domingo, 19 de octubre de 2014

Los de fuera.

Era últimos de julio, principios de agosto, y ya se empezaban a ver los coches de los de fuera por el pueblo. Matrículas de Madrid, de Barcelona, de San Sebastián. Venían con sus 131 Supermirafiori, sus Simcas 1200, sus Citroen X Palas o sus Seat 124. Con la baca cargada hasta los topes. Venían los de fuera, los que se fueron una o dos décadas antes a ocupar barrios de bloques construídos a mansalva en la periferia de las grandes urbes, atraídos por la voz de las sirenas del desarrollismo tardofranquista. Dejaron El Llano y la comarca de La Vega. Ya se habían enterado que lo de la puesta en marcha del plan transformador de los 50, aquello de entregar tierras a quien no las tenían, e irrigarlas con el agua del Guadiana, no funcionaba. No les funcionó a sus padres, y ellos no se dejaron engañar,o no tuvieron paciencia, porque el hambre no engaña a nadie, no entiende de paciencias, el hambre es veraz, como el agua de un río, o como una tormenta de primavera, o como la escarcha del invierno. No se dejaron engañar y se fueron, a ocupar puestos en la construcción, o en la industria, a ahorrar y a trabajar como mulas para comprarse un piso en Alcorcón, o en Baracaldo, o en Hospitalet de Llobregat, y una tele, y un coche, y una lavadora automática, y volver en verano a El Llano, con su flamante coche, y ver a sus padres cada vez más viejos, y comprobar como nada cambiaba en aquel viejo pueblo del que salieron, como cada vez había menos cosas que les unían a él, quizá unos padres que se iban haciendo ancianos, unos recuerdos, según se mire, poca cosa.

Venían todos, con el calor del verano. Venían casados y con una prole de chicos. Chicos que nosotros veíamos distintos, que no los veíamos como nosotros, que éramos muchachos  de pueblo, y que nos contentamos con jugar al fútbol en el atrio de la parroquial de San Jaime, o a las canicas. Que conservamos un tebeo atrasado como oro en paño, y que los releíamos una y otra vez, que nos conformábamos con ver espagueti westerns, repetidos hasta el cansancio una y otra vez en el vetusto y anticuado Cine Hoolliwood. Chicos que traíann unas bicicletas de ruedas pequeñas y gruesas, plegables, perfectamente engrasadas, flamantes, con frenos y luces, y no como las nuestras, hechas a trozos, con el chasis de una vieja que usó el abuelo durante cuarenta años, y el manillar de otra del tío nosequién, sin frenos, y a las que les suenan todos los hierros, con unas ruedas desgastadas hasta la extenuación. Unos chicos que dicen que les "mola" tal o cual cosa, cuando quieren decir que les gusta, o que te llaman "tronco" o "colega", y dicen "chupi piruli", o "dabuten"; que se ríen de lo antiguos que somos, que pasan de ir al cine  porque esas "pelis" las tienen supervistas, que se ríen de los chabacano de la "disco" de verano del pueblo, hecha en un antiguo corral, o de la costumbre de vestirse de limpio los domingos, e ir a misa, que les divierte el pueblo, y el campo, que disfrutan de ellos, pero no lo sufren, porque para ellos, el viejo pueblo donde nacieron sus padres es eso, un viejo pueblo, un lugar de vacaciones, de retiro, de descanso, al que con el paso de los años, rara vez volverán, porque una mujer y unos hijos, ajenos más que ellos al pueblo, tiren de ellos hacia la costa, o a otros lugares de descanso y disfrute, y no hacia el viejo pueblo de sus padres y sus abuelos. .

Pero mientras son críos, vendrán cada año. Ellos, con sus padres, que son nuestros tíos, que han nacido aquí, que han perdido el acento, y nosotros los vemos distintos de nuestros padres, que al lado de ellos, nos parecen toscos y anticuados. Sentimos envidia de ellos, y soñamos con algún día volar de El Llano, e ir a Madrid, o a Barcelona, o a Bilbao, y bajar todos los veranos en nuestro flamante coche, con nuestra mujer y nuestros hijos. Y salir a "tomar el vermú" y no a "echar una cerveza", como hacen nuestros padres aquí. Los vemos más jóvenes que nuestros padres, y más abiertos. Comprobamos que han dejado atrás los viejos prejuicios pueblerinos. Comprobamos que han dejado atrás su pueblo, al que solo les une sus ancianos padres, a los que sus hijos llaman yayos, y no abuelo como se hace en El Llano, a los que ellos, cuando vienen, todavía dedican un día en ayudarles en las tareas del campo, para demostrar a su prole, quizá, que eran verdad las historias de siega y hambre que tantas veces les ha contado allá, en la gran ciudad,, y que ellos, sus hijos, tantas veces, incrédulos pusieron en duda, o tomaron por exageradas. .

