sábado, 27 de octubre de 2012

La Escuela.

He salido de la casa de mis abuelos, cogido de la mano de mi tía Julia. Vamos por la calle Grande camino de las escuelas nuevas. No he llorado, me he quedado allí, callado, junto a mis primo Cosme que me lleva un año de ventaja y es veterano en eso de ir a la escuela. Mi tía Julia me da un beso y me dice acariciándome la cabeza que pasará a recogerme cuando terminen las clases, que la espere allí, en la puerta, que no me mueva hasta que ella llegue, que sea bueno.
Es mi primer día de colegio. Las escuelas nuevas, le dice la gente de El Llano, a tres edificios de ladrillo visto, construídos al final de la calle Grande, camino de El Monte. Allí hay cuatro aulas, dirigidas a albergar a los alumnos de primero a cuarto de EGB. Son tres edificios, dotados de unos grandes porches a la entrada, donde esperamos en fila a que nos permitan entrar en las aulas. Los alumno mayores, los que van de quinto a octavo no van allí a las escuelas nuevas, sino a las aulas que hay en los bajos del ayuntamiento.
Mi primera profesora, la señorita Adela, es alta, es joven, es guapa. También es gruñona y cuando se enfada nos da en la cabeza con un bolígrafo metálico del que no se separa nunca. La señorita viene cada día desde la capital a darnos clase en un 850 verde. Nos ensaña a leer y a escribir, nos enseña a sumar y restar, a dividir y multiplicar, nos canta canciones, la del barquito chiquitito que no podía navegar, y otras similares.
Mi tendencia en esos primeros años de colegio es quedarme embelesado, observando por una ventana próxima a mi, viendo como aletean los pájaros, observando el cielo azul inmenso de la tarde (Hoy me sigo quedando embelesado observando ese mismo cielo azul; que cosas). Es en esos momentos cuando la señorita Adela descarga sobre mi cabeza la fuerza de su bolígrafo metálico. Como soy incorregible y ando siempre algo rezagado, aunque apruebo, y no muestro interés alguno por las explicaciones que nos da la señorita, ésta me ha dado una nota para que se la entregue a mi padre, con el objeto de que venga a hablar con ella a la mayor brevedad. Al día siguiente mi padre va solícito a hablar con la señorita Adela, al mediodía. Me encuentra en la puerta, al pie de la alambrada que rodea el patio, esperándolo. Ha venido del campo, de trabajar, se ha lavado la cara  a manotadas, se en enjabonado las manos, se ha cambiado de ropa y ha venido. Me coge de la mano, mi pequeña mano en la suya, grande y rugosa, llena de callos, que huele a jabón y a tabaco. Pide permiso para entrar, saluda, y lo veo de pie, con las manos cruzadas a la espalda, alto, torpe, ante la señorita, escuchando atentamente, como si estuviera examinándose de algo. La señorita le dice que no atiendo en clase, que me distraigo cada dos por tres, que trabajo lo justito, que soy un vago redomado, que podría rendir más pero no me da la gana. Él asiente, y pregunta si me porto bien, si soy travieso, si monto escándalos. La señorita le tranquiliza, y le dice que eso no, que soy muy calladito, demasiado quizá, que ando siempre metido en mi mundo. Mi padre le cuenta que mi madre ha muerto años atrás, y que él, solo, con cuatro niños a su cargo, en fin, que nos cuida mi abuela. La señorita le responde que, ¡ah!, las abuelas, los consienten mucho. Mi padre se despide, le promete estar más encima mía, me coge de la mano y salimos. Vamos andando los dos por la calle Grande, y por el camino me va regañando y me va diciendo que tengo que poner más atención, y ser bueno, y hacerme caso de la señorita. Me dice que no sé la suerte que tengo, que a mi edad él estaba trabajando, y que por eso era un ignorante, que escasamente sabe leer y escribir, y que por eso tiene que ir ahora, por las noches, a este mismo colegio, a aprender. Al llegar al casino, me despido de él, me da un beso y me acaricia la cabeza, yo voy para casa de mis abuelos y él entra en el casino. Dile a la abuela que enseguida voy, que me voy a tomar un chato, me dice. Después de comer volvemos al colegio, y no puedo evitar mirar por la ventana, y quedarme embelesado mirando los pájaros, y el cielo azul de la tarde, y la gente pasar arriba y abajo por la calle Grande. La señorita Adela me ve, me mira, pero esa tarde no me dice nada.
