jueves, 29 de octubre de 2015

Nino Milhambres

Ahí está, sentado, en el Casino o en algún bar de la calle grande, o de la plaza, ahogando la pena en coñac o en vino, sólo, sin compañía alguna. Ahí va, paseando, por los alrededores del pueblo, con las manos en los bolsillos, sin nada que hacer, barrigón, con la cara porcina, con los ojos pequeños y la piel colorada, medio calvo, y los pocos pelos que le quedan, canos.
Yo lo conocí de otra forma, de otra condición. Hace ya mucho tiempo de eso, treinta o treinta y cinco años, más o menos. Nino era un muchacho flaco, moreno. Llevaba puesta siempre una gorra blanca que tapaba su tupida media melena, de pelo negro como el azabache, siempre alegre, siempre sonriente. Me acuerdo de él cuando iba por casa y preguntaba por mi hermano, y acto seguido, instantes después, salían los dos en dirección al río, con otros chavales, de pesca. Me acuerdo como si fuera hoy. Yo, un niño de apenas ocho o nueve años, los seguía. Me acuerdo que mi hermano se percataba de que los seguía y me tiraba piedras, o si me tenía cerca me pateaba el trasero para que volviera a casa, porque yo era muy pequeño para irme con ellos, que eran mayores, así que me tenía que ir, sí o sí. Recuerdo que era Nino el que siempre terciaba, y le decía, deja ya al chiquillo hombre, no le pegues, que se venga, total que daño hace. Yo entonces era el crio más feliz del mundo, me iba con los mayores, a pescar. Yo, entonces tenía a Nino casi como un héroe. Él, cariñoso siempre conmigo, me llamaba siempre mascota, yo era la mascota de la pandilla, el más pequeño, y yo siempre andaba revoloteando alrededor de Nino. El me enseñaba a pescar, a coger la caña, a tirarla, a poner el cebo, a recoger.
Aquellos años pasaron. Yo entre en la adolescencia, y Nino, mi hermano y los otros, la abandonaron. Ahí fue donde empecé a perder la pista de Nino. Se iban a otros pueblos, se echaban allí novia, se iban a la mili, volvían, se casaban. Nino se fue a la mili y cuando vino lo hizo con la firme intención de poner tierra de por medio. Unos se iban a Barcelona, otros a Madrid, otros al norte. Nino se fue a la Guardia Civil. Hizo las pruebas y aprobó. Se casó con su novia, una chica de El Monte, con la que Nino salía desde hacía algún tiempo, y se fueron a Madrid porque a Nino lo destinaron allí de primeras. Nino se fue como tantos otros, eligió Madrid y la Guardia Civil para huir del arado y de El Llano, esos de los que tan presto huimos, pero que tanto echamos de menos. Allí en Madrid estuvo unos años, no sé si muchos o pocos, algunos, los suficientes para que nacieran sus tres hijos y se malograra el embarazo de un cuarto.
Un buen día las malas llegaron. Destino al País Vasco, en plenos años de lodo y de miedo, en plena década de los ochenta, cuando un día sí y otro no, desayunabas escuchando la noticia de otro guardia muerto, de otro soldado, de otro policía, de otra bomba, de otra viuda, de otros huérfanos, de otra madre. Un buen día. ¡Qué digo! Un mal día, a Nino lo destinaron al País Vasco, a una casa-cuartel que era más fortaleza que casa cuartel, con muros altos de hormigón, y alambradas, y sistemas de seguridad a prueba de bombas. Allí, al principio, Nino se llevó a toda la familia, a la chica de El Monte, a sus tres hijos. Duró poco aquello. Nino tenía miedo a la ida o la vuelta del colegio, o a la salida de ella al supermercado o la carnicería del pueblo más cercano. La gente allí sabía quienes eran, lo que eran. La gente allí sabía que no eran unos inmigrantes sureños más que habían ido a quitarse el hambre en la construcción o en las fábricas, no. La gente sabía que eran inquilinos de aquella fortaleza que estaba a escasos diez kilómetros del pueblo, y los miraba con odio, a todos, a los niños también. Así que Nino se curó en salud y los mandó de vuelta a El Llano, primero. Luego se fueron a El Monte, con los padres de ella.
Fueron años duros, de miedo, de soledad, de mirar bajo el coche cuando salía de la seguridad de la fortaleza, de mirar de cuando en cuando para atrás, de no dar la espalda a la puerta cuando entraba en un bar. Sí; fueron años duros. Allí, en la casa cuartel había familias. Las familias de los guardias que estaban allí por vocación, hijos del cuerpo, nietos del cuerpo, casados con hijas del cuerpo, y que seguramente engendrarían futuros miembros del cuerpo. A veces Nino los miraba con envidia, como tenían asumido que un día, un mal día les podía tocar a ellos. Y las mujeres, con que entereza lo afrontaban, con que valor. Casi sentía vergüenza, él, que no había tardado nada en mandar a su familia bajo el amparo y seguridad de su tierra, él, que había preferido pasar en