jueves, 14 de febrero de 2013

Calle de José Collar.

El alcalde ha empezado su discurso, recordando al homenajeado alcalde republicano de El Llano, asesinado junto a la tapia del cementerio de La Villa, días después que las tropas nacionales entraran en la provincia, hace setenta años. Al acto asiste toda la corporación municipal en pleno: los concejales del gobierno, de izquierdas, los de la oposición, de derechas."Esto es El Llano", ha dicho solémnemente el alcalde, "aquí no se va llevar a cabo un acto de revancha contra nadie, aquí solamente se recuerda a alguien con quien el pueblo tenía una deuda de gratitud y hoy se la vamos a pagar dedicándole una calle", continua tan solemnemente como ha empezado. Cerca del alcalde, se encuentran los hijos del homenajeado; José Collar hijo y su hermana Cándida, que han venido desde Madrid para asistir al acto. Han recibido muestras de cariño de todos y en el acto hay una presencia masiva de sus familiares, sus primos y los descendientes de estos, con los que, José y Cándida apenas han tenido contacto en todos estos años.

Mientras el alcalde hace un encendido elogio de su padre, José Collar hijo no puede evitar que su mente se torne viajera y galope, en este momento tan solemne, en busca de recuerdos perdidos. Al fin y al cabo está en su pueblo. Pueblo del que salió camino de Madrid, cuando era un niño de diez años, acompañado de su madre, de su hermana Cándida que apenas era un bebé y de una vieja maleta de cartón. Recuerda vagamente el día que partieron de este mismo pueblo que hoy homenajea a su padre, fusilado contra la tapia de un cementerio. Recuerda que era un día gris, todos los días tristes son grises; en la estación de El Monte, acompañados de su tío Juan, el hermano pequeño de su padre, de sus tías Irene y Guadalupe, sus hermanas. Recuerda a alguien irrumpiendo en la escena de esta despedida, un hombrecillo, ataviado con un sombrero tirolés, que le entrega un sobre a su madre, que les desea suerte. Recuerda el viaje en tren, duro y largo, en asientos de madera incómodos, el olor a carbonilla que se adentra por todo el vagón de tercera en el que viajan.
Años más tarde, cuarenta, nada más y nada menos, vuelve a El Llano, al entierro de su tío Juan y vuelve a coincidir con el hombrecillo, al que no reconoce, pero el hombrecillo a él sí. Se presenta como Isidro Sánchez, y ha sido muchos años alcalde franquista de El Llano. El hombre se interesa por él, por su hermana Cándida, que no ha podido ir a enterrar al tío Juan, le pregunta si está casado, si tiene hijos, a qué se dedica. Las preguntas de rigor a alguien al que hace una eternidad que no ves, a alguien al que despides desde una estación sindo un niño y vuelve cuarenta años después siendo un hombre hecho y derecho.  Le vuelve a estrechar la mano y a modo de despedida le pregunta si se quedará muchos días. Él le dirá que pocos, que tiene que volver a Madrid, y el hombrecillo, Isidro Sánchez, le dice que antes de que se marche le gustaría hablar con él.

El discurso del alcalde ha finalizado y esto arranca el aplauso de la gente que ha acudido al evento, esto trae a José Collar hijo a la realidad. Al alcalde le sucede el concejal portavoz del partido de la oposición, de derechas, el cual conviene con el anterior orador en lo necesario que era este acto para la reconciliación de las gentes de El Llano y para cicatrizar por fin las heridas abiertas, hace tantos años.

