lunes, 16 de mayo de 2011

El Juicio (Parte 2ª)


Después de salir de la primera sesión del juicio, le llegó a López un mensaje vía sms al móvil: Su jefe le exigía que estuviera hacia las 5 de la tarde en su despacho. No decía nada más el mensaje. López supuso que la intención de la dirección del periódico sería reprenderle por su conato de rebeldía periodística y su indisciplina. Sin mucho apetito, López comió algo rápido en una cafetería cercana. Después entró en Internet en la página del periódico y comprobó cómo efectivamente, sus críticas hacia el juez y el fiscal no habían sido publicadas. La reacción de sus lectores ante el artículo era de apoyo al proceso y a la condena de la acusada, aunque fuera de manera virtual. Encontró López que la reacción de sus lectores ante el juicio era de conformidad y complacencia hacia las versiones oficiales que excluían de toda culpa a las clases dirigentes actuales y a las anteriores. Mirando las reacciones de sus lectores hacia su articulo estuvo pasando el tiempo hasta que tuvo que marcharse a la reunión con su jefe. La redacción no estaba lejos de allí, así que fue dando un paseo. En el despacho del director, además de éste, esperaban a López dos miembros del consejo directivo del periódico. Sin más conversación, estos extendieron a López dos folios en los que se le informaba de su suspensión de empleo y sueldo por espacio de dos semanas. López intentó pedir explicaciones, pero no se las dieron. Su jefe inmediato, el director del periódico le informó de que podía haber sido mucho peor. Podían haberle echado a la calle de manera permanente con lo que se hubiera tenido que olvidar de ejercer el periodismo más en su vida.
López salió del edificio consternado. No sabía que iba hacer en las próximas dos semanas, no sabía de que iba a vivir sin la mitad de su sueldo, si el sueldo íntegro era ya de por si escaso, le daba apenas para pagar el alquiler de su apartamento y los gastos del mismo, para comer y pocas alegrías más. Apenas tenía ahorros. No sabía cómo se las iba a arreglar. Decidió que sería mejor dejar el apartamento durante esas dos semanas, alquilar un trastero para guardar sus escasas pertenencias e irse al extrarradio de la ciudad, a la zona de los excluidos donde vivían sus padres. Allí viviría durante los próximos días, hasta que pasara el periodo de castigo.
A la mañana siguiente, muy temprano, López dejó su apartamento, alquiló por dos semanas un trastero, no lejos de donde vivía, allí dejó sus pertenencias, un viejo ordenador portátil, y una maleta con ropa, otra maleta la llevaría con él a casa de sus padres, tomó el metro y se dirigió a las afueras de la ciudad. Una vez hubo llegado tomó un viejo autobús destartalado, con motor diesel reconvertido a energía solar, que le dejó en la calle de sus padres, a escasas manzanas del domicilio de estos. Apenas había venido por allí en los últimos diez años. De cuando en cuando, López hacia una llamada telefónica a sus padres para saber cómo se encontraban. Cómo telefonear desde el extrarradio al centro de la ciudad, era ya imposible, pues los excluidos no gozaban de saldo de puntos y por tanto de contratos de alta con las compañías telefónicas, era López el que llamaba una vez al mes a la cabina de un locutorio cercano al domicilio de sus padres. Así se comunicaban. Aunque encontró las calles del barrio donde vivían sus padres igual de destartaladas que la última vez que lo visitó, López notó cómo si ahora todo estuviera más vivo, más organizado. El barrio sin duda era otro: Las calles estaban llenas de tiendas, bares, restaurantes, como ocurría antes de la crisis. A López le daba la sensación de haber retrocedido varios años en el tiempo. Encontró a su madre sentada viendo una vieja televisión de plasma. Su padre no estaba en casa. Su madre le dijo que se encontraba fuera cambiando algunos enseres por comida. Después, López salió por el barrio para matar su curiosidad y ver con sus propios ojos como vivía la gente del extrarradio. Le extrañó ver aquel barrio lleno de tiendas que vendían objetos de todo tipo y de toda procedencia, la gente cambiaba unas cosas por otras que necesitaba. Así era el comercio allí, después de que se prohibiera el papel moneda hacía ahora 15 años. Aquella gente no se resignaba a caer en el olvido, a morir en vida. López vio la felicidad reflejada en el rostro de la gente, allá donde fue. A las dos de la tarde, para su sorpresa, cerraron todas las tiendas. López decidió volver a casa de sus padres para comer con ellos. Allí le esperaba su padre, que ya estaba de vuelta, el cual saludó a López con cierta frialdad. Padre e hijo no se llevaban muy allá, aunque hacían verdaderos esfuerzos por ocultarlo, sobre todo en presencia de la madre de López. Su padre mostró un interés forzado por su vida en el centro de la ciudad, le preguntó por la causa de su venida. López mintió a su padre y le dijo que estaba en su semana de vacaciones y que le apetecía venir a verlos. El padre de López asintió no muy convencido. Después de comer, padres e hijo se sentaron frente al televisor. López buscó el canal en el que daban el resumen del juicio. Le extrañó que este no fuera muy seguido por la gente del extrarradio. Sus padres apenas sabían nada de lo que acontecía en el Palacio de Justicia en aquellos días. Les extrañaba mucho que lo que ellos tomaban por una pantomima, fuera tan seguido en la parte noble de la ciudad. Les resultaba divertido.
