miércoles, 28 de noviembre de 2012

Tertulia.

Convocaré en debate radiofónico,
a Agamenón junto con su porquero.
Arderá mi pobre mano en el brasero,
quedándome por el honor afónico.
Intercalaré un comentario tónico,
con frases de argot barrio bajero,
que conviertan al rey Perico en bandolero,
y al Pernales conviertan en ser módico.
Romperé treinta mil lanzas con esmero,
en un coloquio de lo más platónico,
en un ara de dos mil hondas hertzianas,
Y mentiré miserablemente, pero,
mi parlanchinear soez y sardónico,
no dará en el blanco de las dianas,

miércoles, 21 de noviembre de 2012

El almuerzo.

Como siempre, don Blas acudió al restaurante sobre las 3 de la tarde. Siempre lo hacía aquella hora, sin haber reservado mesa previamente, para enfado de los camareros, pues siempre había alguno que se tenía que quedar hasta una media hora después del cierre del turno de comidas, para atenderlo.
Don Blas entró con ese aire de suficiencia con el que siempre van los hombres importantes, seguido a pocos pasos por su guardaespaldas. Saludando a la chica del guardarropas con un tímido "hola" a la vez que hablaba por el móvil. Se dirigió hacia su mesa de todos los días, junto a uno de los amplios ventanales, desde los que se gozaba de una de las mejores vistas de la ciudad. Los responsables del restaurante, vista la importancia que tenía don Blas como cliente, decidieron poner en aquella mesa el cartelito de "Mesa Reservada", indefinidamente, cualquier día a cualquier hora, don Blas se podía presentar, y a él le gustaba aquel sitio junto a las ventanas.
Sin dejar de hablar por el móvil, se sentó a la mesa, y Pepe, el maitre le dejó una carta, para a continuación disponerse a ir a prepararle un Dry Martini que le llevaría minutos después acompañado de un platito de almendras saladas. Era lo que le servían todos los días, antes de la comida, como aperitivo.
-¿Qué tal Pepe?-; preguntó don Blas al maitre tras terminar la conversación telefónica, mientras este depositaba el Dry Martini y las almendras encima de la mesa.
-Pues ya ve, don Blas, la rutina diaria. ¿Ha decidido ya que va a tomar hoy?- preguntó diligente Pepe. -¡Psss! A ver que tal está hoy esa merluza.
-Como siempre, don Blas; de primera.¿Cola o cogote?
-Cogote, a la bilbaína, y que no le echen sal a las patatas.
-¿Un ruedita blanco para acompañar?-; sugirió el maitre.
-Si, vale, o un albariño. Como prefieras, lo dejo a tu elección. ¡Ah, por cierto, Pepe! Vendrá un tal Ricardo Capote preguntando por mi.
-Muy bien don Blas, en cuanto venga yo mismo lo conduciré hasta aquí.
El maitre se fue hacia la cocina y don Blas se quedó allí, saboreando el Dry y mirando hacia el ventanal con la vista perdida en la inmensidad de la ciudad. Le gustaba tanto aquel sitio, que hacia tiempo había decidido venir a diario a comer allí, y no solo por la calidad de la cocina; comer en Estuardo era una seña de identidad, un lujo que solo los más poderosos podían permitirse. El local era una maravilla, enclavado en el ático de uno de los edificios más emblemáticos de la urbe, con unas vistas únicas. Uno de los camareros le acercó, como todos los días, la prensa, y don Blas comenzó a ojear el diario, con desgana, sin leer detenidamente nada, por matar el tiempo.
Llegó la merluza y el vino y cuando don Blas se disponía a dar cuenta de ellos, se presentó el maitre de nuevo acompañado de un tipo bajito y achaparrado con cara de ratón. Era Ricardo Capote, el subsecretario de sanidad del gobierno de la nación.
-¡Ah, Capote!- dijo don Blas haciendo amago de levantarse.
-Por favor, don Blas, continúe sentado-dijo Capote, haciendo como que le impedía levantarse sujetándole el brazo amistosamente.
-¿Ha comido ya?-; preguntó don Blas al recién llegado. -¡Pepe, una carta para don Ricardo!-.
-No, no. No se moleste don Blas. Yo soy hombre de poco comer y de hacerlo temprano. Ya he comido- se apresuró a decir Capote.
-Bueno pero un café si me aceptará. Es que me da no se que estar yo aquí comiendo y usted ahí mirándome, sin nada que llevarse a la boca.
-Bueno. Para acompañarle me tomaré un cortadito.