La mente de José Collar hijo vuelve a volar hacia el pasado. Un día después del entierro del tío Juan, se deja caer, sin querer, pero en el fondo queriendo, por una huerta que Isidro Sánchez tiene camino de La Villa. El hombre, anciano ya, le cuenta que no sabe vivir sin ir todos los días al campo, que es su vida, aunque la huerta la lleva su hijo. Le invita a tomar asiento en unos pedruscos que hay a la sombra de una morera, los cuales están allí a modo de banqueta. Le ofrece un cigarrillo, fuman, como fumarían dos compadres que se encuentran en el campo y paran para echar unas caladas. Se hace un silencio momentaneo, ha pasado una ángel, bromea el señor Isidro. "Yo fui el que sustituyó a tu padre, como alcalde, cuando los nacionales entraron aquí. Y si estoy hoy vivo, y mi hijo que está allí trabajando lo está, es gracias a tu padre". Le suelta de pronto el hombre, como si llevara siglos esperando soltar aquello. Collar levanta la mirada y ve a un hombre faenando en una zona de la huerta sembrada de tomates. Es el hijo del señor Isidro.
El hombre le cuenta como su padre los encerró a él y a todos los de derechas del pueblo en la cárcel, en los bajos del Ayuntaiento, la noche del 18 de julio de 1936, cuando empieza a correr la noticia de que el ejército de África se ha sublevado y hay un intento serio de derribar la República. Le explica que tal medida, su padre, no la tomó como medida represora, sino que lo hizo para salvarles la vida, porque sabía que los rojos del pueblo irían a por ellos aquella misma noche, como así ocurrió, y que si estaban encerrados en la cárcel, nada malo les podía pasar. Al menos ese era el planteaminento que José Collar padre les había hecho a todos aquella noche. Pasadas las doce de la noche, un grupo de gente armada se presentó frente al Ayuntamiento pidiendo a su padre que les entregara a la gente que tenía allí encerrada para hacer justicia, pero que su padre no se doblegó y le echó un par de huevos al asunto, y que ordenó a los guardias, apostados en la puerta que dispararan contra todo aquel que intentara entrar en el Ayuntamiento por la fuerza. Sea como sea, la cosa se calmó, y pasados los días, fueron puestos en libertad, con la recomendación de que pusieran tierra de por medio, hasta que la cosa se calmara. Pero la cosa no se calmó, sino que fue a más, tanto que estalló la Guerra Civil. Se oían noticias de gente colgada por los rojos, como represalia por el golpe, en otros pueblos. Pasaron los días, las semanas y llegó agosto y con él, el ejército nacional y con el ejército nacional los radicales del otro bando, con la misma sed de venganza, de revancha y de sangre que sus antagonistas de izquierda.
El hombre le cuenta como aquel mismo día fue a ver a su padre, a ofrecerle cobijo hasta que todo pasase, en aquella misma huerta, allí nadie lo encontraría. Pero su padre no quiso, por un sentido del deber, era el alcalde, y así se presentó como alcalde de El Llano, electo por el pueblo, cuando se presentaron las tropas nacionales acompañados de los falangistas. El responsable del escadrón de falangstas que entró en el pueblo no tardó ni cinco minutos en decir lo de; "al paredón con él".
El hombre le cuenta que lo llevaron al cementerio de La Villa y allí, junto con otros milinates y simpatizantes de los partidos de izquierda de la comarca, lo fusilaron. Le cuenta que los falangistas del pueblo, llegaron a La Villa minutos antes de que lo fusilaran, y todos intercedieron por él, contándole al jefe de los falangistas que lo habían apresado, como los salvó el 18 de julio de que una turba incontrolada matase a la gente de derechas del pueblo, pero ni por esas. Alguno, lo intentó por las bravas y el responsable amenazó con llevarlo a él también a la pared, junto a su padre,junto a los rojos que iban a ser fusilados. El hombre le cuenta todo eso visiblemente emocionado y en su rostro empiezan a aparecer las lágrimas. "No tuvimos cojones, ninguno, de hacer por tu padre lo que él hizo por nosotros", le dice. Él trata de tranquilizarlo; "usted no tuvo la culpa, fue la guerra", le dice. "¿La guerra?; la cobardía nuestra. Si nosotros nos ponemos, allí no se mata a nadie, y menos que nadie a tu padre". El hombre empieza a sollozar, a llorar abiertamente, como si llevara años esperando para hacerlo. "Espero que algún día puedas perdonarnos a todos, tú y toda tu familia".
El hombre le cuenta que después de aquello, intentó ayudar a su madre a sacar adelante a él y a su hermana Cándida, apenas un bebé. Incluso le llegó a dar dinero, aquella tarde gris de su partida. Su madre, él, la pequeña Cándida, con aquella mísera y solitaria maleta de cartón, la estación de El Monte, el duro y largo viaje hacia Madrid.

El concejal portavoz de la oposición termina su discurso, y el público asistente vuelve otra vez a aplaudir. La mente de José Collar hijo, de viaje por el pasado, vuelve al presente otra vez. El acto termina con el descubrimiento de una placa azul y rectangular, con el escudo de El Llano a un lado, que reza; "Calle de José Collar", y con la entrega de dos pequeñas placas plateadas por parte de la Corporación Municipal, a José Collar hijo y a su hermana, Cándida.
Al día siguiente, los dos hermanos, José y Cándida, vuelven en tren hacia Madrid. La estación de El Monte ya no es aquel sobrio barracón de antaño, el día no es gris, sino azul y de una luz intensa y radiante. Esta vez no hay familiares despidiéndolos, ni hombrecillos con sobrero tirolés, con sobres, ni maletas de cartón, ni lágrimas, ni asientos de madera, ni olor a carbonilla. El tren se pone en marcha, camino de Madrid, y los dos hermanos, José y Cándida van en él. Pasan por el antiguo apeadero de El Llano y a lo lejos ven el pueblo, con sus casas blancas, con la torre de la Parroquia de San Jaime, apuntando hacia el cielo. "Es un bonito lugar, ¿no crees?", dice Cándida, con la vista perdida en el pueblo, a través de la ventanilla del vagón. José no dice nada, piensa, quizá en lo que hubiera sido su vida allí, de no haber mediado una guerra, que acabaría con la vida de su padre, y con ellos dos, y con su madre en Madrid, piensa en aquel hombrecillo que años atrás se sinceró con él de aquella forma, en las lágrimas que vertió, pidiéndole que algún día pudiera perdonarlos, a él y a los que no hicieron nada por salvar a su padre. "Si; es un bonito lugar", contesta por fin.

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