lunes, 23 de mayo de 2011

El Juicio. Parte 3ª.



Tras volver del extrarradio, López fue al periódico para que le indicaran si iba a continuar como redactor de tribunales o le iban a trasladar a alguna otra sección. El director le recibió cordialmente, cómo si en vez de volver de dos semanas de retiro voluntario por una causa de despido temporal, López, volviera de unas vacaciones en alguna isla caribeña. "Por supuesto, volverás a tu puesto de redactor de tribunales", informó el director a López. "A instancias mías, los jefes han decidido volver a confiar en ti. Espero que no nos defraudes". López no sabía qué decir ante aquella muestra de confianza por parte del director y de los jefes. No sabía si aquello era bueno o malo, no sabía si podría volver a asistir sin decir nada a otra de aquellas representaciones y meras copias de juicio, no sabía si podría aguantar más tiempo contándoles a sus lectores la verdad que quería el periódico que les contara, y no lo que verdaderamente estaba pasando. López empezaba a pensar que su visita al extrarradio y el contacto con sus gentes le había cambiado más de lo que él creía. El estilo de vida del centro de la ciudad y del mundo de los incluidos y los válidos para el sistema le empezaba a parecer ridículo, carente de sentido y deshumanizado. Todo aquello le empezaba a dar nauseas. Empezaba a preguntarse cómo había podido aguantar hasta entonces. Quizá fura la necesidad de sobrevivir lo que le había impuesto aquella ceguera a él y a todos los habitantes del centro de la ciudad. Se empezó seriamente a plantear la opción de dejar todo aquello e irse al extrarradio voluntariamente y empezar una nueva vida allí. Tras prometer al director una más que buena y, en realidad, disimulada conducta en favor de los intereses empresariales, salió del despacho del director y del edificio que albergaba el periódico. Había pedido un adelanto de sueldo de dos meses, que el periódico le había concedido a un pírrico 5% de interés. Necesitaba dinero para pagar la fianza del nuevo apartamento que había alquilado y para pagar por el tiempo que había alquilado el trastero donde había dejado sus pertenencias durante las dos semanas que había estado fuera.
A la mañana siguiente, a las 9, López estaba en el Palacio de Justicia, de nuevo en su puesto en la tribuna de prensa. El juicio se había reanudado. Sus compañeros le recibieron con cierta indiferencia. Empezaba el turno para que la defensa presentara sus testigos. Estos eran, en su gran mayoría, personas excluidas por la situación económica, trabajadores de los llamados no cualificados y que habían caído hacia años en la exclusión y en la pobreza. Cómo todos ellos vivían en el extrarradio, el abogado defensor había corrido con todos los gastos para que pudieran estar hoy allí ante el tribunal. A preguntas de la defensa, uno tras otro, contaron cómo eran sus vidas antes de que la Crisis actuara. Contaron la mayoría, cómo la situación de extrema pobreza de los últimos años, se había llevado por delante sus casas, sus sueños, los sueños de sus hijos. Culpaban de todo ello a los políticos que entonces dirigían el país, a los expertos económicos que no vieron venir la Crisis y a los grandes oligarcas que se aprovecharon de la situación para enriquecerse. Todos estos testimonios eran hechos bajo los abucheos del público asistente al juicio, el cual les insultaba llamándoles mendigos y muertos de hambre y les tiraban mendrugos de pan duro y huevos podridos. Por fin llegó el turno del fiscal, el cual declinó hacer preguntas a los testigos de la defensa y declaró en alta voz su más absoluto desprecio por semejante gentuza, la cual no le merecía el menor respeto. Dirigiéndose a los miembros del jurado, los cuales la mayoría dormían apaciblemente, les conminó a no dar crédito a los testimonios de lo que en su opinión eran los seres más abyectos de la sociedad. Se preguntó cómo se le podría pasar por la imaginación a nadie, que gente no cualificada cómo lo era aquella pudieran no caer en la más tristes de las miserias. Esperaba, así mismo, que nadie hiciera el menor caso de los testimonios de una antiguo camarero, un antiguo peón de albañil, un antiguo reponedor de supermercados, un antiguo barrendero y una antigua empleada del hogar. Irónicamente, se preguntó cómo nadie iba a hacer caso de tan cualificados personajes y dirigiéndose al abogado defensor, le preguntó que si acaso pretendía que con semejantes oficios, aquella gentuza no hubiera caído en la pobreza y que cómo se le ocurría culpar de la suerte de tan despreciables individuos, a los dirigentes que llevaban las riendas del país cuando sucedió esta desgracia. Finalmente declaró que aunque la crisis no hubiera actuado, esta gente estaría igualmente fuera del sistema. La actuación del fiscal arrancó una sonora ovación de los presentes, incluido el juez, a lo que el letrado de la acusación saludó con una ligera inclinación de cabeza.