Los siguientes días pasaron rápidos para López, entre la tirantez de su padre, el cariño reencontrado de su madre y la felicidad que pudo ver en el rostro de la gente que se encontraba por la calle, en la zona de los excluídos. Por todo ello, López casi se olvidó del juicio y de que pronto tendría que volver al centro de la ciudad a proseguir su vida.
El juicio siguió su curso a lo largo de los días en los que López estuvo en casa de sus padres. La defensa presentó cómo testigos a antiguos políticos de la época constitucional, a empresarios que se arruinaron tras la crisis, a economistas y a periodistas de cierto renombre, que declararon en contra de la Crisis y la culparon de todos los males que aquejaron al país durante aquellos días negros. Todos declararon culpable a la Crisis de todos sus males y ninguno de ellos se declaró responsable de la hecatombe económica que sufrió el país durante aquellos años. La defensa intentó desmontar aquella argumentación y se enfrascó en durísimos debates con los testigos de la acusación, a los que acusó de ser los auténticos culpables de que la Crisis hubiera actuado con tanta crudeza en el país. Estos debates despertaron la hilaridad del público que abucheaba una y otra vez al abogado de la defensa, con el consiguiente enfado del juez, el cual, uno de los días ordenó desalojo de la sala ante el riesgo de tumulto. El abogado defensor fue duramente reprendido por el juez, el cual le impuso una multa de 200 puntos virtuales por su dureza para con los testigos, cosa que divirtió en demasía al fiscal, el cual se ofreció irónicamente a prestar puntos a su colega si no tenía con que pagar.
En esto llegó el día en el que López tuvo que reincorporarse a su vida cotidiana, otra vez, después del castigo y del forzoso autodestierro. Se despidió de sus padres con el firme propósito de volver pronto por allí, más a menudo y así se lo hizo saber a sus padres, los cuales acogieron con agrado la noticia, sobre todo su madre. No le había desagradado a López la visita al extrarradio de la ciudad, del cual se llevaba una buena impresión. La crisis económica y la situación que se había generado después de ella habían aguzado el sentido de supervivencia de aquella gente, que tras los primeros años de desconcierto, habían aprendido que de forma grupal, ayudándose los unos a los otros, podrían sobrevivir. El sentimiento de grupo podía respirarse en el ambiente allá donde se fuera en el extrarradio. Habían conseguido volver a organizar una sociedad ciudadana, con un sistema de seguridad, de educación, de sanidad y de gobierno, en el que participaban todos, grandes y pequeños, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, ricos y pobres, al contrario de lo que sucedía en el centro de la ciudad, en la zona de las personas esenciales para el sistema, donde se había impuesto un individualismo atroz, despiadado y despersonalizado. En el centro no preocupaba en demasía lo que ocurría en el extrarradio, el cual había sido abandonado a su suerte, esperando su desaparación, por si mismo, por esa mano invisible que los nuevos gurús del nuevo sistema decían que movía todo. Pero aquella gente había respondido con ingenio al reto y, en opinión de López, lejos de desaparecer, se perpetuarían, porque habían vuelto a encontrar el sentimiento grupal que había definido siempre al género humano.
Cuando López se dirigía hacia la barrera que dividía los dos mundos, el de los válidos y los inválidos, el del centro y el del extrarradio, un viejecillo que se encontraba sentado allí, a la entrada, tomando el sol en un banco, preguntó a López si se dirigía al centro de la ciudad. Al principio, el hombre, le había parecido un mendigo a López, pero luego éste se dio cuenta de que símplemente era un viejo que tomaba el sol, cómo los se podían ver por todos los lados de la ciudad antes de la crisis que cambió el mundo. "Escúchame. Si vas al otro lado de la barrera, dile a quien te quiera oir que les queda poco, casi nada. Han retado a la naturaleza y esta los va a destruír. Han decidido vivir de espaldas a la tierra, y esta les va a devolver su desprecio multiplicado por diez. Escúchame. Diles que aún están a tiempo de volver a la vida", dijo el viejecillo a López. Sin esperar a que éste le preguntara nada, se levantó se fue, despacio, sin mirar siquiera hacia López. "Han decidido confiar en la tecnología y esta acabará con ellos porque les fallará. Díselo. Esto pronto ocurrirá y nadie podrá hacer nada para remediarlo", volvió a decir el viejecillo, a grandes voces, sin volverse, caminando despacio y alejándose cada vez más de López, el cual procedía a traspasar la barrera que daba acceso al centro de la ciudad.

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