domingo, 24 de abril de 2011

Paco Hierro.


Parece que lo estoy viendo: alto, desgarbado, apoyado en la barra del casino de la calle Grande, a eso de la una, pasado el mediodía, bebiéndose su tercio de cerveza, fumando rubio americano de contrabando. Paco siempre quiso diferenciarse de los demás: Si ellos tomaban botellín, él tomaba tercio; si ellos fumaban rubio nacional o negro, él fumaba rubio americano. Era todo un personaje, en el casino, donde a diario, le salían detractores, seguidores o gente indiferente a sus historias, por doquier. El haber combatido cómo voluntario en la División Azul, en Rusia, junto a los Nazis, le confería un aura de personaje destacado en el microcosmos de El Llano. Contaba y recontaba, una y otra vez, sus experiencias en la guerra, sus anécdotas, sus hazañas, a los seguidores, a los detractores, a los que creían que Paco Hierro no era más que un viejo chiflado.
Contaba historias para los demás, aunque a veces se guardara detalles para si y, Lo que se guardaba para si, lo sabía de sobra Servando Núñez, el dueño del casino. Lo que no supiera Servando de todos y cada uno de los habitantes de El Llano, no lo sabía nadie. Paco guardaba para si, por ejemplo sus motivos reales para irse al infierno ruso a combatir a los comunistas. Aquello, Servando lo sabía muy bien, pues él lo había vivido. Recordaba cómo si fuera hoy mismo, aquella noche en la que Paco Hierro vino al casino borracho cómo una cuba, vestido de soldado. Paco, que estaba haciendo el servicio militar, gozaba de un mes de permiso. Había iniciado una pelea con uno de los presentes, no recuerda Servando el motivo, el jaleo había alertado a una pareja de guardia civiles que hacía la ronda a esa hora por el pueblo. Los dos agentes habían intervenido intentando calmar los ánimos, intentando separar a los contendientes. Paco, fuera de si, había pegado un navajazo a uno de los agentes en una pierna. Nada grave. Mucha sangre, si, pero una herida superficial y poco profunda, pero suficiente para que Paco acabara en el cuartel de la Benemérita de El Monte, preso. A la mañana siguiente fue trasladado a un penal militar en la capital. El señor Remigio, el padre de Paco, barbero del pueblo y adicto al régimen, había ido a pedir ayuda al alcalde, Isidro Sanchéz. "Coño, Remigio. Es que a tu hijo ya le vale. Reza para que salga con vida de esta y no lo fusilen, estando como estaba haciendo el servicio", le había dicho el alcalde al señor Remigio, el cual incluso fue a ver al guardia civil herido para que no fuera muy duro con su hijo declarando en el juicio, que se hiciera cargo, que era sólo un crío. Aún así, pensaba el alcalde, que Paco iba a necesitar poco menos que un milagro. Cuando todo esto estaba pasando en El Llano, Hitler y Franco se reunían en Hendaya y acordaron que España mandará una división de voluntarios a combatir a Rusia junto a los alemanes: La División Azul. Cuando el alcalde leyó la noticia en el Diario Provin se le ocurrió que aquello podría ser una salida para Paco. Tras consultar con el señor Remigio, se puso a mover hilos, en la capital de la provincia, en Madrid, donde tenía algunas amistades, en mil y un sitios. Paco salió libre de todos los cargos, a cambio de irse voluntario a Rusia. La noticia casi mata a la pobre de la señora Remedios, la madre de Paco. "Me lo van a matar allí los rusos, Dios mío", decía la buena señora a quien quisiera escucharla. El caso es que Paco se fue a Rusia con la División Azul. Empezó escribiendo cartas llenas de optimismo: El ejército alemán avanzaba imparable a lo largo de la inmensidad de Rusia y los españoles con ellos. Pero llegó el invierno, la nieve, el frío, el hambre, las enfermedades, los ataques de los rusos, y aquello empezó a torcerse. A Paco le pegaron dos tiros en una pierna y brazo, lo llevaron a la retaguardia, a un hospital de campaña donde casi le amputan la pierna, luego lo trasladaron a Alemania, allí le dijeron que quedaría cojo para toda la vida, la bala se había llevado mucho tejido por delante y le había machacado la tibia. Dos años después de haberse ido al frente ruso, Paco fue repatriado a Madrid a un hospital militar. El señor Remigio había ido a verle. "Lo he encontrado muy delgado y algo desmejorado, pero vivo, gracias a Dios", dijo el barbero a la vuelta de Madrid a todos los parroquianos del casino que uno tras otro le preguntaban por Paco. A su hijo l habían ascendido, primero a cabo, después a cabo primero y por último a sargento por su valor en el campo de batalla, informó el orgulloso padre.
