martes, 4 de diciembre de 2012

La redacción.

El autobús dejó a Chávez a pocos metros de la puerta del edifico donde estaba la redacción del periódico. Tras encender un cigarrillo, se encaminó hacia allí. En la entrada del supermercado que había justo enfrente, se apelotonaba un grupo de personas, provistas de carritos para hacer la compra, bolsas y mochilas, esperando a que los empleados del súper sacaran los cubos de la basura y poder buscar el sustento de aquel día en ellos.
Chávez entro por la puerta del edificio, e inmediatamente lanzó el grito de siempre dirigido al guarda de seguridad que se sentaba tras el mostrador de conserjería;"Aleeeeetiiiii". A continuación el guarda mostraba el dedo corazón hacia arriba a Chávez, haciéndole una peineta y soltándole el comentario de costumbre; "Colchonerooo". Todos los días era así. El segurata era un hincha acérrimo del Madrid, de los que no cenan si pierde, de los de domingo de plus y cubata viendo el partido, de los del As debajo del brazo.
Chávez entró en la redacción. La reunión había empezado ya. Ariza, el subdirector, le dirigió  una  mirada de reprobación, después de haber comprobado la hora en el gran reloj de pared que había a su espalda. Chávez y Ariza se odiaban.
Chávez era un periodista de la vieja escuela, destetado en la transición, cincuentón y barbicano, delgado y pequeño, vestía siempre de traje y corbata, pero siempre iba desaliñado. Se podrían tomar aquellas palabras de Sean Cónery en la Casa Rusia, para definir a Barley, el editor bohemio y borrachín al que interpretaba, como muy válidas para definir a Chávez; Una enorme cama sin hacer.
Ariza era su contrapunto, su parte contraria, su antítesis. Rubio, alto, con los ojos azules, impecablemente vestido con traje de varios cientos de euros y de marca. Ariza era una especie de yupi-periodista, que sabía varios idiomas, había estado de corresponsal en varios países extranjeros, y se había especializado en periodismo económico antes de aterrizar en aquel periódico y haber entrado por la puerta grande en él como subdirector.
Chávez se sentó junto a una de las ventanas que daban a la calle. Ariza, tras interrumpirse al entrar Chávez, continuó hablando.
-Señores, como les estaba diciendo antes de la interrupción de nuestro compañero, es imprescindible que todos nos pongamos las pilas. En este trimestre último, hemos bajado las ventas, se han dado de baja muchos clientes que tenían concertados espacios publicitarios con nosotros, así como muchos de nuestros subscriptores. Señores, si esto sigue así, el periódico va a tener que prescindir de muchos de ustedes, y nadie quiere eso,¿verdad?.
Chávez, sin prestar atención aparente a las palabras de Ariza, miraba descaradamente por la ventana, hacia la calle. Ariza se dio cuenta de ello y se acercó a él sigilosamente y repitió sus últimas palabras al oído su oído.
-¿Verdad que no queremos que se despida a nadie señor Chávez?
Chávez, con su parsimonia y su flema habitual, sin mirar a su odiado subdirector a la cara y manteniendo la vista puesta en la calle contestó; -Si, nadie lo quiere, pero me temo que de seguir publicando la bazofia que publicamos será algo ineludible que se tenga que despedir a gente.
Todos lo allí reunidos soltaron una gran carcajada que molestó de sobremanera al subdirector. Aquel idiota trasnochado se creía muy listo, e intentaba ponerlo en evidencia delante de todos, pensó Ariza.
-¡Ah, si!. Vaya, vaya. ¿Y que nos sugiere el señor Chávez para animar a la gente a comprar nuestro periódico y evitar así que él y otros compañeros mártires acaben de patitas en la calle?-; dijo Ariza mirando fijamente a un Chávez que seguía con la mirada perdida en la calle como si no le importara nada de lo que en la redacción estaba sucediendo. 
-Muy fácil, diciendo a la gente la verdad, lo que está pasando. Diciendo a la gente lo que le pasa a la  gente que es como ellos, haciéndose eco de las denuncias de esa gente, que está siendo desahuciada de sus casas, o despedidas de sus trabajos, que están yendo hacia la exclusión social a pasos agigantados, y a los que nadie ayuda, y lo que es peor, a los que nadie escucha. En lugar de eso, nos pasamos los días, los meses, los años, escribiendo sobre primas de riesgo, sobre IPCs, sobre subidas y bajadas de la bolsa, sobre decisiones tomadas en despachos enmoquetados sin contar con la gente.
