martes, 2 de octubre de 2012

Toto.

Hará uno quince años que lo vi por última vez. Entonces trabajaba yo de camarero, con mi primo Cosme, en una cafetería de la capital. Allí se presentó, se había escapado del psiquiátrico una vez más, o lo habían dejado irse una vez más, quién sabe. Venía hecho una lástima, sin afeitar, despeinado, con la ropa sucia de haber dormido en cualquier parte. Nos pilló a Cosme y a mí cerrando, barriendo y fregando el suelo de la cafetería y colocando los taburetes encima de la barra. Nos pidió un cigarrillo, como él hacía siempre, con aquella frase que lo hizo célebre por toda la comarca: "Herrrrmano, dame un cigarro". Cosme intentó hacer la gracia que hacían con él todos en el pueblo. "Te lo doy si bailas",le dijo mi primo, y a renglón seguido él se puso a bailar al ritmo de las palmas de Cosme, que de vez en cuando se interrumpía para darle una colleja. Me dio pena, saqué el paquete de Fortuna de mi bolsillo y le dí dos o tres cigarrillos. "Déjalo ya. ¿No ves como viene?", le dije a mi primo para que terminara con el númerito. Cuando Toto consiguió lo que quería de nosotros, el tabaco, se escabulló hacia la puerta, miedioso quizás de que alguna colleja se escapara como despedida. Antes de salir del local se paró y me miró, y con la mano derecha, triunfante, levantó los tres cigarrillos que le dí. Nunca lo volví a ver más. Meses después de aquella noche me enteré que había muerto, en el psiquiátrico, totalmente ido, dicen que estaba hecho un vegetal, que apenas conocía a nadie de tan drogado como lo tenían a base de tranquilizantes; y me volvió a dar mucha pena.
Dicen que en todos los pueblos hay un cura, un alcalde, un boticario y un tonto. No se si Toto era el tonto de El Llano. Unos decían que estaba loco, otros que era tonto de remate y otros que simplemente era un sinvergüenza que no quería trabajar. Quizá fuera alguna de esas tres cosas, solamente, o quizá fuera las tres al mismo tiempo. Toto era hijo de José Coronel, un pequeño propietario, agricultor con tierras propias, hombre duro, muy religioso, y de Antonia Beltrán, que en contrapunto con su marido, a decir de las lenguas, era una mujer cándida y buene, con un carácter afable. Toto, además tenía un hermano pequeño, al que no conocí, que se fue emigrado muy joven a Barcelona y que rara vez se dejaba caer por El Llano. Toto vino al mundo en plena posguerra y muy pronto empezó a dar evidencias de cierta imbecilidad, aunque su padre no quisiera ni oir hablar del tema. Para él, su Joselito era de lo más normal, y si no lo era, si había salido torcido, ya se encargaría él de enderezarlo. Y así Toto fue creciendo, llendo a la escuela como cualquier otro niño de El Llano, y siendo objeto de la crueldad de los otros niños. Toto era simplemente el tonto, aquel que recibía todas las bromas pesadas, aquel que recibía todas las patadas y los pescozones, todas las burlas de los demás niños. Y así, entre bromas pesadas de sus compañeros de colegio, Toto fue creciendo en un mundo aparte, nadie jugaba con él, porque era el tonto y con el tonto no se jugaba, con el tonto se divertía uno, pero jamás se le llevaba como compañero de juegos, ya se sabe, los niños son crueles, para lo malo y para lo bueno.
Se hizo mayor y le tocó ir al servicio militar, como todos los jóvenes de su edad en el pueblo. La gente en el decía que como iba a ir Toto al ejército, si era un tonto de baba, si estaba loco, y fue el alcalde el que intentó convencer a su padre de que alegara el estado mental de su hijo, para que lo libraran de ir al servicio. Pero don José tenía otra forma de pensar, su hijo iría a la mili, como fue él, y antes que él su padre. Todos los Coronel habían cumplido con la patria y Joselito no iba a ser menos. Intentaron las fuerzas vivas, encabezadas por el alcalde convencer a don José. "Pero mira que eres terco, si fueras de otra manera habrías llevado a Joselito a un buen médico, y a lo mejor hoy, no te digo que sería normal, pero a lo mejor estaría de otra manera". No hubo nada que hacer y Toto tubo que ir al ejército. Y ya se sabe como las gastaban en el ejército en aquella época, que si los veteranos, que si los novatos, que si las novatadas. Toto sirvió a la tropa de conejillo de indias, de diana para todas sus crueldades, lo cual le produjo una idiotización o una locura, o llámese como se quiera llamar, aún mayor. El caso es que las autoridades militares lo tuvieron que licenciar, porque Toto intentó suicidarse, hasta tal punto llegó la crueldad de sus compañeros de cuartel. Así que volvió a casa, dicen que más trastornado que se fue. A partir de entonces, empezó a vagabundear por toda la comarca, y por la capital, y así, empezó a ser conocido por todo el mundo fuera de El Llano, como "el hermano", por su manía de soltar a todo el mundo la frase de: "Herrrmano, dame un cigarro".
Don José, su padre, en este tiempo envejeció cien años, todos los achaques que en el mundo eran se cebaron con él. Se quedó ciego y tenía que ir a todos lados ayudado por alguien. Por las tardes, cuando Toto estaba en el pueblo, acompañaba a su padre a dar un paseo por el campo, no alejándose mucho, las tardes en que hacía buen tiempo. Toto, guiaba a su maltrecho padre y lo metía por todos los charcos que veía, y lo hacía cruzar por alguno de los arroyos que circundan el pueblo, o le hacía meterse por las acequias cuando estas llevaban no más de un palmo de agua, y cuando lo llevaba de vuelta a casa, el pobre viejo iba de agua y de barro hasta las trancas. La gente decía entonces que esto lo hacía Toto por venganza contra su padre, por no haber permitido que alegara locura y lo libraran de la mili. Y así la vida de don José Coronel se fue apagando poco a poco, hasta que una tarde se cansó de vivir. Toto y su madre se quedaron solos en el mundo. Estaba el otro hijo del matrimonio, el hermano pequeño que emigró a Barcelona, pero este a decir de las lenguas, no quería saber nada ni de su madre, ni de su hermano mayor.
