martes, 7 de diciembre de 2010

El Llano, mi pueblo.

Somos lo que somos por lo que hemos sido, por donde hemos nacido, por donde hemos vivido. En éste diciembre frío y lluvioso me viene a la mente, al alma, la nostalgia de mi pueblo, de El Llano, los recuerdos de la infancia, los juegos en esas calles, a la sombra de esas casas blancas, encaladas. El Llano, mi pueblo, un pueblecito insignificante y que, sin embargo, ocupa en algún lugar del día buena parte de mi mente, de los pensamientos que de ella nacen.
Personas, vivas y muertas, que son, que fueron, que no serán más. De aquel maestro dictatorial y recto que nos daba lengua y religión, de aquel médico campechano y comilón, de aquel boticario parlanchin, de aquel hombre lleno de mugre y miseria que veníka con su carrito chirriante vendiendo quesos por la calle, de aquel pescadero que tenía voz de tenor y al que se le oía cantar las alabanzas de su pescado desde la otra punta del pueblo, de la señora fermina vendiendo sus verduras por la calle, de mi calle, del casino, del bar de José Cabra, del ayuntamiento, de la escuela, de la Iglesia de San Jaime, del Paseo, del río Rácala, que rodeaba el pueblo para, kilómetros después ir a morir al Guadiana, y que por estas fechas siempre se desbordaba e inundaba las últimas casa del pueblo, las más cercanas al río, del mismo Guadiana, de la sierra de San Severo, la única cota importante en la inmensa llanura de la Ribera, de la casa donde me crié...
La casa donde me crié. La casa de mis abuelos, en la calle grande, frente al casino. A veces tengo miedo de ir y comprobar que ya, en otras manos, no sea tal y como era cuando yo vivía allí. Es curioso, en las capitales, una casa o un piso, pueden pasar de unos manos a otras sin que quede constancia de quien o quienes vivieron allí. En los pueblos no. Allí una casa será siempre la casa de Fulano, la de Beltrana, la de la familia tal o cual. Cuando voy al pueblo no puedo evitar decir cuando paso por la que casa que fue de mis abuelos, donde yo me crié, "mi casa", aunque se que ya es de otros. Otros que la cambiarán, la renovarán, la moldearán a su gusto. Para mis amigos seguirá siendo durante años, la casa donde yo vivía, donde me iban a buscar para ir a la escuela o ir a jugar cuando éramos niños, y si entran ahora ella, por azar del destino, se dirán que que cambiada está la casa, que allí había una cocina y allá una puerta y acullá una chimenea de las antiguas, y que el techo no era así, y...
Dicen que no valoras lo que pierdes, hasta que lo pierdes. Ahora, aquí, en Madrid, me parece que la época que viví en El Llano, en mi pueblo, fue la más feliz de mi vida, todo me lleva a ella, a recordarla, a revivirla. Cada día, de ese baul de los recuerdos de mi mente, salen personajes, vivencias, anécdotas, historias, leyendas. Quizá sea por vivir en una ciudad elefantiásica, inmensa, donde no eres nadie, donde no eres nada, mientras que cuando vivía en el pueblo, era el hijo de Valentín el navarro, el pequeño, que se fue a Madrid, si ese flaco, que se quedó huérfano de madre siendo niño, nieto de Ramiro Rodríguez y Natalia Cardoso. Siempre digo que venga cuando venga a visitarme la muerte, yo, quiero que me entierren en el cementerio de mi pueblo, con los míos. Quiero que cuando alguien vea mi tumba diga; "Mira. Ahí está enterrado el hijo de Valentín el navarro, el pequeño, ese tan flaco, el que se fue a Madrid, al que se le murió la madre siendo niño, al que criaron sus abuelos maternos, Ramiro y Natalia". Si me enterraran en Madrid nadie diría eso. Sería uno más, quien sabe quien, muerto en sabe Dios que circunstancias, enterrado junto a otros miles de anónimos, de desarraigados.
El pueblo. Siempre el pueblo. Aquellos inviernos de niño, aquellos juegos en el atrio de la iglesia de San Jaime, aquellos días de escuela en aquellas aulas tan viejas, tan húmedas, tan frías, tan vetustas, aquellos domingos de ropa limpia, de olor a colonia y, luego, en la adolescencia, aquellos amores de verano, furtivos, pasajeros, aquellas vivencias con los que venían desde la emigración, de Madrid, de Barcelona, de San Sebastián, de Bilbao, que venían al pueblo de sus padres a pasar los veranos tórridos.
Desde la lejanía, los miro, como mira el navegante las señales espumosas que deja tras de si su barco en las inmensas aguas del mar, como las estelas blancas de humo que dejan los aviones a su paso, como las huellas que deja el caminante en el barro del camino. Desde la lejanía intento palpar aquel pueblo sostenido a base de supervivencia e ingenio, a base de carencias, al son de la imaginación. Intento palpar aquel pueblo, pero no lo encuentro, me lo han cambiado. Ya no me queda nadie cercano en El Llano. Si, un monton de tíos, primos, parientes lejanos, amigos, los pocos que optaron por quedarse, que cuando voy por allí, siguen con sus vidas, andando su camino que ya, dificilmente, apenas se cruza con el tuyo. Se fueron mis padres, mis abuelos, mis hermanos ya no viven allí, optaron como yo por poner tierra de por medio. Solo me van quedando un monton de recuerdos, buenos, malos, regulares. Conforme pasa el tiempo, cuando voy, más de tarde en tarde y con menos asiduidad que lo que yo quisiera veo gentes, los que eran recien nacidos cuando yo me fui, o apenas mocosos de ocho o diez años, ahora hombres y mujeres, preguntar; "Y tu, ¿Quien eres?", y me entra la depresión del que ya no es de allí ni de aquí, me entra esa sensación de desarraigo que dicen que acompaña siempre al emigrante y, que se hace más patente cuanto más viejo te haces.
Cada día, al levantarme, cada noche, cuando me acuesto, me acuerdo de El Llano, mi pueblo y paseo por sus calles, las recorro una a una, con pasos infantiles o juveniles. Vuelvo a jugar al fútbol, o a los bolindres, o al frontón, en el atrio de la iglesia de San Jaime, vuelvo a ir en los veranos al río a bañarme, o a aquella discoteca de verano, o aquellos futbolines del bar de José Cabra, o a buscar el beso furtivo de ese amor de verano, pasajero, ya lejano y olvidado.
Hoy, aquí, en Madrid, mirando la lluvia caer a través de mi ventana, pienso en El Llano, mi pueblo. Dicen que la patria de un hombre es su infancia. Es verdad. Quizá por eso, al lugar donde nacemos, le llamamos patria chica. Es el lugar donde vimos por primera vez la vida, el lugar dondo nos alumbró por primera vez la sabiduría, el lugar donde por primera vez amamos, donde por primera vez lloramos, donde sentimos por primera vez la falta del ser querido. Hoy, al ver caer la lluvia, me he acordado de mi pueblo, que no es el mejor pueblo del mundo, ni el más bonito, pero es el que guarda todos mis recuerdos, y es al que cuando vaya a morir, como el salmón, espero volver. Es El Llano, mi pueblo, al que de cuando en cuando vuelvo y noto que ha cambiado y me siento como aquellas gentes nómadas que dejan de vivir en una casa y pasado los años vuelven yla ven tan cambiada y se encuentran a extraños viviendo en ella.

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