domingo, 8 de diciembre de 2013

El negro.

El sepelio ha terminado. Los familiares del finado han pasado, uno a uno, junto a la tumba abierta, han cogido un puñado de tierra y la han echado dentro, sobre el ataud del finado. Tras pasar el último, los operarios han empezado a tirar paladas de tierra dentro de la tumba para cubrir el féretro. La viuda, visíblemente conmocionada se ha vuelto, voz en grito, hacia la tumba.
"¡Ay, madre! Mi Paco, mi Paco"; ha empezado a gritar. Dos chicos jóvenes la han sujetado y ella se ha dejado caer entre sus brazos. En un aparte, toda la familia, la viuda también, se ha situado juntó a unos nichos, para recibir el pésame de los asistentes, que van pasando uno a uno, dando la mano a familiares y amigos del doliente. Los "no somos nadie", se entremezclan con los "valor", o con los "resignación" de los asistentes. Leandro de la Corte, el famoso novelista se ha puesto el último en la cola para dar el pésame. Al llegar a la viuda esta se le ha echado a los brazos, sin esperar ni siquiera al pésame de Leandro.
"Don Leandro. Qué honor que haya venido usted. Mi Paco le quería a usted mucho, muchísimo. Qué honor, que honor. Es el señor De la Corte, el escritor. Mi Paco era el portero de la finca donde él vive", ha dicho la viuda a la concurrencia más cercana a ella, con cierto orgullo, con ciertos aires de grandeza.
Poco a poco, termina el último acto del pésame. Los hijos y la viuda del finado se quedan un momento más, recibiendo los apretones de manos, los abrazos y los besos de los más allegados. Leandro se despide de la viuda, a la que promete ir a ver en breve, pues el difunto, Paco, que en gloria esté, le firmó una póliza de seguros, nada, una nimiedad, un complemento a la exigua pensión de viudedad que le va quedar, y que él, Leandro De la Corte, residente habitual de la céntrica casa donde Paco, su marido, trabajó como portero durante cuarenta años, recomendó al difunto firmar esa póliza, para quedar a su familia con un sueldo decente, si la cosa se torcía y Dios llamaba al portero junto a él, como así a sucedido. Esta noticia ha sido el detonante de otra de las llantinas de la viuda, que se ha vuelto a tirar, literalmente, en brazos de Leandro, al que ha empezado a dar las gracias, una y mil veces, y ha calificado de santo.
La gente se ha ido. La familia del muerto también. Sólo se ha quedado allí Leandro y los enterradores, que siguen tirando paladas de tierra dentro del agujero donde yace , ya para la eternidad, el portero, en medio del silencio que envuelve el camposanto, en la tibia mañana.

