miércoles, 21 de noviembre de 2012

El almuerzo.

Como siempre, don Blas acudió al restaurante sobre las 3 de la tarde. Siempre lo hacía aquella hora, sin haber reservado mesa previamente, para enfado de los camareros, pues siempre había alguno que se tenía que quedar hasta una media hora después del cierre del turno de comidas, para atenderlo.
Don Blas entró con ese aire de suficiencia con el que siempre van los hombres importantes, seguido a pocos pasos por su guardaespaldas. Saludando a la chica del guardarropas con un tímido "hola" a la vez que hablaba por el móvil. Se dirigió hacia su mesa de todos los días, junto a uno de los amplios ventanales, desde los que se gozaba de una de las mejores vistas de la ciudad. Los responsables del restaurante, vista la importancia que tenía don Blas como cliente, decidieron poner en aquella mesa el cartelito de "Mesa Reservada", indefinidamente, cualquier día a cualquier hora, don Blas se podía presentar, y a él le gustaba aquel sitio junto a las ventanas.
Sin dejar de hablar por el móvil, se sentó a la mesa, y Pepe, el maitre le dejó una carta, para a continuación disponerse a ir a prepararle un Dry Martini que le llevaría minutos después acompañado de un platito de almendras saladas. Era lo que le servían todos los días, antes de la comida, como aperitivo.
-¿Qué tal Pepe?-; preguntó don Blas al maitre tras terminar la conversación telefónica, mientras este depositaba el Dry Martini y las almendras encima de la mesa.
-Pues ya ve, don Blas, la rutina diaria. ¿Ha decidido ya que va a tomar hoy?- preguntó diligente Pepe. -¡Psss! A ver que tal está hoy esa merluza.
-Como siempre, don Blas; de primera.¿Cola o cogote?
-Cogote, a la bilbaína, y que no le echen sal a las patatas.
-¿Un ruedita blanco para acompañar?-; sugirió el maitre.
-Si, vale, o un albariño. Como prefieras, lo dejo a tu elección. ¡Ah, por cierto, Pepe! Vendrá un tal Ricardo Capote preguntando por mi.
-Muy bien don Blas, en cuanto venga yo mismo lo conduciré hasta aquí.
El maitre se fue hacia la cocina y don Blas se quedó allí, saboreando el Dry y mirando hacia el ventanal con la vista perdida en la inmensidad de la ciudad. Le gustaba tanto aquel sitio, que hacia tiempo había decidido venir a diario a comer allí, y no solo por la calidad de la cocina; comer en Estuardo era una seña de identidad, un lujo que solo los más poderosos podían permitirse. El local era una maravilla, enclavado en el ático de uno de los edificios más emblemáticos de la urbe, con unas vistas únicas. Uno de los camareros le acercó, como todos los días, la prensa, y don Blas comenzó a ojear el diario, con desgana, sin leer detenidamente nada, por matar el tiempo.
Llegó la merluza y el vino y cuando don Blas se disponía a dar cuenta de ellos, se presentó el maitre de nuevo acompañado de un tipo bajito y achaparrado con cara de ratón. Era Ricardo Capote, el subsecretario de sanidad del gobierno de la nación.
-¡Ah, Capote!- dijo don Blas haciendo amago de levantarse.
-Por favor, don Blas, continúe sentado-dijo Capote, haciendo como que le impedía levantarse sujetándole el brazo amistosamente.
-¿Ha comido ya?-; preguntó don Blas al recién llegado. -¡Pepe, una carta para don Ricardo!-.
-No, no. No se moleste don Blas. Yo soy hombre de poco comer y de hacerlo temprano. Ya he comido- se apresuró a decir Capote.
-Bueno pero un café si me aceptará. Es que me da no se que estar yo aquí comiendo y usted ahí mirándome, sin nada que llevarse a la boca.
-Bueno. Para acompañarle me tomaré un cortadito.
-Pepe, por favor, un cortado para el señor.
-Ensiguida, don Blas.
El maitre marchó en busca del café y Capote se sentó en frente de don Blas.
-Bueno, Capote. ¿No tiene nada que contarme?-; dijo don Blas repartiendo la vista entre la merluza que estaba comiendo y el hombrecillo con cara de ratón que tenía en frente.
-Lo que le comenté la semana pasada está hecho ya, amigo mío. A principios de año, el gobierno quiere sacar la ley adelante. No será fácil, ya sabe que en este país hay costumbres sagradas, y eso de fumar en todos lados es una de ellas, pero por otro lado, el ministro es consciente de que todos los países de nuestro entorno han aprobado leyes similares y nosotros no podemos quedarnos atrás-.
El maitre llegó con el café y lo puso al lado de Capote.