-Pepe, por favor, un cortado para el señor.
-Ensiguida, don Blas.
El maitre marchó en busca del café y Capote se sentó en frente de don Blas.
-Bueno, Capote. ¿No tiene nada que contarme?-; dijo don Blas repartiendo la vista entre la merluza que estaba comiendo y el hombrecillo con cara de ratón que tenía en frente.
-Lo que le comenté la semana pasada está hecho ya, amigo mío. A principios de año, el gobierno quiere sacar la ley adelante. No será fácil, ya sabe que en este país hay costumbres sagradas, y eso de fumar en todos lados es una de ellas, pero por otro lado, el ministro es consciente de que todos los países de nuestro entorno han aprobado leyes similares y nosotros no podemos quedarnos atrás-.
El maitre llegó con el café y lo puso al lado de Capote.
-Claro que si-, convino don Blas, -Esa ley es vital para nosotros, amigo Capote. No para hoy, sino para un futuro a medio-largo plazo-.
Don Blas terminó su merluza y apuró el último trago de verdejo que le quedaba en la copa. Un camarero se apresuró a retirar el plato vacío y Pepe, el maitre, se presentó raudo, a preguntar a don Blas si iba a tomar postre, recomendándole un excelente pudin de ciruelas con el que los encargados de repostería habían logrado superarse una vez más.
-¿Pudin de ciruelas?. Vamos a probarlo, Pepe, y me traes después un carajillo de coñac. ¿Usted, Capote va querer algo más?-; dijo don Blas mirando al subsecretario.
-No, no. Nada más. Con el café estoy servido, gracias.
Don Blas sacó del bolsillo interior de su americana un estuche de piel marrón y de él, un cigarro puro. Tras olerlo, procedió a cortarle la punta de la boquilla con un pequeño cortapuros dorado que sacó, también del mismo bolsillo.
-¡Oh!, perdón, Capote. ¡Qué cabeza la mía! ¿Quiere usted uno?-; dijo don Blas ofreciendo al hombrecillo el estuche de piel lleno de puros.
-No, no; don Blas. Yo no fumo. Gracias
-Yo si no le molesta si voy a fumar. Un habano auténtico, ¡hummmm!. ¡Un lujo y un placer, amigo Capote-; y dicho esto, don Blas procedió a encender el puro.
Mientras don Blas encendía el puro, Capote esbozó una sonrisa.
-Hay algo que no entiendo don Blas. Un fumador de puros como usted, haciéndonos hincapié para que aprobemos una ley que restringirá el consumo de tabaco en lugares públicos como este restaurante, por ejemplo. No le entiendo.
-¡Jajajajajaja! ¡Amigo Capote!. Pero es que la ley que van a sacar ustedes, y que nosotros les hemos sugerido al oído que la aprueben sin más dilación, no va dirigida a gente como yo.
-¿A quién, entonces?.
-Verá usted, Capote. Esa ley, va dirigida al pueblo llano. Ustedes, como gobernantes que son, deben mirar por la buena salud de su pueblo, ¿no?, pues que mejor medida que restringir el consumo de tabaco, cuyo humo es muy nocivo, en lugares públicos, y llevar una política activa en contra de él.
-Sigo sin entender a qué viene ahora tanta preocupación, cuando el Estado recauda una suma nada desdeñable en impuestos para el tabaco.
-Mi querido Ricardo. Pero que corto de vista es usted. Que poca visión de futuro. No me extraña que sea usted político-, dijo don Blas esbozando una sonrisa. Le encantaba torturar a los políticos, tutearlos impunemente y ridiculizarles, haciéndoles ver que no eran más que meras marionetas en sus manos.-Verá, amigo mío- continuó hablando don Blas, - La preocupación no es del Estado, sino nuestra, del grupo de empresarios al que me digno representar.
-Perdóneme, don Blas, pero cada vez estoy más perdido-, dijo Capote al que le empezaban a llorar los ojos a causa del humo del puro que su compañero de mesa se estaba fumando.
-Pues es bien fácil. El negocio, en un futuro no muy lejano, va a ser la sanidad. Por supuesto la sanidad privada.
-¿La sanidad privada?. Pero en este país tenemos una estupenda sanidad pública-.
Don Blas esbozó una amplia sonrisa, y dedicó una mirada de desdén a Capote, como si lo que acababa de decir fuera una memez. 
-Pero eso de la sanidad pública no tiene futuro, mi querido Capote. El negocio está, simplemente en que nosotros nos hagamos cargo de gestionar esa sanidad tan maja que dice usted que gozamos, y que el personal pague y no se nos ponga enfermo. ¿Me comprende usted, amigo mío?.