Leandro piensa, que ahora que Paco ha muerto, seguramente deje la pluma en el tintero, y se dedique a vivir de las rentas. El verdadero escritor era el portero, él solamente puso su nombre, su ilustre apellido de hijo de un importante abogado y político del país que un buen día se le ocurre hacerse escritor. Ahí es nada. Así lo vendieron Paco y él. Pero todo es mentira. Todo: Su fama, sus premios. Todo. El verdadero literato era Paco.
¿Cómo empezó todo?. Leandro lo recuerda como si fuera hoy mismo. Veinticinco años atrás, él, recién terminada la carrera de derecho, se para como tantas veces a echar un cigarrillo con el portero. "¿Cómo te va, Paco?. Ahí, tirando, don Leandro". Encima de la mesa del mostrador de la portería hay un manuscrito. Leandro se interesa por él. "¿Estás haciendo oposiciones o algo así, Paco?. Nada de eso, don Leandro. Escribo. Ya ve; para matar los ratos que paso aquí sentado, una vez que he terminado de limpiar la escalera y los pasillos, me puse hace tiempo a escribir, una afición como otra cualquiera, don Leandro, figúrese, y hoy he acabado una novela. Qué interesante, Paco. ¿La vas a publicar? No. Para nada, don Leandro. He estado en varias editoriales a ver si hay suerte, pero nada. No la hay. A nadie le interesa. Así que me he cansado y bueno, la tendré en mi casa para mi. A lo mejor algún día cambia mi suerte y me la publican. Quién sabe. Vaya, vaya, con el bueno de Paco. No sabía nada de tu afición a la literatura. A lo mejor, si me dejaras leerla, yo te podría ayudar. Bueno, por dejársela leer no es, don Leandro, que usted es de confianza, pero yo había pensado en asociarnos. La verdad que ha venido que ni pintado que se interese usted por la novela, porque no sabía como decírselo. ¿Cómo asociarnos?, Paco; no te entiendo. Pues es bien fácil, don Leandro; usted sólo tendría que poner su nombre, y yo escribiría. Verá, don Leandro, este país es así. Aquí, mucha democracia, mucha igualdad, pero si no tienes un nombre, o un enchufe, no vas ni a la vuelta de la esquina, y perdóneme el atrevimiento. Tú me estás proponiendo que haga pasar esta novela por mía, y que la presentemos así al editor. Eso es, don Leandro, lo ha captado usted. Pero Paco, eso es un fraude. Hombre, fraude, fraude, tampoco. Una pequeña engañifa para tirar algunos muros y que cambien algunas voluntades. Es sabido que don Alejandro Dumas tenía varios "negros" a su servicio, e incluso se dice que los literatos españoles del Siglo de Oro, también. Usted podría ser el nuevo Dumas, don Leandro. Usted leala, y si le gusta, ya hablamos"
Y Leandro la leyó. Y le gustó, vaya si le gustó. Paco escribía como los ángeles, divinamente. Así que decidió ayudarle y aceptar. A primeros del mes siguiente, Leandro, haciendo uso de las influencias de su padre, se presentó en el despacho de Casimiro Gelmírez, uno de los peces gordos de la edición en el país. El editor lo recibió con los brazos abiertos, y prometió ponerse él mismo, personalmnte, manos a la obra en la lectura de la novela. "No sabía de su afición por la literatura, amigo De la Corte", le dijo el editor a Leandro no bien hubo acabado de echar el primer vistazo al libro. "Pues ya ve usted, amigo Gelmírez. Lo que es la vida, ¿verdad?.
Por supuesto el libro se publicó, y se empezó a vender como rosquillas. Al principio, por la novedad de ver como escribía el hijo de uno de los políticos potentados del país. Pero luego, una vez la gente empezaba a leer la novela, se daba cuenta de que De la Corte Jr, escribía además maravillosamente.
Paco, el portero, el verdadero artífice de la novela, estaba encantado, tanto que olvidó que un libro genera beneficios, por venta, por derechos de autor y demás. Fue Leandro el encargado de recordárselo. "Oye Paco, ¿cómo vamos a hacer lo del dinero por la venta del libro, y por los derechosde autor?. Te tendré que hacer una cesión o algo así, ¿no?. Pero, don Lendro, si hace eso  podrían descubrir el pastel. Verá; a mí el dinero me da igual. De verdad. Yo disfruto ahí sentado, en la portería, tarde tras tarde, escribiendo, pensando. Pero hombre, Paco. El libro se está vendiendo bien, y lo que genere te puede cambiar la vida a ti, a tu familia. Dejarías de ser portero, te podrías dedicar por entero a escribir. Vamos, ande ya, don Leandro. ¿No se da cuenta de que si lo hiciera así, la gente descubriría que el libro es mío y no suyo?. Pues tienes razón Paco. No había caído. Claro, hombre. Usted cobre los derechos, y póngame un sueldo, decente. Yo no quiero más. Y si algún día yo falto, pues le ingresa usted todos los meses a mi familia un dinero. No quiero más don Leandro, de verdad. Yo con escribir, ya me contento. Además, lo van a llamar a usted a dar conferencias, simposios y cosas así. ¿Usted se imagina a mí, un simple portero dando una conferencia a nadie? No, don Leandro. Usted siga la comedia, gane lo que tenga que ganar, deme a mi algo, y aquí paz y después gloria".
Y así lo hicieron. Porque después vino otra novela, y otra, y otra más, y premios, muchos premios, y conferencias, y firmas en la feria del libro, y actos, y así, Leandro se fue amoldando a su nueva situación. Su soltura y su don de gentes hicieron el resto.
Hasta que ayer por la mañana, a eso de las doce, Paco, el portero que hacía de "negro" para el famoso y reconocido escritor Leandro De la Corte, murió de un ataque al corazón, cuando hacía la pausa de todos los días para comerse un bocata de chorizo, hecho por su santa, y ahora, desconsolada esposa.

Se está haciendo tarde, piensa Leandro, que mira su reloj y se dispone a marchar a su casa. Los enterradores han terminado ya. Se agacha, coge un puñadito de tierra del suelo y lo tira sobre sobre la tierra que cubre ya al pobre Paco. "Eras tú el que hacía de negro para mí, o era yo el que lo hacía para ti, prestándole mi nombre a tu genio", ha dicho Leandro en apenas un susurro. Los enterradores, que están encendiendo un pitillo lo miran sin entender nada, mientras Leandro les da la espalda buscando la salida de la necrópolis.

martes, 3 de diciembre de 2013

Ocaso.

Se va.
El sol.
Lo despiden los cristales de las ventanas,
brillando, de un rojo mortal de ocaso.
Las sombras de las casas se alargan,
estiran sus cuellos de ladrillo,
para ver al sol, que en marcharse se afana.
El cielo se tiñe de rojo.
Mi casa, se apenumbra en esa hora mágica,
y la habitación se viste de sombras,
que se mezclan con la luz mortecina que traspasa la ventana.
Las nubes se tiñen de rojo,
como rojas lágrimas.
De rojo brillante se viste
el ladrillo de las casas,
a la luz mortecina del sol,
que se va, hasta mañana.
Nunca antes se vio, que la muerte de algo,
o de alguien, belleza alguna irradiara.
Quizá lo piense porque sé,
que el sol volverá a brillar mañana.
Quizá.