La señorita Adela está con nosotros hasta tercero. A mediados de curso se tiene que ir, pues está embarazada y va a dar a luz. Viene a sustituirla don Fidel, un maestro campechano y grande, de San Servando, un pueblo que hay al sur, a veinte kilómetros de El Llano. Don Fidel, cada lunes rellena la quiniela de fútbol y para ello, va niño por niño, preguntándonos que resultado pondríamos nosotros. A ver, Giménez, dice por ejemplo, Betis-Osasuna; y Giménez dice que equis. A ver, Castro, Real Madrid-Murcia, y Castro dice que uno. Y así, cada lunes, hasta completar la quiniela.
Don Fidel está con nosotros lo que queda del curso de tercero y todo el de cuarto. La señorita Adela no volverá nunca más a dar clase en El Llano, pues le han dado plaza en un colegio de la capital. Una tarde viene a vernos, con su marido y su niño recién nacido. Se sienta en la tarima que hay junto a la pizarra, con su niño en brazos, y su marido a un lado, muy elegante, con chaqueta cruzada azul marino, con botones dorados, y con don Fidel al otro. Nosotros vamos pasando, y besamos al niño, y la señorita Adela nos besa a nosotros y nos dice lo mucho que hemos crecido. Vamos pasando en fila, a ver al niño, como si fuéramos los pastorcillos de un Belén viviente que van a adorar al niño Jesús. Al pasar yo, la señorita me da un beso y me revuelve el pelo con una mano, y me dice lo mucho que he crecido, que casi no me conoce ya.
Pasa el tiempo y los cursos de tercero y cuarto. Estamos en quinto de EGB. Ya somos mayores y nos mandan a las tres aulas que hay en los bajos del ayuntamiento, tan viejas, tan tristes, tan frías, con un patio tan pequeño que apenas cabemos los niños de los tres cursos cuando salimos al recreo. Allí, en el 5quinto curso ya no tendremos un profesor para todas las asignaturas sino que tendremos varios. Está don Ángel, de matemáticas y naturales, un hombre introvertido, al que se le ve que le gusta mucho enseñar. Don Ángel es un genio en todas las asignaturas que imparte. Le llegamos a apodar el prototipo de hombre del Renacimiento porque para nosotros es como un Leonardo Da Vinci moderno. Monta un pequeño laboratorio, con los pocos medios que cuenta el colegio, y nos hace experimentos de física y química. Muchas veces, la compra de material la sufraga él de su sueldo.
Está don Hugo, que nos imparte historia y artes plásticas. Don Hugo nos dice que le llamemos Hugo y de tú. Es un hombre joven, recién salido de la universidad. Es de un pueblo de Cáceres, a unos 100 kilómetros del nuestro, y por lo tanto hace uso de una de las viviendas que en las escuelas nuevas hay destinadas a los profesores. Enseguida hace amistades en el pueblo. Sus clases son amenas. Don Hugo es un tipo muy raro, viste unos pantalones de pana raídos y un jersey de lana, rojo. Tiene una barba negra y abundante que lo hace más viejo de lo que es. Nos trata con familiaridad. La gente del pueblo dice que es rojo. Eso no le gusta al director, don Miguel.