-A ver si he comprendido bien. Usted sugiere que en unos años, digamos equis, la sanidad que va a haber va a ser privada, si, o si. Y que lo que, ustedes quieren, es que el personal pague una cuota mensual, pero que no la utilicen. De ahí esta nueva ley contra el tabaco.
-Y otras nuevas leyes que vendrán, amigo capote. Restrictivas, por supuesto, contra el alcohol, la obesidad, las grasas de la comida basura es malísima, amigo Capote. Deben ustedes como gobierno mirar por la salud de su pueblo.
- Y de paso por la salud de los bolsillos de ustedes, ¿no?
-Veo que me ha comprendido perfectamente amigo mío.
Don Blas le dio una nueva calada a su puro y miró por el amplio ventanal, hacia la nada. Con aquellos tipos, pensaba, no se podía. No entendían nada. Estaba seguro que el ministro, a última hora se le rajaría y pondría matices a sus planes. De todos modos, por ahora, eran necesarios. 


martes, 13 de noviembre de 2012

El don y la cerrazón.

Bernardo Molinos, había nacido en una casa baja, justo al lado de la carretera que conducía al cementerio del Este, en Madrid, a principios del siglo XX. El padre de Bernardo era chatarrero, y la familia por tanto, pobre. El niño Bernardo Molinos, complementaba sus estudios en una escuela nacional elemental del barrio, con la recogida de chatarra, junto a su padre, a diario, montado en una carreta tirada por un viejo jamelgo, por las calles de aquel Madrid.
Un día, cuando tenía ocho años, recogiendo unas cacharros de chapa de la calle acompañado de su padre, en el suelo tirado, se encontró un viejo tablero de ajedrez. El tablero era de madera, tosco y gastado, y las fichas que estaban dentro de una pequeña caja de fina madera de marquetería, estaban talladas como a cuchillo, en formas rudas y rectilíneas, cúbicas y perfectas, pero también pobres y sin adornos. El caballo no llegaba ni a caballo de tiovivo, y la torre era cuadrada y castrense, como la torre del pendón de Castilla, los alfiles eran apenas unos obeliscos mal terminados, la reina y los reyes eran obeliscos, más altos que los alfiles, los reyes con una cruz por cabeza y las reinas con una testa puntiaguda, y los peones eran insignificantes e iguales, todos ellos. A pesar de su tosquedad, al pequeño Bernardo le gustó aquel ajedrez y se lo quedó, como único regalo de navidad, para un niño que no sabía que era un regalo de navidad, ni que aquel tablero tan raro era un juego de ajedrez, ni para que servía.
Así pues, un día, a Bernardo se le ocurrió llevar el viejo tablero y las fichas a la escuela, y le preguntó a don Cesar, el maestro, que qué era aquel tablero tan raro, con sus recuadros blancos y negros, y para que servían aquellas piezas, que representaban a un caballo, y a la almena de un castillo, y a no se que otras cosas más. Don Bernardo le dijo que aquello era un juego de ajedrez. Un juego de estrategia muy antiguo, traído por los árabes. Un juego que parecía simple y fácil de jugar, pero que era el juego de estrategia más complicado que el hombre había creado, y que en el medievo, era jugado por príncipes y reyes y por gentes principales, de los más principales reinos de todo el mundo. Don Cesar enseñó a Bernardo las reglas del ajedrez, y pasado el tiempo, se dio cuenta de que aquel diablo de niño había nacido para controlar aquel juego a su antojo. En poco tiempo, no solo le ganaba a él, casi con los ojos cerrados, sino que le ganó a otros tres profesores del colegio, ajedrecistas aficionados, también, pero consumados jugadores. Aquel niño era un portento de aquel juego, un fuera de serie.  Memorizaba rápidamente las jugadas y entendía como nadie los conceptos táctica y estrategia, anticipándose en tres o cuatro jugadas a sus adversarios y preveiendo en el tablero las posibles amenazas. Cuando salía del colegio, los días que no acompañaba a su padre, Bernardo se paraba en un parque cercano a su casa y era retado por otros niños a una partida. Por supuesto, él les ganaba a todos con suma facilidad, y aún así, siempre había cola ante el banco en el que se sentaba con su viejo tablero.
