sábado, 4 de junio de 2011

El Juicio. Epílogo.



Ocurrió de madrugada. Todo el mundo se dio cuenta ya que el centro de la ciudad era una zona abierta las 24 horas del día. Esta era una máxima que se había impuesto desde la recesión: La escasa clase media que había quedado en pie tras la crisis podía comprar o vender lo que le diera la gana a cualquier hora del día o de la noche. Por eso a esa hora de la madrugada las calles estaban atestadas de gente. Primero empezó a fallar el alumbrado público y luego el particular de cada casa. Después empezaron a fallar los sistemas informáticos, que controlaban la circulación de personas y de vehículos. Todo se quedó absolutamente a oscuras, sin electricidad. Algunos edificios contaban con generadores de emergencia y se pusieron a funcionar con la esperanza de que aquel apagón, absolutamente extraordinario, durara poco. La población se lo tomó con cierta filosofía, al principio. Conforme fueron pasando los días, algunos empezaron a ponerse nerviosos. La gente, en general, trataba de sobrevivir con las reservas de víveres que tenían almacenadas en sus casas. Pasaban los días y la cosa no se arreglaba. Empezó a cundir el pánico. La gente empezó a asaltar los grandes almacenes, desprovistos ahora de sus medidas de seguridad electrónicas. Los oligarcas y los prohombres de la ciudad, intentaron contratar un número importante de gente para proteger sus establecimientos, los cuales eran los únicos que en el nuevo sistema vendían víveres a la gente. Al no haber dinero real circulante, no pudieron. Nadie aceptaba pagarés firmados en puntos virtuales a cobrar cuando volviera el fluido eléctrico. En vista de ello, intentaron cerrar a cal y canto las puertas de sus establecimientos, pero los continuos ataques de la gente, asustada y hambrienta, se lo impidió. Pasó así un mes, y se llegó a un punto en que no había nada que robar, ya, en los grandes almacenes y demás establecimientos de los oligarcas. La gente empezó a matarse entre si. Un vecino mataba a otro, más débil, con más escrúpulos o más desprevenido, allanaba su casa en busca de sus víveres y luego mataba a su mujer y a sus hijos, o los dejaba vivir a cambio de pasar a ser sus esclavos sexuales. El caos y el desgobierno se apoderaron del centro de la ciudad. Las compañías de seguridad privada, en manos todas ellas de los oligarcas, las cuales eran las asignatarias de la seguridad colectiva del centro de la ciudad, habían desaparecido por completo del mapa. Sus agentes, en algunos casos habían huido, en otros, eran los que estaban imponiendo la tiranía y la ley del más fuerte a los demás. Había un vacío de poder más que evidente. Todo lo que ahora controlaban los oligarcas y antes había controlado el estado que se vino abajo con la recesión, no funcionaba: La justicia, los distintos servicios de emergencia, los servicios sanitarios, de extinción de incendios, los de seguridad.
Como el dinero físico había desaparecido años atrás y había sido sustituido por dinero virtual, por simples guarismos en la pantalla de un teléfono móvil, la economía se desmoronó, al no contar con la energía que hacía funcionar el dinero virtual. Entonces, la gente empezó, poco a poco, a acudir a los límites del extrarradio. Unos huyendo del caos, otros con la intención de seguir destruyendo y asesinando. En el extrarradio de la ciudad apenas notaron las consecuencias de la tormenta solar. Su tecnología era rudimentaria, hasta la más moderna. Conseguían la electricidad del sol, del agua o del aire. Todo o casi todo, era reciclado y reciclable. Hacía años que la situación les había obligado a no despilfarrar y autoabastecerse de todo. Su modo de vida se había simplificado mucho en los últimos años. De todos modos, la voz de alarma corrió como un reguero de pólvora pronto entre los desheredados. Sino actuaban pronto perderían lo poco que tenían. Se formaron grupos de voluntarios destinados a mantener el orden. Se levantaron empalizadas en torno al límite con el centro de la ciudad. A lo largo de las semanas y los días que siguieron al gran apagón, los antes altivos habitantes del centro iban llegando en busca de ayuda y protección al extrarradio. Ni una cosa ni la otra les fue negada. La gente del extrarradio se comportó, generalmente, muy solidariamente con los recién llegados. Poco a poco, fueron llegando también grupos de incontrolados; los violadores, los ladrones y asesinos que habían sembrado el terror, días antes en el centro. Pronto fueron interceptados y reducidos por los voluntarios del extrarradio, mejor armados y organizados que ellos.
Pasaron los meses y la situación no mejoraba. Al no haber una organización y un mando que atendiera a las necesidades de los antiguos habitantes del centro, sino que su organización había atendido a los intereses meramente económicos de unos pocos, el modo de vida de los incluidos en el sistema fue dado por muerto. Las autoridades electas del extrarradio se dirigieron a los refugiados y les dijeron que tenían dos opciones: Volver a intentar vivir como lo habían estado haciendo hasta ahora, con la ley de la selva como marca y como modelo, exclusivamente de manera individual, cada uno haciendo la guerra por su cuenta y todos en grupo, beneficiando a la oligarquía; o vivir de manera diferente, atendiendo a los intereses de la comunidad, plantando cara juntos a los avatares y empezando a reconocer que aquella desgracia no había sido fruto de un desastre natural exclusivamente, sino la respuesta a la avaricia de una sociedad con un modelo de vida