sábado, 7 de mayo de 2011

El Juicio. (Prólogo)


Aquella noche, López había dormido mal. Se levantó, se duchó y bajó a desayunar, cómo cada día, al bar de la esquina. Después salió para el Palacio de Justicia. "Va a ser el juicio del siglo", le había dicho la tarde anterior el director del periódico donde trabajaba cómo redactor. Estaba cansado de que siempre le designaran para la misma tarea de redactor de tribunales. Los juicios eran tediosos y aburridos, la mayoría de ellos a nadie le interesaban y, los que interesaban era porque se habían convertido en un mero espectáculo para las masas, como iba a ser aquel juicio. Empezaba a llover y López aceleró el paso. Se adentró en una estación de metro, iba con tiempo suficiente, le gustaba la puntualidad. Normalmente en sus trayectos en transporte público aprovechaba para leer un poco. Aquel día no podía; su cuerpo era recorrido por un extraño estado de ansiedad. Empezó a pensar en el extravagante juicio del que iba a ser testigo: Un juicio a la crisis. ¡Ah!, la crisis. Todo había cambiado tanto en los últimos años gracias a la crisis. Todo se había dado la vuelta cómo un calcetín, todo estaba cargado de surrealismo, todo era absurdo en demasía, visto con ojos y pensamientos normales, de muchos años antes de que sus vidas cambiaran. En veinte años, López, no se había parado a pensar lo mucho que habían cambiado su vida y la de los que le rodeaban: Las estructuras políticas y sociales que les habían rodeado a todos hasta hacía veinte años eran mero polvo en el viento. Ahora, la clase política era un elemento decorativo, el gobierno del país, de las regiones y de las ciudades eran manejados, realmente, por la clase oligárquica, por los dueños de las empresas más importantes. El parlamento había sido suprimido, ahora las decisiones las votaban todos los ciudadanos, vía SMS o vía email. Los ciudadanos no necesitaban ya representantes. Los pocos cargos políticos que quedaban; presidentes y alcaldes, eran elegidos también via SMS o email. La constitución había sido suprimida y se había instalado en el poder un gobierno oligárquico en la sombra. Todos los servicios, antes públicos, se habían privatizado: Médicos, policías y bomberos pertenecían a empresas privadas ahora, adjudicatarias de estos servicios. Se habían suprimido toda clase de impuestos. Todo servicio público, esencial o no, era sufragado por los usuarios. Si alguien sufría los efectos, por ejemplo, de un incendio en el edificio donde vivía y llamaba a los bomberos y a los servicios sanitarios, debía sufragarlos ese alguien y sus convecinos. Las compañías de seguros se habían hecho de oro. Se había suprimido el dinero físico, el papel moneda, ahora se utilizaban para comprar y vender cosas o servicios, puntos virtuales, los cuales eran válidos en todo el mundo. La gente utilizaba para ello sus teléfonos móviles, donde acumulaban todos esos puntos y pagaban lo que necesitaban con ellos. Cómo el dinero físico, el papel moneda, había desaparecido, los mendigos y las gentes que vivían fuera del sistema, que habitaban en el extrarradio del la ciudad y que era la mayoría de la población, tenían que usar el trueque en sus intercambios, para comprar y vender enseres y víveres y para sobrevivir. Las ciudades se habían dotado de murallas virtuales para que no pudiera pasar cualquiera a las zonar donde vivían las personas cualificadas, por eso fuera de esas murallas vivía todo un ejército de mendigos, drogadictos y delincuentes comunes, mezclados con gente que había quedado fuera del sistema, pues ya no eran válidos. Para pisar la ciudad, propiamente dicha, había que poseer un teléfono movil con sus puntos virtuales en regla y esto solo se conseguía trabajando para los oligarcas y sus empresas o siendo un trabajador cualificado. La crisis había hecho prescindir a las empresas de ingentes cantidades de personas que ahora sobrevivían a las afueras de la ciudad, pues se habían convertido en no esenciales. Por cada barrio de la ciudad que se pasara, caminando, en automóvil, en transporte público, había que ir pagando constantemente con los puntos acumulados en el móvil para financiar a la empresa privada que se ocupaba del arreglo de infraestructuras tales cómo el estado del pavimento, acerados, alumbrado público, desagües, abastecimiento de gas, de agua; así, el ciudadano que tenía un trabajo esencial y cualificado, iba y venía por la ciudad, pagando constantemente con los puntos de su móvil, cada vez que cambiaba de barrio, entraba en una estación de metro o en un parque público. Así se financiaba todo.
Las pequeñas tiendas que pululaban aquí y allá por todos los barrios de la ciudad antes de la crisis, habían desaparecido, siendo sustituídas por grandes centros comerciales de barrio, los cuales estaban abiertos las vienticuatro horas del día. Todos estos centros estaban en manos de los oligarcas y, en ellos ya no había dependientes propiamente dichos, solo había allí personal reponedor y de vigilancia. Con el nuevo sistema móvil de pago los dependientes ya no hacían falta, uno iba compraba, lo que le hacía falta y pagaba con su móvil antes de dejar el centro comercial.
Eran cada vez más los desheredados que se quedaban sin trabajo gracias a la creciente mecanización y virtualización de todo. Esta gente, al perder su medio de vida, perdía también su móvil-monedero y por tanto su accesibilidad a la ciudad, por lo que tenía que emigrar a las zonas de los desheredados en el extrarradio. Cada vez era más la gente que vivía en el extrarradio y menos en el centro de la ciudad.
A López, todo este sistema se le antojaba injusto y a todas luces inhumano, pero, cómo todo el mundo, trataba de sobrevivir, de ir tirando. No se sentía para nada responsable de todo esto, y no atinaba a saber cómo podría él solucionarlo. Se dejaba llevar por los tiempos impuestos por la nueva clase dirigente, cómo hacían todos sus conocidos y trataba de ser útil y esencial, para conservar su puesto de trabajo.
Sin darse cuenta y pensando en todo esto, López llegó a su destino. Se apeo, dejó el suburbano y salió a la superficie. El Palacio de Justicia estaba abarrotado de gente. López se dirigió a su tribuna en la zona de prensa para narrar el espectáculo a sus lectores. La acusada, una actriz contratada para representar al personaje de la Crisis, llegaba ya a la sala, acompañada de dos guardias. El juez, un hombre grueso, calvo, con gafas redondas de gruesos cristales, llegaba ya, al estrado. "En pie", dijo en voz alta uno de los ujieres. Todo el mundo le obedeció. Cuando hubo ocupado el estrado, su Señoría hizo un gesto con las manos al respetable para que se sentara. La sala estaba abarrotada. Hacía semanas que se habían acabado las entradas para el juicio virtual a la Crisis que tanto había afectado a la gente en los últimos veinte años. Los precios de las entradas se habían puesto por las nubes gracias a la demanda de las mismas. Así se financiaba ahora la justicia.
"Póngase en pie la acusada", ordenó el juez mirando hacia la actriz que hacía de acusada. Esta, una chica joven, rubia, con un cabello rizado que le caía sobre los hombros, se levantó parsimoniosamente. "Cómo se declara la acusada", le preguntó el juez. "Inocente", contestó la chica.
El juicio había empezado.

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