Una tarde, pasó por allí Luis Valbuena. Luis era un niño de barrio rico, del barrio de Salamanca, y de vez en cuando se dejaba ver por aquel parque cercano a la plaza de las Ventas. Estudiaba en el Liceo, un colegio para niños ricos como él, en el que se potenciaban las actividades creativas como el ajedrez. Luis era el mejor jugador de su colegio, con diferencia. Aquella tarde le sorprendió ver cierto arremolinamiento de niños ante un banco. Supuso que habría allí alguna partida de canicas y se acercó a ver. Se sorprendió de que lo que estaban mirando ensimismados aquellos niños era, a otros dos niños jugando al ajedrez. Luis preguntó porque había tanta gente allí, viendo aquello. Un niño, alto y fuerte, de cara renegrida, le contestó que estaban allí a ver si alguien le ganaba al hijo del chatarrero, que era un portento en aquel juego. Vio sentarse y levantarse a varios niños, derrotados irremisiblemente por Bernardo. Preguntó si le dejaban intentarlo a él y nadie se opuso. Se sentó a jugar. A diferencia de los demás, Luís le planteó muchísima mas resistencia a Bernardo, tanta, que empezó a anochecerles allí, y tuvieron que interrumpir la partida.
-Si quieres mañana podemos continuar, pero en mi casa-; le sugirió Luis a Bernardo.
-Vale-; aceptó Bernardo.
Al día siguiente, después de salir de la escuela, Bernardo se encaminó hacia el barrio de Salamanca. Siempre le había gustado aquel barrio y siempre se había dicho a si mismo que le gustaría vivir en alguno de aquellas casas tan señoriales y tan elegantes. Entró en el portal de la casa de Luís y fue interrogado por el portero que le preguntó que donde iba. Dio el nombre de Luis, un niño que vivía allí, en el cuarto C. Para cerciorarse de que Bernardo no fuera ningún raterillo, acompañó al niño hasta la puerta del piso y tocó él mismo el timbre. Abrió una criada vestida de negro, con una cofia blanca en la cabeza.
-Este niño, que pregunta por el señorito Luis-; contestó el portero ante la mirada interrogante de la criada, sorprendida de verlo acompañado por aquel niño.
Irrumpió en la escena Luis, desde el fondo del pasillo. -Si, Brígida, he quedado con ese chico aquí. déjelo pasar-; demandó imperiosamente a la criada. Esta, se hizo a un lado y dejó pasar a Bernardo, que iba mirando a todas partes de aquel piso tan grande, tan lujoso, tan limpio, con un suelo tan brillante y tan liso, con unos muebles tan finos. Fueron al cuarto de Luis, y este sacó de un armario un impresionante juego de ajedrez. Era de madera, pero nada tenía que ver con el que se encontró Bernardo entre la chatarra. Estaba pulido y brillante, y las piezas estaban graciosamente acabadas. El caballo era un caballo de verdad, el alfil tenía una tiara como la de un cardenal, y el rey y la reina lucían una gran corona, la del rey con una gran cruz encima de ella, las torres parecían a las almenas que Luis había visto dibujada en su libro de historia, y los peones semejaban auténticos soldados de infantería. El ajedréz impresionó mucho a Bernardo que se quedó boquiabierto admirándolo. Precisamente por eso, Luis lo había invitado a su casa, para celebrar la partida en ella. Quería impresionar a aquel niño que vivía en el camino del cementerio del Este y quería ganarle, porque Luis, a sus doce años, ya se tomaba muy en serio aquello del ajedrez, se sentía el mejor, y nadie, y menos que nadie un patán como aquel, podía ganarle.
Bernardo continuó admirando aquel tablero y aquellas fichas tan hermosas. -¿Te gusta?-; le preguntó Luis observando aquel niño ensimismado mirando las piezas una por una. -Es un regalo de mi padre, Si eres capaz de ganarme, es tuyo-.
Bernardo abrió los ojos como platos ante aquella oferta. -No, yo no puedo corresponderte. Ni tengo ni podría permitirme un ajedrez así-; le contestó.
-Ya lo sé. Es para que veas lo seguro que estoy de ganarte-; replicó Luis.
 Sin más, empezaron a jugar y la partida se prolongó por espacio de dos horas, en las cuales la criada, Brígida entró para dejar al señorito, y a su amiguito, la merienda. Merienda que no tocaron, tan ensimismados estaban  los dos niños, intentando ganarse el uno al otro. Al final, la victoria fue para Bernardo, para sofoco y enfado de Luis, que no sabía como aquel mocoso raquítico, aquel chatarrerillo insignificante, le había podido ganar. Se hizo un tremendo silencio entre los dos niños, después de que Bernardo dijera lo de, "jaque mate". Luis, incrédulo, se había quedado mirando al tablero. Efectivamente, era jaque mate. ¿Cómo había podido suceder?. No lo había visto venir. Al final, con expresión sería, mirando fijamente a la cara de Bernardo, dijo: -El tablero es tuyo. Llévatelo.