A partir de la muerte de don José, Toto empezó a vagabundear por los pueblos más si cabe. Fue entonces cuando su madre acudió al alcalde en busca de ayuda. Él era un hombre influyente, con contactos en la capital y podría mirar de que internaran a su Joselito, que no era malo en el fondo, pero que ella reconocía que no estaba bien, y que tenía miedo que cualquier día se lo trajeran muerto, atropellado por algún coche, o algo peor. El alcalde se hizo cargo y pronto consiguió que metieran a Toto en el Psiquiátrico provincial. Pero como los médicos de la institución, tras analizarlo a conciencia, decían que Toto, efectivamente tenía una enfermedad mental, pero no estaba para estar internado siempre, los años siguientes se los pasó entrando y saliendo del manicomio, para disgusto de su madre, pues la buena mujer pensaba que para nada habían servido los contactos del alcalde, ya que su hijo, seguía como perro sin amo, vagabundeando, de un pueblo a otro, todo el día en la calle, y que ella, pobre mujer viuda, no podía con él.
Y Toto fue envejeciendo, y supero la cuarentena y la cincuentena, como tonto oficial del pueblo, vagabundeando, ora en este pueblo, ora en este otro, ora en la capital, ora en el psiquiátrico, para disgusto de su santa madre. Cuando aparecía por El Llano, si iba por la plaza mayor, cuando por las tardes estaba repleta de jornaleros en busca de trabajo para el día siguiente, Toto servía de distracción a estos, como cuando era niño y era apaleado por los otros niños, o como cuando fue a la mili y acaparó todas las novatadas, a cual más cruel, de sus compañeros de cuartel. Toto era apaleado inmisericordemente, le pagaban un litro de tintorro si era capaz de bebérselo de un trago, le invitaban a tabaco se era capaz de fumarse dos cigarrillos a la vez, todo ello acompañado de patadas y pescozones. Siempre había alguien que pasaba por allí y llamaba la atención de los que le hacían las perrerías al pobre Toto: "Hombre, ¿no os da vergüenza?, reirse así de un pobre tonto", pero ellos seguían a la suyo y daban largas con un; "usted no se meta donde no le llaman", y seguían martirizando a Toto, que se dejaba martirizar, a cambio de un litro de vino y de unos cigarrillos, que acababa borracho perdido, sin tenerse en pie y objeto de las burlas de los labriegos, que se olvidaban de su pobreza, de la falta de trabajo, de las condiciones miserables en las que vivían, dando patadas o emborrachando al tonto del pueblo. Esto llegaba a oídos de doña Antonia, porque en un pueblo todo se sabe, y la buena mujer, decía siempre la misma frase a quien le decía esto o aquello de su hijo; "¡Ay!, si el buen Dios tuviera a bien llevarnos a los dos con él, porque mi hijo, el de Barcelona no quiere saber nada y el día que yo falte..."
Poco a poco, Toto fue a peor, casi no aparecía ya por su casa y si aparecía, a los pocos días estaba otra vez de vuelta en la calle, así que doña Antonia tomó la determinación de vender unas tierras que le quedaban y dar el dinero a las monjas del asilo de ancianos de la capital, a condición de que la acogieran a ella y a Toto. A ella la acogieron con gusto, pero lo de Toto fue harina de otro costal, como el asilo no era una cárcel, ni las monjas lo podían encerrar, Toto empezó a llevar la misma vida que cuando vivía con su madre en el pueblo, y solo acudía de cuando en cuando al asilo, hasta que un día ocurrió lo que su madre tanto temía, lo atropelló un coche que le dejó una pierna hecha un cisco. Por mediación de las monjas, se consiguió que Toto permaneciera siempre interno en el Psiquiátrico, y allí quedó, internado, salvo cuando se escapaba, a retomar otra vez el vagabundeo.
En el psiquiátrico estaba interno, cuando lo vi por última vez, con mi primo Cosme, sin afeitar, sucio, despeinado. Su madre había muerto meses antes, y la habían llevado a enterrar a el cementerio de El Llano. Parece que Dios oyó la petición que ella tanto le hacía, y Toto murió solamente un año justo después que ella. Lo enterraron en el Llano, también. Dicen que al entierro solamente asistió el hermano de Barcelona y su hijo, y unos pocos vecinos de la calle donde habían vivido toda la vida. Antes de irse, el hermano puso en una de las ventanas de la casa, un cartel de "Se Vende", con un número de teléfono de Barcelona debajo, para quien estuviera interesado en comprarla. No ha vuelto nunca más por El Llano. La casa sigue allí, cayéndose a trozos, con el cartel todavía colgando de una de la ventanas, y la gente cuando pasa por allí mira a la casa, medio en ruinas ya y dice: "Mira, esa es la casa de Toto". Curioso, cuando Toto pasó tan poco tiempo en esa casa.

2 comentarios:

  1. Pobre Toto, desde el principio del relato se adivina su final; ese final predestinado a seres marcados por no se sabe quién. Conozco algunos casos parecidos a este, suelen estar en las poblaciones pequeñas, donde todo el mundo se conoce; porque en una gran ciudad seguro que pasarían desapercibidos. Qué lástima.
    Cordial saludo

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    1. Desgraciadamente, así fue, hoy en día, suponemos que no debe de ser así. Saludos.

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