Don Miguel, es el director y, además,  nos da lengua, religión y gimnasia. Es un maestro de la vieja escuela. No duda en hacer uso de castigos físicos. Para él, la enseñanza para con nosotros, hijos de labriegos en un pueblecito, en el mundo rural, es hacer que cuando vayamos al campo, a sustituir a nuestros padres, por lo menos sepamos leer, escribir y las cuatro reglas. Don Miguel da por supuesto que de allí no saldrá ningún bachiller, y mucho menos algún universitario. Es profundamente católico, nos hace rezar un Padre Nuestro y un Ave María, al comenzar y al finalizar sus clases, aunque ya son muy entrados los años ochenta y el Ministerio de Educación, imagino ahora desde la distancia, ya habría dicho algo al respecto de los viejos usos y costumbres de algunos de sus viejos profesores. Pero él no hace caso de las indicaciones ministeriales. Don Miguel sigue anclado en el pasado, y nos hace rezar al entrar y salir de sus clases, y nos hace ponernos firmes y formar en el patio, cuando hacemos gimnasia. A los que como yo, no somos capaces de hacer el pino, nos ridiculiza, nos llama caballos de palo, y nos advierte de lo mal que lo pasaremos cuando vayamos al servicio militar, que seremos carne de calabozo y del pelotón de los torpes. En clase de lengua, nos hace levantarnos a toda la clase y ponernos pegados a la pared, en fila, rodeando los pupitres, desde la pizarra a la puerta de entrada, en orden de mejor a peor nota, él nos va preguntando, y vamos ascendiendo puestos según contestemos bien o mal. Nos infunde un terror indescriptible, con su aspecto de hombre pequeño, moreno, calvo, con unas gafas metálicas bifocales con los cristales ligeramente ahumados, serio, bucólico, austero. De vez en cuando, los más díscolos, o simplemente los más rebeldes, sufren una de sus medidas de fuerza, el hostiazo en la cara, para después acabar de rodillas durante toda la hora próxima, con los brazos en cruz. Todo el mundo teme a don Miguel, nosotros, los demás profesores, los padres.
Los tres años desde quinto hasta octavo, se me hacen una eternidad. Don Hugo se va, dicen las lenguas que por obra y gracia de don Miguel, que no quiere rojos dando clase en "su" colegio y al que no le gustan los métodos modernos de enseñanza. Le sustituye un profesor de la capital, don Aquiles, un hombre bastante amanerado y que suscita enseguida nuestra crueldad infantil hacia su persona, y más rojo todavía que su predecesor. Se diría que el ministerio está dispuesto a amargar la existencia a don Miguel a base de mandarle profesores, a cual más bolchevique, para sus alumnos. Don Aquiles es un enamorado de la música clásica y músico aficionado. Introduce la materia de música en el colegio, nos enseña solfeo y nos pone discos de para que los escuchemos en clase. Al igual que don Hugo, don Aquiles nos da historia. En aquel año hay un referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, y don Aquiles, en clase, nos suelta un mitin al respecto, y nos da las razones de porque según él, España debe salir de la Alianza Atlántica. Este mitin llega a los oídos de don Miguel, el cual al día siguiente, en plena clase de lengua, nos suelta otro mitin, alegando razonamientos totalmente contrarios a los de don Aquiles, por supuesto a favor de nuestra permanencia en tan distinguida organización defensiva internacional.
Pasa el tiempo, acabo octavo, al año siguiente de dejar el colegio de mi pueblo, inauguran un colegio nuevo, con calefacción central, y con aulas grandes y limpias, sin humedad y sin frío, y con un patio amplio, con una pista de fútbol sala. La modernidad había entrado en El Llano. Ya no era un colegio destinado a que los hijos de los labradores de mi pueblo, supieran por lo menos leer y escribir y las cuatro reglas. Ya, parecía un colegio destinado a futuros bachilleres, a futuros universitarios, a futuros médicos, abogados, jueces, ingenieros.
Al poco tiempo, don Miguel se jubiló, al igual que se fueron jubilando el elenco de profesores que nos había dado clases a mi generación, unos mejores, otros peores, unos recordados con cariño, otros con odio.
Al año siguiente de acabar octavo, empecé a ir al instituto a hacer bachillerato, a El Monte. Lo dejé dos años después. Paradójicamente ningún niño de los que fue conmigo a clase durante la EGB en mi pueblo, terminó el bachillerato, igual que me sucedió a mi. Ninguno fuimos a la universidad. Supongo que para gozo de don Miguel, pues esta circunstancia le daba la razón, a él que pensaba que la educación en mi pueblo estaba hecha, exclusivamente, para que no fuéramos unos ignorantes, como lo fueron nuestros padres, pero eso si, no estaba hecha para que ninguno acabáramos en la universidad.
A veces cuando voy a mi pueblo, paseo junto al colegio nuevo, y me siento a observarlo largo rato. Ese edificio que se puso en funcionamiento, justamente un año después de dejar el colegio. Paseo por el pueblo, y me encuentro con antiguos compañeros de clase, que me cuentan que un hijo suyo está a punto de terminar farmacia, o está en tercero de medicina. Me doy cuenta entonces lo que han cambiado las cosas, de aspirar a ser un poco menos ignorantes que nuestros padres, a aspirar a terminar medicina, va un mundo.

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