-Es un regalo de tu padre. No puedo aceptarlo-; protestó Bernardo.
-Yo soy un caballero, y un caballero nunca falta a su palabra. El tablero es tuyo, cógelo y llévatelo o me estarás insultando-; sentenció muy serio Luis, guardando las fichas en un precioso estuche forrado de cuero y alargando este y el tablero a Bernardo. -Eso si; lo puedes poner en juego, si lo deseas, mañana, por ejemplo, o cuando a ti te venga bien. Igual me da un día que otro. Solo has tenido suerte, mucha suerte. ¿Que dices? ¿Aceptas?.
-Está bien. Pero yo solamente puedo jugar los jueves por la tarde. Los demás días tengo que estudiar, y los sábados y los domingos tengo que ayudar a mi padre con la chatarra-; dijo Bernardo, con el voluminoso tablero debajo del brazo.
-Está bien, Pues hasta el próximo jueves entonces. Te acompaño hasta el portal, no sea que te vean la criada, mi padre o el portero con el tablero, y crean que lo has robado.
Así pues, a partir de entonces, empezaron a quedar todos los jueves, en un parque público o en casa de Luis, a seguir con el reto. Las partidas empezaron a prolongarse en el tiempo, y empezaron a durar semanas, meses, y alguna llegó a durar casi un año. Pero todas terminaban igual; ganando siempre Bernardo. Y así fueron pasando los años, y aquellos dos niños se fueron convirtiendo en adolescentes, cada uno con su modo de vida y sus circunstancias.
Luis acabó el bachillerato, fue a la universidad y se hizo abogado y economista, como quería su padre, que era uno de los principales accionistas de uno de los grandes bancos del país y le había prometido un puesto de campanillas en la planta noble de la sede del banco como premio a su esfuerzo en los estudios.
Bernardo siguió la trayectoria de su progenitor, y se dedicó a recoger chatarra por las calles de Madrid, eso si, cambiando el viejo carro tirado por el viejo penco por una camioneta de tercera, o cuarta mano.
Pero los dos siguieron acudiendo cada jueves a su cita con el ajedrez, y siempre seguía ganando Bernardo, que seguía siendo intratable, que cada día jugaba mejor, y por lo tanto, el precioso tablero que años atrás le había ganado a Luis, seguía en su poder.
El tiempo continuó pasando, y los adolescentes se convirtieron en jóvenes. En aquella época, en España se proclamó una república. Esta circunstancia turbó a Luis y a su familia algo, y alegró a Bernardo y a la suya mucho.
Luis empezó a seguir a un joven abogado, hijo del dictador don Miguel Primo de Rivera, que había fundado un pequeño partido de ideología fascista.
Por el contrario, Bernardo se afilió a la CNT y a la FAI. Bernardo no podía ser otra cosa que anarquista, como lo había sido siempre su padre y, antes que su padre su abuelo. Para que luego digan que los anarquistas no siguen las tradiciones familiares.
El caso es que el panorama político-social se empezó a poner turbio, huelgas, protestas, conatos de revolución, conatos de golpes de estado, los unos desaforados y los otros contestones, y pasó lo que tenía que pasar, el 18 de julio de 1936, el país quedó dividido tras un intento de golpe de estado dado por unos militares africanistas, dirigidos por el general Franco y estalló la guerra civil. Una catástrofe, una tragedia, un caos.
Luis, que por aquel entonces militaba en Falange tuvo que salir por piernas de Madrid, no sin antes casarse con su prometida, una chica de buena familia, a la que había jurado amor eterno y, que si Dios no lo impedía, sería la madre de sus hijos. Se decía que los rojos estaban dando "matarile" a todo quisque sospechoso de faccioso. Se fue hacia el sur, al encuentro del ejército nacional y se unió a él.
Bernardo se quedó en Madrid y participó como miliciano en su defensa. Fueron meses y meses de bombardeos, de hambre, de muertes, de miedo, de incertidumbre. Bernardo también encontró el amor, y se casó con una miliciana, anarquista como el, que si el tiempo y la guerra no lo impedían, sería para él lo que la chica de buena familia sería para Luis, la madre de sus hijos. La capital cedió y el ejército nacional la tomó y Luis con ellos.