La contestación de Chávez no dejó indiferente a nadie, y fueron varios los que asintieron con la cabeza en silencio,  mostrando su total acuerdo con sus palabras. Marta, una de las becarias, lo miraba con admiración. Aquel ser pequeñajo, desaliñado, tenía algo que la atraía. Esa era una más de las razones por las que Ariza odiaba Chávez. Las chicas de la redacción preferían a aquel tipo achaparrado a un macho alfa como él, y eso lo ponía de los nervios.
- ¡Ya! Y ahora si te parece cantamos todos el "Libertad sin ira". Estás trasnochado, Chávez; dijo Ariza mirando a su alrededor, buscando alguna sonrisa o algún gesto de aprobación a su     argumentación pero nadie hizo ninguno, en vista de lo cual, empezando a traslucir su nerviosismo, preguntó a Chávez; -Vale, a ver, listo. ¿Tu que harías? Venga, que hablar es muy fácil. ¿Que noticia tipo pondrías tú en el periódico mañana?
-Pues por ejemplo una que está ocurriendo justo delante de tus narices y no te estás enterando de nada. Deja el ordenador, los números, la bolsa, los grandes datos y todo eso, y mira un poco por la ventana, como estoy haciendo yo ahora y te enterarás de lo que pasa. Ahí enfrente, a la puerta del supermercado, la gente que esperaba por los cubos de basura, para rebuscar comida en ellos, se esta peleando. ¿Te das cuenta Ariza? Se están peleando por la basura. Mira, ahora acaban de llegar dos coches de la policía, y una ambulancia. Mira, mira, como sacude el tipo de la gorra roja. Mira como corre la señora del carrito verde. Mira, Ariza, aquél tendido en el suelo con la cabeza abierta. ¿No los ves? Esa gente, antes, compraba el periódico para mirar el pronóstico del tiempo, o para hacer el crucigrama, o para leer a los columnistas, a los que ponían verde al gobierno y a los que perdían el trasero por alabarlo, porque tenían ese euro, y porque las cosas no les iban ni bien ni mal, no estaban desesperados, nadie les daba por el culo como en este instante. Ahora, muchos no tienen ese euro, y para leer que la prima de riesgo ha subido, o que el gobierno ha sacado tal o cual medida para darles por culo más aún, no se van desprender de él. No, Ariza porque les estás dando la versión de quien les está jodiendo vivos, y para eso no les merece la pena gastárselo. En todo caso, sacarían de donde fuera ese euro para leer un periódico que se hiciera eco de esto mismo que pasa enfrente nuestro, que pusiera que hay cada vez  más gente que para llegar al final del día, habiendo comido algo, se tiene que liar a hostias con el vecino por la comida caducada que el supermercado tira a la basura. Pon eso, denúncialo, incomoda a los responsables de esto, y te habrás ganado a la gente.
Todos los asistentes a la reunión se habían levantado y habían acudido a la ventana para ver lo sucedido. Habían llegado más coches de policía,, porque la gente había cesado de pegarse entre ellos para emprenderla contra los agentes. Más ambulancias llegaban.
-Bueno, señores. El espectáculo se ha acabado. Vuelvan a sus asientos y continuemos con la reunión por favor-; dijo Ariza mirando a Chávez con el odio que le profesaba elevado al cubo. La gente felicitaba a Chávez por su ocurrencia y por sus palabras. Era una victoria más del periodista veterano, destetado en la transición, desaliñado, enclenque, y que sin embargo resultaba tan atractivo a todos y a todas. Sobre todo a todas. Marta, la chica becaria, miró una vez más con admiración a Chávez. Este le guiñó un ojo y le sonrió. Aquello no pasó desapercibido a los ojos de Ariza que lo odió aún más.
La runión continuó hora y media más. El periódico seguiría en su linea, como era de esperar. Todos salieron de la redacción. Ariza bajó al parking y arrancó su BMW nuevo. Salió del edificio y al pasar por la marquesina de la parada del autobús vio a Marta, la becaria, muy acaramelada hablando con Chávez. En un aparte, Ariza, le había propuesto salir a tomar algo y después llevarla a su casa en el coche, y la chica lo había rechazado. Definitivamente aquel tipo, Chávez era odioso, se decía a si mismo mientras pisaba el acelerador y los dejaba atrás. Frente a la parada del autobús, quedaban los restos de la batalla campal, entre los buscadores de comida en la basura del súper y la policía, con un resultado desigual para los primeros. Policías y medicos de emergencias se esmeraban por apagar los rescoldos y atender a los heridos.
El autobus llegó y Chávez y la chica subieron a él. Fueron hacia la parte de atrás del autobus, que a esas horas iba vacío. Ella acaració la mano de Chávez y los dos se fundieron en un largo beso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario