martes, 13 de noviembre de 2012

El don y la cerrazón.

Bernardo Molinos, había nacido en una casa baja, justo al lado de la carretera que conducía al cementerio del Este, en Madrid, a principios del siglo XX. El padre de Bernardo era chatarrero, y la familia por tanto, pobre. El niño Bernardo Molinos, complementaba sus estudios en una escuela nacional elemental del barrio, con la recogida de chatarra, junto a su padre, a diario, montado en una carreta tirada por un viejo jamelgo, por las calles de aquel Madrid.
Un día, cuando tenía ocho años, recogiendo unas cacharros de chapa de la calle acompañado de su padre, en el suelo tirado, se encontró un viejo tablero de ajedrez. El tablero era de madera, tosco y gastado, y las fichas que estaban dentro de una pequeña caja de fina madera de marquetería, estaban talladas como a cuchillo, en formas rudas y rectilíneas, cúbicas y perfectas, pero también pobres y sin adornos. El caballo no llegaba ni a caballo de tiovivo, y la torre era cuadrada y castrense, como la torre del pendón de Castilla, los alfiles eran apenas unos obeliscos mal terminados, la reina y los reyes eran obeliscos, más altos que los alfiles, los reyes con una cruz por cabeza y las reinas con una testa puntiaguda, y los peones eran insignificantes e iguales, todos ellos. A pesar de su tosquedad, al pequeño Bernardo le gustó aquel ajedrez y se lo quedó, como único regalo de navidad, para un niño que no sabía que era un regalo de navidad, ni que aquel tablero tan raro era un juego de ajedrez, ni para que servía.
Así pues, un día, a Bernardo se le ocurrió llevar el viejo tablero y las fichas a la escuela, y le preguntó a don Cesar, el maestro, que qué era aquel tablero tan raro, con sus recuadros blancos y negros, y para que servían aquellas piezas, que representaban a un caballo, y a la almena de un castillo, y a no se que otras cosas más. Don Bernardo le dijo que aquello era un juego de ajedrez. Un juego de estrategia muy antiguo, traído por los árabes. Un juego que parecía simple y fácil de jugar, pero que era el juego de estrategia más complicado que el hombre había creado, y que en el medievo, era jugado por príncipes y reyes y por gentes principales, de los más principales reinos de todo el mundo. Don Cesar enseñó a Bernardo las reglas del ajedrez, y pasado el tiempo, se dio cuenta de que aquel diablo de niño había nacido para controlar aquel juego a su antojo. En poco tiempo, no solo le ganaba a él, casi con los ojos cerrados, sino que le ganó a otros tres profesores del colegio, ajedrecistas aficionados, también, pero consumados jugadores. Aquel niño era un portento de aquel juego, un fuera de serie.  Memorizaba rápidamente las jugadas y entendía como nadie los conceptos táctica y estrategia, anticipándose en tres o cuatro jugadas a sus adversarios y preveiendo en el tablero las posibles amenazas. Cuando salía del colegio, los días que no acompañaba a su padre, Bernardo se paraba en un parque cercano a su casa y era retado por otros niños a una partida. Por supuesto, él les ganaba a todos con suma facilidad, y aún así, siempre había cola ante el banco en el que se sentaba con su viejo tablero.
Una tarde, pasó por allí Luis Valbuena. Luis era un niño de barrio rico, del barrio de Salamanca, y de vez en cuando se dejaba ver por aquel parque cercano a la plaza de las Ventas. Estudiaba en el Liceo, un colegio para niños ricos como él, en el que se potenciaban las actividades creativas como el ajedrez. Luis era el mejor jugador de su colegio, con diferencia. Aquella tarde le sorprendió ver cierto arremolinamiento de niños ante un banco. Supuso que habría allí alguna partida de canicas y se acercó a ver. Se sorprendió de que lo que estaban mirando ensimismados aquellos niños era, a otros dos niños jugando al ajedrez. Luis preguntó porque había tanta gente allí, viendo aquello. Un niño, alto y fuerte, de cara renegrida, le contestó que estaban allí a ver si alguien le ganaba al hijo del chatarrero, que era un portento en aquel juego. Vio sentarse y levantarse a varios niños, derrotados irremisiblemente por Bernardo. Preguntó si le dejaban intentarlo a él y nadie se opuso. Se sentó a jugar. A diferencia de los demás, Luís le planteó muchísima mas resistencia a Bernardo, tanta, que empezó a anochecerles allí, y tuvieron que interrumpir la partida.