Nada más entrar en la capital, lo primero que se le ocurrió fue ir a su casa a ver que había sido de sus padres, y de su esposa. Todos estaban bien, a Dios gracias. Lo segundo que se le ocurrió, fue preguntarse, nada más entrar en Madrid, por Bernardo, su "íntimo enemigo" y contrincante ajedrecístico, y el que tenía la pieza que se había empeñado en recuperar nada más perderla, aquel primer día en que el se enfrentó a él por primera vez.
Salió vestido con su uniforme de alférez y se dirigió a la carretera del cementerio del Este para preguntar por Bernardo. Y por aquel barrio se recorrió tabernas y cafés, preguntando a unos y a otros si sabían que había sido de Bernardo, el hijo del chatarrero. En una taberna le dijeron que estaba preso, y que a buen seguro lo fusilarían. Luis se informó sobre la prisión en la que estaba Bernardo y fue a ella, y revolvió Roma con Santiago para testificar en favor suya, incluso mintió, alegando que aquel hombre, anarquista, si, le había salvado la vida avisándolo cuando Madrid estaba todavía en poder rojo, de que pusiera tierra de por medio y se largara de allí porque lo iban a matar. Incluso hizo que su padre moviera algunos hilos para salvar a aquel desgraciado. Lo consiguió al final. A Bernardo le conmutaron la pena de muerte por la de cinco años de trabajos forzados, cumplidos los cuales salió y volvió a Madrid, y se llegó personalmente hasta la casa de Luis para darle las gracias por haberle salvado la vida.
-No me des las gracias. Te he salvado porque tienes una cuenta pendiente conmigo, que sino...-; le había dicho Luis a un atónito Bernardo.
Aquel tipo estaba verdaderamente obsesionado con el ajedrez y con recuperar el tablero y se tomaba aquello como una afrenta. Bernardo le sugirió que podría devolverle el tablero, pero Luis no quiso. Él quería conquistarlo como lo había perdido hacía tantos años, jugando.
Y así volvieron los dos a reunirse cada jueves a continuar con sus partidas. Y un año tras otro, siempre ganaba Bernardo. Y fueron pasando los años, fueron naciendo sus hijos, y sus nietos. Luis prosperó tanto en el banco que lo llegaron a hacer vicepresidente. Bernardo llegó a montar un prospero negocio de chatarrería y a tener bajo su mando a varios empleados. Pero los dos continuaron jugando, cada jueves, sin faltar uno solo. Y en todos esos años, nunca Luis pudo con Bernardo. Casi lo consiguió en varias ocasiones, pero siempre fallaba algo a última hora, siempre le faltaba dar la puntilla. Lo más que consiguió en todos aquellos años fue quedar en tablas.
Y llegaron la jubilación, primero, y la ancianidad después. Y siguieron quedando, ahora con todo el tiempo del mundo, quedaban todos los días, pero ni aún así, Luis conseguía arrebatar a Bernardo aquel, para él, preciado trofeo.
Un día Bernardo faltó a la cita. A ese día le siguió otro, y otro, y otro. "Quizá esté enfermo", pensó Luis. Fue a su barrio, y preguntó por él por tabernas y cafés. Esto le recordó cuando hizo aquello mismo después de la guerra. En un café, le dieron cuenta de lo que había pasado con Bernardo. Había muerto.
-Una embolia- le había informado el propietario del café- y se ha quedado pajarito el pobrecillo.
Luis fue hacia su casa maldiciendo en hebreo y pensando en la jugada que le había hecho Bernardo muriéndose sin haberle podido ganar y así recuperar el tablero.
Un mes después, estaba en su casa leyendo el periódico y sonó el timbre de la puerta. Luis fue a abrir, y vio a través de la mirilla a un hombre de madiana edad con algo cuadrado bajo el brazo, envuelto en una bolsa de plástico. "Algún vendedor", pensó y le abrió.
-Buenas tardes. ¿Es usted don LuisValbuena?-; preguntó el desconocido.
-Para servirle-; contestó Luis.
-Verá, don Luis. Soy hijo de don Bernardo Molinos. Yo mismo me llamo también así, Bernardo Molinos y venía porque mi padre ha fallecido hace algo más de un mes y, revisando sus cosas hemos encontrado algo con un papel dentro, escrito de su puño y letra con instrucciones de que se lo entregásemos a usted, llegado el día de su fallecimiento.
-No se quede ahí, por favor, pase.
