domingo, 7 de agosto de 2011

Recuerdos.

Me encontré a don Leandro Ortiz en uno de los cafés que circundan la Plaza de España de El Monte. Allí estaba, sentado, en torno a una velador, un café y un periódico. Al principio no me conoció. "¡Ah, si!, tu eres Eguía. Chico, perdona. Hacía tanto que no te veía, y has cambiado tanto. ¿Qué fue de aquel niño enclenque y delgaducho?"; dijo cuando le recordé quien era.
Me preguntó por mi vida; donde trabajaba, en qué, si estaba casado, si tenía hijos. Mostró cierta tristeza cuando le dije que estaba fuera, en Madrid. Yo también me interesé por su vida, me había enterado en El Llano de que se había jubilado. Me lo confirmó. Llevaba dos años jubilado, y se aburría, ¡se aburría tanto!, y echaba mucho de menos la enseñanza, el recorrer en coche los seis kilómetros que separan El Monte, su pueblo, del mío, la rutina diaria de un colegio de un pueblo pequeño, las dificultades que había entonces para llevar a cabo la enseñanza en un entorno rural.
Mientras me contaba todo esto, mi mente hizo, casi sin darme cuenta, un viaje hacia atrás en el tiempo, treinta años atrás. Don Leandro era mi profesor de matemáticas y de física en el colegio San Pablo de El Llano.
Entonces no había colegio, propiamente dicho, en El Llano. Se utilizaban como tal, unos locales que había en los bajos del ayuntamiento. La construcción del edificio consistorial databa de 1880, por entonces, casi justo, cumplía los cien años. Recuerdo las aulas, pequeñas, algunas interiores, con poquísima luz, con las paredes cargadas de humedad. En invierno el frío no se te quitaba de encima. Recuerdo el pequeño patio encalado y feo que utilizábamos como patio de recreo, como corríamos por allí como potrillos salvajes, encerrados, ansiosos de libertad.
Entonces, con la crueldad infantil como seña de identidad, los profesores eran objeto de las burlas de todos los niños del colegio. Entonces, todos los profesores tenían motes, que eran escritos con tiza en la pared de la fachada o en el suelo. Por qué será que hoy los recuerdo con cariño. A don Leandro, que estaba sentado en aquel momento, en un café de la Plaza de España de El Monte, frente a mi, hablando conmigo amigablemente, a don Miguel, el director del colegio, tan chapado a la antigua, profesor de los de antes, de palmeta y miedo, a don Abel, aquel profesor de Badajoz amanerado y músico de cámara en sus ratos libres, que se empeñó en instaurar, por primera vez en la historia del colegio una hora de música a la semana, a don Severino, aquel profesor "progre" tan joven, que venía de un pueblo de las Vegas Altas, que procedía de una familia de jornaleros, que se había venido a vivir a El Llano, que era tan criticado por la gente del pueblo porque asistía a las reuniones de los comunistas locales, en aquellos tiempos de transición, y todavía, de miedo. A todos ellos; tanto los que me caían bien, como los que me caían mal entonces, los recordaba ahora con cariño. Quizá fuera porque ahora, siendo adulto, valoraba los esfuerzos que todos ellos hacían por enseñar en un colegio de un pueblo pequeño, en unas condiciones precarias, a un grupo de niños de un medio rural, los cuales, seguramente, dejarían a medio terminar sus estudios para irse a trabajar al campo. También me venían a la memoria muchos de aquellos niños y niñas que iban al colegio conmigo. Algunos de ellos, se habían ido del pueblo hacía años, a Madrid, a Barcelona, al País Vasco. Otros se habían quedado y les veía cada vez que iba al pueblo, y recordábamos. Yo como los profesores era, a veces objeto de la crueldad infantil. Y es que, en un mar de apellidos castellanos, de González, de Pérez, de Gomez, el llevar un apellido vasco-navarro era una temeridad. Eguía era confundido en seguida, cruelmente con Lejía y ya teníamos mote, contestación por mi parte, y pelea segura en el patio o a la salida.
Me quedé tan embobado recordando, que don Leandro me tuvo que llamar la atención, como cuando era niño y me quedaba alelado pensando en mis cosas y no prestaba atención a lo que él explicaba en la pizarra.
Poco a poco, recordando, hablando de lo divino y de lo humano, se nos pasó una hora larga, hablando de los tiempos pasados, de los presentes y de los futuros. "Me tengo que ir", dije. Aunque me insistió mucho, no le dejé que me invitara, le pedí por favor que me dejara pagar a mi. Al final de unos dimes y diretes, del mareo protocolario al camarero, de un "por favor cóbrame a mi", accedió a ser invitado.
Me estrecho la mano, con brío, con fuerza. Le prometí que cada vez que viniera a mi pueblo de vacaciones, me pasaría por allí y tomaríamos otro café juntos. Salí del café, volví la mirada atrás y vi a mi viejo profesor mirando en dirección mía, como me marchaba, levanté el brazo y lo moví en señal de adiós. Él siguió allí inmóvil, embobado. No me miraba a mi y sin embargo miraba en dirección mía.
Miraba, como yo había hecho momentos antes, hacia el pasado.

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