soledad aquel amargor, aquel miedo. Ni él ni su mujer estaban preparados para aquello. Él no era hijo del cuerpo, ni su mujer tampoco, ni sus hijos serían mañana guardias. Él solo quería huir del arado, de El Llano, de la pobreza en la que vivieron sus padres, su familia, una familia numerosa, el padre, el viejo Milhambres, la madre, nueve hijos, una casa que se caía a cachos, un pedazo de tierra que no daba nada de si para alimentarlos a todos, miseria, miseria y más miseria. A veces Nino se preguntaba si no hubiera sido mejor optar por la construcción, por la hostelería, por la fábrica. Sí, a veces lo pensaba. Pero él, a pesar de la pobreza, siempre fue espabilado, inteligente. Le gustaba estudiar, y como no iba a ir a la universidad, porque no, porque no había, porque tenía que echar una mano en casa, porque eran muchos, se sacó las oposiciones a guardia, así acabó la mili, como tantos otros, del sur, extremeños, andaluces, gentes que hoy estudiarían una carrera, cualquiera, en aquella época se tuvieron que contentar con las oposiciones a la Guardia Civil, o a la Policía Nacional, o a Correos, o...
Al principio de irse, Nino hizo gala de su ingenuidad. Se intentó poner en contacto con la gente de El Llano que andaba por allí, por el País Vasco emigrada. Indiferencia. Esa puede ser la palabra. Lo evitaban. No, no podemos quedar. No, no puedo bajar a echar un café, ni una cerveza, ni de chiquitos, es que tengo que hacer. No, no vengas Nino, no vamos a estar en casa, es que vamos a San Sebastián, de médicos. Pero si es sábado. Sí, bueno, y qué, es qué no puede haber médicos que trabajen los sábados. Un día, un paisano, un amigo de toda la vida de Nino, uno de la pandilla que iba a pescar con él y con mi hermano cuando eran chavales se lo dijo claro. Qué no, Nino, que no nos podemos ver. Mi mujer no quiere, y tiene razón. Esto es pequeño, todos nos conocen, tú eres guardia y si nos ven pueden pensar que...vamos ya sabes, que no es buena idea, ya nos veremos en el pueblo, en agosto, porque vas a ir, no, pero aquí no, si nos ves en la calle, mejor que ni nos dirijas la palabra, que estos tíos no se andan con chiquitas, que te dejan seco tirado en la acera de un tiro a la menor sospecha, menudos son, lo comprendes verdad, le dijo el paisano, que le hablaba con un acento del norte marcado, que se había comido al acento del sur, para pasar desapercibidos, para que nadie notara que venían del sur, que vieran que se integraban, sí, que eran nuevos vascos, padres de vascos, abuelos de vascos, y sus hijos hablarían euskera, y le llamarían "aita", no abuelo, en castellano,...
Fueron doce años allí, pero a Nino se le antojaron cien. Los hijos crecían, y él envejecía, lejos de ellos, viéndolos una vez al mes, cuando reunía cuatro o cinco días libres y tiraba para la tierra a verlos. Entonces fue cuando empezó a beber. Al principio poco. Luego...Un psicólogo del cuerpo le dio la baja, por depresión. Lo apartaron del servicio definitivamente hará diez años. Su mujer, la de El Monte, lo dejó, definitivamente. Sus hijos se fueron con ella. Nino se vino a El Llano, a casa de sus padres, a esa casa que se caía a cachos cuando él salió de ella para casarse. Ahora vive él solo con los viejos. Sus ocho hermanos, milhambres como él, se buscaron la vida, unos sin salir de El Llano, otros fuera, como Nino, pero no de guardias, como él.
De cuando en cuando voy a El Llano lo veo y lo saludo, le recuerdo cuando me llamaba "la mascota", cuando íbamos al río a pescar y él me enseñaba a tirar la caña, y a recoger, y a poner el cebo, paciente. El sonríe y noto un halo de nostalgia en su mirada. Sonríe y, por un momento, me parece la sonrisa de aquel chaval de quince años, moreno, con una gorra blanca y una sonrisa siempre en los labios. Aquel chaval al que la vida, y la indiferencia de los suyos le convirtieron en un alcohólico, que mira la vida pasar en el pueblo que lo vio nacer y que lo vio salir hace años, del que huyó hace años, y que hoy lo acoge, derrotado.

2 comentarios:

  1. Como siempre, me ha gustado tu relato, entrañable, sencillo y muy humano. "... País Vasco, en plenos años de lodo y de miedo, en plena década de los ochenta,", así dices en tu historia; yo les llamaría años de plomo, sangre y dolor, mucho dolor... El miedo no tenía cabida en aquella gente, no eran del todo conscientes del peligro que corrían; lo asegura quien sabe algo de ello. Cordial saludo

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    1. Sí, muchas vidas quedaron en el camino, y muchas personas, que vivieron para contarlo, vieron su juventud y su vida marcadas. Saludos.

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