-Si quieres mañana podemos continuar, pero en mi casa-; le sugirió Luis a Bernardo.
-Vale-; aceptó Bernardo.
Al día siguiente, después de salir de la escuela, Bernardo se encaminó hacia el barrio de Salamanca. Siempre le había gustado aquel barrio y siempre se había dicho a si mismo que le gustaría vivir en alguno de aquellas casas tan señoriales y tan elegantes. Entró en el portal de la casa de Luís y fue interrogado por el portero que le preguntó que donde iba. Dio el nombre de Luis, un niño que vivía allí, en el cuarto C. Para cerciorarse de que Bernardo no fuera ningún raterillo, acompañó al niño hasta la puerta del piso y tocó él mismo el timbre. Abrió una criada vestida de negro, con una cofia blanca en la cabeza.
-Este niño, que pregunta por el señorito Luis-; contestó el portero ante la mirada interrogante de la criada, sorprendida de verlo acompañado por aquel niño.
Irrumpió en la escena Luis, desde el fondo del pasillo. -Si, Brígida, he quedado con ese chico aquí. déjelo pasar-; demandó imperiosamente a la criada. Esta, se hizo a un lado y dejó pasar a Bernardo, que iba mirando a todas partes de aquel piso tan grande, tan lujoso, tan limpio, con un suelo tan brillante y tan liso, con unos muebles tan finos. Fueron al cuarto de Luis, y este sacó de un armario un impresionante juego de ajedrez. Era de madera, pero nada tenía que ver con el que se encontró Bernardo entre la chatarra. Estaba pulido y brillante, y las piezas estaban graciosamente acabadas. El caballo era un caballo de verdad, el alfil tenía una tiara como la de un cardenal, y el rey y la reina lucían una gran corona, la del rey con una gran cruz encima de ella, las torres parecían a las almenas que Luis había visto dibujada en su libro de historia, y los peones semejaban auténticos soldados de infantería. El ajedréz impresionó mucho a Bernardo que se quedó boquiabierto admirándolo. Precisamente por eso, Luis lo había invitado a su casa, para celebrar la partida en ella. Quería impresionar a aquel niño que vivía en el camino del cementerio del Este y quería ganarle, porque Luis, a sus doce años, ya se tomaba muy en serio aquello del ajedrez, se sentía el mejor, y nadie, y menos que nadie un patán como aquel, podía ganarle.
Bernardo continuó admirando aquel tablero y aquellas fichas tan hermosas. -¿Te gusta?-; le preguntó Luis observando aquel niño ensimismado mirando las piezas una por una. -Es un regalo de mi padre, Si eres capaz de ganarme, es tuyo-.
Bernardo abrió los ojos como platos ante aquella oferta. -No, yo no puedo corresponderte. Ni tengo ni podría permitirme un ajedrez así-; le contestó.
-Ya lo sé. Es para que veas lo seguro que estoy de ganarte-; replicó Luis.
 Sin más, empezaron a jugar y la partida se prolongó por espacio de dos horas, en las cuales la criada, Brígida entró para dejar al señorito, y a su amiguito, la merienda. Merienda que no tocaron, tan ensimismados estaban  los dos niños, intentando ganarse el uno al otro. Al final, la victoria fue para Bernardo, para sofoco y enfado de Luis, que no sabía como aquel mocoso raquítico, aquel chatarrerillo insignificante, le había podido ganar. Se hizo un tremendo silencio entre los dos niños, después de que Bernardo dijera lo de, "jaque mate". Luis, incrédulo, se había quedado mirando al tablero. Efectivamente, era jaque mate. ¿Cómo había podido suceder?. No lo había visto venir. Al final, con expresión sería, mirando fijamente a la cara de Bernardo, dijo: -El tablero es tuyo. Llévatelo.
