lunes, 4 de febrero de 2013

El Malo.

Hacía calor, como sólo lo hacía en el mes de julio en la comarca de La Vega. Como cada tarde, al caer el sol, fuimos al atrio de la parroquia de San Jaime a jugar al fútbol y a esperar a que don Leandro, el párroco, llegara y llamara a dos de nosotros para ayudar en la misa de la tarde.
Aquel día el cura llegó antes que otros días. "Niños, hoy después de misa vamos a ir a visitar a don Julio Valdez, que anda desde hace unos días un poco pachucho, a ver si le levantamos el ánimo", nos dijo antes de abrir las puertas de la parroquia. ¡Cáspita!, pensamos, el cura quiere que vayamos a ver al Malo.
Cada día lo veíamos venir a misa, acompañado de su hija, Úrsula, o de su nieta Carmencita. El Malo era un hombre muy viejo, de los más viejos de El Llano, pero eso no le impedía tragarse cada tarde la media hora de misa que le dispensaba don Leandro. Lo veíamos cada tarde caminar, despacito, cogido del brazo por su hija o por su nieta, con un bastón en la otra mano, siempre vestido con el mismo traje gris claro y con la misma boina negra, grande, tipo chapela, calada en la cabeza. Nosotros parábamos de jugar un momento al fútbol y empezábamos a cuchichear entre; "¡ey!; mirad. El Malo" decíamos, y una vez que entraba en la iglesia continuábamos jugando.
Aquel día, no tanto por las ganas que tuviéramos de hacer la buena acción del día visitando al Malo, como por no contrariar a don Leandro, fuimos todos en compañía del párroco camino del Paseo de los Naranjos, donde el Malo tenía una tienda de ultramarinos que regentaba su hija, que era viuda, y su nieta.
Si la hija tenía alguna inquietud al ver a tanto golfillo con la intención de ver a su padre enfermo, se le disipó al ver a don Leandro, que era todo humanidad, todo bondad, todo cariño. "¡Qué contento se va a poner mi padre!. Pase, pase, don Leandro. Pasad niños". Pasamos todos a una alcoba grande con vistas al paseo. Allí estaba el Malo, postrado en una cama grande, con la imagen de la muerte por cara. "Hombre don Leandro. ¿Pero por qué se ha molestado?. Vaya tropa que trae usted". dijo el Malo, con una vocecilla débil que apenas lograba salirle de la graganta. "Nada de molestia, hombre. Qué estos niños le echan en falta desde que usted no va a visitarnos y me han dicho, vamos a visitar a don Julio", mintió don Leandro.
Allí estuvimos por espacio de media hora, más o menos. Al marcharnos, el Malo ordenó a su hija que nos diera algunas chucherías de las que tenía en la tienda y salimos del encuentro con más de un regaliz, con algún que otro chupa-chups y varias bolsas de quicos.
Al día siguiente, fue Fernando Santos, un niño que vivía en la calle Grande, a pocos números de donde vivía yo, el que le dijo a don Leandro que no acudiría más a ayudar en misa. "¿Por qué?", le preguntó don Leandro. "Porque mi padre no me deja", repondió el niño. Al día siguiente desertaron otros dos chicos y al siguiente otros dos. Esto mosqueó a don Leandro que nos preguntó el por qué de estas deserciones. Como nadie se atrevía a contestar, fui yo el encargado de decirle la verdad a don Leandro:"Porque les ha llevado usted a visitar a don Julio, y ellos lo han dicho en su casa, y sus padres no les dejan venir más y ayudar en misa. No se si usted sabe la fama que tiene don Julio en el pueblo" dije. "Y a vosotros en cambio si os dejan, ¿Es qué no habéis dicho nada o es qué a vuestros padres les da igual?" Ahí ya no pude contestar a don Leandro y me encogí de hombros. Me imaginaba que mi padre, en un pueblo como El Llano, se habría enterado ya de lo que la gente andaba diciendo por ahí; que don Leandro había obligado a los monaguillos a ir a visitar al Malo, ese asesino, ese criminal, que ahora después de viejo, buscaba desesperadamente el cielo a base de ir cada día a misa. Imaginaba que mi padre había oído todo esto, pero sabía que mi padre le daría igual, ya que él, al igual que don Leandro, no había nacido ni se había criado en El Llano. Él no había crecido escuchando como en la guerra, El Malo le había pegado dos tiros en la cabeza a un tío abuelo de Fernando Santos, el niño que vivía en la calle Grande, a pocos números de  mi, y el primero al que su padre había prohibido volver ayudar en misa con don Leandro. Ni tampoco había crecido escuchando que rapó a tal o cual mujer y la paseó por el pueblo, o que dejó que mataran a José Collar, el alcalde republicano del pueblo, cuando este le había salvado la vida a él y a otros muchos, días antes, o que practicaba la usura con los más pobres en su tienda de ultramarinos y que pagaba con vales canjeables solo en su tienda, a los que iban a trabajar en sus tierras.
Todo eso se decía en el pueblo sobre El Malo, y a todo eso eran ajenos gente como don Leandro, o como mi padre, que no habían nacido allí, que no habían crecido escuchando viejas historias sobre un hombre que era odiado por medio pueblo y temido por el otro medio.
El caso es, que pasadas unas semanas del hecho en cuestión, nos enteramos de que el Malo había muerto. Como era costumbre, aquella noche su casa se llenó de comadres y de compadres para velar al difunto de cuerpo presente. Todo el mundo se llevaba su silla desde su casa y a su casa volvía con ella ya de madrugada, cuando sólo quedaban en el velatorio los más allegados al difunto y sus familiares. El Llano es, y era en aquel entonces, un pueblo, y en los pueblos uno se moría en su casa, y allí lo velaban y de allí lo sacaban a uno camino del cementerio con los pies por delante.
Si bien era verdad que al Malo se le odiaba y se le temía, no era menos cierto que un velatorio era un velatorio, y a los muertos en El Llano se les seguía teniendo respeto, incluso a los odiados, y si al velatorio fue gente, al entierro fue más gente todavía. Todos, amigos y enemigos, pasaron frente al altar mayor de la parroquia para dar el pésame a la familia y todos acompañaron a la familia al camposanto a dar sepultura al difunto.
Por la noche, pasado ya todo, en el bar de José Cabra, el Café Avenida, en las tabernas de Los Corrales, incluso en el Casino de la calle Grande, algunos alzaron muy alta la copa y dijerón: "Así se pudra en el infierno". Otros no dijeron ni fu ni fa.
Aquella noche por el alma pecadora de Julio Valdez, El Malo, solo rezaron su hija  Úrsula, su nieta Carmen, y el bueno de don Leandro.

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