Meses después, Paco Hierro volvía a El Llano cómo un héroe, con una medalla al valor en la solapa del bolsillo de su guerrera, los galones de sargento en la manga y una cojera que ya no le abandonaría en toda su vida. El ayuntamiento con el alcalde al frente, ofreció una comida de bienvenida al héroe en el casino. Servando, el dueño del casino, recordaba perfectamente aquel día: Paco venía cansado, asistió a los actos con la mirada perdida, con el alma en otra parte. Servando no había vuelto a ver a Paco desde la bronca del navajazo al guardia civil y quedó un poco impresionado. "Lo que le puede llegar a cambiar la vida a una persona. Y todo por no saber beber, por una noche de mal vino", pensaba Servando.
A partir de entonces, Paco se dedicó a ir a diario a beberse su par de tercios de cerveza, fumarse sus rubios americanos y crear tertulia con los parroquianos del casino. Fue pasado a la reserva y el estado le pasaba una buena pensión cómo sargento reservista y mutilado de guerra. La segunda parte de la vida de Paco Hierro, fue esa: Ver la vida pasar desde la barra del casino, a diario, ir una vez al mes a la capital, a revisión, al hospital militar, eso decía él siempre, pero la verdad es que iba, más que nada, a palpar las virtudes del puterío capitalino en el barrio viejo. Una vez al año, Paco Hierro iba a Sevilla, en abril, en la feria, a ver los toros a la Maestranza. Iba siempre con José Collar, hermano pequeño del alcalde republicano de El Llano, fusilado por los falangistas en la tapia del cementerio de Villagar. José Collar era un comunista acérrimo y un gran aficionado a la fiesta nacional y a Curro Romero. Era lo único que tenía en común con Paco Hierro, lo que no les impedía ser buenos amigos. Cada mes de abril, los dos, el combatiente anticomunista y el comunista hasta la médula, iban en paz y concordia a Sevilla, a la Maestranza, "a ver si curro se dejaba ver".
Fueron pasando los años y Paco fue envejeciendo, yendo a diario al casino, a eso del mediodía, yendo una vez al mes a la capital, al barrio viejo, a palpar al puterío, yendo una vez al año a Sevilla, a la Maestranza, a ver si Curro se dejaba ver. Murió Franco. Vino la democracia. Se volvieron a dejar ver después de cuarenta años opiniones encontradas otra vez en El Llano. Socialistas, comunistas, los de Suarez, los de Fraga, los de...A Paco le traía sin cuidado la política. El había sido falangista hasta la médula, pero no un falangista cualquiera. Él había sido un falangista con pedigrí, de los que no comprendieron la unificación con los requetés, de los que no comprendienron el por qué Franco nombraba sucesor al Borbón, los de la revolución pendiente. Aquella nueva democracia pillaba a Paco demasiado viejo y cansado. "¿Y tú que piensas de todo esto, Paco?" le preguntaban sus compañeros de tertulia en el casino, un poco para picarle, para sacar al falangista furibundo que, presumían había en el alma indómita de Paco Hierro. "Yo mientras no rompan nada", decía Paco encogiéndose de hombros ante el asombro general de la concurrencia. Entonces venían a la mente de Paco aquel verso que escuchó a alguien, no se acordaba a quien, entonar una vez, hace muchos años, de aquel poeta comunista. Cómo se llamaba ¡Ah, si; Miguel Hernández: "Cuanto penar para morirse uno".