-Es un regalo de tu padre. No puedo aceptarlo-; protestó Bernardo.
-Yo soy un caballero, y un caballero nunca falta a su palabra. El tablero es tuyo, cógelo y llévatelo o me estarás insultando-; sentenció muy serio Luis, guardando las fichas en un precioso estuche forrado de cuero y alargando este y el tablero a Bernardo. -Eso si; lo puedes poner en juego, si lo deseas, mañana, por ejemplo, o cuando a ti te venga bien. Igual me da un día que otro. Solo has tenido suerte, mucha suerte. ¿Que dices? ¿Aceptas?.
-Está bien. Pero yo solamente puedo jugar los jueves por la tarde. Los demás días tengo que estudiar, y los sábados y los domingos tengo que ayudar a mi padre con la chatarra-; dijo Bernardo, con el voluminoso tablero debajo del brazo.
-Está bien, Pues hasta el próximo jueves entonces. Te acompaño hasta el portal, no sea que te vean la criada, mi padre o el portero con el tablero, y crean que lo has robado.
Así pues, a partir de entonces, empezaron a quedar todos los jueves, en un parque público o en casa de Luis, a seguir con el reto. Las partidas empezaron a prolongarse en el tiempo, y empezaron a durar semanas, meses, y alguna llegó a durar casi un año. Pero todas terminaban igual; ganando siempre Bernardo. Y así fueron pasando los años, y aquellos dos niños se fueron convirtiendo en adolescentes, cada uno con su modo de vida y sus circunstancias.
Luis acabó el bachillerato, fue a la universidad y se hizo abogado y economista, como quería su padre, que era uno de los principales accionistas de uno de los grandes bancos del país y le había prometido un puesto de campanillas en la planta noble de la sede del banco como premio a su esfuerzo en los estudios.
Bernardo siguió la trayectoria de su progenitor, y se dedicó a recoger chatarra por las calles de Madrid, eso si, cambiando el viejo carro tirado por el viejo penco por una camioneta de tercera, o cuarta mano.
Pero los dos siguieron acudiendo cada jueves a su cita con el ajedrez, y siempre seguía ganando Bernardo, que seguía siendo intratable, que cada día jugaba mejor, y por lo tanto, el precioso tablero que años atrás le había ganado a Luis, seguía en su poder.
El tiempo continuó pasando, y los adolescentes se convirtieron en jóvenes. En aquella época, en España se proclamó una república. Esta circunstancia turbó a Luis y a su familia algo, y alegró a Bernardo y a la suya mucho.
Luis empezó a seguir a un joven abogado, hijo del dictador don Miguel Primo de Rivera, que había fundado un pequeño partido de ideología fascista.
Por el contrario, Bernardo se afilió a la CNT y a la FAI. Bernardo no podía ser otra cosa que anarquista, como lo había sido siempre su padre y, antes que su padre su abuelo. Para que luego digan que los anarquistas no siguen las tradiciones familiares.
El caso es que el panorama político-social se empezó a poner turbio, huelgas, protestas, conatos de revolución, conatos de golpes de estado, los unos desaforados y los otros contestones, y pasó lo que tenía que pasar, el 18 de julio de 1936, el país quedó dividido tras un intento de golpe de estado dado por unos militares africanistas, dirigidos por el general Franco y estalló la guerra civil. Una catástrofe, una tragedia, un caos.
Luis, que por aquel entonces militaba en Falange tuvo que salir por piernas de Madrid, no sin antes casarse con su prometida, una chica de buena familia, a la que había jurado amor eterno y, que si Dios no lo impedía, sería la madre de sus hijos. Se decía que los rojos estaban dando "matarile" a todo quisque sospechoso de faccioso. Se fue hacia el sur, al encuentro del ejército nacional y se unió a él.