Una vez dentro del piso, entre los dos habían sacado el ajedrez de la bolsa en la que la había traído Bernardo Molinos hijo. Los dos hombres se quedaron mirando al tablero y las piezas. Estaban como el día en que Bernardo lo había perdido en aquella primera partida. Los peones, los caballos, los alfiles, todas las piezas relucían como el primer día.
-Un ajedrez muy bonito-, comentó Bernardo hijo, -mi padre le tenía mucho cariño, y no dejaba que nadie lo tocara. Nunca nos dijo nada al respecto de él y no me imagino porque ha querido dejárselo a usted-; dijo Bernardo hijo.
-Para jorobarme y seguir riéndose de mi después de muerto. Este ajedrez que ve usted aquí, joven, lo perdí yo a la edad de 12 años ante su padre en una partida de ajedrez. Su padre de usted era muy, muy bueno jugando a esto, ¿sabe?. Durante sesenta años he estado intentando recuperarlo de la misma forma en que lo perdí, jugando al ajedrez con su padre, y no he sido capaz, porque su padre de usted era condenadamente bueno, era el mejor, no he visto a nadie en mi vida mejor dotado para jugar a esto. Y ahora, se muere y le deja escrito a usted que venga a devolverme el ajedrez. ¡Vamos hombre!
Bernardo hijo se fue, y Luis se quedó solo, en su salón mirando el ajedrez. -¡Vaya una mierda!, que ese hijo de Satanás se haya muerto sin haberle podido ganar-; se dijo a sí mismo.
Entonces se levantó y se dispuso a encender la chimenea. Era noviembre y ya hacía frío. La madera del tablero empezó enseguida a prenderse y a dejar un ligero olor a barniz en el ambiente. De no haberse cruzado en su camino aquel día, hace tantos años, con aquel chatarrero que jugaba tan bien al ajedrez, él, Luis Valbuena podría haberse dedicado a jugar profesionalmente, hubiera sido un gran jugador, se hubiera medido con los mejores, si aquel desgraciado que jugaba como los ángeles, que había nacido con un don que no iba a utilizar nunca, no se lo hubiera impedido. Que injusta era la vida. Para el chatarrero, aquello no era más que un juego, simple y llanamente, que no valoraba, pero tenía el don de dominarlo, y sin embargo él, que si valoraba aquel juego, que hubiera sabido prosperar dedicándose a jugarlo, en cuerpo y alma, no tenía aquel don, con el que hubiera sido una figura legendaria, el Boby Fisher o el Kasparov español, omucho más.
Se quedó un rato ensimismado mirando como ardía aquel tablero, luego se levantó y abrió la ventana de par en par para que entrara aire fresco en la habitación. El ambiente se había cargado algo con el olor a barniz chamuscado que desprendían el tablero de ajedrez y las piezas al arder.


sábado, 3 de noviembre de 2012

Las luces de África.

Hacía calor, a pesar de la ligera brisa que agitaba la fina arena de la playa. El mar, calmado en aquella hora, apenas se movía en olas pequeñas contra la tierra, el cielo estaba plano y azul, sin asomo de ninguna nube, se juntaba a lo lejos con el mar, fundiéndose los dos en uno solo horizonte azul lejano. Raymond se sentó sobre la arena y perdió su mirada en la inmensidad del mar. Allá, a lo lejos, decían los lugareños que en los días más claros, se podían distinguir al anochecer las luces de África, la África desde la cual llegó él a aquella misma playa, hacía diez años ya, exhausto, casi desmayado, en una mañana fría de mayo. Estuvo a punto de morir a consecuencia de la hipotermia, en un viaje que se le antojó largo, desde la costa africana, en aquella patera, rebosante de gente asustada, aterida de frío. Hoy, Raymond acudía a aquella playa, después de haber reconocido el cadáver de su hermano pequeño, al que el destino le tenía deparada una suerte distinta a la suya, su hermano no había resistido la hipotermia, el miedo, el cansancio, la angustia, y había muerto antes de que la patera tocara tierra, hacía ya dos días.
Raymond había sido localizado por la policía en su casa de Madrid. Al ver a los agentes ante su puerta se había asustado, seguía temiendo a los uniformes después de tantos años de ir de un lado a otro sin papeles, siempre con el miedo a ser detenido y deportado, siempre escondiéndose. Aunque llevaba ya dos años regularizado, Raymond nunca perdería ese miedo. "¿Es usted Raymond Malik?" le había preguntado el agente más joven de los dos que se presentaron en su casa. "Si, yo soy", había contestado él, con un hilito de voz, en su español farfullante y macarrónico. El agente joven le informó entonces de la llegada y interceptación en aguas del estrecho, hacía un día, de una patera, en la que varios de sus pasajeros habían llegado muertos. Uno de los pasajeros de la patera, había reconocido a uno de los cadáveres como Fabien Malik, y había dado su nombre, como familiar del muerto residente en España. A Raymond le dio un vuelco el corazón al oir el nombre de su hermano pequeño. Los agentes le dijeron que debía viajar lo antes posible hacia allí para el reconocimiento del cadáver.