insostenible, que creía que podía seguir creciendo hasta el infinito y podía dejar las cunetas de su camino llenas de cadáveres. En los campamentos de acogida se había empezado a entonar el mea culpa por doquier. La gente había empezado a criticar y a perseguir a todo lo que oliera a oligarquía y al nuevo orden surgido tras la crisis económica. Las autoridades del extrarradio tuvieron que intervenir para que no se produjeran linchamientos entre los refugiados, que empezaban a echarse la culpa unos a otros. Para ello patrocinaron a una serie de personas que fueron elegidas como consejo rector de los campos de acogida. Estos, lo primero que hicieron una vez en el poder fue promulgar juicios contra los oligarcas y la clase política que había dirigido sus destinos en los últimos años. López asistía entre divertido y expectante a este juicio. Recordaba aquel macro-juicio virtual contra la crisis, causante indirecto de que se hubiera auto-exiliado al extrarradio, y circunstancia que quizá había salvado su vida. El fiscal en aquel juicio, era en este el abogado defensor, y el abogado defensor de aquel, era el fiscal de este. El juez en aquel juicio, se sentaba en este en el banquillo de los acusados. La acusada en aquel juicio, la actriz que interpretó el papel de Crisis, hacía de jueza en este. Se había decidido que así fuera, tras haberse descubierto que el verdadero oficio de la chica eran las leyes, lo de actriz era una simple afición secreta, obligada por las circunstancias y por su agraciado físico. El juicio transcurrió con cierta rapidez y en pocos días quedó visto para sentencia. Durante los días que duró, no se permitió el acceso de público a la sala, para no convertir este juicio en un teatrillo, como fue convertido aquel. La prensa si asistió. A diferencia de la anterior vez, aquí si que cada periodista podía decir o escribir lo que le diera la gana, para alegría de López. Los imputados con los oligarcas a la cabeza, seguidos de la clase política, antiguos periodistas, tertulianos, comentaristas políticos, comentaristas económicos, jueces, gentes de la farándula y otros muchos responsables de la situación de ruina que se había vivido durante años, fueron condenados a realizar durante el resto de sus vidas, actos en beneficio de la comunidad y a recibir 25 azotes en las posaderas, con los pantalones y la ropa interior bajada, en público, y sin distinción de condición y sexo. A los salteadores y violadores que habían sembrado el caos durante el apagón, se les condenó a trabajos forzados el resto de su existencia sin posibilidad de remisión.
Poco a poco la normalidad volvió a toda la ciudad, que volvió a ser una. Ya no había extrarradio y centro, no había herederos del sistema y desheredados. Cada uno prosperaba según sus capacidades, pero nadie lo hacía aprovechándose de la incapacidad del prójimo. El dinero físico, el papel moneda volvió a admitirse como garantía y como medida para valorar la cuantía de las cosas y del trabajo de cada uno, pero a diferencia de tiempos pasados, se impuso a monedas y billetes una fecha de caducidad para evitar que nadie los pudiera acumular y que pudiera especular con ellos. No se prohibió la propiedad privada, como sugirieron algunos. No hizo falta hacerlo pues la gente había aprendido la lección y solo era propietaria de lo que necesitaba para sobrevivir ellos y sus familias. La avaricia, la usura, la explotación del prójimo, el asesinato y el robo, fueron considerados delitos muy graves en el nuevo código penal que se estableció. Todas estas normas y leyes fueron declaradas inamovibles para las generaciones futuras, pues se daba por cierto el dicho de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Se acordó que los cargos públicos fueran electos por un periodo de 5 años, y que pasado este tiempo, quien hubiera ejercido un cargo público no volviera jamás a presentarse para otro. Se decretó que la política debía consistir en la búsqueda de la felicidad común, de todos los hombres y mujeres de la ciudad.
La imagen del señor Seara fue restaurada. Fue declarado héroe de la ciudad y se le dedicó una plaza. Fue nombrado rector de la nueva universidad y en ella empezó a enseñar a los jóvenes la necesaria convivencia del progreso con la naturaleza. El señor Seara murió muchos años después de aquellos hechos, feliz por haber visto cumplirse todas sus predicciones y satisfecho con el nuevo modelo de sociedad que habían dado a luz entre todos.
A López lo nombraron director de la pequeña gaceta en la que trabajaba. El tiempo y la paciencia, le dieron la satisfacción de ver trabajando bajo sus órdenes a sus antiguos jefes en el periódico digital en el que ejerció tanto tiempo como redactor de tribunales en el centro de la ciudad. López no quiso saber nada de la venganza, ni de reavivar viejos fuegos, y trató a sus antiguos superiores con respeto. Con los años, López se enamoró de una de sus compañeras en la gaceta, se casó con ella y formó una familia. El cargo de director no supuso un gran cambio en su vida. Trabajaba a diario hasta mediodía, comía con su familia y todas las tardes acudía a su cita con el profesor Seara. Los dos se sentaban en el viejo banco del viejo parque a ver ponerse el sol, a tomar cerveza y a fumar tabaco casero. "En esto consiste el principal cambio en nuestras vidas: En que ya, nunca, nada vuelva a cambiar", dijo una vez el viejo a López, viendo el sol de la tarde marcharse por occidente, con la vista del otrora centro de la ciudad, al fondo.

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