Bernardo se quedó en Madrid y participó como miliciano en su defensa. Fueron meses y meses de bombardeos, de hambre, de muertes, de miedo, de incertidumbre. Bernardo también encontró el amor, y se casó con una miliciana, anarquista como el, que si el tiempo y la guerra no lo impedían, sería para él lo que la chica de buena familia sería para Luis, la madre de sus hijos. La capital cedió y el ejército nacional la tomó y Luis con ellos.
Nada más entrar en la capital, lo primero que se le ocurrió fue ir a su casa a ver que había sido de sus padres, y de su esposa. Todos estaban bien, a Dios gracias. Lo segundo que se le ocurrió, fue preguntarse, nada más entrar en Madrid, por Bernardo, su "íntimo enemigo" y contrincante ajedrecístico, y el que tenía la pieza que se había empeñado en recuperar nada más perderla, aquel primer día en que el se enfrentó a él por primera vez.
Salió vestido con su uniforme de alférez y se dirigió a la carretera del cementerio del Este para preguntar por Bernardo. Y por aquel barrio se recorrió tabernas y cafés, preguntando a unos y a otros si sabían que había sido de Bernardo, el hijo del chatarrero. En una taberna le dijeron que estaba preso, y que a buen seguro lo fusilarían. Luis se informó sobre la prisión en la que estaba Bernardo y fue a ella, y revolvió Roma con Santiago para testificar en favor suya, incluso mintió, alegando que aquel hombre, anarquista, si, le había salvado la vida avisándolo cuando Madrid estaba todavía en poder rojo, de que pusiera tierra de por medio y se largara de allí porque lo iban a matar. Incluso hizo que su padre moviera algunos hilos para salvar a aquel desgraciado. Lo consiguió al final. A Bernardo le conmutaron la pena de muerte por la de cinco años de trabajos forzados, cumplidos los cuales salió y volvió a Madrid, y se llegó personalmente hasta la casa de Luis para darle las gracias por haberle salvado la vida.
-No me des las gracias. Te he salvado porque tienes una cuenta pendiente conmigo, que sino...-; le había dicho Luis a un atónito Bernardo.
Aquel tipo estaba verdaderamente obsesionado con el ajedrez y con recuperar el tablero y se tomaba aquello como una afrenta. Bernardo le sugirió que podría devolverle el tablero, pero Luis no quiso. Él quería conquistarlo como lo había perdido hacía tantos años, jugando.
Y así volvieron los dos a reunirse cada jueves a continuar con sus partidas. Y un año tras otro, siempre ganaba Bernardo. Y fueron pasando los años, fueron naciendo sus hijos, y sus nietos. Luis prosperó tanto en el banco que lo llegaron a hacer vicepresidente. Bernardo llegó a montar un prospero negocio de chatarrería y a tener bajo su mando a varios empleados. Pero los dos continuaron jugando, cada jueves, sin faltar uno solo. Y en todos esos años, nunca Luis pudo con Bernardo. Casi lo consiguió en varias ocasiones, pero siempre fallaba algo a última hora, siempre le faltaba dar la puntilla. Lo más que consiguió en todos aquellos años fue quedar en tablas.
Y llegaron la jubilación, primero, y la ancianidad después. Y siguieron quedando, ahora con todo el tiempo del mundo, quedaban todos los días, pero ni aún así, Luis conseguía arrebatar a Bernardo aquel, para él, preciado trofeo.
Un día Bernardo faltó a la cita. A ese día le siguió otro, y otro, y otro. "Quizá esté enfermo", pensó Luis. Fue a su barrio, y preguntó por él por tabernas y cafés. Esto le recordó cuando hizo aquello mismo después de la guerra. En un café, le dieron cuenta de lo que había pasado con Bernardo. Había muerto.