Había viajado hacia el sur, durante toda la noche en autocar, pensando en su hermano, que era apenas un niño cuando él salió de su país, hacía diez años. Raymond había procurado mandar dinero a su madre, para el mantenimiento de sus hermanos, para que fueran a la escuela, para que ella no tuviera que trabajar tanto, para que pudieran tener una vida mejor. A pesar de ello no había conseguido mantener a su hermano pequeño allí. La pobreza, la guerra, la falta de expectativas, hacían que un joven, una vez había crecido lo suficiente intentara dar el salto a Europa, buscando una vida mejor, buscando un futuro, huyendo de la guerra, de la pobreza, de la falta de expectativas. A su hermano le había entrado la misma enfermedad que a todos en su tierra y había huido de allí, rumbo a Europa, rumbo al norte, y había muerto en el empeño.
Llegó a la ciudad costera hacia el alba. Cogió un taxi que le condujo a la comandancia de la Guardia Civil. Allí le condujeron a un tanatorio en el que guardaban los restos de su hermano. Hacía diez años que no lo veía, pero efectivamente era él, lo reconoció enseguida, pues el cadáver no estaba demasiado deteriorado. La Guardia Civil le hizo una serie de preguntas y le dijo el nombre de la persona que había dado el nombre de su hermano y el suyo propio como familiar residente en España. El comandante de puesto le puso al corriente de lo inusual del hecho, pues la mayoría de los muertos de las pateras eran enterrados en el cementerio municipal sin identificar. Le condujeron al hospital, a una habitación donde se hallaba aquel hombre que había dado los datos de su hermano. Lo reconoció enseguida, era el mismo al que había recurrido él, a las afueras de Tánger, diez años antes para cruzar el estrecho y venir a Europa. Se miraron los dos durante unos instantes, el hombre tumbado en la cama, convaleciente, también pareció reconocer a Raymond. Uno de los agentes le informó que aquel era el tipo que había dado el nombre de su hermano y le preguntó si lo conocía. Sospechaban que pertenecía a una mafia que se dedicaba a transportar gente desde las costas de Marruecos a España. Raymond mintió y dijo que no lo conocía. El agente le preguntó que como entonces había dado aquel tipo el nombre de su hermano y el suyo propio. Sin dejar de mirar el rostro del herido, del tipo que le había conducido hasta allí hacía diez años, y a su hermano hasta la muerte, hacía apenas un día, Raymond dijo al agente que no lo sabía, que probablemente su hermano, en su agonía bien podía haber dicho a aquella persona su nombre y el suyo propio, sabiéndose ya próximo a la muerte. El agente asintió y dijo que bien podría ser así. Salieron del hospital y dejaron al hombre tumbado allí en su cama. Raymond esperaba no tener que verlo más en su vida.
Después de arreglar algunos asuntos burocráticos referentes al entierro del cadáver de Fabien, Raymond se había sentido agobiado. Tras salir de la comandancia de la Guardia Civil, había caminado hasta la playa y se había sentado allí, a contemplar el mar y el cielo azul y a pensar. El sol de la tarde empezaba a declinar, y la gente que antes estaba allí, tomando el sol, paseando, bañándose, comenzaba a marcharse. Raymond permaneció allí sentado, indiferente a todos, mirando el horizonte y pensando. Extendió su mano, como si intentara tocar ese fondo azul donde el cielo y el mar se unían, como si con su mano pudiera tocar la otra orilla del mar, África. Pensó que tendría que buscar un sitio donde dormir, pues hasta el día siguiente no enterraban a su hermano, pensó que algún día traería allí a su hijo, le enseñaría aquella playa, donde él había desembarcado de una patera, exhausto, casi moribundo, diez años antes y donde su hermano pequeño había llegado muerto, apenas hacía dos días.
Empezaba a anochecer y a lo lejos, se vislumbraban lo que parecían ser unas luces lejanas. Sin duda eran las luces de África que lo saludaban desde otro lado del mar, pensó Raymond, como decían los lugareños que pasaba en los anocheceres claros.