Un mediodía, cómo tantos otros, Paco Hierro estaba apoyado en la barra del casino, bebiéndose su tercio de cerveza, fumándose su rubio americano, mirando la televisión. Servando, el dueño del casino estaba allí, cómo siempre, detrás de la barra. Habían envejecido juntos, uno frente al otro, uno fuera y otro dentro del mostrador del casino. Al lado de Paco se tomaba una caña un chico joven. No era del pueblo. Él no, pero su padre si. Era hijo de uno de los Carmona, aquellos que se habían ido emigrados al País Vasco, le había informado Servando a Paco. De repente se interrumpe la programación. Avance informativo. ETA acaba de matar en Madríd al general...y al soldado...que hacía las funciones de chófer del general. Un coche bomba ha estallado al paso del coche de los militares. "Hijos de la grandísima puta", había dicho Paco levantando la voz. El chico que está a su lado le mira y esboza una leve sonrisa. "Si lo siento por alguien es por el chofer, que seguramente sería un chaval joven que estaría haciendo la mili. Pero el gerifalte ese...Uno menos". El acento del chico denota su procedencia norteña, vasca. Paco se vuelve hacia él, lo mira fijamente, da un empujón al chaval que casi cae al suelo. El chico, que no tendrá más de diecisiete o dieciocho años, mira sorprendido al viejo que acaba de empujarle con tanta fuerza. Paco va a embestir otra vez contra el chico, pero varias manos se lo impiden, lo agarran. "Dejadme, dejadme que mate a este hijoputa", dice Paco a grandes voces. El chico se dirige a Paco en tono chulesco y burlón. "Ni se le vuelva a ocurrir tocarme. Esta es la democracia de la que tanto se os llena la boca aquí abajo, para que luego uno tenga que aguantar al facha de turno" Paco intenta ir otra vez hacia el chico pero se lo impiden varios de los parroquianos, los cuales dicen al chico que haga el favor de largarse de allí. El chico no les hace caso. "No tengo el porque irme. Que se vaya él si quiere. Yo sólo he dado mi opinión" Esto enciende aún más a Paco, al que los parroquianos han logrado llevar hacia la puerta de la calle. Paco ordena imperativamente que le suelten, que se va para casa. Eso si antes, se dirige al chico: "Escúchame, hijo de puta. Voy a mi casa. Allí, tengo una pistola. La voy a cargar y me la voy a traer. Si cuando vuelva con ella cargada estás por aquí te pego dos tiros. ¿Estamos?" Tras decir esto, Paco sale del casino. Servando y los demás parroquianos conminan al chico a irse para casa. "Mira chaval que a ese viejo le da igual todo. Que te pega cuatro tiros aquí, ahora mismo, te deja seco y se queda tan ancho. Si lo conoceré yo" El chico se niega a irse. Servando pide a uno de los parroquianos presentes que vaya a casa de los Carmona que no está muy lejos de allí y que avise al padre del chico a ver si él logra convencerle. Servando llama a la Guardia Civil y les pide que vengan lo más rápido posible, pues teme que se organice una carnicería. El padre del chico se muestra desconcertado: "Joder. ¿También aquí? ¿También aquí me vas a joder con estas chorradas? No tienes bastante con jodernos allí, con la política, a tu madre, a tus hermanos y a mi, sino que tienes que venir al pueblo también a joder la marrana". El chico le dice a su padre, a voces, que lo deje tranquilo, que él no quería venir. "Todos los años igual. Tenemos que venir aquí, a éste puto pueblo, de vacaciones", dijo el chico con un tono cargado de hostilidad a su padre. "Por favor, Jose, no me jodas. Tira para casa". Al final el padre y el chico salen del casino y se van discutiendo hacia su casa. Una pareja de la Guardia Civil llega. Los parroquianos y el propio Servando los informan de lo sucedido. Llega Paco Hierro, vestido con el uniforme de sargento del ejército, pistola al cinto. Uno de los guardias civiles, le conmina a entregarle el arma. "Señores. ¿Es que aquí no se saluda a un superior ya?" Los dos agentes de la Benemérita se miran desconcertados. Al unísono se llevan la mano derecha a la sien, se ponen firmes y saludan: "A sus órdenes mi sargento". Paco mira a Servando. "¿El chaval hijoputa ese se ha ido?", preguntó. Servando asiente con la cabeza. Paco Hierro se se dirige a la barra, pide un tercio para él, "a los demás les sirves lo que quieran. A estos señores también", dice Paco Hierro refiriéndose a los dos guardias civiles. El ambiente se empieza tranquilizar un poco. Recuerda Servando la noche aquella en la que Paco Hierro se acodó borracho en la barra, cuarenta años atrás, vestido de militar cómo ahora, con una pareja de la Guardia Civil al lado, cómo ahora. "Si me llego a encontrar a ese hijoputa aquí, ahora mismo, le pego tres tiros, eso seguro. Pero se ha ido. Se ha batido en retirada", dijo Paco Hierro a los dos guardias. Paco sacó la pistola de su funda, la agarró por el caño y se la tendió a uno de los guardias. "Cabo, llévese esto". Tras dar el arma al agente, Paco Hierro se llevó la mano a la bisera de la gorra de militar. "Señores, buen servicio", y tras decir esto se fue. Servando soltó un suspiro de alivio. "Es la segunda vez en cuarenta años que este tío me las hace pasar canutas", pensó.
Dos meses después de aquel suceso, a Paco Hierro le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Dejó de salir de casa, de ir al casino a diario, a beberse su tercio de cerveza, a fumarse sus rubios americanos. Ya no fue nunca más a la capital, al barrio viejo a palpar al puterío, ya no iría nunca más a Sevilla, en el mes de abril, a ver si Curro se dejaba ver.

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