-Una embolia- le había informado el propietario del café- y se ha quedado pajarito el pobrecillo.
Luis fue hacia su casa maldiciendo en hebreo y pensando en la jugada que le había hecho Bernardo muriéndose sin haberle podido ganar y así recuperar el tablero.
Un mes después, estaba en su casa leyendo el periódico y sonó el timbre de la puerta. Luis fue a abrir, y vio a través de la mirilla a un hombre de madiana edad con algo cuadrado bajo el brazo, envuelto en una bolsa de plástico. "Algún vendedor", pensó y le abrió.
-Buenas tardes. ¿Es usted don LuisValbuena?-; preguntó el desconocido.
-Para servirle-; contestó Luis.
-Verá, don Luis. Soy hijo de don Bernardo Molinos. Yo mismo me llamo también así, Bernardo Molinos y venía porque mi padre ha fallecido hace algo más de un mes y, revisando sus cosas hemos encontrado algo con un papel dentro, escrito de su puño y letra con instrucciones de que se lo entregásemos a usted, llegado el día de su fallecimiento.
-No se quede ahí, por favor, pase.
Una vez dentro del piso, entre los dos habían sacado el ajedrez de la bolsa en la que la había traído Bernardo Molinos hijo. Los dos hombres se quedaron mirando al tablero y las piezas. Estaban como el día en que Bernardo lo había perdido en aquella primera partida. Los peones, los caballos, los alfiles, todas las piezas relucían como el primer día.
-Un ajedrez muy bonito-, comentó Bernardo hijo, -mi padre le tenía mucho cariño, y no dejaba que nadie lo tocara. Nunca nos dijo nada al respecto de él y no me imagino porque ha querido dejárselo a usted-; dijo Bernardo hijo.
-Para jorobarme y seguir riéndose de mi después de muerto. Este ajedrez que ve usted aquí, joven, lo perdí yo a la edad de 12 años ante su padre en una partida de ajedrez. Su padre de usted era muy, muy bueno jugando a esto, ¿sabe?. Durante sesenta años he estado intentando recuperarlo de la misma forma en que lo perdí, jugando al ajedrez con su padre, y no he sido capaz, porque su padre de usted era condenadamente bueno, era el mejor, no he visto a nadie en mi vida mejor dotado para jugar a esto. Y ahora, se muere y le deja escrito a usted que venga a devolverme el ajedrez. ¡Vamos hombre!
Bernardo hijo se fue, y Luis se quedó solo, en su salón mirando el ajedrez. -¡Vaya una mierda!, que ese hijo de Satanás se haya muerto sin haberle podido ganar-; se dijo a sí mismo.
Entonces se levantó y se dispuso a encender la chimenea. Era noviembre y ya hacía frío. La madera del tablero empezó enseguida a prenderse y a dejar un ligero olor a barniz en el ambiente. De no haberse cruzado en su camino aquel día, hace tantos años, con aquel chatarrero que jugaba tan bien al ajedrez, él, Luis Valbuena podría haberse dedicado a jugar profesionalmente, hubiera sido un gran jugador, se hubiera medido con los mejores, si aquel desgraciado que jugaba como los ángeles, que había nacido con un don que no iba a utilizar nunca, no se lo hubiera impedido. Que injusta era la vida. Para el chatarrero, aquello no era más que un juego, simple y llanamente, que no valoraba, pero tenía el don de dominarlo, y sin embargo él, que si valoraba aquel juego, que hubiera sabido prosperar dedicándose a jugarlo, en cuerpo y alma, no tenía aquel don, con el que hubiera sido una figura legendaria, el Boby Fisher o el Kasparov español, omucho más.
Se quedó un rato ensimismado mirando como ardía aquel tablero, luego se levantó y abrió la ventana de par en par para que entrara aire fresco en la habitación. El ambiente se había cargado algo con el olor a barniz chamuscado que desprendían el tablero de ajedrez y las piezas al arder.


No hay comentarios:

Publicar un comentario