sábado, 19 de septiembre de 2009

El Mendigo.

Tarde fría de febrero. Cielo gris, plomizo, triste. La gente va como el agua en el río de mi infancia, en otoño, desbordando su cauce. Caen diminutas gotas de agua helada, casi nieve. Las baldosas rojas y blancas se tornan deslizantes. Y ahí esta el. Mugriento, aterido por el frío; bamboleante hacia adelante y hacia atrás, como uno de esos rabinos ortodoxos que hablan con Dios ante lo que queda de su templo en Jerusalén. Con su barba negra impresa en un rostro delgado, afilado; acompañados de unos ojos color azabache que miran sin ver. Su cara, se diría que es la misma que los artistas le pusieron a Jesús. Al Jesús milagroso, al Jesús misericordioso, al Jesús triunfante, al Jesús sufriente, al Jesús moribundo; a nuestro Jesús. Un hombre que pasa junto a el por el acerado de la calle de la gran ciudad, le mira curioso. El le devuelve la mirada. El hombre busca en su bolsillo unas monedas y se las da, y sigue su camino; y en su cara se mezclan con la lluvia fina y fría de la tarde unas lágrimas, mientras dice en voz baja: "Es El, que ha vuelto".

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