sábado, 22 de diciembre de 2012

El Despido.

Era 22 de diciembre y la Navidad estaba ya aquí. El ambiente olía a ella. A Vargas le gustaban mucho estas fiestas. Todo empezaba ese mismo día, el día de la lotería. Como cada año iría a la fábrica, se pondría el mono de trabajo, iría a su puesto y desde allí escucharía a unos y a otros, hacer comentarios, la mayoría pesimistas, sobre el número en el que había caído el gordo. Luego venía el día de Nochebuena, un día en el que los directivos de la fábrica se pasaban por la planta a beberse un trago de sidra con los trabajadores. Igual pasaba en Nochevieja, y al salir, iría a tomarse una cerveza con los compañeros en una tasca cercana a la fábrica, como todos los años. Vargas pensaba en lo bien que sabía esa última cerveza con los compañeros de turno, antes de acudir a casa a cenar con los suyos.
Aquel día amaneció neblinoso, frío y gris. Vargas siguió el itinerario de siempre para ir a trabajar; media hora de metro y tres cuartos de hora de autobús hasta las cercanías de la fábrica. A esa hora, tanto el metro como el autobús iban llenos de gente. Gente como Vargas, trabajadores en su mayoría. Unos iban leyendo, otros escuchando música. Vargas, como siempre iba con la vista perdida en toda esa gente, sin mirar detenidamente a nadie y sin pararse detenidamente ante nada. Los trayectos, tanto en autobús como en metro, tanto a la ida como a la vuelta, eran los únicos momentos en los que podía pensar.
Pero aquel día, justo ese día en el que empezaba la Navidad, iba a ser un día amargo para Vargas. Nada más llegar a la fábrica, sin dejarle siquiera ir a los vestuarios a cambiarse, el jefe de sección le abordó en el pasillo. Vé al departamento de personal, le dijo, es importante. Vargas fue, con otros dos compañeros. La empresa está en pérdidas, llevamos varios meses que no levantamos cabeza. Las ventas se han reducido en un veinte por ciento, y, usted comprenderá, Vargas, que en esta situación, nosotros tenemos que prescindir de gente, tenemos que reducir la plantilla, hasta que esto vuelva a encauzarse. ¿Lo comprende, verdad?
Pero Vargas no comprendía nada. Todo lo más que decía a su interlocutor es un tímido sí, acompañado de un leve movimiento del tímido sí con la cabeza, moviendo esta de atrás hacia adelante.
Acompañaba a Vargas, Toribio, el enlace sindical. Y uno, el director de personal, y otro, el sindicalista Toribio, le aconsejaban que firmar el despido era lo mejor que podía hacer, porque tal y como estaban las cosas, ir a juicio era perder seguro y quedarse sin nada. Y Vargas se sentía como una ama de casa a la que estuvieran intentando convencer de que la aspiradora que le estaban vendiendo era la mejor del mercado, la que más limpiaba, la más silenciosa, las más fiable y la menos costosa.
Por supuesto, en cuanto cambiasen las tornas y el balance volviera a varemos positivos, dijo el director de personal, él sería el primero en volver a entrar en la fábrica,, que no le cupiera la menor duda.
La guinda al pastel se la puso Toribio, el enlace sindical, cuando comentó a Vargas el chollo que iba a firmar: Veinticinco días por año trabajado, con un máximo de doce, no lo daban en todos los sitios según él. Además, tenía por delante dos añitos de paro, y luego, a él, que tenía más de cincuenta y cinco años, la ayuda del gobierno le duraba hasta la jubilación, en el caso de que no encontrara trabajo. Decía todo esto Toribio con cara y gestos de empleado de agencia de viajes, como si le estuviera vendiendo a Vargas una larga estancia en una paradisiaca isla caribeña, con todos los gastos pagados.
Vargas se dio cuenta de que aquello que le proponían era un "o lo tomas o lo tomas", sin más. No había otra opción. No había otro camino.
Fue camino de los vesturarios a recoger sus cosas, acompañado de Toribio, el diligente sindicalista, que siguió durante todo el camino desde las oficinas a los vestuarios del personal, tratando de convencer a Vargas, y quizá tratando de convencerse a sí mismo, de las fenomenales cualidades del acuerdo alcanzado con la empresa.
