y entró en él.
-¿Quién de vosotros es el encargado?, preguntó a un grupo de hombres que había allí mirando divertidos como saltaban los negros intentando apisonar la arena.
Uno de los presentes levantó la mano, un hombre de unos cincuenta años, con un cigarro negro en la boca.
-Oye, el otro día os vi que teníais un pisón, te doy cincuenta euros si mandas alguien que de una pasada ahí en frente.
-Y estropear el trabajo tan fino que están haciendo esos, ¿no?; dijo el hombre esbozando un sonrisa y dirigiéndose a los que estaban con él, que estallaron en una carcajada.
-Venga hombre, es una pasada, diez minutos, veinte a lo sumo y te ganas cincuenta euros.
El hombre miró a Bugallo pensativo, al final chascó la lengua y dijo;
-Va, venga. Pero que conste que lo hago por evitar el espectáculo que estáis dando. Eh, tú, rubio, agarra el pisón y ve a donde te diga éste.
Bugallo  sacó la cartera, cogió un billete de cincuenta euros y se lo tendió al hombre que rechazó el dinero con un gesto.
-Anda, déjalo, que encima te va a costar dinero la gracia de tu encargado a tí. Hoy por tí y mañana por mí, aunque viendo como las gastáis... Lo hago por tí, aunque solo te conozco de verte ahí enfrente y por esos pobres desgraciados.
Al cabo de un rato, el hombre que había ido con el pisón a prensar la tierra había terminado. Bugallo le dio las gracias y se fue a buscar la sombra y encenderse un cigarrillo, mientras Cifuentes comprobaba el trabajo que había hecho. Ceferino, el guineano, se sentó al lado de Bugallo y le tocó el hombro en un gesto que quería decir, gracias. Algunos de los africanos le miraban y uno de ellos cerró la mano levantando el pulgar en dirección suya.
Bugallo se sentó en la tierra y se limpió las gotas de sudor que le perlaban la frente. Este puto calor; pensó.

martes, 21 de agosto de 2012

Bajo las estrellas.



Por la ciudad camina,
bajo las estrellas,
buscando cobijo
por las callejas,
aspirando el frío
de la noche negra,
recordándose de niño,
en su aldea,
caliente en su hogar,
a la vera,
de padres y hermanos,
en torno a una mesa,
a una conversación,
a una cena.
Si. El mendigo fue niño,
y allá en su aldea,
tuvo padre y madre,
y fue a la escuela,
y durmió bajo un techo,
y, si miró las estrellas,
fue en veranos tórridos
de duermevela,
cuando San Lorenzo
sus lágrimas despliega.

viernes, 10 de agosto de 2012

Verano sobre la vega.

Cielo oscuro,
luna llena,
olor a tierra mojada,
verano sobre la vega.
La chicharra canta
a la siesta
el pueblo,
de cal blanquea.
Agosto cae firme,
y las acequias refrescan,
los plácidos campos
que serpentean,
aquí y allá
por la vega.
Cae la noche
y una brisa refresca
al tórrido calor
de la canícula extremeña.
Amanece,
y el alba templa,
los calores de la noche,
estrellada y pequeña,
cuya mágica luna
hizo brillar la vieja torre de la iglesia,
reflejándose en sus baldosas
blancas y negras.

lunes, 6 de agosto de 2012

Huele a poesía.

Huele a poesía, a tinta recién plasmada en el recto renglón de una cuartilla,
a papel viejo, amarilleado por el tiempo, a belleza, a tarde azul de verano,
a brisa fresca, a ventana abierta, a ruidos cotidianos,
a recuerdos lejanos.
Mientras la inspiración me niega sus favores, cierro los ojos, huelo el verano,
viajo a otro tiempo feliz y pasado,
me baño en aguas pasadas de pasados veranos
y el aire de la tarde me trae olores pasados,
e intento plasmarlo todo en el folio blanco,
y rezo para que la inspiración vuelva a mi lado,
y plasme los sueños de una tarde de verano.