Hoy, yo, he salido de El Llano. Vivo en Madrid. No tengo coche. Voy a mi pueblo de higos a peras. Hoy, ya nadie de aquí deslumbra a nadie de allí. Quizá sea porque hoy las diferencias  entre aquello y esto, no son tantas. Quizá sea porque tampoco lo eran entonces, y nos deslumbraba mucho el brillo de aquel coche que llevaban los de fuera, y no nos deslumbraba el esfuerzo que habían tenido que empeñar en comprárselo. Quizá fuera porque las luces de la gran ciudad siempre deslumbraron demasiado a las gentes sencillas de un pueblo. Puede ser. Cuando vuelvo a mi pueblo, las pocas veces que voy, me pregunto si los de allí me verán como veíamos entonces nosotros a los de fuera. Incluso, me preocupo en conservar el acento de allí, y de forzarlo, si es necesario cuando voy, porque se que los acentos cambian, y se pegan, o se pierden, o se modifican. Intento que el desarraigo no me torture aquí, y la pedantería no insulte a mis paisanos allí, cuando voy. No se si lo consigo. Sólo sé que cada día echo más de menos El Llano, y ya no me deslumbran tanto las luces de la gran ciudad, como deslumbraban entonces, cuando venían los de fuera, y ellos lo tenían todo, y nosotros nada, y ellos eran modernos, y se superponían a nuestra antigüedad vetusta y llana.

Hoy, ya no hay una invasión de los de fuera, entre julio y agosto. Muchos de ellos, hoy son unos ancianos, jubilados, que han vuelto a El Llano, a pasar sus últimos años allá. Sus hijos, aquellos chicos que iban verano tras verano al pueblo cuando yo era niño, quedaron aquí, en la ciudad. Son de aquí, morirán aquí, han echado raíces aquí. Todo lo más que tienen allá, es un padre anciano que decidió volverse a una casa, que durante años, fue su lugar de vacaciones. Hoy veo allí a estos ancianos de ahora, jóvenes de ayer, y ya no me parecen tan vitales, y tan desinhibidos, ni tan abiertos. Quizá es que hayan vuelto a encontrar su yo cuando han vuelto al pueblo. Cuando voy a El Llano y me topo con los que vivieron aquí en Madrid, cuando me paran para saludarme, me preguntan por esto. La nostalgia, pienso,el desarraigo, de una vida a caballo entre esto y aquello. Los veo a ellos, y me veo a mi con su edad, quizá en El Llano, paseando mi nostalgia de allí, y de aquí, mi desarraigo, y me maldigo mil veces por haber emigrado. Por haberme dejado deslumbrar por las luces de la gran ciudad, y me resigno a seguir un camino que ya no tiene remedio.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Silencio

La inspiración a horas perdidas,
a tu ritmo me llena en la tarde,
rota por la ciudad en la que arde,
mi pena y mi añoranza fenecidas.

Silencio, de fronteras definidas,
sin embargo cada día haces alarde,
e incitas a que el recuerdo escarde,
en mi mente sus yerbas preferidas.

En un silencio eterno viviremos,
si vivir, es vivir cuando se muere,
mientras, al silencio acudiremos,

como acude el sediento a la fuente.
Nuestra sed de silencio saciaremos
antes de apagarnos eternamente.

martes, 7 de octubre de 2014

Un reto.

Era, mi pequeño piso alquilado, apenas un apartamento.
Diminuto, pequeño, mínimo.
¡Pero qué vistas!.
Los tejados de la ciudad, el cielo azul, gris,
de la tarde,
de la mañana,
la noche opaca novilunia,
la noche clara, plenilunia.
¡Qué vistas!
Lo he dejado. El apartamento, digo.
Me mudé a un piso más grande,
más cómodo,
muy luminoso, también,
desde donde sólo se ve la vida
de ladrillo rojo y persianas bajadas
del vecino enfrente.
No se ve la ciudad,
ni sus tejados con sus antenas,
ni su horizonte,
ni su lejanía,
ni su proximidad.
A partir de ahora me los tendré que imaginar.
Todo un reto...