El juicio quedó visto para sentencia y López escribió un artículo estándar, sin posicionarse en él ni a favor ni en contra de lo sucedido en la sala. Tanto él cómo los demás miembros de la prensa cayeron en un estado de apatía, mezclada con indignación, el cual no podían trasladar a sus artículos. "Da igual lo que pienses, lo que hagas o lo que escribas. Al final los malos siempre se salen con la suya", se dijo López a si mismo.
Al día siguiente el juez ordenó al presidente del jurado que diera el resultado del veredicto. "Culpable, Señoría", dijo el presidente después de bostezar larga y sonoramente. La Crisis fue condenada a morir lapidada. Se habilitarían en las calles y plazas mas importantes del centro de la ciudad una serie de pantallas gigantes con la imagen de la actriz que representaba a la crisis, totalmente desnuda. Esta podría ser apedreada por los ciudadanos, durante todo un mes, de ocho de la mañana a doce de la noche. La sentencia fue llevada a cabo, y la imagen desnuda y virtual de la Crisis fue apedreada por hordas de indignados ciudadanos que daban así rienda suelta a su rabia. Todos los días, miles de personas de toda condición y edad, esperaban su turno, pacientemente para apedrear a la Crisis.
Dos semanas después del juicio, López decidió irse definitivamente a vivir al extrarradio. Se despidió de su trabajo el en periódico y se fue de, lo que para él era ya, un mundo absurdo y ajeno a la condición humana. Dejó su apartamento por segunda vez en un mes, recogió sus pertenencias y emprendió viaje, esta vez sin retorno. Durante el viaje en metro, se encontró casualmente con el tipo que había hecho de abogado defensor en el juicio. López dedujo que también se trasladaba a vivir a zona de excluidos, pues iba, cómo él, cargado con su equipaje y llevaba cómo el una cierta expresión de descanso en su cara.
Los padres de López le acogieron con ciertas reservas al principio. Después de algunas horas de explicaciones, esas reservas se tornaron en regocijo y alegría. Cómo en la parábola del hijo pródigo, el padre, mostró su contento a todos sus vecinos por la vuelta al hogar de su hijo perdido, y sobre todo, por su vuelta al sentido común.
Los días fueron pasando y López se fue acostumbrando poco a poco a la vida en aquel lugar. Encontró trabajo como redactor en una pequeña gaceta que se publicaba en aquel barrio. Fue curioso para él, trabajar en un pequeño periódico que se hacía de manera artesanal, en papel reciclado, en tiradas de 10.000 ejemplares. Descubrió lo que era tener tiempo libre y lo que era ceñirse a un horario, que sus jornadas laborales tuvieran un principio y un final. En el periódico digital en el que trabajaba en el centro de la ciudad, debía estar a disposición de él las 24 horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Supo lo que era trabajar para vivir y no, vivir para trabajar, lo que era la vida sin prisas, sin agobios y sin el consumo compulsivo y caprichoso al que estaba acostumbrada la gente en el llamado mundo útil. Recuperó el contacto con los demás, la relación persona-persona, el sentimiento de grupo, de tribu, de ayuda mutua, que creyó haber olvidado hacía años.
A veces López iba dando un paseo hasta las cercanías del centro de la ciudad y allí se sentaba durante largos periodos de tiempo, observando los grandes rascacielos yla vida que voluntariamente había dejado atrás. En esto estaba un día cuando alguien se sentó a su lado y le dijo: "Veo que no me hiciste caso y no les advertiste". Era el viejecillo que semanas tiempo atrás, durante su exilio voluntario cuando lo suspendieron de empleo y sueldo, a su vuelta de él al centro de la ciudad, le había advertido a voces que la desgracia se cernía sobre los incluidos y le había pedido que les avisara. López lo había olvidado por completo hasta entonces. "No hace falta que los avise nadie. Ellos ya saben que van hacia el abismo", se limitó a contestar al viejo.

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