-Claro que si-, convino don Blas, -Esa ley es vital para nosotros, amigo Capote. No para hoy, sino para un futuro a medio-largo plazo-.
Don Blas terminó su merluza y apuró el último trago de verdejo que le quedaba en la copa. Un camarero se apresuró a retirar el plato vacío y Pepe, el maitre, se presentó raudo, a preguntar a don Blas si iba a tomar postre, recomendándole un excelente pudin de ciruelas con el que los encargados de repostería habían logrado superarse una vez más.
-¿Pudin de ciruelas?. Vamos a probarlo, Pepe, y me traes después un carajillo de coñac. ¿Usted, Capote va querer algo más?-; dijo don Blas mirando al subsecretario.
-No, no. Nada más. Con el café estoy servido, gracias.
Don Blas sacó del bolsillo interior de su americana un estuche de piel marrón y de él, un cigarro puro. Tras olerlo, procedió a cortarle la punta de la boquilla con un pequeño cortapuros dorado que sacó, también del mismo bolsillo.
-¡Oh!, perdón, Capote. ¡Qué cabeza la mía! ¿Quiere usted uno?-; dijo don Blas ofreciendo al hombrecillo el estuche de piel lleno de puros.
-No, no; don Blas. Yo no fumo. Gracias
-Yo si no le molesta si voy a fumar. Un habano auténtico, ¡hummmm!. ¡Un lujo y un placer, amigo Capote-; y dicho esto, don Blas procedió a encender el puro.
Mientras don Blas encendía el puro, Capote esbozó una sonrisa.
-Hay algo que no entiendo don Blas. Un fumador de puros como usted, haciéndonos hincapié para que aprobemos una ley que restringirá el consumo de tabaco en lugares públicos como este restaurante, por ejemplo. No le entiendo.
-¡Jajajajajaja! ¡Amigo Capote!. Pero es que la ley que van a sacar ustedes, y que nosotros les hemos sugerido al oído que la aprueben sin más dilación, no va dirigida a gente como yo.
-¿A quién, entonces?.
-Verá usted, Capote. Esa ley, va dirigida al pueblo llano. Ustedes, como gobernantes que son, deben mirar por la buena salud de su pueblo, ¿no?, pues que mejor medida que restringir el consumo de tabaco, cuyo humo es muy nocivo, en lugares públicos, y llevar una política activa en contra de él.
-Sigo sin entender a qué viene ahora tanta preocupación, cuando el Estado recauda una suma nada desdeñable en impuestos para el tabaco.
-Mi querido Ricardo. Pero que corto de vista es usted. Que poca visión de futuro. No me extraña que sea usted político-, dijo don Blas esbozando una sonrisa. Le encantaba torturar a los políticos, tutearlos impunemente y ridiculizarles, haciéndoles ver que no eran más que meras marionetas en sus manos.-Verá, amigo mío- continuó hablando don Blas, - La preocupación no es del Estado, sino nuestra, del grupo de empresarios al que me digno representar.
-Perdóneme, don Blas, pero cada vez estoy más perdido-, dijo Capote al que le empezaban a llorar los ojos a causa del humo del puro que su compañero de mesa se estaba fumando.
-Pues es bien fácil. El negocio, en un futuro no muy lejano, va a ser la sanidad. Por supuesto la sanidad privada.
-¿La sanidad privada?. Pero en este país tenemos una estupenda sanidad pública-.
Don Blas esbozó una amplia sonrisa, y dedicó una mirada de desdén a Capote, como si lo que acababa de decir fuera una memez. 
-Pero eso de la sanidad pública no tiene futuro, mi querido Capote. El negocio está, simplemente en que nosotros nos hagamos cargo de gestionar esa sanidad tan maja que dice usted que gozamos, y que el personal pague y no se nos ponga enfermo. ¿Me comprende usted, amigo mío?.
-A ver si he comprendido bien. Usted sugiere que en unos años, digamos equis, la sanidad que va a haber va a ser privada, si, o si. Y que lo que, ustedes quieren, es que el personal pague una cuota mensual, pero que no la utilicen. De ahí esta nueva ley contra el tabaco.
-Y otras nuevas leyes que vendrán, amigo capote. Restrictivas, por supuesto, contra el alcohol, la obesidad, las grasas de la comida basura es malísima, amigo Capote. Deben ustedes como gobierno mirar por la salud de su pueblo.
- Y de paso por la salud de los bolsillos de ustedes, ¿no?
-Veo que me ha comprendido perfectamente amigo mío.
Don Blas le dio una nueva calada a su puro y miró por el amplio ventanal, hacia la nada. Con aquellos tipos, pensaba, no se podía. No entendían nada. Estaba seguro que el ministro, a última hora se le rajaría y pondría matices a sus planes. De todos modos, por ahora, eran necesarios. 


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