sábado, 3 de noviembre de 2012

Las luces de África.

Hacía calor, a pesar de la ligera brisa que agitaba la fina arena de la playa. El mar, calmado en aquella hora, apenas se movía en olas pequeñas contra la tierra, el cielo estaba plano y azul, sin asomo de ninguna nube, se juntaba a lo lejos con el mar, fundiéndose los dos en uno solo horizonte azul lejano. Raymond se sentó sobre la arena y perdió su mirada en la inmensidad del mar. Allá, a lo lejos, decían los lugareños que en los días más claros, se podían distinguir al anochecer las luces de África, la África desde la cual llegó él a aquella misma playa, hacía diez años ya, exhausto, casi desmayado, en una mañana fría de mayo. Estuvo a punto de morir a consecuencia de la hipotermia, en un viaje que se le antojó largo, desde la costa africana, en aquella patera, rebosante de gente asustada, aterida de frío. Hoy, Raymond acudía a aquella playa, después de haber reconocido el cadáver de su hermano pequeño, al que el destino le tenía deparada una suerte distinta a la suya, su hermano no había resistido la hipotermia, el miedo, el cansancio, la angustia, y había muerto antes de que la patera tocara tierra, hacía ya dos días.
Raymond había sido localizado por la policía en su casa de Madrid. Al ver a los agentes ante su puerta se había asustado, seguía temiendo a los uniformes después de tantos años de ir de un lado a otro sin papeles, siempre con el miedo a ser detenido y deportado, siempre escondiéndose. Aunque llevaba ya dos años regularizado, Raymond nunca perdería ese miedo. "¿Es usted Raymond Malik?" le había preguntado el agente más joven de los dos que se presentaron en su casa. "Si, yo soy", había contestado él, con un hilito de voz, en su español farfullante y macarrónico. El agente joven le informó entonces de la llegada y interceptación en aguas del estrecho, hacía un día, de una patera, en la que varios de sus pasajeros habían llegado muertos. Uno de los pasajeros de la patera, había reconocido a uno de los cadáveres como Fabien Malik, y había dado su nombre, como familiar del muerto residente en España. A Raymond le dio un vuelco el corazón al oir el nombre de su hermano pequeño. Los agentes le dijeron que debía viajar lo antes posible hacia allí para el reconocimiento del cadáver.
Había viajado hacia el sur, durante toda la noche en autocar, pensando en su hermano, que era apenas un niño cuando él salió de su país, hacía diez años. Raymond había procurado mandar dinero a su madre, para el mantenimiento de sus hermanos, para que fueran a la escuela, para que ella no tuviera que trabajar tanto, para que pudieran tener una vida mejor. A pesar de ello no había conseguido mantener a su hermano pequeño allí. La pobreza, la guerra, la falta de expectativas, hacían que un joven, una vez había crecido lo suficiente intentara dar el salto a Europa, buscando una vida mejor, buscando un futuro, huyendo de la guerra, de la pobreza, de la falta de expectativas. A su hermano le había entrado la misma enfermedad que a todos en su tierra y había huido de allí, rumbo a Europa, rumbo al norte, y había muerto en el empeño.
Llegó a la ciudad costera hacia el alba. Cogió un taxi que le condujo a la comandancia de la Guardia Civil. Allí le condujeron a un tanatorio en el que guardaban los restos de su hermano. Hacía diez años que no lo veía, pero efectivamente era él, lo reconoció enseguida, pues el cadáver no estaba demasiado deteriorado. La Guardia Civil le hizo una serie de preguntas y le dijo el nombre de la persona que había dado el nombre de su hermano y el suyo propio como familiar residente en España. El comandante de puesto le puso al corriente de lo inusual del hecho, pues la mayoría de los muertos de las pateras eran enterrados en el cementerio municipal sin identificar. Le condujeron al hospital, a una habitación donde se hallaba aquel hombre que había dado los datos de su hermano. Lo reconoció enseguida, era el mismo al que había recurrido él, a las afueras de Tánger, diez años antes para cruzar el estrecho y venir a Europa. Se miraron los dos durante unos instantes, el hombre tumbado en la cama, convaleciente, también pareció reconocer a Raymond. Uno de los agentes le informó que aquel era el tipo que había dado el nombre de su hermano y le preguntó si lo conocía. Sospechaban que pertenecía a una mafia que se dedicaba a transportar gente desde las costas de Marruecos a España. Raymond mintió y dijo que no lo conocía. El agente le preguntó que como entonces había dado aquel tipo el nombre de su hermano y el suyo propio. Sin dejar de mirar el rostro del herido, del tipo que le había conducido hasta allí hacía diez años, y a su hermano hasta la muerte, hacía apenas un día, Raymond dijo al agente que no lo sabía, que probablemente su hermano, en su agonía bien podía haber dicho a aquella persona su nombre y el suyo propio, sabiéndose ya próximo a la muerte. El agente asintió y dijo que bien podría ser así. Salieron del hospital y dejaron al hombre tumbado allí en su cama. Raymond esperaba no tener que verlo más en su vida.
Después de arreglar algunos asuntos burocráticos referentes al entierro del cadáver de Fabien, Raymond se había sentido agobiado. Tras salir de la comandancia de la Guardia Civil, había caminado hasta la playa y se había sentado allí, a contemplar el mar y el cielo azul y a pensar. El sol de la tarde empezaba a declinar, y la gente que antes estaba allí, tomando el sol, paseando, bañándose, comenzaba a marcharse. Raymond permaneció allí sentado, indiferente a todos, mirando el horizonte y pensando. Extendió su mano, como si intentara tocar ese fondo azul donde el cielo y el mar se unían, como si con su mano pudiera tocar la otra orilla del mar, África. Pensó que tendría que buscar un sitio donde dormir, pues hasta el día siguiente no enterraban a su hermano, pensó que algún día traería allí a su hijo, le enseñaría aquella playa, donde él había desembarcado de una patera, exhausto, casi moribundo, diez años antes y donde su hermano pequeño había llegado muerto, apenas hacía dos días.
Empezaba a anochecer y a lo lejos, se vislumbraban lo que parecían ser unas luces lejanas. Sin duda eran las luces de África que lo saludaban desde otro lado del mar, pensó Raymond, como decían los lugareños que pasaba en los anocheceres claros.

2 comentarios:

  1. Cada vez estoy más sorprendido de tu vasto repertorio de relatos y poesías, sobre todo de la prosa; siento una sana envidia de tus dotes literarias porque quisiera tener una facilidad similar para crear de cualquier tema una narración como tú haces. Yo he escrito bastantes cosas y no se me da del todo mal, pero me falta suscitar la base para poder desarrollar nuevos contenidos. Soy consciente que la Literatura, como las demás artes, tiene buena parte de innata, pero necesitan… digamos… ser talladas, como un diamante en bruto. Pero claro, si no hay diamante...

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  2. Hola Jesús:
    Ante todo, gracias.
    Verás, yo solo miro, observo la realidad que se abre cada día ante mi, después intento darle forma en un folio, en este caso en el teclado del ordenador. Para mi, la literatura en general, en prosa o en verso, está ahí, en la calle y solo hay que alargar la mano y cogerla, y después, claro, moldearla un poco.
    De todos modos, Jesús, yo solamente soy un aficionado, no paso de ahí, ni tampoco quiero, al menos por ahora.
    Estoy seguro de que tus escritos, son y serán muy buenos. Espero alguna vez leer alguno.
    Saludos y gracias.

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