Ni siquiera permitieron a Vargas despedirse de sus compañeros. Se vio solo, a las puertas de la factoría, caminando hacia la parada de autobús, de vuelta a casa. Pasaron varios autobuses por la parada, pero no tomó ninguno. Decidió que aquel día iba a necesitar mucho más que el tiempo que tardaba en llegar a casa desde el trabajo, para pensar, así que se fue a un parque cercano y allí se sentó en un banco.
Se le pasó la mañana viendo a los niños, que ya habían comenzado las vacaciones de Navidad, jugando en los columpios del parque, o a los ancianos leyendo plácidamente el periódico o jugando a las cartas o a la petanca. La cabeza le daba vueltas. Tenía miedo a llegar a casa y desvelarles a los suyos la verdad; que lo habían despedido de la fábrica. Temía amargarles las fiestas a los suyos, aquellas fiestas de Navidad que a él le gustaban tanto. Temía defraudar a sus hijos, al mayor, Pablo, que estaba en la universidad, y a los pequeños, Trini y Alberto, que estaban terminando la ESO. Temía defraudar a su mujer, temía quedar como un fracasado ante sus suegros, sus cuñados, sus amigos y conocidos.
Apagó el móvil, no quería que nadie interrumpiera sus pensamientos. Estaba tan ensimismado que ni se dio cuenta que era la hora de comer. Le dio igual, no tenía hambre. El parque se había quedado desierto de repente, todos, niños, ancianos, madres, abuelos, los habitantes eventuales del parque, se habían marchado a su casa a comer y se había quedado solo.
Se empezó a preguntar por qué le había tocado él pasar por todo esto. Toribio le había informado que los sindicatos junto con la empresa habían decidido que la medida afectaría a tres trabajadores de cada sección, por ahora, y trabajaban más de cincuenta en la suya.
Podía, la medida, haber afectado a otro. Pero el caso es que, uno de los tres de la sección que iban a la calle, iba a ser él. Ahora, estaba allí, sentado en el parque, sin hacer nada, pensando en como se lo diría a su familia. Familia que estaba preparando la Navidad. Pensaba que su mujer querría salir a ver la iluminación del centro y visitar los puestos navideños de la Plaza Mayor, y pasar el día entre compras y pinchos, como cada año.
Empezaba a oscurecer. Le parecía mentira lo rápido que pasaba el tiempo cuando uno estaba angustiado y quería retardar la hora de enfrentarse a la verdad y a la realidad. Encendió el móvil. Tenía varias llamadas perdidas. Su mujer, sin duda. Se fue hacia la parada y tomó el autobús cuando las luces de la ciudad ya estaban encendidas. Llegó a su casa con un macuto al hombro, lleno de ropa sucia de trabajo y de problemas.
-Te he estado llamando y tenías el móvil apagado. ¿Dónde estabas?-, le dijo su mujer después de besarle.
-Hemos salido del trabajo y los compis se han empeñado en echar unas cañas. Ya sabes, como cada 22 de diciembre-, contestó evitando mirar a la cara a su mujer.
Se sentó en el sofá y encendió la tele. Ella se fue a la cocina, pero al rato volvió.
-¿Té pasa algo?-, le dijo.
-No, nada. Estoy un poco cansado, eso es todo.
La casa olía a carne guisada. Se dio cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno. Sintió hambre de repente. Pensó que sería mejor que su mujer se enterara ahora de que lo habían despedido de la fábrica.
-Marta-, empezó a decir. La miró fijamente a la cara por primera vez desde que había entrado en la casa.
-No...qué si mañana vamos a ir al centro, como todos los años.
No se atrevía a decírselo. Por lo menos no ahora. Quizá mañana, o pasada la Navidad, para qué amargarles la fiesta a los suyos.

2 comentarios:

  1. Dolorosa situación Viriato, muy dolorosa...
    A pesar de todo y desde el punto de vista literario ha sido de mi agrado el modo que has utilizado en exponer tanto dramatismo. Una pena que esten existiendo tantos casos así...
    Feliz Navidad e inspirado 2013 en relatos y poesías.
    El asiduo seguidor de tu poemario.

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  2. Muchas gracias, Jesús. Igualmente para tí. Qué tengas una feliz navidad y un feliz año nuevo.

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